Campeones Pedro Juan Soto
El
taco hizo un último vaivén sobre el paño verde, picó al mingo y lo restalló
contra la bola quince. Las manos rollizas, cetrinas, permanecieron quietas
hasta que la bola hizo "clop" en la tronera y luego alzaron el taco
hasta situarlo diagonalmente frente al rostro ácnido y fatuo: el ricito
envaselinado estaba ordenadamente caído sobre la frente, la oreja atrapillaba
el cigarrillo, la mirada era oblicua y burlona, y la pelusilla del bigote había
sido acentuada a lápiz.
¿Qui'ubo,
men? -dijo la voz aguda-. Ése sí fue un tiro de campión, ¿eh?
Se
echó a reír, entonces.
Su
cuerpo chaparro, grasiento, se volvió una mota alegremente tembluzca dentro de
los ceñidos mahones y la camiseta sudada.
Contemplaba
a Gavilán -los ojos, demasiado vivos, no parecían tan vivos ya; la barba, de
tres días, pretendía enmarañar el malhumor del rostro y no lo lograba; el
cigarrillo, cenizoso, mantenía cerrados los labios, detrás de los cuales
nadaban las palabrotas- y disfrutaba de la hazaña perpetrada.
Le
había ganado dos mesas corridas. Cierto que Gavilán había estado seis meses en
la cárcel, pero eso no importaba ahora. Lo que importaba era que había perdido
dos mesas con él, a quien estas victorias colocaban en una posición
privilegiada. Lo ponían sobre los demás, sobre los mejores jugadores del barrio
y sobre los que le echaban en cara la inferioridad de sus dieciséis años -su
"nenura"- en aquel ambiente. Nadie podría ahora despojarle de su
lugar en Harlem. Era el nuevo, el sucesor de Gavilán y los demás individuos
respetables. Era igual... No. Superior, por su juventud: tenía más tiempo y
oportunidades para sobrepasar todas las hazañas de ellos.
Tenía
ganas de salir a la calle y gritar: "¡Le gané dos mesas corridas a
Gavilán! ¡Digan ahora! ¡Anden y digan ahora!" No lo hizo. Tan sólo entizó
su taco y se dijo que no valía la pena. Hacía sol afuera, pero era sábado y los
vecinos andarían por el mercado a esta hora de la mañana. No tendría más
público que chiquillos mocosos y abuelas desinteresadas. Además, cierta
humildad era buena característica de campeones.
Recogió
la peseta que Gavilán tiraba sobre el paño y cambió una sonrisa ufana con el coime
y los tres espectadores.
-Cobra
lo tuyo -dijo al coime, deseando que algún espectador se moviera hacia las
otras mesas para regar la noticia, para comentar cómo él, Puruco, aquel
chiquillo demasiado gordo, el de la cara barrosa y la voz cómica, había puesto
en ridículo al gran Gavilán. Pero, al parecer, estos tres esperaban otra
prueba.
Guardó
sus quince centavos y dijo a Gavilán, que se secaba su demasiado sudor de la
cara:
-¡Vamos
pa'la otra?
-Vamoh
-dijo Gavilán, cogiendo de la taquera otro taco para entizarlo meticulosamente.
El
coime desenganchó el triángulo e hizo la piña de la próxima tanda.
Rompió
Puruco, dedicándose en seguida a silbar y a pasearse alrededor de la mesa elásticamente,
casi en la punta de las tenis.
Gavilán
se acercó al mingo con su pesadez característica y lo centró, pero no picó
todavía. Simplemente alzó la cabeza, peludísima, dejando el cuerpo inclinado
sobre el taco y el paño, para decir:
-Oye,
déjame el pitito.
-Okey,
men -dijo Puruco, y batuteó su taco hasta que oyó el tacazo de Gavilán y
volvieron a correr y chasquear las bolas. Ninguna se entroneró.
-Ay,
bendito -dijo Peruco-. Si lo tengo muerto a ehte hombre.
Picó
hacia la uno, que se fue y dejó a la dos enfilada hacia la tronera izquierda.
También la dos se fue. Él no podía dejar de sonreír hacia uno y otro rincón del
salón. Parecía invitar a las arañas, -¡Cuidado con echarme fufú! -dijo,
encrespándose.
Y
Gavilán:
-Ay,
deja eso.
-No;
no me vengah con eso, men. A cuenta que estah perdiendo.
Gavilán
no respondió. Centró al mingo a través del humo que le arrugaba las facciones y
lo disparó para entronerar dos bolas en bandas contrarias.
-¿Lo
ve? -dijo Puruco, y cruzó los dedos para salvaguardarse.
-¡Cállate
la boca!
Gavilán
tiró a banda, tratando de meter la cinco, pero falló. Puruco estudió la
posición de su bola y se decidió por la tronera más lejana, pero más segura.
Mientras centraba, se dio cuenta de que tendría que descruzar los dedos. Miró a
Gavilán con suspicacia y cruzó las dos piernas para picar. Falló el tiro.
Cuando
alzó la vista, Gavilán sonreía y se chupaba la encía superior para escupir su
piorrea. Ya no dudó de que era víctima de un hechizo.
-No
relajeh, men. Juega limpio.
Gavilán
lo miró extrañado, pisando el cigarrillo distraídamente.
-¿Qué
te pasa a ti?
-No
-dijo Puruco-; que no sigah con ese bilongo.
-¡Adió!
-rió Gavilán-. Si éhte cree en brujoh.
