miércoles, 25 de marzo de 2020

Carlos Margiotta



ESCRIBO 
Carlos Margiotta

Cuando hace 25 años decidí publicar Reses de Papel pensaba que su vida iba a durar hasta que ya no me importara, y todavía me importa. Entonces había comprado mi primera computadora e imprimía los originales para llevarlos a una fotocopiadora cercana a mi domicilio. Llegué a editar hasta 3.000 ejemplares en papel que distribuía, de manera gratuita, en las mejores librerías de Buenos Aires. En el reparto colaboraban mis hijos Pablo y Gabriel que eran reconocidos por los libreros y recibida con mucho entusiasmo, “La gente la pide, pibe”. Muchos lectores se comunicaban por mail o por teléfono, me acercaban sus obras o me pedían citas para charlar, yo los encontraba en el Varela Valerita de Sacabarini Ortiz y Paraguay. Así conocí a Derlis Madonni, dibujante y poeta, que ilustró con sus maravillosas obras la revista hasta el día de su muerte.  Años antes el maestro Fidel Moccio me había dicho en un taller de su Escuela de Creatividad: “Carlos dedicate a escribir”, y le hice caso. Con el tiempo comprendí que el destino estaba marcado en la infancia. Entonces contaba historias desopilantes y escribía pequeños relatos que le gustaban a las maestras y a mis compañeros. En cuarto grado fundamos con Andrés Zavala “El Pregón”, una publicación para el colegio escrita a mano y que imprimíamos en una especie de de hoja gelatinosa que usaban los contadores públicos. Después en la secundaria colaboraba con una revista católica llamada “Yunke Mariano”, donde  escribía la página de humor. Como dije alguna vez en un acto de un grupo de escritores, mi intención nunca fue hacer un aporte a la cultura nacional, ni ser miembro de la Sade, ni ser reconocido como un gran escritor, sino solo compartir junto con otros la posibilidad de ver publicada mis obras porque uno, en definitiva, escribe para ser leído.  Debido a esta trayectoria consecuente de años de existencia, fue por el dos mil que la Biblioteca Nacional me pide que le envíe dos ejemplares por mes para su Departamento Hemeroteca, costumbre que sigo haciendo con mucho placer.  Uno de mis compañeros y amigo del curso de creatividad, José Bartolo (el Bichi) fue mi primer y gran mecenas. Cuando decidí editar Redes de Papel en el ´95, le pedí reunimos en el café en la esquina de su empresa y le expliqué mi proyecto. Su entusiasmo fue tan grande que me abrazó y aceptó ponerme la publicidad de su compañía durante muchos años. El era un fino pintor y en uno de los salones de su compañía tenía una galería de arte donde tiempo después presenté mi primer libro de poemas “Otro lugar” bajo la conducción de Adolfo Castello.
En estos 25 años, como muchos argentinos, sufrí los distintos avatares y contradicciones sociales, políticas y económicas del país, de modo que sostener una revista gratuita necesitó de mucha convicción y empeño. Mucho deseo dirían otros y de la ayuda solidaria de muchos amigos que colaboraron con sus avisos y propuestas.
La revista nunca fue un negocio para ganar plata aunque lo podría haber sido si el objetivo hubiera sido enriquecerme. 
En alguna ocasión quisieron comprarla y en otra asociase a ella invirtiendo dinero. En ambos caso dije que no por la sencilla razón que Redes es para mi un espacio de libertad donde puedo inventar, hacer lo que quiero, donde puedo decidir sin depender de nadie, donde me permito elegir qué publicar y qué escribir sin censuras.
En ese espacio de creación nació Ediciones Aguatierra que publica libros de pequeñas tiradas de noveles escritores y el Taller de Escritura que hoy continúa su tarea con el desfile de gente que tiene la misma pasión y se renueva todos los años.  Hoy en día, en época de la virtualidad y de la urgencia con menos ejemplares en papel pero con más de 10.000 suscriptores Redes llega a muchos países de habla castellana y recibo trabajos de distintos lugares que publico de acuerdo a mi criterio subjetivo. El temor de cómo sostener una publicación que me abrumó durante tantos años se ha convertido en que la revista me sostiene a mí, me empuja, me acompaña, me ayuda a enfrentar el malestar en cultura. Podría contar mil historias de estos 25 años, anécdotas con los lectores, con los libreros, con los amigos de Internet, o cómo conocí al Negro Hernández, a Alberto Costantino, a Marta, a Leo Escriba, al Gordo. a Graciela y a Sandoval, entre muchos otros. Podría contar de las veladas a media luz en el Café de la Subasta, de mi generoso amigo Norberto, donde hice talleres de escritura y presenté libros durante veinte años.
La Subasta fue un refugio para musas inspiradoras enclavado en Caballito. Un templo de creación, un lugar donde se reunieron muchos integrantes del taller que publicaron “Café de la Subasta” y “Encuentro”, antología de escritos del taller, y la última edición de “Café de los martes”.
En ese hogar de melancólicos reinaba un estado de gracia que nos atravesaba a todos porque se aprende a escribir escribiendo, porque la creación se entrena. Y crear sana y nos aleja de la enfermedad, cura heridas, acaricia, junta los fragmentos rotos del alma y nos permite recuperar los objetos perdidos. En ese lugar nacieron muchos de los relatos publicados en Redes de Papel.
Pero dejaremos eso para después, que importa del después, diría Homero Expósito en “Naranjo en flor”.
Todavía escribimos, todavía nos apasionamos, todavia soñamos, todavía creemos, todavía queremos una sociedad mas equitativa, menos individualista y mas generosa, todavía amamos lo que hacemos, y lo seguiremos haciendo mientas la llama siga iluminando nuestro corazón para  estallar en algún rincón de la esperanza.
Gracias por acompañarnos y emocionarse con nosotros.
Hasta el mes próximo.

