CUATRO BOCAS
El velador encendido en uno de los vértices de la habitación, ilumina con debilidad el rincón que ha escogido para sentarse, al otro lado, cerca de la ventana. Allí permanece, en la penumbra de un cuarto frío. Afuera, el escaso tráfico de vehículos le produce somnolencia. El silbido de la pava le indica que el agua para el mate hirvió, de modo que la tira por la misma ventana en donde recién fisgoneaba distraído. Antes de hacer correr la hoja vidriada para cerrar el paso de un viento frío y tenaz, saca la cabeza y echa un vistazo en todas direcciones. Algo le inquieta. No es el viento que esta noche sopla en fuertes ráfagas, haciendo descender la sensación térmica al grado de molesta.
Pasa el agua de la pava al termo, ahora a temperatura exacta, cuando desde la ruta desolada y oscura, llega la señal esperada. Dos cortos destellos de linterna llegan a través de la ventana, de modo que sabiendo que se trata, cierra el termo, manotea la chaquetilla calzada en el respaldo de una silla despintada y un paquete prolijamente envuelto en papel llamativo de enormes girasoles estampados. La puerta de chapa de la casilla hace un chirrido al abrirla mientras el viento le hace achinar los ojos y le congela las mejillas. Sube el cierre de la chaqueta hasta el mentón y de un fuerte golpe cierra la desvencijada puerta.
Cecilia apura su andar medio desgarbado encima de los mal gastados tacos de sus botas negras, caminando como puede con una incómoda maleta de mano, sobre la banquina de una ruta provincial angosta y poco transitada. Viene de caminar seis kilómetros y quiere llegar a las cuatro bocas, peligroso cruce de rutas en medio de la llanura que, de tanto en tanto, se devora viajeros dormidos o incautos, sumando en la banquina pequeñas cruces de madera, cual siniestros mojones.
El lugar, visto de otro modo, no es más que un punto del que parten zigzagueantes y asfaltadas líneas buscando cuatro destinos cardinales. Más allá, un par de petroleras desafiándose, decenas de camiones estacionados en los enormes playones y sus casi siempre desalineados capitanes de navío pugnando por una ducha, un plato de comida caliente y reposo para sus cuerpos de abultadas buzardas y ajetreados huesos. Los típicos turistas, bajan de sus modernos vehículos orondos y rozagantes. Se mueven dispersos, toquetean todos los productos del mini mercado, se trate de souvenir, artesanía, bebidas o postales, para luego probarse un par de lentes, cargar combustible, controlar el aceite, renovar el mate y vaciar la vejiga...siguen camino, desde luego, tan orondos como habían llegado.
Completan el paisaje una casilla pintoresca y los conos luminosos en medio del asfalto, indicando que allí funciona un puesto de Policía Caminera. Un par de agentes se turnan en lapsos de dos horas para hacer el plantón, observando a los viajeros, haciendo las clásicas preguntas de rigor, "de donde viene Señor, hacia donde se dirige?" y en algunos casos, si se está tras la huella de algún "pescado gordo", curiosean en los papeles y asuntos legales de los autotransportados. En esos casos un seco pedido de "licencia de conductor, cédula verde y seguro...señor."
El Mercedes Benz 1114 se ahoga en revoluciones intentando la trepada del puente que pasa por encima de las vías, sobre la ruta 12. Embrague, rebaje a cuarta velocidad y aún así no alcanza la relación para llegar al tope de la arribada. Pesan los veinte mil quilos de pomelo a granel que arrastra desde Clorinda, entonces, baja la perillita, hunde el pié izquierdo en el embrague, y como si fuera parte del mismo movimiento, desembraga con acompasada suavidad y ya en cuarta baja, los 140 caballos del viejo camión rezongan agudos a través de un caño de bronce con forma de corneta, dando un brinco y recomponiendo una marcha que se vuelve fastidiosa y lenta, para colmo con el viento en contra. En la bajada vuelve a colocar la quinta marcha al tiempo que revisa en un espejo su barbado rostro, apenas visible merced a un par de luces rojas instaladas con unos cuantos propósitos.
