sábado, 22 de febrero de 2020

carlos margiotta


                                                       Los ruidos  
                                               Carlos Margiotta

A esa hora de la mañana, el subterráneo que lo llevaba al trabajo le permitía viajar sin los apretujones de siempre que terminan generalmente en alguna discusión o con el robo a los pasajeros por un punguista, "Cuiden los efectos personales", repite una voz que se derrama en cada vagón desde los altavoces. Sin embargo él, aunque podía viajar sentado siempre lo hacía de pie, custodiando la puerta que se abría junto al andén. Hacía tiempo que venían molestándole los ruidos de la gran ciudad y se sentía acosado entre las voces de la gente y el estrépito de las ambulancias, el andar habitual de los automóviles y colectivos, a los que ahora también se le agregaban las llamadas y conversaciones a través de los teléfonos celulares. Sirenas, alarmas, timbres, campanas, llamados, tonos, bocinas, plegarias, cantos, tambores, risas, ladridos. mp3, murmullos, gritos, llantos, zumbidos, golpes, tic-tac, arrullos... y el horror. En muchas ocasiones los oídos se le crispaban hasta el punto de sentir como un puñal atravesándole los tímpanos, entonces cerraba los ojos para calmar el dolor y se ponía a pensar en un viejo sueño: mudarse a un lugar más tranquilo, donde podría escuchar solamente los sonidos de la naturaleza y el silencio alumbrado de la noche estrellada. Le faltaba poco para jubilarse y era hora de cumplir con el deseo de volver al lugar donde había nacido, a ese lugar sin regreso donde ya no nadie lo esperaba. El vagón del subte era un desfiladero recorrido por vendedores ambulantes que se alternaban disciplinadamente con los que pedían una moneda para comer. Él los conocía a todos, al ciego del acordeón que martillaba el teclado del instrumento sin piedad, al vendedor de herramientas que no pueden faltar en el hogar, al tipo tres pares de medias por diez pesos, al desocupado infectado con HIV que mangueaba para comer, y al más cruel de todos, el que vendía CD con un equipo de música a todo volumen. 
En la medida que transcurría la jornada los ruidos en sus oídos iban creciendo dentro suyo hasta el regreso a su casita en las afueras donde encontraba algo de paz. Los médicos le habían dicho que orgánicamente estaba todo bien, que por la edad, que puede ser un virus o la contaminación ambiental y muchas otras explicaciones que no lo conformaban, Él íntimamente sabía que esas no eran las verdaderas causas. 
En la estación Medrano subió un hombre cubierto con un poncho norteño que le cubría el torso a pesar del calor de diciembre y un charango entre sus brazos. Era de baja estatura y de piel tan oscura como la suya. Sintió como si un hermano lo abrazara fuertemente después de muchos años y el pecho se le arrugó en un puño. El hombre se presentó "Soy de Jujuy...", y se puso a tocar un carnavalito como aquellos que había bailado en la quebrada siendo joven y se permitió seguir el ritmo de la música golpeando el suelo con el pie derecho como si fuera una caja. Los ruidos que lo acosaban en el interior de su cabeza dejaron de aturdirlo por un momento y en su lugar se le aparecieron imágenes de su madre y sus hermanos. El paisaje de la puna envolvía su recuerdo; el corral, las casas de barro, el pozo de agua, las noches frías, el viento y más tarde la María. María despidiéndolo con un beso en el camino que lo llevaría a la ciudad y de allí a la puerta del cuartel. Recordó los días en la milicia donde aprendió a leer y a escribir, el uniforme verde oliva, los rostros de sus compañeros y los disparos. Esos disparos que todavía sonaban nítidamente en sus oídos. Entonces se vio a sí mismo en el monte tucumano, escuchó el crepitar de la metralla y la explosión de los obuses mientras subía la sierra. Vio la sangre y la desesperación, vio el llanto y el dolor, y escuchó los gritos del sargento ordenándole: 
Soldado, métales un tiro de gracia a los heridos... No sea cagón soldado... Ya escuchó al capitán... Sí, en el medio de los ojos... En esta guerra no hay heridos ni prisioneros... ¿Me entendió soldado...? No me diga que tiene miedo... no sea cagón carajo... 
Los aplausos de los pasajeros lo hicieron regresar al presente. Una gota de sudor le cruzo la mejilla y se secó con la manga de la camisa. Después el músico se puso a interpretar una cumbia colombiana mientras el subte se iba vaciando en la estación Florida. Él también bajo con la muchedumbre y desde el andén miró al hombre con su charango, reconociéndolo, entonces le apuntó fijamente con la mirada en el centro de la frente. Luego se dirigió hacia la escalera mecánica donde lentamente subió hasta la avenida, el pecho se le fue agitando y uno tras otro volvieron  los ruidos.


