martes, 21 de octubre de 2014

Emilio Yaggi


                              Capitán Emilio Yaggi

 

¿Por qué Capitán? En realidad, nadie lo sabía con certeza, pero la historia más aceptada era ésta: por muchos años, él había sido capitán de un buque mercante. Un día mientras trabajaba, una grúa o algo muy pesado golpeó su cabeza. Desde entonces había perdido la razón.

Lo dejaron cesante.

Quedó sin trabajo, sin familia y sin razón, pero igual siguió andando la vida, lentamente, como a la deriva.

Capitán era bajito, tenía cabello casi blanco, largo y ensortijado.

Invierno y verano vestía con mucha ropa, toda la que los vecinos le daban y, arriba de todo aquello ¡un sobretodo marrón!

Tres fieles perros pulguientos le acompañaban a todos lados.

Los ojos de Capitán me impactaron siempre, tanto, que aún puedo verlos. Eran de un celeste tan intenso que parecía que el cielo había caído en ellos, pero no miraban cerca, siempre miraban más allá. Hasta cuando miraba a los chicos parecía estar viendo dentro o a través de nosotros; siempre lejos.

Capitán nunca estaba apurado; su andar lento casi arrastrando los pies le llevaba hasta las puertas las cuales golpeaba con delicadeza.

-Buenos días señora, ¿le barro la vereda?

Y aunque ya estuviesen barridas, las vecinas que conocían y apreciaban a Capitán le alcanzaban una escoba.

De forma monótona y mecánica realizaba su tarea y luego esperaba el fruto de su trabajo: algunas monedas, quizá comida, o tal vez ropa usada, y las infaltables palabras cariñosas y agradecidas de las vecinas.

Sí, Capitán, nuestro Capitán, era un hombre querido y respetado por todos. Era culto, amable y de noble porte. Solía sonreírle a los chicos; su sonrisa era clara aunque se parecía a su mirada lejana.

Me producía un cierto dolor, algo así como compasión. ¡Tantas veces sentí el impulso de darle un abrazo como si hubiese sido mi propio abuelo! Hoy sé que no lo hubiera comprendido.

Un día corrió la voz: ¡a Capitán lo mató el tren! ¿Lo mató el tren? ¡Sí, lo mató el tren!

Al instante, un tropel de niños, adultos y algunos ancianos corrió atropelladamente las tres cuadras que nos separaban de las vías. Se nos hicieron eternas; recónditas ilusiones me querían convencer de que quizá, no se trataba de él. Agitados, angustiados y con una engañosa esperanza llegamos al lugar.

Era verdad.

Sentí que me vaciaba; sentí que todo aquello no era real: los vagones, la gente, los sonidos, todo; y percibí de cerca el olor y el dolor de la muerte.

Sus tres perros hacían celosa guardia alrededor del cuerpo; sus ladridos eran aullidos lastimeros que hacían erizar mi piel: lloraban la muerte de su amo.

Los bomberos quisieron acercarse para retirar los restos, pero ellos no se lo permitieron.

Con fiereza mostraron sus dientes y gruñeron: nadie tenía permiso para acercarse a Capitán. (Si los perros piensan y sienten ¿qué habrá pasado por sus mentes y corazones en esos terribles momentos?)

Tuvieron que enlazarlos y meterlos en una jaula para poder llevarse el cuerpo destrozado.

Entonces, las compuertas de mis ojos de niño asombrado se rompieron, mojando mi cara y dejando en mis labios un largo sabor salado-amargo.



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