ESCRIBO

Escribo
sobre los restos
sobre los bordes
sobre las orillas 
sobre los remiendos  sobre las huellas 
sobre lo perdido.
Escribo con las viseras con tinta sangre 
con nudos calientes
con mis sombras
con mi desesperación.
Y me desgarro,
y me fragmento,
y estallo,
y lloro hasta no ser.
Entonces me suelto,
me voy,
me enamoro,
me  consuelo, 
me junto,
me alegro y vuelo.
Vuelvo a ser
y río  y canto y gozo. Hasta que de pronto 
el cuerpo puja otra vez  como una madre
y escribo, escribo
y escribo
eternamente.  

Negro Hernández




25


25 niños

25 besos

25 perdón

25 lugares

25 amores

25 madres

25 poemas

25 adioses

25 mujeres

25 lágrimas

25 después

25 escritores

25 ausencias

25 encuentros

25 redes de papel


                                                          Negro Hernández



Gerardo Bare



                             Amanecer de un 
                                 día agitado  
                                                 Gerardo Bare

Apenas pude pegar ojo. Toda la noche dando vueltas en la cama. A las ocho tengo que estar en la oficina y hacer todo lo que deje pendiente hoy, a las nueve pasan a buscar las planillas y espero terminar a tiempo.
Por fin logro dormirme y puedo sentir como me hundo en la profundidad de un sueño que dura tan solo dos horas.
Alcanzo a oír a los pájaros picoteando en mi ventana, abro los ojos, miro el reloj, son siete y cuarto, necesito cuarenta y cinco minutos para llegar a la oficina.
Salto de la cama, manoteo los pantalones y me los pongo, busco las medias piso un zapato y tropiezo volando a la otra punta de la habitación, al caer doy con la frente en la punta del escritorio, me duele terriblemente, pero no me importa y agarro las medias y puedo sentir como un hilo caliente cae por el costado de mi frente, me miro al espejo y veo la brecha que me había ganado con el golpe. Busque papel higiénico y me tape la herida mientras con la otra mano intentaba ponerme la camisa, ya son siete y veinticinco, me pongo un zapato pero no puedo encontrar el otro que patee cuando tropecé, son las siete y treinta y cinco. De bajo del escritorio en un cono de sombra descubro el zapato prófugo. Tiene pegada mierda de perro, son las siete y cuarenta y todavía no me peine, me pongo zapatillas, corro al baño a ponerme agua en el pelo e improvisar un peine con mis dedos. Son siete y cincuenta, no llego a tiempo, me van a matar, entro al ascensor y al llegar abajo me topo con José, el encargado que me  espeta azorado: “que haces acá loco, son las siete de la matina”.