Alicia Chilifoni



PÁJARO DE UN ALA 
Alicia Chilifoni

Se cortó la cadena. Hace mucho que está la hamaca en el jardín. No sé cuánto. Odio perder el tiempo contabilizándolo, prefiero ganarlo viviendo. Sí sé que los nenes eran chiquitos; tanto que el menor por entonces, no sabía sostenerse sólo, por eso la hamaca del medio tuvo una cadena adicional, para evitar su caída. Y es ésa precisamente la que perdura, ya que, al crecer la prole, retiramos las dos restantes.
Acostumbro balancearme en ella en las noches de verano, antes de ir a la cama, mientras escucho el silencio, miro la noche, respiro el aire húmedo, y me abanico con el vaivén. En invierno, aprovecho cualquier tímido solcito de mediodía, pelando las mandarinas desfachatadamente olorosas que elijo de postre, sentada en la  hamaca.
Pero se cortó la cadena. Y se la ve abatida, como pájaro con un ala rota. Consideré eliminarla, pero bien pronto descarté la idea. Hoy puse una escalera, trepé, retiré trabajosamente el eslabón roto, pero después no pude aflojar la tuerca para calzar la cadena en el soporte. El óxido y lo incómoda de mi posición me lo impidieron. Era imposible, hasta que se me ocurrió una idea viable: corrí al galpón en busca de un candado. Encontré uno. Estaba abierto, y sin la llave correspondiente no podía probar si funcionaba. “Mejor”, me dije. Volví a subir la escalera cuidando que no se me cerrara el candado, lo enganché en el soporte del caño transversal, y después le calcé el extremo de la cadena, presioné, y. . . .  se cerró. ¡Funcionó! O sea que lo logré, y no sólo eso sino que además es irreversible al no haber llave capaz de contradecirme.
La hamaca ya tiene las dos alas, y volvió a volar. El chirrido del metal en movimiento, cerrando los ojos, me trae estampas de aquellos tiempos en que no había silencio. ¡Y no habrá! ¡Nada de casas sin ruidos! ¡Dios me libre! Seguirán rompiendo el silencio las cadenas con su violín desafinado por siempre. Total, nadie me lo puede impedir. No hay llave para abrir el candado.
Me columpiaré más alto, más, más. . . hasta tocar el cielo.

Ariel Félix Gualtieri


                                  Ladrones 
                                          Ariel Félix Gualtieri

Me encontraba viajando en colectivo, no recuerdo hacia dónde. Estaba sentado junto a la puerta, del lado de la ventanilla. Mi compañero de asiento era un hombre más o menos grueso, de unos treinta años. Parecía muy concentrado frente a la pantalla de su teléfono celular, o de algún otro aparato por el estilo. Me habría gustado fijarme en lo que estaba haciendo con aquella máquina, pero me contenía (es que he tenido malas experiencias; la gente suele exhibir comportamientos desagradables, o más o menos agresivos, cuando uno mira de reojo las pantallas de los dispositivos electrónicos que están usando: ¡lo que pasa es que está lleno de gente!). Hay varias hipótesis sobre lo que mantenía tan ocupado al sujeto: tal vez leía su correo electrónico, o algún mensaje de texto; quizás ojeaba una página web… aunque también podría haber estado eligiendo alguna canción para ponerse a escuchar, o mirando fotos… incluso podría haber estado haciendo varias de aquellas cosas a la vez. Bueno, no importa; de cualquier manera siempre desconfié de esos artefactos.

El colectivo frenó en la parada de Plaza Once, frente a una de las entradas de la estación de tren, por la avenida Pueyrredón. Todo ocurrió en cuestión de segundos. Ya los había visto cuando estaban en la calle y se arrimaban a nuestro vehículo a medida que este se iba deteniendo. Eran tres muchachos que debían de tener más de veinte años, delgados y de huesos largos. Sus rostros estaban serios o desencajados. Cuando se abrieron las puertas del colectivo, entraron por la del medio. Uno de ellos se dirigió hacia mi compañero de asiento; los otros permanecieron a unos pasos. El hombre seguía sumergido en su aparato y no se percató de nada. Mi posición me otorgaba una vista privilegiada. El ladrón fue acercando la mano con una lentitud exasperante, hasta que finalmente aferró la parte superior del teléfono de nuestro amigo. Inmediatamente comenzó un forcejeo entre ambos que no duró mucho; y en un abrir y cerrar de ojos, los jóvenes delincuentes ya estaban volando por la avenida Pueyrredón y pronto desaparecerían, tal vez para siempre. El hombre, por su parte, se levantó y corrió unos pasos por el colectivo en dirección a la salida, como si fuese a perseguirlos, pero pronto se detuvo y volvió a su asiento. Cuando advertí que todavía conservaba el celular en la mano, experimenté una sensación de desilusión.

