jueves, 25 de mayo de 2017

Carlos Margiotta

                                                   Coma profundo 
Carlos Margiotta

La noche es cálida. Una ligera brisa se escurre por la ventana entreabierta moviendo las cortinas de hilo blanco. Anita me ha cubierto con una sábana recién planchada, me ha besado en la frente y ha dejado todo en orden antes de irse a su casa. Anita es la más fea de todas pero la que mejor me cuida. Escucho caminar a la gente por los pasillos y veo sobre el triángulo luminoso que deja la luna sobre la pared que está frente a mí, las sombras dibujadas de las visitas que atraviesan el patio que conduce a la calle. Las noches aquí son tranquilas y yo las aprovecho para repasar los sucesos del día cuando nadie me molesta. Últimamente me cansan mucho las conversaciones a media voz de los parientes y que me muevan continuamente de un lado para el otro. Hoy vino mi mujer y lo primero que hizo fue protestar por la limpieza. ¿Acaso no sabe que la gorda Miriam viene a las diez de la mañana y pasa el lampazo? Después se quedó como una hora leyendo el diario y hablado por el celular. Por suerte, apenas me dirigió la palabra. Me tenes cansada, dijo antes de irse, y dejó ese perfume barato que usa ahora, impregnado la habitación de odio y resentimiento. Yo sé que son muchos meses que estoy aquí, que eso de venir casi todos los días para ver si necesito algo es tedioso, pero podría tener un poco más de decoro, de buena educación. A veces me avergüenza imaginármela paseándose como una puta, moviendo el culo por todo el sanatorio. El otro día escuché chusmear a las enfermeras de la mañana diciendo que mi mujer se encamaba con mi médico de cabecera, el doctor Donato. En mi estado ya no me importa, es más, creo que me metió los cuernos desde el día en que nos casamos, con aquél alumno que estudiaba matemáticas en el bachillerato para adultos, en fin.
Después vinieron dos compañeros del trabajo, Osvaldo y Norberto, hacía mucho que no los veía. No sé si vinieron por las suyas o los mandó el trompa para ver cuando me daban el alta. Osvaldo está más achacado y cuenta los mismos chistes de siempre. Norberto se está quedando pelado por tantos nervios y me contó las últimas novedades del laburo. Parece que Cristina se casa después de once años de noviazgo, ¿quién la aguanta?. Pero habitualmente estoy solo, hay días en que no veo a nadie y es cuando mejor la paso. ¡Anda a jugar a la calle, hacete amigo de los pibes del barrio!, decía mi vieja. Pero yo siempre fui un solitario empedernido, me gustaba jugar solo en la terraza de vieja casa, quizás es por eso que puedo soportar mi padecer. A la tardecita vino el señor -del que nunca me acuerdo el nombre- de los aparatos, y estuvo un rato revisando el monitor que esta conectado por un cable a mi cabeza y el otro que esta enchufado por una cinta adhesiva a mi pecho. Yo no los puedo ver porque están a los costados de la cabecera de la cama, pero seguro que me voy a dar cuenta cuando dejen de funcionar. Está en estado de coma profundo, dijo el jefe de guardia después del accidente. Ellos creen que uno no se entera de nada, pero se equivocan. Por ahora está inconsciente lo único que queda es esperar lo peor, le informaron a mi hijo mayor después de otra consulta con el neurólogo. Yo, aunque no lo parezca, escucho y veo todo. No me pida eso, no corresponde a nuestra ética profesional, le dijo el responsable de terapia intensiva a mi mujer mientras le tomaba las manos. Como estoy rígido y con los ojos cerrados piensan que estoy en otro mundo, más cerca del cielo que de la tierra. Tenga fe y paciencia señora, puede vivir unos días o en el mejor de los casos recuperarse en unos meses. Todos me tratan como una cosa, soy un objeto inútil que se interpone en el camino como un obstáculo. Lo único que quieren realmente, los muy hipócritas, es que me muera de una vez por todas para volver a vivir en paz.  Yo lo recuerdo todo perfectamente y podría contarlo si tuviera alguna manera de hacerme entender. Después del tortazo que me pegué en la autopista, juro que lo escuche y lo vi todo. Te puedo contar cuando llegó la policía y me sacaron entre los escombros del auto. Te puedo decir qué conversaban el chofer de la ambulancia con la mina que me sostenía la máscara de oxigeno en la boca, y hasta te puedo detallar lo que pasó cuando llegué al hospital. Menos mal que se enteró el monseñor y me trasladaron rápidamente al sanatorio de la congregación donde me atienden diez puntos. Las monjitas me tratan con mucha compasión y rezan por mí todos los días... también, con los favores que les hice. 
A veces pienso que estoy jugando a las escondidas y los recuerdos se agolpan en mi cerebro mutilado como para despedirme. ¡Punto y coma el que no se escondió, se embroma! Y yo estoy escondido. Me gustaba ver cómo jugaban los chicos en la vereda. Yo me sentaba en el escalón de la puerta de entrada y disfrutaba mirándolos correr y esconderse apretándose contra los árboles, en los zaguanes o entre los yuyos del baldío. Los pibes ponían cara de miedo y las chicas se hacían las asustadas. Una vez me invitaron a participar y me animé. Me hicieron contar hasta cien y fui descubriendo a uno por uno, yo conocía bien los escondites. Esa tarde de septiembre me excite por primera vez... No seas tontito, apretame fuerte, me pidió Norita detrás del auto estacionado. Y ahora, al recordarlo, me excito como entonces, en estado vegetativo y todo... si supieran.  
Amanece, los murmullos del pasillo vuelven cada mañana como la corriente de un río. El tren de las 5,30 hs. que va para San Miguel deja su estela de sonidos, cincopesospocaplata... cincopesospocaplata... cincopesospocaplata... al atravesar las manzanas del barrio. Entra Mirta y levanta las persianas, mira los monitores y anota los datos en una planilla, controla el suero que se clava con una aguja en mi brazo izquierdo. Después entra el médico de turno con unas ampollas azules en la mano que deja en la bandejita de metal junto a la jeringa. Mira mis ojos con una pequeña linterna subiéndome los párpados. De ahora en adelante dale esto. Bueno doctor. Son ordenes superiores. Bueno doctor. La enfermera coloca la medicación en nuevo envase de suero y lo cuelga en su lugar. Lo sospechaba, reconozco que diez meses es mucho tiempo, que deben necesitar la habitación para otro pobre desgraciado, o tal vez la obra social dejó de pagar la prestación y me tienen que rajar. Entra la monjita de los ojos grandes y se sienta a mi lado, dice una oración en un murmullo que no entiendo, creo escuchar... bendice a los que van a partir. Me empieza a doler la cabeza otra vez como en los primeros días. Podrían haber esperado un poco más los hijos de puta, hasta mi cumpleaños por lo menos. Lloro, estoy llorando desconsoladamente pero nadie se da cuenta. La veo a mamá pasearse entre las tinieblas con el vestido a lunares. ¡Mamá!... ¡Mamá!... grito. Ella se da vuelta, sonríe y me tiende la mano. ¡Vení, vení!, dice.

