Hombre junto al
muelle
Daniel Moyano
Mar
bastante gris, la mañana fría apenas amaneciendo, del hombre solo en el muelle
se veían apenas las manos sosteniendo la caña de pescar y apenas bocetado su
perfil como borrado por aires marinos. También apenas unos metros de hilo y el
resto sumergido en un aire brumoso, imposible divisar la boya en el oleaje
donde la mirada ausente del hombre de perfil quizás estuviese alzada hacia un
improbable más allá buscando un horizonte de peces.
Hombre,
muelle y mar, todos solos, se habrían fijado así para siempre si el viento no
hubiera movido de vez en cuando los extremos de su abrigo. El hombre quieto no
parecía tener siquiera pensamientos por dentro, tallado en su propia carne
junto al mar intallable. Reposaba en su postura como un resto que el otro
oleaje de la ciudad hubiese depositado junto al mar, inutilizado ya por las
oficinas y los ascensores, los relojes y los recuerdos.
La
ciudad le había dejado intacta una parte apta de su pensamiento, orientado
hacia un solo camino que terminaba en la boya. Si pican, podré sentir el hilo
tenso y comenzar a girar el carrete. Me gustan los peces pesados, me gusta
sentir un peso del otro lado del hilo antes que el sol se levante y lleguen los
turistas.
Otro
hombre apareció por un extremo del muelle. Lindo mar, pensaba, acá uno se
siente real- mente libre. Me gusta el mar, alguien con quien conversar y sentir
el frío del alba en las orejas.
El
hombre de perfil atisbó al otro, que se había parado a su lado, justo cuando
parecía que había picado algo. Si me quedo quieto sin mover un dedo, quizás no
me hable, no me pregunte nada, no me recuerde nada. En todo caso puedo fingir
que soy mudo y hacerle algunas señas, levantar el dedo pulgar para indicarle
una primera imposibilidad grande de hablar, y luego con el índice apoyado en la
palma de la otra mano decirle algo incomprensible que lo desaliente.
Curioso,
no quiere hablar, mira como si estuviese odiando el mar, tan hermoso, y si le
digo lindo día será ridículo, si le pregunto si pican me odiará. Soy del norte,
le digo, de una provincia montañosa, nunca había visto el mar, me gusta la
gente también; entonces seguro él me dice caramba y lo lamento mucho, pero él
¿no ve que estoy pescando?
Si
me muevo un milímetro seguro me va a decir algo. Si fuera dueño del mar lo
echaría de aquí, parece que algo está picando, mejor muevo la caña, aunque eso
lo animará a hablar, puede preguntarme si pican, Dios mío, cuántas palabras
estoy usando. Si giro de golpe y lo empujo se lo lleva el oleaje, un golpe y
nada más, pero qué manera de pensar, qué bajo estás llegando, qué manera de
pasar las vacaciones.
El
hombre de perfil enrolló rítmicamente el hilo, se alzó la boya y en la punta
del anzuelo apareció un cangrejo chico, cuando lo tuvo en su mano lo sacó
cuidadosamente para no lastimarlo demasiado con el anzuelo, después lo tiró al
mar. Puso otra carnada y arrojó el anzuelo esperando resignado que el otro
empezase a hablar. La claridad del sol invisible todavía volvió un poco más
humano el perfil del pescador.
No
ha dicho una sola palabra desde que picó el cangrejo hasta que lo tiré. Eso
está bien. Pero ya hablará. Debe tener una voz horrible. El año pasado fue lo
mismo, un imbécil me preguntó porqué pescaba y luego tiraba los pescados. Como
si uno pudiera andar llevando pescados en la mano para que le pregunten a uno
todavía adónde los pescó. Aquél era un cretino, lo recuerdo, este otro tiene en
cambio una cara de infeliz, una cara de descendiente de esos espantosos indios
del norte.
El
hombre de pie se acercó más al pescador y se puso a mirar la boya. Buenos días
amigo, dijo después arrepintiéndose, y cuando vio que el otro no le contestaba
metió las manos en los bolsillos y siguió mirando la boya.