Al día siguiente, de camino al trabajo, entré a una santería de la calle Uriburu para comprar una estampita de San La Muerte. «Se la daré solamente si recupero lo mío», me dijo el vendedor. Saqué el teléfono celular que llevaba en mi bolsillo y se lo devolví. El hombre lo tomó con ternura y, sonriendo con los ojos, lo comenzó a acariciar, como si fuese una mascota. «Tome», me dijo dándome la estampita con su oscura oración en el reverso. Cuando estaba a punto de salir, me gritó: «¡Por lo que más quiera, sea más cuidadoso, es la séptima vez que la pierde!».

Me dirigí a la oficina, que se encontraba a unas pocas cuadras. Fui por un camino directo, a paso rápido, sin detenerme en ningún lado. Llegué al cabo de tres horas. En la puerta del edificio me abordó el guardia, que a la vez era mi exnovia, y que también se trataba de mi abuelo. Me dijo a los gritos que estaba despedido y que no podía entrar. Traté de suplicarle, pero apenas comencé a hablar, me interrumpió: «¿Otra vez?..., ¡¿otra vez?!». Y mientras decía aquello, señalaba con la mirada —una mirada triste y llorosa— el extremo de uno de mis brazos. Me di cuenta entonces de que me faltaba la mano derecha. Salí corriendo.

Mientras me alejaba del lugar comenzó a llover, lo que fue una suerte porque así no tuve que aguantarme las lágrimas.




María Fabiana Calderari



Cuentos breves 
María Fabiana Calderari  

Hidalguía Subastaban ideales en una antigua posada. -Invertid- dijo un ingenioso hidalgo. –Provechoso es quedar armado caballero.
  
El vínculo de la humanidad  
El mar hambriento abría sus fauces para devorar al sol anaranjado. Ellos lo observaban atónitos, tendidos sobre la arena. 
Un escorpión rojizo trepó la empalizada del castillo y entró en los aposentos del rey. -El enemigo acecha. ¡Preparemos las armas! -exclamó uno de los mosqueteros, desnudando la espada con liviana destreza. El otro lo detuvo asentando su pequeña mano sobre el pecho. -Abatiremos al intruso -recitó con voz de acero. Recogió la paleta aún humedecida y el baldecito con restos de arena y añadió hincado de rodillas: -Intentaremos primero con la palabra.
  
El funeral  
Hacía apenas unas horas que me sentía mejor. Decidí, por fin, no estar ausente en el funeral. Cuando llegué, el olor nauseabundo de las flores de la sala y la muchedumbre entretenida y atribulada casi me hizo regresar. Con interminables pasos llegué hasta el féretro. El muerto estaba solo, pálido, frío, desconocido. Me di cuenta que en la mano derecha tenía el anillo inconfundible de mi padre. No pude llorar mi muerte, me sentía mejor.
  
El otro Lo persiguen a él. Las sirenas de los vehículos de la policía han cesado y finalmente he logrado desorientarlos. Hace días que huimos. Ahora parece dormido. 
Quizá huir sea una manera de bifurcar el destino, de evitar confrontarlo, o ignorarlo. Me cuestiono la razón de tantos crímenes para saciar un apetito intenso y torcido; y luego me apena su fragilidad, las lágrimas, me conmueve su arrepentimiento. Será reconfortante descansar durante esta noche en un hotel. Despierto en una extraña habitación, con las manos esposadas y mi ropa manchada. Estoy sentado frente a un policía y un hombre de guardapolvo blanco mueve sus labios interrogándome. No logro escucharlo. Él me grita que les explique que no fui yo.
  
El museo

Me abofeteó sin titubear. Fue una ráfaga que penetró la mejilla humedeciendo los ojos hasta enterrarse en mi pecho. Sólo la había tocado con el índice. 
Apenas me ausenté unas horas. Había acompañado a mi mejor amigo al museo. Su padre resultó un guía asombroso. Quedamos boquiabiertos con las muestras que condensaban vidas apasionantes de héroes y villanos, de pueblos y espadas. 
Al final de un corredor angosto y lúgubre, se recreaba una famosa batalla. Nos asustamos cuando descubrimos unos soldados con uniformes raídos que estaban vivos. Acercándonos, nuestro guía nos explicó porqué no debíamos temer. 
Al llegar a casa, busqué a mi madre. La encontré sentada en la reposera junto a la piscina. -Pareces de cera- añadí, y me cayó esa ráfaga.