Liliana Blasco



                                          Mentira en la mañana  
                                                 Liliana Blasco

Las dos últimas pinceladas lo dejan más conforme; se aleja unos pasos para contemplar mejor la tela, cambia de ángulo una y otra vez, estira el brazo y su mano, desde la distancia, va cubriendo parcialmente la figura azul de una mujer, que lo mira impasible desde el brillo, también azul, de sus ojos húmedos de óleo fresco. Sabe que es el dueño de esa mirada que cuida celosamente, y vuelca a una y otra tela, modificando en su influencia hasta el aspecto de los perfiles o las naturalezas muertas que pinta; su paleta desborda de azules tentativos, hasta llegar al tono exacto de sus ojos, que siempre necesitan una pizca más de cerúleo. Al debilitarse la luz natural en el taller, comienza la ceremonia de limpieza de pinceles y, aunque siente el ruego desde la mirada azul, multiplicada en las miradas de todas las telas, ahora cargadas de sombras, oscureciéndose casi hasta llegar al Prusia, se despide.
El abandono es momentáneo pero imprescindible, se impone como todas las noches la caminata; la luna blanqueando las chapas de la estación abandonada, la plaza, el caminito de los álamos.
Hasta ese momento no se ha preguntado si ese recorrido es para confirmar su ausencia o es-conde la esperanza de asistir a su llegada, pero la ceremonia se sucede noche a noche, como en un ensayo interminable.
Las trampas del hábito conduciéndolo de vuelta, la cena frugal hojeando el álbum de fotos y la excusa de la guitarra para seguir dialogando con ella
Nadie le da la bienvenida y aunque no es una sorpresa, le duelen las ausencias.
                                                                       2
El sol que la atormentó durante casi todo el viaje había desaparecido, de pronto, detrás del monte de eucaliptos, después de la curva que lleva a la estación. Con una escenografía impresionista de casas bajas, comenzó a prepararse, oyó el último quejido de los rieles, tomó su bolso y bajó.
Única pasajera en ese tren frágil, casi inmaterial, que volvió a partir, minutos después, entre pitazos y humos grises. En el andén solitario el cartel de siempre; "Las Bayas"; a su derecha el salón de señoras y al lado la oficina del jefe de estación y la boletería, pero antes, los bancos de madera descascarados, uno a cada lado, y todo envuelto en una leve niebla sepia de recuerdos; recuerdos que se desanudan a través de esa primera mirada incierta, mirada que borra otras miradas.
Como impelida por una urgencia nueva, la mujer del bolso recorre el pueblo; camina las calles, la plaza, el caminito de los álamos; en su trayecto se cruza con algunas personas que cree reconocer, intenta un saludo que en ningún caso es devuelto. Atisba en todas las ventanas, primero tímidamente y luego con un descaro obsceno, como un rumor se mete en las casas y viola cocinas y alcobas a su antojo. Decepcionada, regresa a la plaza, a la figura de piedra atemporal, sucia de palomas, ve los canteros de prímulas y nomeolvides, los rosales en flor, como en las fotos del álbum, y cree oír la risa de él y su música.
Después un telón de plomo la envuelve, se enreda en un cansancio antiguo y se duerme.
Vuelve a abrir los ojos exactamente en el momento en que él inicia la caricia y le pregunta: ¿Volviste? Ya era hora....
Un corto silencio de incredulidad o confirmación, y el desborde.... El hombre reconoce la mirada azul, la boca mágica, inolvidable territorio recuperado. Quiere saber, desentendiéndose de temporalidad y espacio, si vuelve para él. Ella sonríe y vuelve la cabeza, él reencuentra ese perfil afilado que tanto ama y comprende que convocar a los duendes es una trampa. Sabe que ese frágil equilibrio entre la realidad y su deseo se deshace como esa sonrisa. Puede percibir el borde, la frontera, el final del camino: la vigilia.
La luz titilante del amanecer los sorprende volviendo a la estación. Es la hora en que los sueños huyen, dice ella. Él sabe que deben despedirse.


