DON PANCHO
Tarde pude descubrir su nombre y apellido. Siempre fue y será para todos nosotros Don Pancho. Ese hombre que pese a su aspecto simple esconde un secreto terrible que es el origen de mi fobia a las personas con audífonos.
La primera vez que lo vi fue en 1976. Nos habíamos mudado a Castelar. La calle de tierra nos permitía hacer esos picados que duraban hasta la noche.
Era bueno tener ocho años, amigos y la pelota. Fue después de la escuela, no habremos jugado ni cinco minutos cuando Diego dio el patadón. La pelota voló hasta caer dentro del patio del nuevo vecino. Cuando Sergio comenzó a subir por la reja apareció del patio trasero un enojado bulldog que lo disuadió del intento. Golpeamos las manos con fuerza e incluso gritamos porque los ladridos no nos permitían ni siquiera escucharnos. Sólo cuando la puerta empezó a abrirse el perro calló aunque no dejó de gruñir.
Salió un hombre pequeño y flaco, llevaba pantalón negro, camisa blanca y corbata, era muy viejo y el poco pelo que le quedaba estaba lleno de canas, tenía unos anteojos muy pequeños. Se acercó llevando un bastón marrón claro. Guillermo habló:
-La pelota se cayó en el fondo.
-Pasen
El perro se quedó parado sin ni siquiera olfatearnos. Fue antes de entrar que noté que el hombre llevaba un gran audífono color crema en la oreja.
-Siéntese- nos pidió.
Nos acomodamos alrededor de una mesa rectangular que ocupaba la mayor parte del espacioso living. Ninguno de los seis pudo dejar de mirar asombrado lo que teníamos a nuestro alrededor. Contra la pared se hallaban unas estanterías con miniaturas. Había casas no más altas que un dedo, autos de tamaño de una uva, también aviones y barcos. Lo increíble no era solo el tamaño sino lo perfectas que eran. Volvimos a sentarnos rápido cuando volvió.
-Veo que estuvieron mirando mis juguetes.
-¿Son de su nieto?
-No. No tengo hijos ni nietos ¿Les gustan?
-Claro.
-Elijan uno cada uno. Se los regalo
-Gracias.
-Mi nombre es Francisco, pero me dicen Pancho.
-Gracias Don Pancho.
-No seas irrespetuoso.
-No hay problema, díganme Don Pancho, me gusta. ¿Qué van a querer?
Sergio y Diego eligieron autos, Marcelo una ambulancia, Carlos y Guillermo unas ambulancias, yo me llevé una bicicleta roja que no era más grande que medio dedo.
-¿Le salieron caros estos juguetes?
-No me costaron nada, los hice yo.
-¿En serio?
-Claro. Cuando crezcan un poco más si quieren les puedo enseñar a hacerlos. ¿Viven cerca de acá?
-Somos todos de la cuadra.
-Acá está la pelota. Vayan y tengan más cuidado.
El partido se suspendió automáticamente. Todos salimos corriendo hacia nuestras respectivas casas. Tan ansioso estaba que casi me olvido la pelota.
Coloqué la minúscula bicicleta sobre la mesa y me puse a observarla con una gran lupa. No podía creer que las rueditas giraran. No conforme la coloqué en el microscopio. La bicicleta tenía pedales, frenos y hasta cadena. Por más que me esforzara no podía imaginarme como había podido construir semejante miniatura.
Al día siguiente nos reunimos todos en la casa de Guillermo. Cada uno llevó en una cajita su juguete. Les conté lo que había descubierto del mío. No menos asombrosos habían resultado ser los otros juguetes. Las casas de Carlos y Marcelo tenían muebles dentro (había que verlos con una lupa) e incluso de noche notaron que una de la ventanas brillaba llegando a la conclusión que dentro de ese minúsculo cuarto había una luz prendida. Sergio y Diego habían descubierto que pinchando con una aguja el volante de sus autos estos emitían un sonido muy leve pero que era sin duda el de una bocina. Más asombrosa aún era la ambulancia de Guillermo. Abrimos con una pinza de depilar la puerta trasera y de ella salió una camilla y una mesa con unos puntos negros del tamaño de un piojo. Pusimos la mesa en el microscopio y vimos que los puntos eran en realidad bandejas en las que había una serie de pinzas.