Llevó
el taco atrás de su cintura, amagó una vez y entroneró fácilmente. Volvió a
entronerar en la próxima. Y en la otra. Puruco se puso nervioso. O Gavilán
estaba recobrando su destreza, o aquel bilongo le empujaba el taco. Si no
sacaba más ventaja, Gavilán ganaría esta mesa. Entizó su taco, tocó madera tres
veces y aguardó turno. Gavilán falló su quinto tiro. Entonces Puruco midió
distancia. Picó, metiendo la ocho. Hizo una combinación para entronerar la once
con la nueve. La nueve se fue luego. Caramboleó la doce a la tronera y falló
luego la diez. Gavilán también la falló. Por fin logró Puruco meterla, pero
para la trece casi rasga el paño. Sumó mentalmente. No le faltaban más que ocho
tantos, de manera que podía calmarse.
Pasó
el cigarrillo de la oreja a los labios. Cuando lo encendía, de espaldas a la
mesa para que el abanico no apagara el fósforo, vio la sonrisa socarrona del
coime. Se volvió rápidamente y cogió a Gavilán in fraganti: los pies levantados
del piso, mientras el cuerpo se ladeaba sobre la banda para hacer fácil el
tiro. Antes de que pudiera hablar, Gavilán había entronerado la bola.
-¡Oye,
men!
-¿Qué
pasa? -dijo Gavilán tranquilamente, ojeando el otro tiro.
-¡No
me vengah con eso, chico! Así no me ganah.
Gavilán
arqueó una ceja para mirarlo, y aguzó el hocico mordiendo el interior de la
boca.
-¿Qué
te duele? -dijo.
-No,
que así no -abrió los brazos Puruco, casi dándole al coime con el taco. Tiró el
cigarrillo violentamente y dijo a los espectadores-: Uhtedeh lo han vihto,
¿veldá?
-¿Vihto
qué? -dijo, inmutable, Gavilán.
-Na,
la puercá esa -chillaba Puruco-. ¿Tú te creh que yo soy bobo?
-Adioh,
cará -rió Gavilán-. No me pretgunteh a mí, porque a lo mejol te lo digo.
Puruco
dio con el taco sobre una banda de la mesa.
-A
mí me tieneh que jugar limpio. No te conformah con hacerme cábala primero, sino
que dehpueh te meteh hacer trampa.
-¿Quién
hizo trampa? -dijo Gavilán. Dejó el taco sobre la mesa y se acercó, sonriendo,
a Puruco-. ¿Tú diceh que yo soy tramposo?
-No
-dijo Puruco, cambiando de tono, aniñando la voz, vacilando sobre sus pies-.
Pero eh qui así no se debe jugar, men. Si ti han vihto.
Gavilán se viró hacia los otros.
-¿Yo
he hecho trampa?
Sólo
el coime sacudió la cabeza. Los demás no dijeron nada, cambiaron de vista.
-Pero
si ehtabah encaramao en la mesa, men -dijo Puruco.
Gavilán
le empuñó la camiseta como sin querer, desnudándole la espalda fofa cuando lo atrajo
hacia él.
-A
mí nadie me llama tramposo.
En
todas las otras mesas se había detenido el juego. Los demás observaban desde
lejos. No se oía más que el zumbido del abanico y de las moscas, y la gritería
de los chiquillos en la calle.
-¿Tú
te creeh qui un pilemielda como tú me va llamar a mí tramposo? -dijo Gavilán,
forzando sobre el pecho de Puruco el puño que desgarraba la camiseta-. Te dejo
ganar doh mesitah pa que tengas de qué echártelah, y ya te creeh rey. Echa
p'allá, infelih -dijo entre dientes-. Cuando crehcas noh vemo.
El
empujón lanzó a Puruco contra la pared de yeso, donde su espalda se estrelló de
plano. El estampido llenó de huecos el silencio. Alguien rió, jijeando. Alguien
dijo: "Fanfarrón que es".
-Y
lárgate di aquí anteh que te meta tremenda patá -dijo Gavilán.
-Okey,
men -tartajeó Puruco, dejando caer el taco.
Salió
sin atreverse a alzar la vista, oyendo de nuevo tacazos en las mesas, risitas.
En la calle tuvo ganas de llorar, pero se resistió. Eso era de mujercitas. No
le dolía el golpe recibido; más le dolía lo otro: aquel "cuando crehcas
noh vemo". Él era un hombre ya. Si le golpeaban, si lo mataban, que lo
hicieran olvidándose de sus dieciséis años. Era un hombre ya. Podía hacer daño,
mucho daño, y también podía sobrevivir a él.
Cruzó
a la otra acera pateando furiosamente una lata de cerveza, las manos
pellizcando, desde dentro de los bolsillos, su cuerpo clavado a la cruz de la
adolescencia.
Le
había dejado ganar dos mesas, decía Gavilán. Embuste. Sabía que las perdería
todas con él, de ahora en adelante, con el nuevo campeón. Por eso la brujería,
por eso la trampa, por eso el golpe. Ah, pero aquellos tres individuos regarían
la noticia de la caída de Gavilán. Después Mamerto y el Bimbo. Nadie podía
detenerle ahora. El barrio, el mundo entero, iba a ser suyo.
Cuando
el aro del barril se le enredó entre las piernas, lo pateó a un lado. Le dio un
manotazo al chiquillo que venía a recogerlo.
-Cuidao,
men, que te parto un ojo -dijo, iracundo.
Y
siguió andando, sin preocuparse de la madre que le maldecía y corría hacia el
chiquillo lloroso. Con los labios apretados, respiraba hondo. A su paso, veía
caer serpentinas y llover vítores de las ventanas desiertas y cerradas.
Era
un campeón. Iba alerta sólo al daño.