Hernán Sánchez


                                    Destino 
                                              Hernán Sánchez

Era el día. Él lo sabía desde que se levantó alrededor de las 3 de la madrugada y no pudo dormir más. Pensó en mezclar pastillas con alcohol, pero ya lo había intentado y luego de un lavaje de estomago, su plan había quedado inconcluso. Él sabía que era el día. No le importó pensar en su hija de 2 años, total no le podía pasar la cuota alimentaría a su ex mujer. Paseó por la cocina, miró los cuchillos, ninguno estaba afilado, igualmente  descartó la opción de cortarse las venas. Ya lo había intentado y también había fracasado. Pensaba que era tan imbecil que no podía ni matarse. Buscó el arma que tenía guardada, pero no la encontraba. Se puso como loco, revolvió la casa y nada de nada. Rompió el televisor de una patada y golpeó la puerta hasta hacer un agujero. Vació los placares y el arma no estaba en ningún lado. Entre los papeles de la cómoda miró algunas fotos de los tiempos felices, su hija, recién nacida, sonreía con ternura. Intentó no prestar atención, estaba decidido, era el momento y quería terminar con ese dolor, no se aguantaba más. Siguió buscando el arma, pero en su cabeza estaba presente la cara  de su hija. Proyectó su vida junto con ella, y se sintió un poco mejor, pero siguió empecinado en encontrar la 9 milímetros que había comprado para un día como ese.
Recordó que la tenía en el auto. La había usado para salir a robar y estaba en la guantera. Puteó. Quería quitarse la vida, la voz de su hija estaba presente constantemente en su cabeza. Pensó que era un mal padre, pero la risa de su hija merodeaba el ambiente. Cuando era chiquita había dormido algunas veces con él y miraba su cama y parecía recordar a su hija durmiendo. La vida era una mierda, pero con ella todo estaba mejor. Cuando veía a su hija, su vida, definitivamente, era mejor. Gritó, quería sacarse la cara de su nena de la cabeza. Estaba decidido. Era el día. Salió de su casa, buscó el auto, lo tenía enfrente. Cruzó, llegó y abrió la guantera, sacó el arma. Estaba cargada. Era el momento. A punto de salir del auto vio el chupete de su hija debajo del asiento y rompió en llanto. Entendió que era un cobarde si se mataba, entendió que su hija lo necesitaba y lo iba a necesitar siempre. Empezó a entender que su destino era amar a su hija, a ese bebe que tanta alegría le causaba. Entendió que la vida y la muerte siempre andan dando vueltas, pero que su hija era vida plena. Imaginó que caminaba con ella por la plaza, que iban al circo, que la llevaba a pasear, pensó en el primer día de jardín, en la escuela, hasta pensó en nietos. Por primera vez en mucho tiempo creyó que suicidarse era de cagón, que era una mierda. Creyó que su vida era más linda con su hija. Por primera vez tuvo miedo de morir, porque quería vivir para su ella.
Dejó el arma en la guantera. Agarró el chupete y se dispuso volver a su casa. Tenía que llamar a la mamá de su hija. Debía arreglar las cosas. Tenía que conseguir un trabajo, empezar a ver a su hija de nuevo. Sonrió después de mucho tiempo. Estaba cruzando la calle, su vida ya era otra. Su destino había cambiado. Estaba pensando en marcar el número de teléfono y escuchar la voz de su hija, que su ex mujer ponga al tubo a su nena y decirle unas palabras lindas. Ese era su pensamiento. Cruzaba por el medio de la calle cuando una camioneta lo embistió de lleno, su cuerpo voló por los aires y cayó sobre la vereda. El chupete siguió aferrado a su mano. Murió al instante.