Lulú Colombo


                               El sueño del arpa
                                cuento de Lulú Colombo

En la calle Montevideo, cerca del río, una tibia tarde de otoño fluía la encantadora melodía de un arpa jugueteando con el aire y con todas las ventanas. Los delicados acordes acariciaban viejos plátanos que languidecían desnudándose de hojas y de pájaros. Nadie sabía quién tocaba con tanto virtuosismo. En un desván, Paulina acariciaba las cuerdas de una vieja guitarra. Tenía apenas seis años. Pronto se dio cuenta que al tocar las duras cuerdas, la guitarra sonaba como un arpa española. La ciudad, meticulosamente plana y cuadriculada, vestía sus grises calles con doradas hojas que jugaban al sol. Un vendedor de churros proclamaba su mercadería a gritos y soplos de corneta. Los ventrudos balcones con sus hojas y flores de hierro dejaban ver cortinas y sombras. Pero la ciudad era otra cuando Paulina tomaba aquella guitarra vieja, los acordes del arpa salían disparados hacia el cielo y todo lo llenaban. Fue creciendo con aquella música que la envolvía como un manto protector. La madre pronto descubrió que su hija tenía inclinación musical y la mandó a aprender piano. La casa de la maestra de piano tenía cortinas pesadas que encubrían otras muy tenues. Paulina temblaba y sus pies no le obedecían. En el silencio de la saleta del piano, Beehtoven la acechaba con sus ojos vacíos y su cabellera en desorden. Ella era capaz de concentrarse y producir la más bella melodía del mundo siempre que el miedo no la tocase con sus alas negras. Las clases se sucedieron bajo la mirada severa de la maestra. La niña, aterrada, debía concentrarse para producir errores en "Para Elisa" porque su profesora hubiera encanecido de golpe si tan siquiera hubiera vislumbrado el secreto de Paulina. Juan, su compañero de escuela, también iba a piano.
Pasaron los años y en la plana ciudad, Paulina tocaba el piano y soñaba. Tenía alumnos pequeños y el sueño del arpa en el desván había quedado atrás. Un día, no obstante, a los veinte años, sueña que toca el harpa en una iglesia de piedra. Hay un coro esperándola y ella avanza hacia el arpa que la espera erguida como un caballito de mar. Inclina la cabeza y oye los aplausos de bienvenida. Otro día, sueña que cruza en tranvía el puente Dreirosenbruke rumbo a un conservatorio con fuentes y estatuas donde la esperan en una pequeña sala con ventanas engarzadas de rosas gigantescas. Se siguen los conciertos con el arpa virtuosa. La aqueja, por fin, una melancolía de lugares donde nunca había estado. Ve un hall inmenso donde se acumulan instrumentos musicales y hay bullicio de voces. Allí se ve entrando y todos la saludan. Agita los párpados pero la sensación de realidad perdura. La atormenta a paradoja de ser y no ser ella, estar y no estar en ningún lugar. Su alma comienza a sentir que el velo del tiempo está corrido y que  no puede evitar acariciar el arpa y cantar acompañada por un trombón medieval y un clavecín en una portentosa iglesia de piedra con una araña de mil brazos de cobre que la llaman hacia sí dulcemente como los brazos de miles de madres. Comienza a preguntarse por qué ocurre todo esto. Ha vivido en Rosario, cerca del río, toda su corta vida. ¿Cómo puede ser que yo tenga la memoria falseada?, se pregunta sin obtener respuesta y continúa en sus cavilaciones: esto es una memoria falseada porque no es sueño y tampoco es deliquio. No estoy soñando. Estoy tocando el arpa en esta maravillosa iglesia y eso me cansa pero me hace vibrar. Es posible que haya un pase de la conciencia a la naturaleza virtual.
Paulina era una joven pianista sin preocupaciones hasta que empezó a aparecer el arpa nuevamente en su vida. Seguía dando clases de piano, pero se iba encerrando porque las vivencias eran cada vez más fuertes y maravillosas y no podía sustraerse a ellas, ni quería. Así fue como se enfermó de esa melancolía irresistible que postra a las almas curiosas. Pálida pero radiante, escribía fervorosamente en un cuaderno esos paseos por los huecos del tiempo. Escribía con una letra n febril en alemán o austriaco. Nadie sabía qué decían esos cuadernos. Se fueron acumulando mientras Paulina, siempre de camisón largo y blanco, parecía una virgen en su calvario sonriendo castamente ante el placer de esos mundos.
Por esos tiempos, Paulina oyó hablar del arribo a la ciudad de un guía espiritual que enseñaba a producir  milagros y como ella estaba convencida de que sus vivencias eran milagros y temía compartir esas perlas, se vistió con sencillez y fue a consultarlo. Contó su historia doble un poco avergonzada. No puedo mencionar el nombre del guía sin estremecerme por la sincronicidad de una serie de experiencias reales. Paulina le había llevado al guía algunos de sus cuadernos y en ellos, entre partituras enteras y notas en alemán, estaba dibujada una joven. Seguramente era ella misma, aunque Paulina aseguró al guía que esta joven se llamaba Ranjil Vön Ruckert. Con una calma despojada, contó al gurú que sencillamente no tenía la sensación de continuidad que debería darle la memoria. Se producen "huecos", y aparezco tocando el arpa en un castillo del siglo XV en Alsacia. Nunca salí de Rosario, vivo en una casa antigua en el centro viejo. Doy clases de música pero esto es bastante irreal pues no soy yo, aunque tampoco creo que sea un sueño, dijo. Supongo, agregó, que una coincidencia es que dos o más hechos pasen al mismo tiempo y creo que hay una coincidencia entre Ranjild y yo. El guía la escuchó sin inmutarse y con la voz amable de un buda le explicó que la continuidad y solidez del mundo existen en la imaginación y son alimentadas por sentidos que no pueden discernir las ondas de energía e información que conforman