Como entonces Carlos Margiotta
Recuerdo
bien aquel 9 de julio cuando nevó en la cuidad de Buenos Aires. Yo estaba acostado
en la cama mirando a través de la ventana caer los primeros copos de nieve
sobre las terrazas vecinas. Mónica se paseaba por el living fumando los
cigarrillos que había dejado mi padre en dos cartones antes de morir.
-¿Vamos
a pasear por parque?- dijo con su voz ronca.
-Vamos-,
dije, aunque no tenía ninguna ganas de salir. Nuestra relación se había ido desmayando
desde que tuve que atender la enfermedad de mi padre y dejé de ocuparme de sus
demandas.
Me
puse un pantalón de franela, un pulóver grueso, mi camperón de invierno y una
gorra de lana que había comprado en el Bolsón. Cuando salimos a la calle el
barrio era una fiesta, las confiterías llenas de gente, familias caminando
hacia el parque, chicos juntando nieve al pie de los árboles. Puse mi mano en
el hombro de Mónica y ella se acurrucó debajo de mi brazo como entonces.
Nos
sumamos a la muchedumbre y nos dirigimos al parque. La noche temprana hacía que
las luces del alumbrado público brillaran como nuevas y una caravana de autos
tocaba sus bocinas festejando la nevada. En el fondo del parque había abierto
la calesita, desde lejos parecía un fuego giratorio aclamado por los nativos a
su alrededor. Cuando llegamos tuve ganas de subirme con ella. Vi a don Pascual
ofreciendo la sortija y yo estirando mi cuerpo para agarrarla, vi a mi madre
tejiendo en un banco, vi a mi hermano mayor corriendo entre los autos, los
caballos, los leones y las jirafas de madera, vi a mi prima con miedo tomándome
del brazo, no te vayas, no me dejas sola. Vi a mi padre volviendo del trabajo a
buscarnos con el Billiken bajo el brazo. Vi a Jorge, Santiago, Ramón y Mario,
la barra de Boedo, corriendo a las chicas del barrio que reían asustadas, vi a
mis abuelos paseando de la mano, y a Carmen dándome el primer beso en sombra
del aquel árbol. Vi a mi tío Antonio haciéndome debutar en un prostíbulo de San
Fernando, vi a Taton amasando en la mañana navideña y la abuela María
sirviendo la pasta en la mesa grande, vi
a mi primo mayor disfrazarse de Papa Noel, y a los Reyes Magos bajando por la
escalera del peache de la infancia. Vi a la tía Irene besarse con mi padre en
un pasillo, vi guardar el secreto con odio, vi estallar mi corazón en mil
fragmentos. Vi a Fellini filmando Amarcord en el colegio secundario y a un
montón de mujeres acosándome en una manifestación, vi a Borges escribiendo el
Aleph y al Negro Hernández sus cuentos del café, vi mi tristeza detrás de la
risa y mis adioses a las que amé. Vi el último día de Jorge en la tierra, vi a
Mónica llegando apurada a la facultad, vi su primer sonrisa apuntando a mi
mirada, vi su cuerpo estremecerse entre el mío el día de la primavera, vi sus
labios, su lengua, y sus ojos diciendo te amo. Vi los libros de estudio entre
las sábanas, vi la ducha donde nos bañábamos juntos, vi nuestra graduación, vi
nuestro primer departamento de un ambiente, vi mis poemas de amor desparramados
sobre su cuerpo. Vi la muerte de sus padres, vi su desesperación, vi tu
disimulo ante el dolor, vi su ausencia y su duelo. Vi otra vez la calesita
girando bajo la nieve, vi las lágrimas congeladas de mi madre, vi a mis hijos:
a Pablo ganado un Oscar, a Cecilia bailando tango en París y a Gabriel cantando
con “Matagallo”, vi a mis nietos estirando la mano hacia la sortija. Vi a
Mónica pidiéndome un beso, vi nuestro beso, vi el regreso a casa con urgencia,
vi toda mi descendencia saludándome con la mano desde un tren, vi desaparecer
el miedo al mañana, vi el fin de la pobreza y una sociedad mejor. Vi la ilusión
de enamorarme otra vez de Mónica y arrodillarme en una iglesia para pedir
perdón, como entonces.