Sin darnos cuenta habíamos abandonado el fútbol y nos reuníamos siempre frente a la casa de Don Pancho a hablar de nuestros juguetes. Sergio nos contó que por las noche solía ver la cabeza de Don Pancho apoyada en el vidrio del altillo mirando hacia el fondo (la casa de Sergio quedaba detrás de la suya). Una vez lo había saludado pero Don Pancho ni siquiera se movió y continuó así como si estuviera dormido, pero estaba parado, y con los ojos abiertos. Detrás suyo se notaba un leve resplandor de luces de colores. Nos mataba la curiosidad por saber qué había en ese altillo. La oportunidad de descubrirlo se me daría pronto.
Fue es viernes de marzo. Estaba solo, sentado en la acera esperando que vinieran los chicos cuando vi que Don Pancho me hizo señas para que me acercara. Me pidió que le cortara el pasto, él a cambio me iba dejar elegir otro juguete para que me llevara. Acepté más que complacido. Me dijo que debía llevar al perro a aplicarle unas vacunas y que no estaría por lo menos por dos horas. Me dejó la llave del portón para que sacará la maquina de cortar pasto y se fue.
Bastó que pasaran veinte minutos para que me decidiera. Si bien subir a ese techo de tejas no era tan fácil, pude hacerlo rápido gracias a mi experiencia extensa bajando pelotas de árboles y tejados vecinos. Llegué a la ventana del altillo que daba al patio del fondo. Pude sentir el murmullo que salía de adentro de la habitación.
Dentro de ella había una mesa grande como una cama de dos plazas y sobre ella una ciudad en miniatura con montañas, edificios, un lago, casas y por sus calles iban circulando autos en miniatura. Un pequeño helicóptero la sobrevolaba. Por las veredas parecían circular cientos de puntos negros que parecían hormigas.
De pronto sentí el ruido metálico de las rejas que se estaban abriendo, evidentemente Don Pancho había regresado antes de lo previsto. Pisé mal y fui a caer de espaldas al piso. El dolor era intenso y no podía moverme. Sólo veía justo arriba de mi cabeza una teja floja que estaba en el techo a punto de caer. Quería gritar pero no podía articular palabra, entonces vi el rostro de Don Pancho que me decía cosas que no podía entender. Fue cuando intentó moverme que la teja cayó sobre su cabeza derribándolo. Su cuerpo quedó tendido a mi lado. Giré hacia donde estaba, tenía los ojos abiertos y no se movía, parecía muerto. Fue entonces que sucedió todo, la tapa del audífono que usaba se había corrido y dentro de él me pareció ver lo que creí hormigas pero la gran proximidad me ayudó a descubrir que en realidad eran hombres y mujeres en miniatura, estaban mirándome. No sé si fue por el golpe o por el susto pero me desmayé.
El accidente fue mucho más grave de lo que podía esperar. Tuve que viajar con mi madre a Cuba para realizar un tratamiento de rehabilitación que duró un año. Mis padres para costearlo tuvieron que vender la casa y ya de regreso en Argentina nos mudamos a Córdoba por lo que no vi desde es día ni a los chicos ni a Don Pancho.Ya pasaron más de 15 años y sigo viviendo en Córdoba. Me llamaron varias veces para que vuelva a Buenos Aires, al barrio, pero no me animo. Mi mamá me dijo que lo que vi fueron alucinaciones producto de la caída pero yo todavía dudo. Incluso ahora cuando veo alguien con audífono me cruzo a la vereda de enfrente, por la dudas. Uno nunca sabe.