Hernán Schillagi


Voces rotas en la ventana  
Hernán Schillagi


«No sabés lo que me hizo el cabrón de tu padre…», escucho que una voz femenina dice al pasar por mi ventana que da a la calle. Dejo el libro de lado, detengo el camino de la bombilla del mate hacia mi boca, paro las orejas y nada. El rumor de un taconeo sigue su camino y se lleva una historia a la que nunca le conoceré el final. Ni el comienzo. Pasa que esta vieja casa donde vivo, construida por mi bisabuelo con sus propias manoshace más de 80 años, no tiene jardín ni hall de entrada y tampoco un porche que nos aísle del traqueteo urbano. Pienso que el nono Olimpieri salía del otro lado por la tarde a regar su profunda huerta y recordaba -en un envidiable silencio- las aventuras que tuvo como soldado camillero en la Guerra del 14. Pero, entrado el siglo XXI, mis actividades cotidianas e íntimas conviven pared de por medio con el sonoro estremecimiento de una calle transitada y locuaz: un taller mecánico, un lavadero, parada de colectivos, una fábrica de conservas, consultorios médicos, inmobiliaria, rotisería, centro de estética y, cómo no, una escuela con sus turnos completos. Un ir y venir de cabezas fugaces que no dejo de observar desde los postigos abiertos. Pero a veces, esas cabezas hablan, insultan, lloran, o revelan secretos tan jugosos como fragmentarios. Son igual que esos mensajes por teléfono que llegan partidos y nunca se terminan de completar. «Vos tenés que ir con la frente en alto, un pedo se le puede salir a cualquiera…», le dice una ¿madre/tía/abuela? a su ¿hijo/sobrino/nieto? Es aquí donde estos microcuentos callejeros hacen que se nos dispare la imaginación familiar. Entre nosotros, comienza un risueño debate, hay que decirlo, para ver quién completa el relato del modo más original o estrafalario. También, nunca faltan los que hace cien metros andan buscando señal: «Hola, sí, hola…», ni los grupos de amigotes que vociferan hormonalmente conquistas nocturnas: «Después del boliche nos fuimos a…», y mi morbo entra en sordera cuando lo único que me queda son las risotadas cómplices al doblar la esquina. Hace meses que estoy tentado de tener en el alféizar un anotador tras las cortinas, para así registrar línea por línea un improvisado y furtivo poema de amor a las ciudades. Sin embargo, toda ventana desde su génesis es indiscreta, como sugería la película de Hitchcok. Hace unos días comprobé que, desde la ventanilla del micro, una misma señora me espía por los escasos segundos que las dos aberturas se enfrentan. Yo la veo pasar, ella me mira en mi atenta quietud. «Entonces las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá…», remata Eduardo Galeano, justamente, en el texto «Ventana sobre la palabra». Pero ni la señora ni yo logramos oír siquiera una sílaba de lo que el otro pronuncia. El silencio compartido, aquí, solo marca ortográficamente lo que nadie se atreve a decir, aunque sea al pasar y a las apuradas: el inevitable punto final.



