Perfumes lejanos Ana María Manceda
..Tú tienes la forma de una fuente
no de agua sino de tiempo
En lo alto del chorro de la fuente
saltan mis pedazos
el fui, el soy, el no soy todavía, mi vida no pesa.
El
pasado se adelgaza. El futuro es un poco de agua en tus ojos.
“Trowbridge Street” Octavio Paz
No
sentí que fracasé, pero debía hurgar, buscar en mi mente el origen de esa
explosión que no me permitió seguir con la lectura del poema. El público
aplaudió cálido, como apoyando esa emoción... Y sí, siempre me perseguirá la nostalgia,
sello justificado, es la vida que me tocó. Más de una vez, mientras cae la
nieve y sopla el viento desde el Pacífico, me he preguntado ¿Qué hago acá, en
la Patagonia?
Le
contaba que salimos temprano de la escuela por el eclipse de sol, todos nos asustamos,
hasta los pájaros, porque el día se hizo de noche. La abuela Rosario, con su
mirada de tierra oscura de musgos, velada por el desarraigo, me miraba,
mientras revolvía en la olla de hierro, traída desde su tierra subtropical, los
chicharrones de la pella de grasa vacuna. Su amor brotaba en la gran cocina de
la casa platense, desde sus manos mágicas, mientras esculpía esas comidas de
sabor profundo, misterioso del noroeste. Habían comenzado los preparativos para
la fiesta de mi “Primera Comunión” y no faltaría nadie, las empanadas de la
abuela eran famosas desde el Bosque hasta la entrada de La Plata. Era la época
en la que en una cuadra habitaban italianos, españoles, brasileños, norteños
como nosotros y aún una familia japonesa. Era una época en las que los aromas
de comidas exóticas y criollas se mezclaban con el olor a pasto recién cortado, el perfume de los
jazmines del cabo y el olor al Río De La
Plata que traía el viento del este. Era una época en la cual los viejos vivían
con sus familias y las bibliotecas de los clubes de barrio eran santuarios para
los pibes y leer era un escudo de nobleza. En las fiestas patrias se escuchaban
zambas, pasodobles y a todo los inmigrantes nos unía el mate y el asado. Pero
las empanadas de la abuela son inolvidables. Los preparativos hasta el momento
de hincarles el diente duraban tres días.
Al
día siguiente se colaban los chicharrones para separarlos de la grasa caliente,
cuyo futuro serían las tortillas de grasa - Comé hijita, comé, estás muy
delgada- se persignaba- cuando venís se te ven solo los ojos. Y así una se
volvía gordita y saludable. Luego preparaba la masa, una vez lista se formaban
los “pupos”, tarea en la que yo ayudaba- Así Nóe , deben quedar bien
redonditas. Me encantaba darle esa forma
redonda a la suave pasta y luego hundirle un dedo en el medio. Estirados con el
palo serían las tapas para el relleno. Mientras tanto en una gran olla, mi
madre hervía en la cocina la gallina elegida por la abuela del superpoblado
gallinero. Una vez cocida se picaba la gallina y carne vacuna cruda, a mano y
con un cuchillo afilado para el caso. El caldo que quedaba era tomado como una ceremonia, debíamos estar
bien alimentados, según la abuela los pueblos
antiguos lo valoraban por las ricas sustancias que hacían más fuertes a su
gente, yo no entendía mucho, pero me gustaba, la prefería al horrible hígado de
bacalao que me daban cuando empezaban las clases.
En esos días yo había suspendido mis correrías
habituales, tenía una sensación de santidad, mis amigos me extrañaban pero
estaba convencida que debía estar en un estado de pureza inmaculada, pronto
recibiría a Dios y debía confesarme de manera
asidua, no podía jugar a la mancha venenosa ni al médico, aunque en los
atardeceres sentía el griterío de los chicos en la plaza de enfrente de la
casa, ahí me corría un cosquilleo por el cuerpo y sentía el impulso de salir
corriendo a jugar. Por la noche espiaba por la ventana de la pieza de mi madre
las actividades de los nuevos inmigrantes, sufridas familias de la posguerra,
que llegaron en esos días. Vivían por el momento en carpas, en un sitio del
amplio espacio de la plaza, que les
había provisto el gobierno hasta que se hicieran sus casas en terrenos
adjudicados. Se veían luces de faroles en la oscuridad de la noche y miles de
luciérnagas acompañando los juegos de los chicos, sus voces resaltaban con
tonos europeos y las ranas y los grillos parecían burlarse haciendo coro desde
las acequias, entonces yo buscaba en el cielo las constelaciones que marcaban
el Hemisferio Sur y mi lugar en el mundo; Las Tres Marías; La Cruz Del sur,
pensando que extraños se sentirían los vecinos, esas no eran sus estrellas. Los
días pasaron volando, entre mis viajes hacia la Iglesia donde tomaría la
comunión, el estudio del catecismo, las últimas jornadas de clases y las
pruebas del vestido que luciría. Mi tía, famosa modista, era la encargada de su
confección. No sé porque capricho, ni de donde sacó la idea, pero se le ocurrió
que quería innovar, mi vestido no sería largo, sí blanco, bordado, pero la
falda a media pierna. El modelo imitaba a los clásicos vestidos de las
¡Holandesas! Hasta me hizo el casco con alitas hizo el casco con alitas para
arriba que lucían esas extrañas mujeres y bueno, en las fotos aparezco con mi
cara de santa, mi piel trigueña, mis grandes ojos negros asombrados y en las
manos, juntas como rezando, el libro blanco de nácar y el rosario.
¡Flash...flash..!