Antes de salir de la estación Pacheco de Corrientes, al atardecer, había preparado un meticuloso mate amargo y ordenado su hábitat, tras lo cual repasó todas sus partes con un paño humedecido en perfume de ambiente, dejando lista en el bolso de mano, la muda de ropas que utilizaría al bañarse en cuatro bocas.
Camina por la calle principal de un pueblo muy viejo, de costumbres estudiadas y mantenidas en el tiempo como sus edificios coloniales revocados y asentados en adobe, con rigurosas y estrechas aberturas de quebracho. En las casitas de corredor, a la hora de estirar la lengua, cuando el mate les calienta el pico y exacerba la malicia, las mujeres honradas del rededor de la plaza emiten epitafios irrepetibles, condenando con cierto conocimiento de causa, cada acto espurio de "la Cecilia".
Los "tac-tac" de sus botitas mal gastadas les repercuten en los oídos apurándoles deseos de un largo y merecido infierno, alguna enfermedad venérea poco venerable o en el mejor de los casos, un lento e incurable cáncer de ovarios, seguramente la relación exacta y justa en pago por una desagradable actividad, que no solo afectaba la moral de los hombres que son todos iguales y tienen esa debilidad, "sino el ejemplo que está dando delante de nuestros hijos".
El Cura Párroco atraviesa la plaza en diagonal y ve la escena. Adivina cada palabra de las tres comadronas que gesticulan, ríen y no paran de hablar. La única reprimenda que se escucha, es una insistente mirada que lo dice todo. Ellas hablan un poco más bajo, al darse cuenta que el Cura las observó. La más osada señala casi entre dientes, que su marido y el Padre Pedro deben ser los únicos que defienden a esa loca, "y no hace falta que explique porque, ¿no?".
El Cura, un hombre de sesenta y tantos, de reconocida bondad y bohemia, detiene su marcha lenta y sin hacer caso de las testigos oculares, se interesa por el bolso de mano... adonde vas a ir, m´hija... la pucha con esta vida, no me gustaría que pase necesidades, ¡como no me va a aceptar unos pesitos!... Perdón hijita si le causé mal o tristezas, Dios y la Virgen la van a proteger, ya sabe que cuenta con mis rezos y hasta con mis recursos, cuídese... cuídese.
El radio grabador es una infernal máquina de cinco mil watts que reproduce un disco compacto regrabado por un amigo que tiene PC y el mismo fanatismo por la Nueva Luna, una banda de cumbia que se caracteriza por sus canciones de amor.
Cuando su Madre ingresa casi con violencia al cuarto en el fondo de la casa, apenas si puede escucharla. Esta especie de bulín al que se accede por un largo pasillo tiene dos únicas virtudes, ser tan pequeño que no caben más que dos personas en silencio y oler tan apestosa y húmedamente que jamás lo descubrieran fumando. Casi a los gritos le pide dos cosas, que baje el volumen y que deje abierta la puerta... "ahí vino a buscarte esa, que no sé que le anda picando con vos"...
Ella simula no haber escuchado y pasa. No sabe desde cuando y cuantas veces tuvo que hacer oídos sordos. La impotencia se le instala justo entre el pecho y la garganta y le vienen deseos muy fuertes de gritar sus razones, de explicar que ella escucha lo que dicen, que le hace mucho mal, tanto mal como sus noches con tipos oscuros y egoístas. Abuso de alcohol para evadir rancios alientos, alguna piedra mal rallada, alguna cosa que alivie esos olores nauseabundos de cuerpos ajenados de calidez y afecto. El no habla. Desde su cama, que a ella se le antoja cuna por lo pequeña y tibia que le resulta, le hace seña de que se acomode a su lado. Le hace caso. Se le instala a un lado como un sentimiento, apoyando su cabeza con dulzura sobre su hombro izquierdo. Ella siente que se desangra lentamente y tiene frío, entonces se acurruca junto a él. No cierra los ojos, no. Quisiera siempre ver las luces amarillas de las jirafas de las cuatro bocas sobre su eterno triste negro cielo, que, aunque se le va la vida, se le antojan brillantes girasoles. Sonríe al tiempo que de la comisura de los labios comienza a correrle una delgada línea de muerte. Girasoles... como los que plantó en su patio de niña, como los que estando estampados en el papel de regalos que envuelve una pequeña caja, no alcanza a divisar tirada en medio de las penumbras.