Ariel Félix Gualtieri




El novio de María 
Ariel Félix Gualtieri

María, que siempre había sido rubia, pequeña y delgada, contaba por aquel entonces con veintisiete años. Hacía poco que se había recibido de médica y trabajaba como residente en un hospital. Vivía sola en un pequeño departamento alquilado de un ambiente, en el barrio de Palermo, donde su única compañía era un enorme sapo llamado Moque. Pareja, no tenía. A lo largo de los años había emprendido varias relaciones, pero ninguna había llegado a buen puerto, y la pobre muchacha vivía ahora, a todas luces, francamente desesperada por conseguir un novio. Buscaba un sujeto pacífico, alguien que se pudiera presentar a la familia y a los amigos, que se quisiera casar y tener hijos.
María tenía dos amigas que habían encontrado pareja a través de una red social, en internet, y aunque a ella no le gustaba mucho esta metodología —y además tenía miedo de encontrarse con gente «rara»; miedo que le había inculcado exitosamente su madre durante la adolescencia— decidió intentarlo. Al cabo de unos días, llegó a entablar una relación con Juan, un abogado dos años mayor que ella, quien, al parecer, había vivido experiencias parecidas en el plano de las relaciones amorosas. Después de dos o tres días de comunicación electrónica a través de mensajes de texto, Juan la llamó para invitarla a salir. La chica aceptó con alegría y se conocieron personalmente. Para gran satisfacción de María, Juan resultó ser una persona completamente normal, y pronto se estableció un noviazgo como el que ella tanto había deseado. Se veían un par de veces por semana, generalmente los jueves y los sábados. Iban al cine, a cenar y a caminar, y hablaban de proyectos para el futuro. Ella conoció a la familia de Juan, y el muchacho fue a cenar a la casa de los padres de María.
Después de un año de relación, la chica se había vuelto una persona feliz y con planes de casamiento. Sin embargo, la pobre María no sabía lo que estaba por ocurrir. Fue por aquel entonces que nosotros comenzamos a recibir noticias sobre ella.
Cierto día, Juan le dijo que debía irse de viaje por una semana, pero que le resultaba imposible contarle a qué lugar y por qué causa. De más está decir que aquello no le gustó para nada a María. Fue un terrible golpe para la chica, y le hizo recordar dolorosas traiciones de parejas anteriores. «¿Y por qué no podés contarme nada?, ¿por qué tanto misterio?», le preguntaba a Juan. «María, mi amor, confiá en mí, no te preocupes por nada», la tranquilizaba su novio, «en una semana vuelvo y seguiremos como siempre». A la semana siguiente partió Juan. Un rato antes de despedirse, sacó del bolsillo su teléfono celular y se lo entregó a María. «Quedátelo vos», le dijo a su novia, «solamente nos comunicaremos por correo electrónico». Cuando la chica le preguntó el por qué de aquella extraña determinación, Juan miró al piso y no contestó nada.
Un día después, María recibió el primer mensaje de su novio: «Hola María, mi amor, ¿cómo estás? Espero que muy bien. Por mi parte, no puedo quejarme. Acá todo es maravilloso. Te extraño tanto…».
Para ella, que había pasado unas horas terribles desde la partida de Juan, aquel mensaje suyo le produjo, a pesar de las dudas que despertaba, un enorme alivio. Le contestó entonces con alegría e incontables palabras de afecto. Durante los días que duró su ausencia, él no dejó de escribirle, aunque sus mensajes siempre eran parecidos al primero. Las respuestas de ella fueron perdiendo intensidad y ganando lugares comunes. Finalmente, al cabo de una semana, tal como lo había prometido, Juan regresó con María.
Ella insistió para que le dijera a dónde había ido y para qué, pero él no quiso decirle nada. María reflexionó entonces sobre la posibilidad de separarse, pero finalmente no lo hizo.