el nivel cuántico de la existencia. Ella dijo: Entonces, quiere decir que yo soy Ranjild y Paulina. No es mi memoria la que revive a Ranjild, ni la que sueña a Paulina. El gurú sonrió. Le explicó la naturaleza dual de la partícula y la onda y cómo ella podía pasar de la una a la otra y producir el milagro. Entonces Paulina se calmó y fue muchos atardeceres a cantar mantras con el guía. Seguía anotando sus conciertos de arpa por toda Europa y los cuadernos se apilaban en el desván donde también dormía la vieja guitarra. Durante un tiempo se la vio bella y traslúcida como a un sueño, con su ropa leve y blanca sentada dando clases junto a la ventana barriguda de hierro. El guía partió a su India ancestral y Paulina siguió tocando el arpa y dando clases de piano. Un libro cayó en sus manos en forma casual. Su madre, que había muerto recientemente, tenía un libro de Borges. Era una vieja edición de tapas verdes y  Paulina hojeaba el libro como si su madre pudiera volver a la vida a través del papel, o como si ella tuviera el poder de devolverle la vida cuando acariciaba esas gastadas tapas. Un día  tomó el libro y lo abrió al azar. Leyó azorada a un Borges que evocando a Hawthorne asegura que la mente que una vez ha soñado los sueños, volverá a soñarlos. Y lee. Lo extraordinario es que ella siempre está en lugares diferentes tocando el arpa y cantando, jamás se repite el lugar.
Paulina había quedado sola en el caserón, o con Ranjild tal vez, pero nunca pudo soñar a su madre ni traerla a la vida. Así fue como percibió que en realidad ella era el simulacro de una idea original: Ranjild es quien me sueña, pensó, Ranjild me ha soñado pequeña en el desván, y como aquí no hay arpa, hizo sonar la guitarra. Ranjild me ha soñado tocando el arpa en el desván. Allí ha comenzado todo, en el sueño del arpa.
A partir de aquel día, Paulina, como Hawthorne, comenzó también a registrar listas enormes de eventos y detalles de lo que veía o creía ver. Era un modo de asirse a algo y de librarse de la sensación de irrealidad que la poseía. Se tocaba y la consistencia de su cuerpo le era la de un ser fantasmal. Cada vez le parecía más evidente que alguien la soñaba y ese alguien era Ranjild. Siguió escribiendo interminables listas de conciertos. Todas las veces que Juan, que siempre la siguió visitando, iba a su casa, la escuchaba tocar el piano admirado y la sonoridad que ella arrancaba al instrumento a él le parecía que tenía el sonido de un arpa. Juan, ciertamente ignoraba el secreto de Paulina. En el desván al que alguna vez había entrado, reposaba una verdadera biblioteca de de cuadernos apilados junto a la vieja guitarra. Jamás vio nada extraño. Después de todo mucha gente escribe y guarda manuscritos en el desván de infinitas casas en todo el mundo. La relación entre ambos estaba pautada por la música y todas las veces que ella parecía estar enferma, Juan acudía a su casa para acompañarla. Él también tocaba el piano pero en forma totalmente amateur. Posiblemente Juan la amaba desde la infancia. Ella era para él una concertista nata enseñando piano en una ciudad perdida de esta América del Sur. Juan recordaba cuando eran niños e iba a jugar a casa de ella. Mientras esperaba a que le abrieran la puerta, se escuchaba el sonido de un arpa celestial. Juan no podía imaginar que era Paulina tocando, ni que era un arpa: ¡tenían seis años!
En el 2001, cuando se produjo la debacle en Argentina, Paulina, pálida como una muerta,  reveló a Juan que debía irse a Europa. Que tenía que hacer algo allá.  Juan, en su ignorancia, entendió que ella iba a "encontrarse con su sueño", como miles de compatriotas que se iban  escapando de la crisis.  Por eso a él no le pareció extraña la decisión. Aquí en la ciudad, a esas alturas, pocos estudiaban ya el piano. A la desolación de la falta de trabajo se unía el dolor por los que se iban. Ella le vendió su casa con todo lo que contenía por  poco dinero a condición de que la conservase inalterada. Él lo prometió. La insistencia de ella era ineludible. Paulina prometió escribirle. Se marchó y jamás lo hizo. Él leía todo sobre los argentinos en el exterior como un modo de estar cerca de ella.
Pasó el tiempo. Todo esto es pura ilusión, pensaba Juan, no la veré más. Estuve todos estos años tratando de entender lo que ha escrito en los cuadernos. No sé si debo seguir. El alemán me es demasiado dificultoso. Paso noches y días traduciendo los cuadernos del sueño del arpa ¿para qué? Estoy a fojas cero nuevamente. Estoy perdido.
El deseo de conocer a Paulina a través de esos extraños cuadernos llegó al paroxismo cuando Juan recibió una carta de Reinjald Vön Ruckert. Él pensó que era un chiste de mal gusto de Paulina. Abrió el sobre y el espanto subió por sus venas hasta dejarlo seco en medio del pantano de sus pensamientos. Buscó su traducción horrorizado. Reinjald está tocando en Leyden el mismo concierto que acabo de traducir, comprobó aterrado, aunque el texto de Paulina, que es idéntico, sea de 1994 y la carta de Reinjald fechada nueve años después. En uno de los cuadernos leyó el texto idéntico al de la carta: "Estoy en Leyden, en la Peterskerk. No hace mucho frío. Acabo de dar el concierto y aprovecho este momento para escribirte. Los solistas han recibido rosas. Han cantado el Sabat Mater de Scarlatti. Cuando pueda hacer un hueco en el tiempo tocaré el piano en una ciudad muy plana y gris del Nuevo Mundo y tendré mucho niños a mi alrededor. La voces salieron estupendas... ", y sigue el relato exactamente igual al que Juan había acabado de traducir pocos días atrás. Las firmas son también idénticas. Junto con la carta viene un programa escrito en alemán y holandés donde aparece el nombre de Reinjald Vön Ruckert, es la solista de arpa.


