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Hilda Lujambio
Amorosa vigilia Hilda Lujambio
“Amorosa
vigilia”, pensó Clarita.
En la rosada penumbra de su cuarto, sólo iluminado
por una lámpara de sal, transcurrían las horas previas a su alumbramiento.
Las contracciones eran irregulares todavía. Una resplandeciente intimidad la unía a ese
ser que palpitaba en su seno. Tanto lo
había soñado, tanto lo había deseado.
Ahora su proximidad despertaba en ella
una alegría nueva, una valentía desconocida. No imaginaba nada, no proyectaba nada, sólo
se dejaba embargar por las sensaciones, las emociones… Claro favor le había
hecho ese desconocido, cuyo rostro casi no recordaba ya, sólo su perfume,
combinación de tabaco rubio y lavanda, y
la fuerza de una pasión que los unió una noche junto al mar. Se habían despedido al alba sin proyecto de
reencuentro ni pesar.
Nada fue igual desde ese fin de semana. Su vida, hasta entonces sin objetivos, sin
afectos, pareció iluminarse tenuemente.
Una grata tibieza iluminaba cada día.
No se cuestionó la causa, sencillamente se apropió del nuevo estado.
Pasados unos meses, todo cobró sentido. Un sueño escondido, negado, se volvió realidad:
iba a tener un hijo. Comprendió cuán
feliz la hacía esa posibilidad hasta entonces impensada…
Las contracciones se volvían regulares, más
frecuentes. Sin dudarlo, se vistió,
llamó al remis que había contratado, tomó el bolso que tenía preparado y salió
rumbo a la maternidad.
Un rayo de sol, de los primeros de la mañana, la
acarició. Sí, había sido una amorosa
vigilia.
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