Tarde pude descubrir su nombre y apellido. Siempre fue y será para todos nosotros Don Pancho. Ese hombre que pese a su aspecto simple esconde un secreto terrible que es el origen de mi fobia a las personas con audífonos.
La primera vez que lo vi fue en 1976. Nos habíamos mudado a Castelar. La calle de tierra nos permitía hacer esos picados que duraban hasta la noche.
Era bueno tener ocho años, amigos y la pelota. Fue después de la escuela, no habremos jugado ni cinco minutos cuando Diego dio el patadón. La pelota voló hasta caer dentro del patio del nuevo vecino. Cuando Sergio comenzó a subir por la reja apareció del patio trasero un enojado bulldog que lo disuadió del intento. Golpeamos las manos con fuerza e incluso gritamos porque los ladridos no nos permitían ni siquiera escucharnos. Sólo cuando la puerta empezó a abrirse el perro calló aunque no dejó de gruñir.
Salió un hombre pequeño y flaco, llevaba pantalón negro, camisa blanca y corbata, era muy viejo y el poco pelo que le quedaba estaba lleno de canas, tenía unos anteojos muy pequeños. Se acercó llevando un bastón marrón claro. Guillermo habló:
-La pelota se cayó en el fondo.
-Pasen
El perro se quedó parado sin ni siquiera olfatearnos. Fue antes de entrar que noté que el hombre llevaba un gran audífono color crema en la oreja.
-Siéntese- nos pidió.
Nos acomodamos alrededor de una mesa rectangular que ocupaba la mayor parte del espacioso living. Ninguno de los seis pudo dejar de mirar asombrado lo que teníamos a nuestro alrededor. Contra la pared se hallaban unas estanterías con miniaturas. Había casas no más altas que un dedo, autos de tamaño de una uva, también aviones y barcos. Lo increíble no era solo el tamaño sino lo perfectas que eran. Volvimos a sentarnos rápido cuando volvió.
-Veo que estuvieron mirando mis juguetes.
-¿Son de su nieto?
-No. No tengo hijos ni nietos ¿Les gustan?
-Claro.
-Elijan uno cada uno. Se los regalo
-Gracias.
-Mi nombre es Francisco, pero me dicen Pancho.
-Gracias Don Pancho.
-No seas irrespetuoso.
-No hay problema, díganme Don Pancho, me gusta. ¿Qué van a querer?
Sergio y Diego eligieron autos, Marcelo una ambulancia, Carlos y Guillermo unas ambulancias, yo me llevé una bicicleta roja que no era más grande que medio dedo.
-¿Le salieron caros estos juguetes?
-No me costaron nada, los hice yo.
-¿En serio?
-Claro. Cuando crezcan un poco más si quieren les puedo enseñar a hacerlos. ¿Viven cerca de acá?
-Somos todos de la cuadra.
-Acá está la pelota. Vayan y tengan más cuidado.
El partido se suspendió automáticamente. Todos salimos corriendo hacia nuestras respectivas casas. Tan ansioso estaba que casi me olvido la pelota.
Coloqué la minúscula bicicleta sobre la mesa y me puse a observarla con una gran lupa. No podía creer que las rueditas giraran. No conforme la coloqué en el microscopio. La bicicleta tenía pedales, frenos y hasta cadena. Por más que me esforzara no podía imaginarme como había podido construir semejante miniatura.
Al día siguiente nos reunimos todos en la casa de Guillermo. Cada uno llevó en una cajita su juguete. Les conté lo que había descubierto del mío. No menos asombrosos habían resultado ser los otros juguetes. Las casas de Carlos y Marcelo tenían muebles dentro (había que verlos con una lupa) e incluso de noche notaron que una de la ventanas brillaba llegando a la conclusión que dentro de ese minúsculo cuarto había una luz prendida. Sergio y Diego habían descubierto que pinchando con una aguja el volante de sus autos estos emitían un sonido muy leve pero que era sin duda el de una bocina. Más asombrosa aún era la ambulancia de Guillermo. Abrimos con una pinza de depilar la puerta trasera y de ella salió una camilla y una mesa con unos puntos negros del tamaño de un piojo. Pusimos la mesa en el microscopio y vimos que los puntos eran en realidad bandejas en las que había una serie de pinzas.
