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Marta Becker
MALENA Marta Becker
Fue
concebida como un pecado de juventud una tarde de otoño mientras desde otra
pieza del conventillo de la calle Aguirre se oía el tango Malena. De ahí su
nombre, Malena.
Su padre,
a quien no llegó a conocer, un muchacho todavía sin barba e incapaz de asumir
la situación, desapareció en cuanto se enteró de su futura paternidad. La
madre, una chica sin experiencia pero con coraje decidió seguir adelante con el
embarazo, como una aventura más y sin tomar conciencia de ninguna
responsabilidad.
Malena
creció a los ponchazos con la ayuda de varias señoras venidas de Italia que vivían
en la casa, madrazas todas, que querían a la nena como propia, se compadecían
de ella y no entendían cómo la madre la dejaba a la deriva para hacer su vida.
La joven -esbelta, de formas torneadas por el cincel de un artista, ojos
verdes, una cabellera rubia que le caía sobre los hombros y una sonrisa
provocadora- trabajaba en un cabaret del
bajo Flores. A la madrugada la traían diferentes coches, la más de las veces
borracha y, en consecuencia, dormía durante el día. Era su forma de ganarse la
vida, decía sin ocultarlo, con cierto orgullo y ningún problema. Con este
ritmo, poco se ocupaba de la hija, que pasó su infancia y adolescencia librada
a su suerte.
Malena se
convirtió en una hermosa muchacha de ojos oscuros y profundos como la noche más
tenebrosa, labios rojos como una rosa recién abierta y aterciopelados como sus
pétalos, un cuerpo de mujer que invita,
una voz a veces suave, a veces ronca, pero siempre insinuante. Escucha
todo el día música, en especial tangos y así fue aprendiendo a cantar, cada día
mejor.
Su madre
la presenta en su lugar de trabajo y así Malena comienza a actuar todas las
noches en el viejo cabaret. Su figura joven y hermosa deslumbra, es un refresco
para una clientela que pocas veces presta atención a quien estuviera en el
escenario.
La
Morocha –así era conocida la madre- todavía en plenitud y muy atractiva, siente
la presencia de la hija como una competencia y por momentos está arrepentida de
haberla presentado para que actúe en su mismo espacio, aún desde lugares
diferentes. La acosan los celos y la rivalidad y ese desánimo la lleva a tomar
cada vez más alcohol. Su estado empeora cada día mientras Malena surge más y
canta mejor, salvo los días de lluvia, que la ponen nostálgica y empañan su
voz.
Las
muchas horas se suceden en el cabaret entre una bruma de cansancio mezclada con
el alcohol y el humo de los cigarrillos que envuelve a los parroquianos, y el
tiempo pasa como sonámbulo.
Hasta que
cierta noche hace su aparición el Nene Varela.
Su sola
presencia ya es motivo de comentarios. Alto, trajeado de negro -pantalón bombilla,
camisa blanca abierta, pañuelo con un nudo hecho como al azar que le calza
perfecto alrededor del cuello, zapatos de charol y sombrero con una inclinación
que le da el toque de compadrito que es- el Nene había sido hombre de la
Morocha durante bastante tiempo.
Ahora
viene por la hija.
La
Morocha se acerca, no espera el gesto de él y es ella quien lo invita a bailar.
El Nene se niega, la rechaza con un movimiento brusco y se acomoda en una mesa
cercana al escenario. Pide una ginebra, prende un cigarrillo y espera.
Todos
alrededor bajan la voz y miran hacia la mesa de reojo. El ambiente se tensa,
saben de la situación entre las dos mujeres y también esperan.
Malena
sale a cantar. A través de las luces vislumbra la figura del Nene Varela, que
no le saca los ojos de encima. La acaricia con una mirada entre codiciosa y de
pertenencia, mientras la madre de la muchacha observa la escena desde uno de
los laterales del salón, roja de indignación y celos.
Cuando
termina de actuar Malena se dirige a la mesa del Nene. Apenas toma asiento
cuando él la toma del brazo y la arrastra hasta la pista de baile. La música
los envuelve, los pies se deslizan lánguidamente, casi sin tocar el piso, los
cuerpos siguen el ritmo del dos por cuatro y los que recuerdan la escena
aseguran no haber visto nunca algo más sutil, temerario y sensual.
Como
tocada por un resorte la Morocha sale de su letargo y se dirige al centro de la
pista. Le da un empujón a Malena, que pierde el ritmo, mientras le grita que
deje al Nene, que es de ella, que nadie se lo va a quitar.
Los
presentes hacen silencio. Presagian algo fulero, pero es código no intervenir.
La música queda en segundo plano superada por las voces de Malena, la Morocha y
el Nene, que discuten acaloradamente y se elevan, chocan y se repliegan para
fundirse en los rostros acalorados.
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