Carolina Rossini


Las  comadronas  
Carolina Rossini

Al amanecer salían del conventillo donde vivían, hacia sus tareas. Sus ropas limpias pero gastadas por el uso. Las manos callosas, las caras curtidas por el sol del verano y el frío y viento del invierno. Eran inmigrantes y a pesar de sus penurias cantaban, todos mientras caminaban. Se iban separando cada uno para su lugar de trabajo. Todos peones  sin contratos firmados.
Las mujeres antes de empezar con la limpieza, se ponían a chismorrear en el patio, siempre había alguna de contar sobre ella. Hoy les tocaba a las del fondo. Ahora dormían, trabajaban de noche, salían muy pintadas, zapatos muy altos y vestidos que mostraban más que lo que cubrían, el pelo pintado con tinturas baratas que ellas mismas coloreaban.
Las mujeres parloteaban sobre ellas, mal.
La noche anterior había ingresado una muchacha joven, rubia, de ojos azules y rasgos sajones dificultades para hablar el español. Se acercó al grupo con una tímida sonrisa. Oyó el tema que no entendía muy bien porque hablaban así de esas mujeres; preguntó en su forma de decir porque chismorreaban así de ellas.
Ay….rubia, no te diste cuenta que son putas?
Recordó de pronto a su madre que con  sacrificio había trabajado también por las noches para que su hija Elisabeth pudiera estudiar y tener un trabajo digno, ella cantaba en cabaret y así viajar a  América.
Las mujeres tipes trabajan, les gritó. No tuvieron la oportunidad de uds. que tienen maridos, y vos que sos que las defendés, soy mujer como ellas.
En ese mismo momento, la agarraron entre todas, la tiraron al piso y comenzaron a darle un paliza, así como así .Le tiraban del pelo y la pateaban, ella gritaba, lloraba y se defendía como podía.
Por la zona de los conventillos, solía andar un policía; los chicos que jugaban en el patio salieron corriendo a llamarlo, menos Adriancito que era autista y estaba en su mundo.
El policía se las llevó, a las conventilleras y a la sajona Y hasta que no fueron los  maridos a buscarlas no volvieron. a la sajona fue a buscarla un agente , ella estaba encubierta en busca de droga en esos barrios.
Mientras tanto el chiquilin (Adriancito)jugaba en el patio como si nada hubiera pasado. Era ya la noche.