... dos cortos destellos de linterna le avisan que Cecilia se acerca. Deja el termo con el agua a punto para el mate encima de una mesita, se coloca la chaquetilla azul de la Policía de la Provincia y levanta el cierre hasta la pera para que no se le cuele el frío viento que insiste desde el sur. Sale de la casilla con un paquete envuelto en papel de regalos con flores de girasol estampadas y se encamina a la casilla con un paquete envuelto en papel de regalos con flores de girasol estampadas y se encamina a entrevistarse con el amor de su vida. Le dirá que la ama y que está dispuesto a pedir el traslado, que irán a vivir muy lejos para iniciar una nueva vida sin que nadie les estorbe o moleste con injurias o burlas. Mirá, te traje el conejo de peluche con un corazón que dice te quiero, ese que viste en la vidriera, está envuelto en flores de Girasol, mirá... -Escuchá, por favor... sshhh! vos no me vas a entender, ssshhh... escucháme... - él se calla y lo único que escucha es el viento. Oscuridad y viento y sollozo que lastiman donde más duele.
En un cuarto húmedo al que se arriba por un largo pasillo, en el fondo de una casita sencilla, se escucha una canción que habla de olvido y de dolor. El es Policía para felicidad de su Papá; ella es puta, joven y muy linda. Nadie está orgulloso de sus días. Algunos pocos, festejan sus noches.
Un póster enorme de alguna banda de cumbia, le pone una nota de color estridente a una pared mal pintada.
Tirados en un flaco colchón, boca arriba, mirando con los ojos muy abiertos un cielo raso de machimbre barnizado, se juran amor duradero tomándose las manos y respirando a unas sin que medien palabras, quizás por aquello de que no quepan. Tal vez, no se ven de transparentes.
El hombre sabe que después de un baño caliente podrá llegar hasta Concordia de un tirón. La ducha despeja esa modorra que amenazante invade tornando los párpados tan pesados que dan la sensación de estar pegoteados. La cabeza pesa el triple y sostenerla erguida sobre el cuello mientras bosteza como un hipopótamo, aumentan los deseos de llegar. Entonces se divisan las luces de las estaciones de servicio a poco menos de mil metros, tras la curva. Hace unos años, cuando traía tabaco de Salta casi no tenía este problema del sueño. Coqueaba de lo lindo y hacer 800 kilómetros de un tirón en un once catorce del 79, parecía sencillo. Escucha y siente un golpe que sin embargo no altera el avance del camión. Es zona de zorritos o Aguará guazú, tal vez un perro. Unos pocos segundos y a pocos metros de allí, las luces del camión destellan indicando giro a la izquierda. A marcha lenta y forzada, el mercedito rojo estaciona en el playón junto a otros camiones, con los resoplidos de sus frenos y el polvo que levanta con la ayuda del viento. Un hombre de mediana edad, casi gordo y en hojotas baja con esfuerzo y se dirige al frente del vehículo. Se sorprende viendo la magnitud del golpe que denuncia la abolladura del guardabarros derecho e íntimamente, presiente que algo está mal. Admite un cosquilleo nervioso en el estómago, nada que se disipe con una simple ducha.
Cecilia pierde de vista los girasoles. El viento llora desconsoladamente, de rodillas en el asfalto. Por primera vez, dos hombres la cubren con respeto. Han colocado una manta sobre su cuerpo blanco y perfecto.
* A María "La Taco", a quienes viven marginados e incomprendidos la peor carencia del hombre, la falta de afecto genuino.
-Corrientes, Argentina-