Juan siguió viajando. Lo hacía cada mes, o cada dos meses. Los viajes duraban entre una semana y diez días, y siempre se comunicaba con María a través Los viajes duraban entre una semana y diez días, y siempre se comunicaba con María a través de correo electrónico. Todos sus mensajes eran muy similares. Hemos logrado conseguir una buena parte de ellos, algunos de los cuales transcribimos a continuación:
«Hola María, estoy encantado, emocionado hasta las lágrimas con todo lo que me rodea. El domingo regreso. Me muero de ganas de verte».
«María, hoy ha sido un día maravilloso, jamás se borrará de mi memoria. Te quiero».
«Te amo con locura, María. Si vieras lo que estoy contemplando en este momento, te encantaría, no lo olvidarías jamás. ¡Ay de mí, María!, ¿por qué no estoy junto a vos ahora?».
«María, hoy estuve pensando todo el día en vos. Me está yendo muy bien aquí, realmente lo estoy disfrutando».
Pero dentro de todos los mensajes que hemos logrado reunir, creemos que el siguiente pudo haber sorprendido a María más que los otros:
«María, por favor, tenés que echar a Moque de tu casa».
La situación duró algo más de dos años. Y durante todo aquel tiempo, ella no logró arrancarle a Juan ningún tipo de explicación. Cuando le preguntaba por aquellas maravillas de las que hablaba, su novio se mostraba indiferente, callaba o cambiaba de tema. Por otro lado, María no tenía con quien hablar sobre todo aquello. Juan le había hecho prometer que no le comentaría a nadie acerca de sus viajes. «Ni mis amigos ni mi familia lo saben», le explicaba a su novia, «es un secreto que, por el bien de los dos, debe permanecer entre nosotros».
Finalmente, un día María logró reunir las fuerzas necesarias para decirle a su novio que si no le contaba a dónde iba y qué era lo que hacía, entonces ella lo dejaría para siempre. Juan le pidió unos días para reflexionar sobre el asunto, pero aquella misma noche la llamó para decirle que comprendía su planteo y que le contaría toda la verdad. «Merecés saberlo, María, te lo tendría que haber dicho mucho antes, ahora me doy cuenta: ocultártelo fue una estupidez». Acordaron encontrarse al día siguiente en el lugar de siempre, un café de la avenida Córdoba. Como era usual, ella llegó puntualmente a la hora convenida. Juan, siguiendo también su costumbre, apareció unos veinte minutos después. La encontró tomando un té. Se saludaron sonriendo con un pequeño beso en los labios, él tuvo que inclinarse bastante porque su novia no se levantó. Juan se sentó y el mozo se le acercó enseguida; pidió un café con leche y un tostado de jamón y queso. Entonces, sin darle a María tiempo de decir nada, volvió a pararse para ir al baño, no sin antes ofrecerle a su novia una suplicante disculpa, que ella tuvo que aceptar sin remedio. La chica se quedó mirando a través de la ventana del café. Permanecía reclinada hacia adelante, con la mano en la barbilla. Mientras veía como la gente iba y venía por la calle, pensaba en lo que le diría su novio. En cierto momento pasó frente a ella una familia de cuatro: madre, padre y un par de niños de entre seis y diez años. Los pensamientos de María arribaron entonces a su niñez, y en su pequeño rostro comenzaron a aflorar leves sonrisas..
De pronto María notó que su novio estaba tardando demasiado. Miró el reloj y estimó que ya habían pasado unos veinte minutos desde que Juan se había encaminado hacia el baño. Cuando transcurrieron otros diez, con la cara colorada, se acercó al mozo que los había atendido. Este se introdujo en el baño, y pronto salió y le dijo a María que su novio no estaba allí. Ni aquel mozo, ni el otro que había en el café, ni tampoco el cajero, recordaban haber visto salir a Juan del establecimiento. Ella les preguntó entonces a los otros clientes que estaban en el café, uno por uno. Todos ellos parecieron sorprenderse cuando María los abordó. Algunos se molestaron, otros se asustaron, pero ninguno pudo decirle nada acerca de su novio.
CONSULTOR PSICOLOGICO
Crisis vitales – Duelos - Ansiedad
Pareja y familia - Procesos breves - Pérdidas
Resolución de conflictos - Explorar posibilidades