Daniel Moyano



Hombre junto al muelle  
Daniel Moyano

Mar bastante gris, la mañana fría apenas amaneciendo, del hombre solo en el muelle se veían apenas las manos sosteniendo la caña de pescar y apenas bocetado su perfil como borrado por aires marinos. También apenas unos metros de hilo y el resto sumergido en un aire brumoso, imposible divisar la boya en el oleaje donde la mirada ausente del hombre de perfil quizás estuviese alzada hacia un improbable más allá buscando un horizonte de peces.
Hombre, muelle y mar, todos solos, se habrían fijado así para siempre si el viento no hubiera movido de vez en cuando los extremos de su abrigo. El hombre quieto no parecía tener siquiera pensamientos por dentro, tallado en su propia carne junto al mar intallable. Reposaba en su postura como un resto que el otro oleaje de la ciudad hubiese depositado junto al mar, inutilizado ya por las oficinas y los ascensores, los relojes y los recuerdos.
La ciudad le había dejado intacta una parte apta de su pensamiento, orientado hacia un solo camino que terminaba en la boya. Si pican, podré sentir el hilo tenso y comenzar a girar el carrete. Me gustan los peces pesados, me gusta sentir un peso del otro lado del hilo antes que el sol se levante y lleguen los turistas.
Otro hombre apareció por un extremo del muelle. Lindo mar, pensaba, acá uno se siente real- mente libre. Me gusta el mar, alguien con quien conversar y sentir el frío del alba en las orejas.
El hombre de perfil atisbó al otro, que se había parado a su lado, justo cuando parecía que había picado algo. Si me quedo quieto sin mover un dedo, quizás no me hable, no me pregunte nada, no me recuerde nada. En todo caso puedo fingir que soy mudo y hacerle algunas señas, levantar el dedo pulgar para indicarle una primera imposibilidad grande de hablar, y luego con el índice apoyado en la palma de la otra mano decirle algo incomprensible que lo desaliente.
Curioso, no quiere hablar, mira como si estuviese odiando el mar, tan hermoso, y si le digo lindo día será ridículo, si le pregunto si pican me odiará. Soy del norte, le digo, de una provincia montañosa, nunca había visto el mar, me gusta la gente también; entonces seguro él me dice caramba y lo lamento mucho, pero él ¿no ve que estoy pescando?
Si me muevo un milímetro seguro me va a decir algo. Si fuera dueño del mar lo echaría de aquí, parece que algo está picando, mejor muevo la caña, aunque eso lo animará a hablar, puede preguntarme si pican, Dios mío, cuántas palabras estoy usando. Si giro de golpe y lo empujo se lo lleva el oleaje, un golpe y nada más, pero qué manera de pensar, qué bajo estás llegando, qué manera de pasar las vacaciones.
El hombre de perfil enrolló rítmicamente el hilo, se alzó la boya y en la punta del anzuelo apareció un cangrejo chico, cuando lo tuvo en su mano lo sacó cuidadosamente para no lastimarlo demasiado con el anzuelo, después lo tiró al mar. Puso otra carnada y arrojó el anzuelo esperando resignado que el otro empezase a hablar. La claridad del sol invisible todavía volvió un poco más humano el perfil del pescador.
No ha dicho una sola palabra desde que picó el cangrejo hasta que lo tiré. Eso está bien. Pero ya hablará. Debe tener una voz horrible. El año pasado fue lo mismo, un imbécil me preguntó porqué pescaba y luego tiraba los pescados. Como si uno pudiera andar llevando pescados en la mano para que le pregunten a uno todavía adónde los pescó. Aquél era un cretino, lo recuerdo, este otro tiene en cambio una cara de infeliz, una cara de descendiente de esos espantosos indios del norte.
El hombre de pie se acercó más al pescador y se puso a mirar la boya. Buenos días amigo, dijo después arrepintiéndose, y cuando vio que el otro no le contestaba metió las manos en los bolsillos y siguió mirando la boya.
Tendría que haberle contestado caramba, y decirle enseguida que se fuera. Habla cantando y cansado. Quién sabe de dónde es, con esa cara de noticias policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar duro, juro que le voy a decir algo. Seguro que me va a Tendría que haberle contestado caramba, y decirle enseguida que se fuera. Habla cantando y cansado. Quién sabe de dónde es, con esa cara de noticias policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar duro, juro que le voy a decir algo. Seguro que me va a decir entonces que es la primera vez que ve el mar. ¿Sabe?, dice el muy miserable, es la primera vez que veo el mar. Entonces le digo ahora lo tiene todo para usted solo para que no me pregunte qué pesco y por qué tiro los pescados. O capaz que me pregunta ¿pican?, y entonces le contesto, esta vez sí le contesto, le digo