Todavía desconcertado, Juan recordó algo de lo que había traducido con tanta dificultad. Su corazón bate alocadamente. Trata de serenarse pensando que es posible que Reinjald no haya sido el sueño de Paulina. La lógica del deseo lo hace concluir que si lo que ha pasado más de una vez puede muy bien volver a ocurrir,  es posible también que el velo del tiempo vuelva a rasgarse. Entonces, la delgada silueta de Paulina allí, junto al piano, no sería un sueño.

Juana Rosa Schuster

MI MEJOR AMIGO
  
Compañero fiel en mis días,
celoso cancerbero de las
puertas de mi hogar.
La vejez imperdonable te alcanzó,
desde tu ceguera me supiste reconocer.
Tu débil ladrido igual escucho.
Esos ojitos de cervatillo perdieron
su luz de luciérnaga.
No hay postigos que cierren por dentro
tu imagen de fiel guardián.
Duele el llanto que provoca.
esa ausencia inexplicable.
Los faroles apagados de
aquellas pupilas borraron
a tu feroz enemigo,
el gato vecino.
Te has vuelto transparente.
Fuimos tu lazarillo
en tus perennes noches negras.
Te sepultamos en el jardín
y mañana serás esas rosas
blancas que el pálido
viento deshojará.
Al enterrarte, se hundió
en el pozo media alma mía.

VENGANZA 
 
Dime que  no te asusta
el que haya vuelto.
Dime que no es cierto
lo que comentan.
Juraste ser sólo mía
en el maizal.
Mis manos te rodeaban
cuando me besabas.
 La luna menguante
aprobó sonriente que te entregaras.
Dime que me esperaste
con ilusión.
Dime que es para mí
tu carita de camafeo.
En la taberna dicen
que te has marchado.
Dicen que no ibas sola
en aquel carruaje.
Sabes que puedo ser malo
cuando yo quiero.
También sabes que puedo hallarte
donde te encuentres.
Y la daga se clava,
y la sangre mana,
como de una górgola
de la catedral.

DESAMOR

Que me vaya.
Que junte las cosas.
Armo la maleta y acomodo el desamor bajo la ropa.
El señorito se ha cansado de mí.
Dos copas vacías descansan sobre el mantel.
Vacías, las copas, entablan un diálogo.
Las caricias partidas caen y se pulverizan.
Polvo agonizante nacido en las voces de aquellos suspiros.
El sol de Granada ha perdido su brillo.
Moneda gastada, hace reproches.
Temores viscerales que no me dejan partir.
Abandonar la casa que huele a blanca leche tibia.
Tal vez, cuando no esté, me arme en la mente.
Dicen en los cortijos que todo lo que se va, permanece.
Que saque las fotos.
Que deje el canario.
Que cierre la puerta.
Que no diga nada…

Que me lleve al niño.         