Carlos Margiotta 15-4194-2200

 
María jamás volvió a ver a Juan. Tampoco volvieron a verlo sus amigos ni sus familiares, y entre estos no faltaron los que culparon a María por aquella dolorosa desaparición. Pero como nosotros sabemos, la pobre muchacha, que ha vuelto a estar sin pareja, y que continúa viviendo sola en el departamento de Palermo, es completamente inocente. Y además ha cumplido su promesa, ya que, a pesar de tales acusaciones, nunca le ha dicho una palabra a nadie acerca de los misteriosos viajes de Juan.

Con respecto al sapo Moque, desapareció el mismo día que Juan, y tampoco hemos vuelto a saber de él.



Estela Garber


                                    25 años  
                                                 Estela Garber


Veinticinco años tenía ella cuando dio el “sí quiero”. Vestía una camisola lila y llevaba una guirnalda de flores naturales sobre su cabellera rubia. Su compañera, 18 años mayor que ella, era una mujer divorciada con dos hijos adolescentes. Esta vestía un traje azul claro de lino y de su ojal derecho prendía una flor natural que perfumaba el ambiente del Registro Civil.
 No había muchos invitados. Por lo general, familiares de Marta, sus dos hijos y una decena de amigos. Por parte de Liliana, la novia de 25, solamente una tía abuela soltera, con quien ella siempre tuvo gran apego. Esta tía era un ser inusual de esta familia conservadora y católica observante. Francisca, la tía, tenía 70 años. Trabajó como traductora para UNICEF, lo cual la llevó a viajar por el todo mundo por mas de 25 años.
 Liliana estaba feliz de estar acompañada ese día tan especial por Francisca y muchos compañeros de trabajo de la Casa del Teatro, donde ella se desempeñaba como Gestora Cultural y administrativa desde hacía 5 años. En el momento de cierre de la ceremonia Liliana y Marta se besaron. A pesar de la alegría, una tupida lágrima corrió por la mejilla izquierda de Liliana.


CLAUDIO STEFFANI


                                                EXILIO DE AMOR 
                                             CLAUDIO STEFFANI


Mucho tiempo de ausencia,

empapada de alcohol,

Te saqué de escena y

pude crecer sin tu amor,

Me dediqué a leer los mejores libros,

a recorrer el mundo con sus bellos paisajes,

y hacer el amor sin pagar peaje.

Aprender un idioma y estudiar lo grupal,

Subirme a un tren color verde Sindical,

Probar buenos vinos, nuevos caminos

sin tus ojos marrones vivos.

tu falta no me venció,

tampoco el alcohol.

Aprendí hacer asados con agua,

a soñar sin Malbec,

A resistir el vacío sin anestesia

y a recordar tus olvidados espacios,

De a uno por vez.


                    


Claudia Schinca

                                         
                                 Veinticinco 
                                               Claudia Schinca


Por lo sombrío y desbastado del paisaje, la imagen era casi aterradora. Había una espesa bruma que transformaba todas las formas, creando sombras y luces de extrañas e indescifrables  características.
 La cruz, se alzaba todavía estoica , en el ala derecha de la iglesia, que sostenida por varias estacas, soportaba con desmesurada hidalguía sus ultimas horas. A cada paso el paisaje se hacia mas desolador, calles de piedra y horror.
 Algunas casas  conservaban algún dato de su arquitectura, pero la mayoría yacían entre sus propias ruinas. Caminamos por horas, pero nada se movía, nada vivo había,  ni pájaro, ni hombre, ni árbol.
 La noche avanzó y con ella avanzó nuestro cansancio y se diluía con la bruma y el humo la esperanza del encuentro.
 La orden fue discretamente concisa: “Busquen a los 25 soldados enviados hace 25 días  y tráiganlos vivos o muertos”. El objetivo era la búsqueda de soldados que nuestra nación envió a defender suelo extranjero, ocupado por tropas invasoras.
 Nadie nos explico porque invadieron, nadie nos dijo porque la guerra. y por una rara dialéctica, de los poderosos uniformados, resultó que lo importante era que los 25 volvieran al país sin importar si con vida, si heridos, o si muertos.
 Buscamos algo que nos llevara a ellos, una huella, un aroma, algo, pero todo era soledad, silencio y espanto.
 Con el tiempo supimos cual era el verdadero motivo de tanta y apurada busqueda, se necesitaba ocupar 25 lugares, en 25 sillas del honroso capitolio.
 El máximo líder político mundial  tocaba suelo en 25 días y nada podía ser mas importante que recibirlo con toda la tropa completa, y si muertos, con los ataúdes cubiertos de la noble bandera patria.
 No fue posible ni la una ni la otra alternativa.