que qué le parece a él y si no tiene algo menos estúpido para decir. O mejor lo insulto directamente o le tapo la boca con el primer pescado que saque, le froto la boca con las escamas del pescado. Cómo me gustaría retorcerle las orejas en el momento en que me pregunte si soy de Buenos Aires, pero seguro me va a preguntar por qué tiro los pescados al mar. Dígame una cosa, le digo mirándolo de frente, ¿puedo o no puedo pescar? Él me dice que sí, naturalmente (odio esa palabra), por qué no voy a poder pescar, entonces yo le digo que eso estoy haciendo, estúpido le digo, ¿ya no se puede salir a pescar en este país? Capaz que entonces me dice que una prueba de que se puede pescar es que precisamente eso estoy haciendo, pero entonces le digo para qué diablos pregunta lo que está viendo, y él entonces sonríe, no tiene otra cosa que responder y por eso se ríe, y entonces me larga de golpe la pregunta por qué tiro los pescados al agua.
La boya se hundió varias veces y el pescador, después de gozar la tensión del hilo y sentir por él el peso vivo en sus manos, comenzó a enrollar el carrete sintiendo que era feliz. Debajo del rojo vivo de la boya un pez del tamaño de un gato giraba en el aire buscando su propia turgencia hecha de escamas blancas y gotas de agua verdosa que volvían al océano, luego inició el camino ascendente hacia las manos del pescador. Este lo sacó cuidadosamente del anzuelo para no lastimarle la boca. Le hablaba al pez en voz baja, como para que el hombre que estaba a su lado no pudiese oírlo. Lamento tener que lastimarle la boca, pescadito, pero esto es necesario, ¿eh? No, eso es imposible porque usted es un pez y yo, en cambio, soy un hombre, especialmente del otro lado del anzuelo. ¿Puede ver la diferencia? Vamos, no tantos coletazos, eso hará que se le agoten más pronto las reservas. ¿Sabe lo que hago yo con pescados como usted? ¿No lo sabe? Esto. Y que no lo vuelva a ver por mi anzuelo.
El pez vibró unos instantes en el aire y cayó al agua. El hombre preparó otra vez la carnada, arrojó el anzuelo y siguió mirando la boya, con la mente bastante en blanco, satisfecho, sonriente, casi feliz.
El otro hombre también miraba la boya. Es curioso que tire los pescados al agua. El cangrejo, vaya y pase; pero éste era un hermoso pescado. Me gusta el mar, me gusta ver un hombre pescando en la orilla. Nunca había visto un hombre tirando los pescados al agua. Él debe ser muy feliz con eso. Me gustaría hablar con él, preguntarle por ejemplo por qué lo hace, pero más bien parece sordo o está muy nervioso. Debe ser de esas personas que les gusta estar a solas.
¿Y ahora qué me va a preguntar? ¿No tengo derecho a sacar un pescado y tirarlo al agua? ¿Ni siguiera eso está permitido en este país? Pasado mañana vuelvo a la ciudad, ¿entiende? Me quedan dos días para pescar, y después tendré que volver a resolver problemas. Porque yo tengo problemas, ¿no es así? Entonces él me dice que lo sor-prende que yo saque pescados para tirarlos, y yo dejo la caña en el suelo y me paro frente a él y lo sacudo para poner de una vez las cosas en su lugar. Entendámonos de una vez, le digo. ¿Con qué derecho me pregunta por qué los tiro al agua? Porque acá no se trata del derecho que tengo para hacerlo sino del derecho que no tiene usted para preguntarlo. ¿Para qué quiere romperme el juego? ¿No se da cuenta de que si le contesto algo se me rompe el juego? Me costó años aprenderlo, con él me salvé del aburrimiento, porque lo único que puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es aburrirse. Yo no me aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente feliz. Entonces él me atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces ya no habrá
porque lo único que puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es aburrirse. Yo no me aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente feliz. Entonces él me atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces ya no habrá paz, no me podré controlar, vendrá la desesperación y me pondré a llorar, cómo sé eso, y él para colmo me tendrá lástima, me rebajará hasta su lástima, me palmeará el hombro con sus inmundas manos diciéndome que no es para tanto, y ya no podré volver en la mañana húmeda y sola, solo, todo el mar para mí antes del sol y los turistas, sus pelotas, sus sombreros, sus ra- dios y sus perros.
Se le habían turbado los ojos en lágrimas, no veía la boya medio hundida por un enorme pez prendido, no sentía su peso, y cuando giró el perfil para buscar la insoportable piedad del hombre, éste había desaparecido, aunque se veía todavía una parte de su abrigo oscuro en la otra punta del muelle.
(1989)