Guillermo Giménez


                                   Escarcha  
Guillermo Giménez

El frío de la noche penetraba hasta los huesos en contraste con el calor y los vapores que producía la faena en el recinto de la muerte que se veía justo enfrente al otro lado del camino que pasaba por delante. Grandes focos alumbraban claramente el interior de aquel tinglado, donde se observaba el accionar de verdugos con cuchillos en la mano, disfrutando su tarea, o por lo menos eso parecía. Se podía ver todo desde lejos porque dejaban abiertos los grandes portones corredizos. El alboroto era mucho, se escuchaba el vocerío obsceno mezclado con el ruido de aparejos, de cadenas y roldanas con ganchos que corrían por carriles llevando las reses para el frente donde después se cargarían en los camiones. Todo ese montaje estaba asentado sobre una amplia superficie de cemento bastante elevada en relación al camino y al entorno.
Al costado derecho, fuera del tinglado, se veían unos corrales y una manga, eran dos empalizadas de madera convergentes, que formaban un embudo desembocando en una rampa muy angosta donde pasaba un solo cuerpo. Por ahí eran empujadas en fila las que serían ejecutadas. Con picanas las obligaban a subir hasta el cadalso. Iban asustadas con los ojos bien abiertos. Era más que una intuición, era certeza dictada por su instinto, sentían la presencia de la muerte. Algunas intentaron escapar retrocediendo, buscando una salida por el fondo del encierro, pero fueron azotadas y regresadas a la manga.
Mientras  eso sucedía, otras reces esperaban su turno, paradas en la escarcha formada sobre el barro; que en un rato quebrarían sus pasos en rumbo hacia el final. Contrastando con el alboroto interno sólo se escuchaba, bajo la luz de la luna, el sereno silencio de la noche sin viento, y además otro silencio, que sólo rompía cada tanto el chasquido de un látigo en medio del corral.
Ramiro contemplaba el espectáculo desde el otro lado del camino acurrucado bajo un carro soportando la inclemencia. No tenía buen abrigo y se cubría con un mandil con olor a sudores de caballo. Pero no era suficiente y tiritaba. A unos metros a su espalda, atado a la intemperie en un poste de alambrado, su caballo también se estremecía. Ahí estaban los dos aguantando hasta que lo llamara el capataz para cargar las medias reses.
¿Por qué razón estaba ahí todas las noches? No lo sabía. Ya iban a cumplirse los dos años. Se lo había preguntado varias veces y no hallaba una respuesta. Lo único que se le ocurría era algo que había escuchado alguna vez: "son circunstancias de la vida", no entendía bien lo que significaba, pero le había gustado la frase y la usaba por costumbre.
Con los ojos empañados por el frío observaba la escarcha en las cunetas del camino, pero esa escarcha no era blanca, más bien era rosada, casi roja. Aunque al principio le causaba rechazo y repulsión ese espectáculo, a pesar de su corta edad, ya se había acostumbrado y estaba templado para ver de cerca la muerte cada noche.
Sin embargo conservaba algunos miedos. Uno de esos miedos era volver solo con el carro en plena madrugada, atravesando lugares desolados por
caminos muchas veces pantanosos con árboles muy altos de ambos lados que con la unión de sus copas formaban túneles sombríos. Sólo con algunos descampados cada tanto, en un trayecto bastante largo, donde no existía nadie más que él, sólo él, su carro y su caballo.(Una manera de decir, en realidad no eran de él, sino del capataz). Llevaba en su mano un tramo de cable de acero, era el arma para su defensa, que por suerte nunca había utilizado.
 A medianoche los trabajadores del matadero hacían un alto en la faena y se tomaban un descanso. A esa hora llegaba puntualmente un vendedor de pasteles y café caliente, para hacer su negocio. Apoyaba la
canasta y los termos en un costado del puente de barandas bajas de ladrillos a la vista que pasaba la zanja y permitía la entrada a los camiones; ahí se ubicaba y esperaba a su clientela. Ramiro cruzaba el camino y se sentaba en la baranda de enfrente un poco más adelante para estar más a la vista, con la esperanza de que le dieran un pastel. Pero nunca lo vieron, aunque casi lo rozaban al pasar. Eran grandes y llegaban pisando fuerte con botas de goma y sus cuchillos envainados en la cintura. Al comprar habrían bien la mano llenándola lo más posible y pasaban delante de él metiéndose en la boca pasteles enteros sin ninguna compasión.  Al final desistió y en las noches siguientes se quedó bajo su carro.
Ya era el segundo invierno que venía pasando frío. "Circunstancias de la vida", se decía, aunque ése había llegado sin piedad, con gran crudeza. Especialmente esa noche, el frío congelaba hasta el aliento. Pensaba Ramiro que si no moría esa noche, no moriría nunca más.
A la media madrugada había terminado la faena y el ganado colgaba de los ganchos. El capataz lo llamó a los gritos desde el puente, ordenándole enganchar el carro y que fuera a cargar dos medias reses.
Ramiro se levantó muy lentamente todo entumecido frotándose las manos. Y agarrando un lienzo viejo, quitó la helada del lomo a su caballo, y lo palmeó, era su compañero y estaban del mismo lado del camino y en la misma desventura. Cumplió con el mandato que le diera el capataz y partió con la carga por la noche, iniciando el regreso por el camino de sus miedos. Aunque esa noche a diferencia de otras, había luna, que de nada servía al entrar en los túneles sombríos de árboles gigantes. Ahí se le oprimía el corazón y agarraba con fuerza el cable de acero para defenderse de lo que fuera.
Serían más o menos las tres de la madrugada, ya había recorrido medio camino y pasado por varias arboledas sombrías con pocos descampados. En ese momento salía de una de esas enramadas y desembocaba en un claro del camino, entonces sintió alivio. El paisaje era sólo campo helado, todo blanco, abajo escarcha y arriba luna y en el medio desolación, y en esa desolación, sola su alma en la noche larga.
Iba avanzando por el silencio sintiendo frío, cuando de pronto desde la nada, apareció en el medio de esa blancura un animal raro que jadeaba y husmeaba como los perros, pero no era un perro, era mucho más grande y además tenía pezuñas, cuernos y una cola larga y movediza. Iba de un lado a otro con mucha energía y agilidad, con la cabeza hacia abajo jadeando y olfateando, sin mirarlos, como si no le importaran. No se le veían los ojos. Le salía humo de las fosas nasales que se abrían y cerraban respirando de una forma pavorosa. El caballo levantó la cabeza y paró las orejas en un estado de alerta como advirtiendo algo antinatural. Ramiro se quedó duro con los ojos desorbitados y el corazón redoblando, sólo atinó a sujetar bien las riendas y empuñar fuerte el cable de acero para defenderse. El animal empezó a dar vueltas a cierta distancia alrededor del carro, acercándose en cada vuelta un poco más. El caballo emitiendo resoplidos cada vez más asustado se tiraba a los costados y también a la retranca. Hasta que de pronto, el ser se detuvo frente a ellos, se alzó parándose en dos patas y mostró su cara espeluznante clavando la mirada en los ojos de Ramiro, una mirada siniestra de profundo rojo fuego. Entonces Ramiro pudo ver desde lo alto en donde se encontraba, se encontraba en el espacio entre medio de la escarcha y de la luna, por encima de la copa de los árboles, como espantado su caballo con el carro se volvía despavorido hacia el túnel de enramadas; también pudo ver su cuerpo tirado en el camino. Fue lo último que vio... de él, su carro y su caballo.


