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Emilio Yaggi
Capitán Emilio Yaggi
¿Por qué
Capitán? En realidad, nadie lo sabía con certeza, pero la historia más aceptada
era ésta: por muchos años, él había sido capitán de un buque mercante. Un día
mientras trabajaba, una grúa o algo muy pesado golpeó su cabeza. Desde entonces
había perdido la razón.
Lo
dejaron cesante.
Quedó sin
trabajo, sin familia y sin razón, pero igual siguió andando la vida,
lentamente, como a la deriva.
Capitán
era bajito, tenía cabello casi blanco, largo y ensortijado.
Invierno
y verano vestía con mucha ropa, toda la que los vecinos le daban y, arriba de
todo aquello ¡un sobretodo marrón!
Tres
fieles perros pulguientos le acompañaban a todos lados.
Los ojos
de Capitán me impactaron siempre, tanto, que aún puedo verlos. Eran de un celeste
tan intenso que parecía que el cielo había caído en ellos, pero no miraban
cerca, siempre miraban más allá. Hasta cuando miraba a los chicos parecía estar
viendo dentro o a través de nosotros; siempre lejos.
Capitán
nunca estaba apurado; su andar lento casi arrastrando los pies le llevaba hasta
las puertas las cuales golpeaba con delicadeza.
-Buenos
días señora, ¿le barro la vereda?
Y aunque
ya estuviesen barridas, las vecinas que conocían y apreciaban a Capitán le alcanzaban
una escoba.
De forma
monótona y mecánica realizaba su tarea y luego esperaba el fruto de su trabajo:
algunas monedas, quizá comida, o tal vez ropa usada, y las infaltables palabras
cariñosas y agradecidas de las vecinas.
Sí,
Capitán, nuestro Capitán, era un hombre querido y respetado por todos. Era
culto, amable y de noble porte. Solía sonreírle a los chicos; su sonrisa era
clara aunque se parecía a su mirada lejana.
Me
producía un cierto dolor, algo así como compasión. ¡Tantas veces sentí el
impulso de darle un abrazo como si hubiese sido mi propio abuelo! Hoy sé que no
lo hubiera comprendido.
Un día
corrió la voz: ¡a Capitán lo mató el tren! ¿Lo mató el tren? ¡Sí, lo mató el
tren!
Al
instante, un tropel de niños, adultos y algunos ancianos corrió
atropelladamente las tres cuadras que nos separaban de las vías. Se nos
hicieron eternas; recónditas ilusiones me querían convencer de que quizá, no se
trataba de él. Agitados, angustiados y con una engañosa esperanza llegamos al
lugar.
Era
verdad.
Sentí que
me vaciaba; sentí que todo aquello no era real: los vagones, la gente, los sonidos,
todo; y percibí de cerca el olor y el dolor de la muerte.
Sus tres
perros hacían celosa guardia alrededor del cuerpo; sus ladridos eran aullidos
lastimeros que hacían erizar mi piel: lloraban la muerte de su amo.
Los
bomberos quisieron acercarse para retirar los restos, pero ellos no se lo
permitieron.
Con
fiereza mostraron sus dientes y gruñeron: nadie tenía permiso para acercarse a
Capitán. (Si los perros piensan y sienten ¿qué habrá pasado por sus mentes y
corazones en esos terribles momentos?)
Tuvieron
que enlazarlos y meterlos en una jaula para poder llevarse el cuerpo
destrozado.
Entonces,
las compuertas de mis ojos de niño asombrado se rompieron, mojando mi cara y
dejando en mis labios un largo sabor salado-amargo.
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