Rubén Amato


Breve diario de un rescate 
Rubén Amato

                                                                                                                 
  a Tomás (mi padre)...
 Jamás unas pocas palabras
van a abarcar lo que fuiste para nosotros... por mas que lo intentemos harían falta toda la memoria de todos los que te conocimos (y nos quedaríamos cortos...

Uno
Cuando a vos se te ocurre partir (hace ya cuatro años) a mamá se le ocurre  enojarse con todos los santos. Y los pone en penitencia.          
Están todas las estampitas juntas adentro de una bolsita de farmacia... todo adentro de un sector del ropero "estilo francés"  y encima de todos los santos ( que obviamente así, hacinados, no van a poder cumplir con su misión de realizar milagros), tienen encima una capillita con la Virgen de Luján (una especie de prefabricada celestial) que los oprime  con su pesada historia
Mi madre, enojadísima por tu partida, se le fue de control el asunto de tu muerte, a cada rato pide que se la lleven para no sufrir. Pero es claro que el barba no le da bolilla a pedidos que no tiene agendados.
Dos
Debajo de la Virgen María se encuentran por orden de milagria  el sagrado corazón de Cristo,  San expedito, la Virgen de la medalla milagrosa,  el padre Mario  y así y todo mi madre no se recupera del todo de sus dolores...
Mi madre se enoja conmigo. Todavía me dice Tomás y yo soy Rubén. Dice que arreglo mal las cosas que el construyó y que se van deteriorando... como ella... como la vida misma al transcurrir...  Dice que no la escuche en cada una de mis elecciones de pareja. Dice cantidad de cosas a lo largo de mis sesenta y cinco. Pero yo estoy ahí. Ahora me necesita y estoy. Pero ella no me ve. Y me hecha desde que vos partiste viejito.
El la conquistó  por su estampa arriba de su bici de carrera. La esperaba largos ratos para encontrarla "de casualidad "  por el barrio. Corrió  imaginarias maratones en alta competencia para encontrarla por ahí... por allá.  Esa fue su estrategia : pedalear y pedalear para conquistar el premio mayor: el corazón de mi madre (sólo que al irse para siempre  de este mundo la dejó  agonizando en cada recuerdo.
Y estoy seguro que ella se arrancaría  el corazón con tal de volver a tenerlo acá sentado a la mesa cebándole unos mates...
Tres
Mi madre se recuesta para no hablar. Cierra la puerta de la pieza para no escuchar mis preguntas. Pareciera que sólo espera su turno para que  sus santos intervengan y partir automáticamente detrás del viejo. Después de un rato cae en uno de sus abismos.
(Jamás imaginé en que verla sufrir ... o ver el deterioro de un ser querido se me iba a hacer tan cuesta arriba).
Por más que uno haga, como cuidador de madre, nada es suficiente.
No se puede esperar reconocimiento. No hay días. No hay horarios. Ni triunfos. Apenas batallas parciales que se vencen con reservas...
(Por eso estos brevísimos párrafos para sacar un poco la pena de mi alma. Y son breves  ya que en cualquier momento hay que largar la birome  para hacer un te o... encender la estufa  o preparar los pastilleros).
La realidad se viste inexorable de obstáculos...nos desgasta y apaga la llama más vigorosa de esperanza.
(Busco una escalera para alejar las nubes que van tapando el sol  del aliento)
Cuatro
Ella... Mi madre... la Tere quiere morirse todos los días. La vida sin Tomás para ella no tiene ni tendrá sentido...ni hoy ni mañana.
Dos o tres veces en la semana  dice: -
Yo tendría que irme ya..
Yo tendría que irme ya..
Y a mi... que soy su hijo y su cuidador se me llena el corazón de lágrimas que hace cuatro años me cuestan llorar...
Desde que mi padre partió ella no pudo recuperarse por no tenerlo a mano... para pelearlo...
Mi madre hoy se convirtió en las hilachas de lo que fue. Una mujer que no se dejaba pisotear. Hay días que converso con la actual madre. Y otros días con quien fue en algun otro tiempo ..
No hay forma de sacarla de este abismo y por momentos me arrastra hasta la orilla.
(Hasta ahora su instinto de madre me suelta a tiempo)
Sus silenciosos lamentos me ensordecen.
Porque así como una mujer decodifica el llanto de su hijo... yo hoy por cuidarla también aprendí a decodificar su sufrimiento.
Cinco
Los temas familiares desatados por las absurdas navidades y años nuevos inundaron mi entendimiento...turbias cuestiones antiguas y cotidianas que parecen no tener sentido que deterioran mis neuronas que en lugar de hacer sinapsis las pobres hacen moco lo que ni siquiera pueden elegir pensar...
Otro derrumbe anímico de mi madre... se traga el dolor con tal de no demostrar que a sus 86 años me necesita... Y esa actitud nos deja solos a ambos.
En tres años de hijo Y cuidador me he consustanciado  de su estado de ánimo y sus deseos de ir detrás de su compañero de casi 60 años que ha provocado se opaque  mi corazón y esto me impida ver un horizonte claro
y la he maltratado con gritos por mi impotencia al no saber calmar su dolor que termina siendo el mío... Y la omnipotencia de seguir insistiendo producto del orgullo y la idiotez (primos hermanos de la soberbia) que me lleva a la tristeza más devastadora aún en los días más soleados.
La amorosidad del cuidador se va diluyendo con el tiempo...
Seis
El tedio que provoca observar el deterioro de un progenitor provoca el maltrato verbal.
Otro cuadro que aparece es la perdida
de vocabulario y la movilidad y esto hace que el rol hijo desplace al cuidador con una pena en el pecho.
Además de ser el cocinero, el mandadero de los remedios, eĺ explicador ante la familia de diagnósticos recientes, muchos otros roles domésticos que cualquier cuidador asume tarde o temprano y que no pretenden estas líneas vociferar  como queja sino estar agradecido  ya que  mi madre ha repotencializado mis aptitudes...
eso sí, de manera forzada ( por las circunstancias... claro)
Pero de tanto en tanto, como de la nada, se nos va delineando un día perfecto... ese día en que parece que le encontramos la solución a casi todos los problemas... y tenemos disfrutarlo aunque no sepamos de que manera, aunque nuestra conciencia nos tilde de egoístas...
Además les digo que aquellos que piensan que un hijo que cuida a su madre se merece el Nobel de la Paz... les digo que lo olviden ya que no hay ser humano que NO espere una retribución por sus acciones...
Todos  profesamos un falso altruismo y ansiamos un reconocimiento por lo que hacemos...
Maltratamos con gestos sutiles de hartazgo, con palabras ofensivas, al irse un rato largo por no ver las 24 hs como se deteriora el familiar...
Siete
Pensándolo bien creo que la penitencia que la Tere les pone a los santos de las estampitas no va a llegar a buen termino ya que ni el sagrado corazón de Jesús... ni el padre Mario... ni la Virgen de Luján (y algunos otros que fui olvidando por haber decidido convertirme al budismo de Nam-Myhojo-Renge-Kyo hace más de quince años) se van a sentir incómodos en penitencia ya que ellos hicieron de sus vidas una entrega penitente justo para que los mortales comunes podamos ejercer la breve felicidad que nos corresponde por amar la vida en todas sus manifestaciones...
.....aun en estas circunstancias.