Sin darnos cuenta habíamos abandonado el fútbol y nos reuníamos siempre frente a la casa de Don Pancho a hablar de nuestros juguetes. Sergio nos contó que por las noche solía ver la cabeza de Don Pancho apoyada en el vidrio del altillo mirando hacia el fondo (la casa de Sergio quedaba detrás de la suya). Una vez lo había saludado pero Don Pancho ni siquiera se movió y continuó así como si estuviera dormido, pero estaba parado, y con los ojos abiertos. Detrás suyo se notaba un leve resplandor de luces de colores. Nos mataba la curiosidad por saber qué había en ese altillo. La oportunidad de descubrirlo se me daría pronto.
Fue es viernes de marzo. Estaba solo, sentado en la acera esperando que vinieran los chicos cuando vi que Don Pancho me hizo señas para que me acercara. Me pidió que le cortara el pasto, él a cambio me iba dejar elegir otro juguete para que me llevara. Acepté más que complacido. Me dijo que debía llevar al perro a aplicarle unas vacunas y que no estaría por lo menos por dos horas. Me dejó la llave del portón para que sacará la maquina de cortar pasto y se fue.
Bastó que pasaran veinte minutos para que me decidiera. Si bien subir a ese techo de tejas no era tan fácil, pude hacerlo rápido gracias a mi experiencia extensa bajando pelotas de árboles y tejados vecinos. Llegué a la ventana del altillo que daba al patio del fondo. Pude sentir el murmullo que salía de adentro de la habitación.
Dentro de ella había una mesa grande como una cama de dos plazas y sobre ella una ciudad en miniatura con montañas, edificios, un lago, casas y por sus calles iban circulando autos en miniatura. Un pequeño helicóptero la sobrevolaba. Por las veredas parecían circular cientos de puntos negros que parecían hormigas.
De pronto sentí el ruido metálico de las rejas que se estaban abriendo, evidentemente Don Pancho había regresado antes de lo previsto. Pisé mal y fui a caer de espaldas al piso. El dolor era intenso y no podía moverme. Sólo veía justo arriba de mi cabeza una teja floja que estaba en el techo a punto de caer. Quería gritar pero no podía articular palabra, entonces vi el rostro de Don Pancho que me decía cosas que no podía entender. Fue cuando intentó moverme que la teja cayó sobre su cabeza derribándolo. Su cuerpo quedó tendido a mi lado. Giré hacia donde estaba, tenía los ojos abiertos y no se movía, parecía muerto. Fue entonces que sucedió todo, la tapa del audífono que usaba se había corrido y dentro de él me pareció ver lo que creí hormigas pero la gran proximidad me ayudó a descubrir que en realidad eran hombres y mujeres en miniatura, estaban mirándome. No sé si fue por el golpe o por el susto pero me desmayé.
El accidente fue mucho más grave de lo que podía esperar. Tuve que viajar con mi madre a Cuba para realizar un tratamiento de rehabilitación que duró un año. Mis padres para costearlo tuvieron que vender la casa y ya de regreso en Argentina nos mudamos a Córdoba por lo que no vi desde es día ni a los chicos ni a Don Pancho.Ya pasaron más de 15 años y sigo viviendo en Córdoba. Me llamaron varias veces para que vuelva a Buenos Aires, al barrio, pero no me animo. Mi mamá me dijo que lo que vi fueron alucinaciones producto de la caída pero yo todavía dudo. Incluso ahora cuando veo alguien con audífono me cruzo a la vereda de enfrente, por la dudas. Uno nunca sabe.