Jenara García Martín



La fuerza del amor 
(Mi pequeña historia) 
Jenara García Martín

Todo dormitaba dentro de “mi mundo”. Ese “mundo” sólo mío. Era una idea fija en mi mente. Escribir una historia que fuera capaz de penetrar más allá del  placer que perciba el lector con su temática. Una historia capaz de permanecer en el recuerdo de sus lectores. Era receptora de una concepción de imágenes  que me incitaban sacarlas a la luz.
Un amanecer fluyó en mí ese manantial inquieto, ansioso de  marcar los surcos en un camino virgen, sin huellas, sin un “detente”. De pronto me dio miedo caminar en una dirección incierta, sin saber a dónde estaba el final. Tenía que animarme a descubrirlo.
El papel en blanco y el lápiz me llamaban. Me provocaban a que los hiciera entrar en acción y comencé creando situaciones cotidianas. Personajes que no se conocían.  Hasta circunstancias increíbles por ataques bélicos. .Llenaba hojas y hojas  y harta de caminar por la cornisa,  descendí y me aferré a mi propósito. Relacionar las situaciones inventadas que ya existían en mis apuntes. Así empecé Mi Pequeña Historia imaginaria que quería dar a conocer.                      
Hasta el Ordenador me llamaba. Lo puse en contacto. La pantalla en negro esperaba que la diera la orden y escuché que me dijo: “abre la ventana”. Mi mente me obligó a obedecer. Ya estaba en blanco y nos miramos con aire desafiante. Había llegado el momento. Tenía que llenar de líneas  esa pantalla, con ideas ya convertidas en pensamientos,  quizá desordenados pero con cierta lógica. A cualquier hora del día mi mente inventaba ideas, capturando pedazos de  vidas, como los cuadros de un rompecabezas, que van uniéndose entre sí, donde los sentimientos no dejaban respirar al alma. No me daban descanso.  Pero tenía que investigar en el  fondo de esos apuntes la intencionalidad de su significado para luego pasarlo al Ordenador con la mayor limpieza posible, y  que el lector pudiera recibir  la historia con interés, con credibilidad..
He invertido muchas horas, escribiendo y corrigiendo. Compartiendo durante ese tiempo risas y lágrimas, sin importarme los baches u hondonadas que aparecían en ese camino poblado de sombras. La interacción de este mundo de pasiones, se convertía en un laboratorio de pruebas.
En proceso de investigación permanente. Mi lucha interna es la de la fiera con el indefenso cordero. La soberbia, la ira, la frivolidad, enfrentándose a la humildad, la caridad,  la pureza. Sentimientos que transitaban  por mi solitario mundo y tenía que lograr que aparecieran en  Mi Pequeña  Historia.
Mi historia sin título. Cuando llegué al final, lo descubrí. Venció el amor. La nobleza del personaje que dio vida al proceso de mi creatividad que con su dulzura y su fuerza de amar y ayudar a los seres que la rodeaban en ese refugio, después de haber sufrido un bombardeo en plena guerra de Oriente, donde perdió a sus padres. Esa pequeña protagonista me robó Mi Historia, expresado en otros términos se la traspasé. La veía reflejada en la hoja de papel deambulando en busca de su familia entre los despojos que deja una guerra: destrucción, muerte, hambre, pestes, campos inertes, supervivientes en total desamparo en busca de protección, amor y así ayudando a los refugiados en situación de carencias, como ella, la desconocida protagonista de Mi Pequeña Historia, colaboraba en ese mundo decadente, buscando a cambio  algo con qué alimentarse. Saltaba a la pantalla de mi  Ordenador y su imagen casi transparente por su delgadez, permanecía inmóvil bajo mi escritura. Extendía los brazos suplicantes en medio de su soledad, a pesar de estar rodeada de multitudes. Pero la expresión de su rostro me  pedía ese cariño que
había perdido. Que la permitiera ser protagonista de Mi Pequeña Historia.
Ese pequeño mundo que la pertenecía, aunque estuviera sola. La suerte de sentirse viva, la dieron fuerzas,  e inició a transitar una ruta sinuosa y difícil, que la marqué, mas debió conocer escenas lamentables donde observó el enfrentamiento entre la crueldad y la dulzura. El amor y el odio. Pero en esa lucha de sus propios valores y sentimientos sublimes,  casi expuesta a desfallecer, por fin obtuvo, lo que con tanto anhelo buscaba: “La Fuerza del Amor”.  Ella dio título a Mi Pequeña Historia.        (Continuará)