Haide Daiban


                                  Libros  - Libros  
Haide Daiban

Juan Carlos compró estanterías. Estantes y más estantes para armar la anhelada biblioteca.
Mientras tanto los libros se hallaban apilados en el suelo. Un día era apoyar la enciclopedia que ya no cabía en el costado del placard, otro era sumarle las novelas que había comprado en librerías de viejo, esas de la Avenida de Mayo o de Corrientes .La pila fue acompañada de otra más alta, con libros de la Facultad. Sí, eran libros en uso que durante el período de clases se acumularon como al descuido y él no sabía cuándo ni cómo atesoró allí, en el rincón junto a la columna. 
En el lapso entre exámenes, la columna se mimetizó con otra pila adyacente a la primera y vecina a las otras. Esa zona de la habitación era intransitable.
Pensó que algunas valijas en desuso podían resguardar los libros menos frecuentados y comenzó la segunda fase, separar en la valija de lona, los libros de bolsillo, esas novelitas de los años juveniles. En una segunda de cuerina, destartalada ya por el uso, ubicó los de arte y decoración y dejó el bolso grande, más maleable para los de filosofía y religión.
Ese orden desordenado, le dio a su cuarto de estudios un aspecto de compra venta y el olor a papel, polvo y tiempo, hicieron lo demás.
Pero ahora, después de varios años de saltar sobre las pilas de libracos, de abrir y cerrar valijas y de acomodar debajo del escritorio volúmenes  que ni él sabía de qué se trataba, se decidió a la compra.
Era una compra de emergencia pues el espacio se le cerraba  Y muy pronto no podría entrar ni salir del lugar. Sin embargo le costó la decisión puesto que ese era su refugio y cada cuerpo superpuesto, polvoriento, de tapas coloreadas y hojas herméticas a la espera de sus ojos, Eso, era su vida.
En el primer fin de semana, armó la biblioteca y se dispuso a ordenar. Para ello tuvo que separar primos de entenados e hijos varios. Doloroso trabajo técnico, frío, pero también necesario.
Parecía que muchos de aquellos tomos se resistían o se quedaban adheridos a sus compañeros de años, o se deslizaban de las pilas, como escondiéndose…
No, es evidente, se decía, que no quieren cambios. ¡Pedazo de idiotas! No entienden de comodidades. ¡Qué embromar!
Los fue ordenando, clasificando y hojeando, como quien pregunta al amigo reencontrado: ¿Qué tal, viejo? ¡Vos por aquí!
Y al fin se dejaron acariciar hasta los más reacios.
En una semana estuvo todo en orden, dos paredes y media llenas, atestadas de años, gustos marcados por su adolescencia y su adultez.
Y el cuarto fue, entonces un gran vacío sostenido por paredes sólidas, tapizadas, que le brindaban un poco de calidez. Calor de hogar, decía Juan Carlos cuando recorría los estantes.
El ventanal del cuarto se cerró para no herir a sus amigos con el polvo y la luz, con el mundo de afuera.
Esta nueva estética le ayudó a encontrar a cada uno de sus queridos libros, a descubrir marcas y subrayados que perdieron su verdadera significación, pero allí estaban. Recuperó flores secas, anotaciones y boletos capicúa, entre páginas amarillas.
Y terminó adaptándose al cuarto, a la biblioteca, que de noche era el gran fantasma que lo espera agazapado contra las paredes. Se adaptó a su rincón de lectura, con la lámpara de la abuela, la rescatada del altillo, iluminando su sillón bergere, el de los brazos cálidos y los hombros protectores.
Tantas eran las horas de lectura, las manos sosteniendo libros, su vista solo en sus tesoros, su aislamiento progresivo, que creyó compenetrarse en esos cuerpos tan mudos y tan dicharacheros a la vez.
Sus manos se fueron blanqueando a la sombra de su cuarto, ajenas como él, al mundo exterior, al sol, al apretón de manos.
 Todo él era blanco papiráceo. Sin embargo sus dedos mantenían agilidad en la ejercitación del hojeado. Por momentos perdía la sensación de corporeidad, de tiempo o espacio y le empezó a gustar la compañía del libro entre sus brazos mientras dormitaba. A veces leía apoyado contra la pared, rígido e insensible a todo.
 Los libros de su propiedad tuvieron dos categorías, no de buenos o malos, ni de amarillentos o apolillados, nuevos unos y desvencijados otros y así se percató, que por momentos algo sucedía pues tenía preferencias por las texturas y los colores de las tapas, por los olores a tiempo, a tinta fresca, como si el contenido fuera relegando su primacía. 
 Ese era el panorama: estaba él, Juan Carlos, las paredes atestadas, su lámpara que lo unía a su pasado, a un recuerdo vago de abuelas y pastelitos, a cuentos, a hogar y a patios. Estaba también su sillón y el gran ventanal, ahora cerrado.
 Una tarde, quizá de otoño, suponen muchos, la nostalgia lo invadió mientras leía vaya a saber qué y en un inconsciente ataque de vida, abrió el ventanal. La calle estaba quieta, vacía. Nadie se alertó con su presencia ni con el ruido chirriante de las bisagras enmohecidas.
 El viento comenzó a agitarse inquieto y en un alarde de otoño, se arremolinó frente a él y en cada giro, Juan Carlos sintió que se despedazaba, volaba, desencuadernándose sin escrúpulos y llenando el aire de finas hojas de papel, que revoloteando se alejaron por las calles de Buenos Aires.

