UN SOPLO DE LUZ
....................................Para KB, en mi alma
La supremacía del leopardo la sorprendió sobre una de las ramas bajas del roble. Sus ojos verdes destilaban odio y sus gruñidos abundaban en reproches. De un zarpazo la derribó y jugueteó con ella, arrancó algunas de sus plumas y prosiguió ultrajándola. Sus punzantes garras se ahondaron una y otra vez en su corazón. La calandria se derrumbó y sangró. La arrogancia del leopardo la destrozó y desparramó esos pedazos a su alrededor sin compasión. Luego colocó su pata encima del menudo pecho blanquecino, clavando todas sus dagas en aquél que suponía su oponente. Y cuando creyó acabada su tarea, el felino se marchó arrojándole sus propias culpas y miserias. La calandria permaneció unos instantes en el suelo y, con extremada suavidad y admirable compostura, desplegó sus maltratadas alas mientras ocurría la transformación.
Una mujer de mediana edad recogía los trozos de su integridad, esparcidos por doquier. Una mujer que en esa contienda inútil llorara aunque ni una sola lágrima brotara de sus ojos, y gritara aunque ni un solo sonido traspasara sus labios. Un profundo dolor abatía su alma. Se inclinó y descansó todo el peso de su maltrecho cuerpo sobre sus manos temblorosas, aferradas al borde de una mesa como a la vida misma. En ese momento, profusos lagrimones empaparon su rostro impidiéndole poseer una clara visión, sin embargo logró distinguir una luminosa figura.
La contempló con cuidado: apenas sobrepasaba la altura de la mesa, la mirada reluciente clavada en sus propios ojos. Las lágrimas comenzaron a diluirse mientras apreciaba su cabello brillante, sus pupilas renegridas, sus pestañas imperceptibles, su menuda nariz, sus mejillas rozagantes, sus labios húmedos, su cuello redorgete, su ropa impecable, su frágil cuerpecito, sus manitos apoyadas sobre la mesa. La imagen, borrosa hacía apenas segundos, adquirió absoluta nitidez. La luz emanada de ese pequeño ser colmaba la habitación.
La mujer soltó sus manos de la mesa sin apartar su mirada de los ojos de la niña. Procuró y consiguió mantener su entereza física y anímica y se arrodilló para estar frente a esa criatura que la observaba atentamente. La tomó entre sus brazos, la alzó y le pidió un abrazo de ésos que sólo ellas dos saben darse. Los brazos de la mujer rodearon por completo esa espalda pequeña y la estrechó con la fuerza del cariño, con el poder de la comprensión, con la urgencia de recibir su ternura. La mejilla de la pequeña junto a la suya, las suaves manitos reposando en su nuca, la respiración inocente y agitada tranquilizándola poco a poco. Esos dos corazones palpitaban a un mismo ritmo de entendimiento y amor, un ritmo de necesidad mutua de detener todos los relojes y permanecer unidas para siempre. Se abrazaron durante un tiempo infinito, placentero, cálido, dulce.
La mujer se agachó lentamente, depositó con delicadeza a la niña sobre el suelo y volviendo a esos ojitos curiosos y brillantes, expresó con voz tranquila:
-Todo está bien, mi amor, creeme que todo está bien, ¿si?
La pequeña asintió mientras su mirada se hundía en el alma malherida de la mujer, y ésta continuó hablando:
-Ahora andá, te esperan para salir de paseo. Todo va a estar bien. Siempre todo estará bien.
El beso espontáneo reconfortó a la mujer de rostro salado y ojos melancólicos. Le dio una palmadita en la cola para animarla a marcharse y se incorporó.
Sus ojos se humedecieron cuando la pequeña se dio vuelta, ya cerca de la puerta, y le regaló una sonrisa repleta de redondos dientes de leche, balbuceando un saludo.
La mujer guardó esa sonrisa en su corazón y comprobó que jamás habría situación o persona alguna que pudieran destruir la conexión que la unía a ese imponente y poderoso ser.Finalmente, el canto de la calandria resonó triunfal.