Tendría
que haberle contestado caramba, y decirle enseguida que se fuera. Habla
cantando y cansado. Quién sabe de dónde es, con esa cara de noticias
policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar duro, juro que le voy a
decir algo. Seguro que me va a Tendría que haberle contestado caramba, y
decirle enseguida que se fuera. Habla cantando y cansado. Quién sabe de dónde
es, con esa cara de noticias policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar
duro, juro que le voy a decir algo. Seguro que me va a decir entonces que es la
primera vez que ve el mar. ¿Sabe?, dice el muy miserable, es la primera vez que
veo el mar. Entonces le digo ahora lo tiene todo para usted solo para que no me
pregunte qué pesco y por qué tiro los pescados. O capaz que me pregunta
¿pican?, y entonces le contesto, esta vez sí le contesto, le digo que qué le
parece a él y si no tiene algo menos estúpido para decir. O mejor lo insulto
directamente o le tapo la boca con el primer pescado que saque, le froto la boca
con las escamas del pescado. Cómo me gustaría retorcerle las orejas en el
momento en que me pregunte si soy de Buenos Aires, pero seguro me va a
preguntar por qué tiro los pescados al mar. Dígame una cosa, le digo mirándolo
de frente, ¿puedo o no puedo pescar? Él me dice que sí, naturalmente (odio esa
palabra), por qué no voy a poder pescar, entonces yo le digo que eso estoy
haciendo, estúpido le digo, ¿ya no se puede salir a pescar en este país? Capaz
que entonces me dice que una prueba de que se puede pescar es que precisamente
eso estoy haciendo, pero entonces le digo para qué diablos pregunta lo que está
viendo, y él entonces sonríe, no tiene otra cosa que responder y por eso se
ríe, y entonces me larga de golpe la pregunta por qué tiro los pescados al
agua.
La
boya se hundió varias veces y el pescador, después de gozar la tensión del hilo
y sentir por él el peso vivo en sus manos, comenzó a enrollar el carrete
sintiendo que era feliz. Debajo del rojo vivo de la boya un pez del tamaño de
un gato giraba en el aire buscando su propia turgencia hecha de escamas blancas
y gotas de agua verdosa que volvían al océano, luego inició el camino
ascendente hacia las manos del pescador. Este lo sacó cuidadosamente del
anzuelo para no lastimarle la boca. Le hablaba al pez en voz baja, como para
que el hombre que estaba a su lado no pudiese oírlo. Lamento tener que
lastimarle la boca, pescadito, pero esto es necesario, ¿eh? No, eso es
imposible porque usted es un pez y yo, en cambio, soy un hombre, especialmente
del otro lado del anzuelo. ¿Puede ver la diferencia? Vamos, no tantos
coletazos, eso hará que se le agoten más pronto las reservas. ¿Sabe lo que hago
yo con pescados como usted? ¿No lo sabe? Esto. Y que no lo vuelva a ver por mi
anzuelo.
El
pez vibró unos instantes en el aire y cayó al agua. El hombre preparó otra vez
la carnada, arrojó el anzuelo y siguió mirando la boya, con la mente bastante
en blanco, satisfecho, sonriente, casi feliz.
El
otro hombre también miraba la boya. Es curioso que tire los pescados al agua.
El cangrejo, vaya y pase; pero éste era un hermoso pescado. Me gusta el mar, me
gusta ver un hombre pescando en la orilla. Nunca había visto un hombre tirando
los pescados al agua. Él debe ser muy feliz con eso. Me gustaría hablar con él,
preguntarle por ejemplo por qué lo hace, pero más bien parece sordo o está muy
nervioso. Debe ser de esas personas que les gusta estar a solas.
¿Y
ahora qué me va a preguntar? ¿No tengo derecho a sacar un pescado y tirarlo al
agua? ¿Ni siguiera eso está permitido en este país? Pasado mañana vuelvo a la
ciudad, ¿entiende? Me quedan dos días para pescar, y después tendré que volver
a resolver problemas. Porque yo tengo problemas, ¿no es así? Entonces él me
dice que lo sor-prende que yo saque pescados para tirarlos, y yo dejo la caña
en el suelo y me paro frente a él y lo sacudo para poner de una vez las cosas
en su lugar. Entendámonos de una vez, le digo. ¿Con qué derecho me pregunta por
qué los tiro al agua? Porque acá no se trata del derecho que tengo para hacerlo
sino del derecho que no tiene usted para preguntarlo. ¿Para qué quiere romperme
el juego? ¿No se da cuenta de que si le contesto algo se me rompe el juego? Me
costó años aprenderlo, con él me salvé del aburrimiento, porque lo único que
puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es aburrirse. Yo no me
aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente feliz. Entonces él me
atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces ya no habrá
porque
lo único que puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es
aburrirse. Yo no me aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente
feliz. Entonces él me atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces
ya no habrá paz, no me podré controlar, vendrá la desesperación y me pondré a
llorar, cómo sé eso, y él para colmo me tendrá lástima, me rebajará hasta su
lástima, me palmeará el hombro con sus inmundas manos diciéndome que no es para
tanto, y ya no podré volver en la mañana húmeda y sola, solo, todo el mar para
mí antes del sol y los turistas, sus pelotas, sus sombreros, sus ra- dios y sus
perros.
Se
le habían turbado los ojos en lágrimas, no veía la boya medio hundida por un
enorme pez prendido, no sentía su peso, y cuando giró el perfil para buscar la
insoportable piedad del hombre, éste había desaparecido, aunque se veía todavía
una parte de su abrigo oscuro en la otra punta del muelle.
(1989)