Teresinka Pereira

EXPLOSIÓN

 Teresinka Pereira


La estrella que se ha estallado

luminosa y ardiente

fue recogida en la Tierra

y cada átomo se fue a instalar

en el ser humano.

 

Hemos venido del cielo

y somos relámpagos

metálicos

permaneciendo en la Tierra

que aprendimos a transformar.

Algún día explotaremos

y otra vez y regresaremos

al Universo

de donde hemos partido.

 

 VALENTINE

 

No habrá ningún ser

que desprecie el amor.

Los valientes y certeros poetas

saben amar mejor que todos

y son entusiasmados por

tener un día especial

para celebrarlo con chocolates,

versos, abrazos y besos

que son equipos del amor.

Que tu día de San Valentin

sea lleno de

 ¡ AMOR!

Luís Enrique Grafeuille


Encuentro
Luís Enrique Grafeuille

con tu pelo llovido,
con tus labios medianos,
con tu piel cautivante
maquillada en frescura,
con tus ojos profundos
te quedaste indecisa,
me quede esperando,

fue razón de dura pena
los temores y el exilio. . .
- - - - - - - - - - - - - - - - - - -
en la suma de fríos
se gestó la distancia,                                                                                                                                                                                                                       
y en éstos, un recuerdo
y en este casi olvido  
descargó el azar
en un hecho fortuito,
torbellinos de imágenes
“ dejavú ”  de lugares,
         
que al volvernos. . .
         
desandando traías
el encanto maduro,
         
mas. . .
del manso crepúsculo
a la madrugada,
la vestí nuevamente
con mis manos
con palabras apenas audibles


Marta Becker

                                  TE SUEÑO  
Marta Becker


En la inconsciencia de la duermevela sueño con montes valles sembrados de árboles en flor praderas verdes y amarillas subidas y bajadas sin fin aguas cristalinas que corren por senderos sinuosos que pegan giros desaparecen y vuelven a verse iluminados por un sol gigantesco e hiriente que se esconde detrás de pompones de algodón protuberancias en la tierra agreste suaves declives que huelen a hierba fresca marañas de células perfumadas en noches sin luna con luna con estrellas y el sueño sigue no se detiene en nada no establece territorio deambula en un cielo diáfano el canto de las sirenas es suave y peligroso a la vez e intento atrapar un ser etéreo que  navega sobre una superficie helada y se aleja cada vez más y en el devenir de los caminos perdidos descubro tu cuerpo que recorro con manos ansiosas en la desesperación de la pérdida porque se que la mujer es el territorio más fascinante de todos y no lo quiero dejar ir y te sigo soñando hasta lo inalcanzable porque ya no estás mientras sufro lo soñado.