La supremacía del leopardo la sorprendió sobre una de las ramas bajas del roble. Sus ojos verdes destilaban odio y sus gruñidos abundaban en reproches. De un zarpazo la derribó y jugueteó con ella, arrancó algunas de sus plumas y prosiguió ultrajándola. Sus punzantes garras se ahondaron una y otra vez en su corazón. La calandria se derrumbó y sangró. La arrogancia del leopardo la destrozó y desparramó esos pedazos a su alrededor sin compasión. Luego colocó su pata encima del menudo pecho blanquecino, clavando todas sus dagas en aquél que suponía su oponente. Y cuando creyó acabada su tarea, el felino se marchó arrojándole sus propias culpas y miserias. La calandria permaneció unos instantes en el suelo y, con extremada suavidad y admirable compostura, desplegó sus maltratadas alas mientras ocurría la transformación.
Una mujer de mediana edad recogía los trozos de su integridad, esparcidos por doquier. Una mujer que en esa contienda inútil llorara aunque ni una sola lágrima brotara de sus ojos, y gritara aunque ni un solo sonido traspasara sus labios. Un profundo dolor abatía su alma. Se inclinó y descansó todo el peso de su maltrecho cuerpo sobre sus manos temblorosas, aferradas al borde de una mesa como a la vida misma. En ese momento, profusos lagrimones empaparon su rostro impidiéndole poseer una clara visión, sin embargo logró distinguir una luminosa figura.
La contempló con cuidado: apenas sobrepasaba la altura de la mesa, la mirada reluciente clavada en sus propios ojos. Las lágrimas comenzaron a diluirse mientras apreciaba su cabello brillante, sus pupilas renegridas, sus pestañas imperceptibles, su menuda nariz, sus mejillas rozagantes, sus labios húmedos, su cuello redorgete, su ropa impecable, su frágil cuerpecito, sus manitos apoyadas sobre la mesa. La imagen, borrosa hacía apenas segundos, adquirió absoluta nitidez. La luz emanada de ese pequeño ser colmaba la habitación.
La mujer soltó sus manos de la mesa sin apartar su mirada de los ojos de la niña. Procuró y consiguió mantener su entereza física y anímica y se arrodilló para estar frente a esa criatura que la observaba atentamente. La tomó entre sus brazos, la alzó y le pidió un abrazo de ésos que sólo ellas dos saben darse. Los brazos de la mujer rodearon por completo esa espalda pequeña y la estrechó con la fuerza del cariño, con el poder de la comprensión, con la urgencia de recibir su ternura. La mejilla de la pequeña junto a la suya, las suaves manitos reposando en su nuca, la respiración inocente y agitada tranquilizándola poco a poco. Esos dos corazones palpitaban a un mismo ritmo de entendimiento y amor, un ritmo de necesidad mutua de detener todos los relojes y permanecer unidas para siempre. Se abrazaron durante un tiempo infinito, placentero, cálido, dulce.
La mujer se agachó lentamente, depositó con delicadeza a la niña sobre el suelo y volviendo a esos ojitos curiosos y brillantes, expresó con voz tranquila:
-Todo está bien, mi amor, creeme que todo está bien, ¿si?
La pequeña asintió mientras su mirada se hundía en el alma malherida de la mujer, y ésta continuó hablando:
-Ahora andá, te esperan para salir de paseo. Todo va a estar bien. Siempre todo estará bien.
El beso espontáneo reconfortó a la mujer de rostro salado y ojos melancólicos. Le dio una palmadita en la cola para animarla a marcharse y se incorporó.
Sus ojos se humedecieron cuando la pequeña se dio vuelta, ya cerca de la puerta, y le regaló una sonrisa repleta de redondos dientes de leche, balbuceando un saludo.
La mujer guardó esa sonrisa en su corazón y comprobó que jamás habría situación o persona alguna que pudieran destruir la conexión que la unía a ese imponente y poderoso ser.Finalmente, el canto de la calandria resonó triunfal.