La noche anterior no pude dormir, por suerte toda la familia descansaba,
excepto la abuela, pensativa quedó en la cocina fumando su cigarro de chala de
caña de azúcar, ella misma lo armaba, el tabaco y la chala se lo mandaban sus
parientes del norte. Me acerqué a ella y la abracé, era feliz al sentir su olor
a naranjos y a caramelos de menta.
Y
llegó el día. Desde muy temprano toda la familia entró en acción, mis hermanos
menores me miraban como si fuera una princesa, en cierta manera todo giraba en
función de homenajearme, pero desde la distancia del tiempo y el espacio estoy
convencida que la fiesta era para ellos. Todo debía estar listo para cuando
regresemos y lleguen los invitados. Con la abuela Rosario se quedaba una prima que le ayudaría a armar las empanadas.
El aroma inundaba toda la cocina, aún hoy los vientos del recuerdo me lo
acercan, es un aroma donde se refugian todos los sabores: el dorado de las
cebollas verdeo, ají morrones, las carnes de la gallina y vacuna picadas,
mezclados con el aditamento de las especies; pizca de pimienta, ají molido,
pimentón y el toque esencial del comino. Las blancas papas cortadas en dados,
previamente cocidas, resaltaban el colorido de la olla. En platos hondos , los
huevos duros picados, las pasas de uvas remojadas en agua y las aceitunas ,
esperaban como toque final, coronando el relleno antes de hacer el repulgue de
las empanadas.
Y
aparecí, vestida de holandesa, reluciente, la casa brillaba, estaba feliz. Era
un día maravilloso, una tregua. Los conflictos provenían de cierta anarquía con
que mi padre llevaba la economía del hogar y los celos de mi madre. Él fue contratado por un club de fútbol de La
Plata, era arquero, de ahí la migración de mis padres y luego la de la abuela y
tía desde Tucumán. En pocos años su carrera fue exitosa pero la frecuencia a
fiestas en su homenaje y nuevas amistades,
algunas poco confiables, provocaban los celos de mi madre y las
terribles discusiones. Al ser la mayor de mis hermanos, pronto cumpliría los
diez años, yo estaba siempre alerta ante estas situaciones, cuando las cosas se
ponían difíciles me refugiaba en los juegos con los chicos del barrio, en mis
libros o en esos días con los preparativos de la “Primera Comunión”
Tomamos
el micro que nos llevaba a todos, ocupamos gran parte del mismo. Iba quieta,
rígida, no quería que se arrugue el vestido, ya había planificado guardarlo en
una caja especial. Durante el viaje, mirando por la ventanilla, creí ver en las
nubes las siluetas de la Virgen, Dios y los Santos. Mi abuela me había enseñado
a buscar imágenes en ellas así como en la luna. En las “Noche de Reyes”, sentadas
en la vereda, agobiadas por el calor, ella en el sillón hamaca dándose aire con
su abanico tornasolado, yo sentada en el brazo del sillón, me mostraba como se veía que la Virgen traía
al niño Jesús sentado en un burro y José al lado, los Reyes Magos los
acompañaban en una estrella trayendo los regalos. Nunca perdí la curiosidad de
buscar misterios en el cosmos.
Al
entrar por la nave principal de la antigua Iglesia, sentí una emoción que me
desbordaba, la luminosidad que entraba por los vitrales y el canto de los coros
acompaño el momento mágico en el que recibí la comunión. Todo quedaría en un
cofre dorado, los pasos de mi vida fueron muy disímiles a ese momento.
De
regreso entré corriendo a la casa, ya estaba llena de gente, amigos de mis
padres y vecinos. Al costado de la cintura del vestido colgaba una pequeña bolsa con puntillas, ahí todos
depositaban algunas monedas o billetes, eran los regalos. Fui hacia el
fondo cerca de la huerta, sobre el piso
de tierra, estaban haciendo un asado. El patio era inmenso y con los chicos
hacíamos un barullo que competía con el ruido de la música de la radio y la
charla de los adultos. Al aviso - ¡Ya están las empanadas! Todo fue una
estampida. Sobre la mesa de la cocina, en una inmensa fuente enlozada, brillaban, doradas por la
fritura en la olla de hierro, las famosas empanadas tucumanas. Tomé una, de
manera atropellada le hinqué los dientes, sentí el calor en el pecho. Un chorro
de jugo grasoso, colorado, se derramó sobre las puntillas y bordados del blanco vestido de holandesa. Casi me
pongo a llorar, pero no, era mi fiesta, me fui a cambiar, no iba a arruinar un
día tan especial. Entré en mi habitación, cuando me estaba cambiando sentí risitas y murmullos, me acerqué a la puerta,
seguí por el corto pasillo que daba al living, todo estaba oscuro para evitar
la entrada de la luz y de las moscas,
los días eran calurosos. Espié tras las cortinas de brocado, en un rincón de la
sala, entre penumbras, divisé la silueta de mi padre jugando con los cabellos
de una mujer, ella se agachaba y movía como tratando de esquivarlo pero se
quedaba. No quise ver más, huí en busca de mis amigos, pero en ese día ya nada
tenía sentido.
Ahora,
sabiendo de mi llanto, no me importa que el pasado se adelgace, ni que mis pedazos
salten en lo alto del chorro de la fuente, ni este viento que sopla del
Pacífico y trae la nieve, todo ocurre bajo las mismas estrellas. Sí querría
volver a mirarme en tus ojos de tierra oscura de musgos, mientras te cuento
abuela, sobre el eclipse de sol y el miedo que tengo y cómo los pájaros también
se asustan, mientras revuelves los chicharrones en tu olla norteña.