María Escobar

                                                          Fin de fiesta 
                                              María Escobar

Apretó el piso doce del ascensor. Iba solo dentro de ese cubículo con una especie de temblor en las piernas, algo como un vértigo a la altura del estómago, pero había sido convocado, en su calidad de pariente pobre  a “dar una mano”. No podía negarse, tía Isolda solía sostenerlo cuando él estaba sin un peso, lo que ocurría  con  cierta frecuencia. Ella, Isolda, se sentía como una filántropa y, después de todo el dinero le sobraba.  Darle una mano a Rodrigo la remitía a los remotos tiempos del conventillo  tiempos que, a veces, añoraba, ahora que vivía sola en su suntuoso departamento.
En un abrir y cerrar de ojos, Rodrigo acomodó la gran mesa en el centro del living. Puso sillas y platos, cubiertos y copas luego de contar los comensales; doce en total. Isolda iba detrás de el dando algunas indicaciones, con saltitos de gorrión, un poco torcida por la artrosis pero enjaezada como una reina.
-¿Porqué no te pusiste  el pantalón  que te regalé?
-Me siento cómo do con éste, tía, soy así, soy yo. Los otros se pondrán el placard encima aunque no tengan un peso.
-Cierto, dijo Isolda, sintiéndose un poco avergonzada de su costoso vestido.
-Considerando que la hora prudente era alrededor de las diez de la noche, empezaron a caer con nada más que el saludo, ya que Isolda podía hacerse cargo de todos los gastos. Los saludos y los besos cayeron sobre sus marchitas mejillas corriendo el maquillaje. Aparte Rodrigo miraba el desfile. Nadie lo saludó lo que, en su interior agradeció.
Un  profundo desprecio. No entendían el afecto que Isolda sentía por el, salvo por el hecho que le .recordaba su humilde pasado del que no sentía el menor prurito en recordar, hasta con una cierta nostalgia. 
Su marido, de origen italiano como casi todos los que habitaban el conventillo de la boca había aprendido de su propio padre la profesión que lo llevó a progresar y con el tiempo dejaron el lugar poco  confortable por el departamento en donde ella se sentía como un pájaro silvestre encerrado en una jaula. Cuando vinieron los hijos llegó la resignación y mientras fueron pequeños, hasta la alegría.  Ahora ya no estaban, se fueron a Europa haciendo el camino inverso al de sus padres.  por eso su apego a Rodrigo, en ese departamento tan grande estaba sola escuchando a veces las risas y las corridas de sus hijos como fantasmas que lo llenaban todo. 
Su marido había muerto: un cáncer lo devoró en poco tiempo. Crió a otros sobrinos, algunos estaban ahí con sus mujeres. Pero sin niños. Era una suerte porque la hubieran obligado a estar atenta a que no hicieran algún desastre. Estos otros sobrinos eran queridos pero no como Rodrigo. por eso no lo querían. ¿Qué veía la tía en ese ladronzuelo que, seguramente.
¿Era drogadicto? ese desamor era compartido por el muchacho, mientras los otros caían  sobre los manjares, sobre el vino. El chico abrió la heladera y sacó una botella de cerveza y se la empinó hasta el final.  Luego tomó otra y otra ,más, hasta que todo se le empezó a nublar.  Luego fue al living, aun no habían dado las doce.
¡Salud mierdas! Aquí están todos esperando que Isolda crepe y les deje algo, ¿no?
-Estás borracho pibe. ¿Porqué no vas  al balcón a tomar un poco de aire?
Era Tomás el que le hablaba, el mayor de todos los sobrinos. Isolda sólo lo miraba, sin saber qué hacer, esperando que se hicieran  las doce y esto  los entretuviera, yendo al balcón a ver los fuegos artificiales.  Ella tomó algo y fue a sentarse junto a Eleonora, su vieja amiga que, con su eterna sonrisa, miraba todo y entendía poco.  Ya andaba con bastón, una rotura de cadera de la que aun no se había repuesto, pero sola no quería ¿Acaso no tenía a sus hijos? “Tendrás familia e hijos, pero dentro de treinta años no tendrás nada” ¿Donde lo había leído? No importa pero era así.  Tenía aun algunas amigas, como  Isolda  que aun seguía en pie, tan sólida, tan fuerte, creando en derredor un sueño de perpetuidad que la mantenía siempre al borde de las cosas, apenas rozadas por sus ojos muy miopes.Todo lo veía borroso pero no quería usar los anteojos, entonces seguía a todos como detrás de una neblina parecida a la que siempre flotaba en el riachuelo cuando se mudaron aquí, en el piso once, alcanzaba a ver el río y, más allá ,  la orilla del Uruguay pero ahora los edificios altos eran un paisaje árido, monótono, sin el verde de la copa de los árboles que no alcanzaban a arañar esas alturas. con sus ojos miopes, Isolda miraba el festín en torno de la mesa. Buscó a Rodrigo y creyó verlo sentado en el balcón de espaldas a la reunión, a la algarabía que encendía el vino en las mejillas de todos. 
- Van a ser las doce - gritó  Jimena, flacucha y de ojos saltones, mostraba el reloj en su muñeca, trajeron el champán helado y esperaron a que, la televisión, encendida les dijera que eran exactamente las doce para brindar. ¿Y Rodrigo? Nada, seguía en el piso del balcón. Ahora con la cabeza en el pecho.  Ya habían estallado toda la cohetería y  todos habían  corrido  al balcón y los ¡ahh! se multiplicaban. Esto duró lo suficiente como para que alguien tropezara con las piernas de Rodrigo.
-Che, dijo Tomás.– Está muy pálido. No puede ser solo alcohol. 
-Ayúdenme a entrarlo. Entre dos lo llevaron a la pieza que había sido de tito. Isolda vino desencajada.
-Qué tiene, qué tiene.  –Un cóctel de alcohol y droga, tía, -Algo se podrá hacer, por lo menos esta vez no murió, pero quién sabe,  Isolda, vos no podés  hacerte cargo, hay lugares a los que puede ir.
-No dijo Isolda con energía- yo me hago cargo. Ahora váyanse, para mí la fiesta terminó.