domingo, 21 de agosto de 2016

Negro Hernández

Después...  
Negro Hernández - Julio 2002

Después de la sudestada vino el ajuste, como si el agua en su descenso nos hubiera encogido los bolsillos y el alma, dejándonos sólo un barquito de papel navegando a la deriva en búsqueda de una costa llamada esperanza.
Las mesas tristes del Tres Amigos, ensombrecidas por la mishiadura, daban pena, y la amenaza de la desaparición del café por el ajuste sobrevolaba la esquina empedrada como un cáncer alado, girando alrededor de nuestro refugio de Barracas esperando el momento del despojo.
Los muchachos habían desaparecido del lugar y al volver del trabajo se refugiaban en sus hogares. La guita no alcanza ni para tomar un cortado, dijo el Loco cuando me lo crucé por la calle. El viento y el frío de Julio los había arrojado en sus casas como a una manada en la cueva. Es el miedo, Negro, es el miedo que nos metieron en la cabeza, mientras se llevan la plata, dijo Oliverio una noche de viernes mientras pedía una taza de caldo.
El Gallego, había reemplazado el jamón por la paleta, ahora cortaba fetas de mortadela y fiambrín en la máquina roja, avergonzada de haber sido la verduga del crudo y el matambre casero. La ginebra y del fernet eran un lujo que se tomaba cuando se cobraba el sueldo.
Yo renuncié las dos medialunas de grasa de mi desayuno y a la picada de los sábados. Los ricos siempre ganan, decía el Gordo, mientras se comía la curva quemada de mi única medialuna. Sandoval recorría los clasificados buscando otro corretaje. No se vende un carajo. El Mirón, puteaba contra sus contactos políticos por el fracaso del puestito prometido. Así me pagan estos hijos de puta los votos que les conseguí. Beto hacía cálculos en una servilleta de papel proponiendo una jugada conjunta del Loto. Con esta combinación nos salvamos. Y el Bichi, con la mirada clavada en el tarrito apoltronado sobre el techo del Ami 8, que dormía junto a la vereda de enfrente, suplicaba en silencio por la llegada de un comprador. Gallego, traete otra jarra con agua.
A través de la ventana veo a los chicos pasar rumbo al  colegio bostezando la noche de tele, y a una madre tironeando el brazo del mocoso para esquivar el kiosko de José, y a un fulano campaneando la llegada del colectivo debajo de un árbol crucificado con la chapa que dice 39, y a un mendigo agitando las monedas en el jarro, mangueando en la fila de jubilados del banco Boston y maldiciendo a Dios, y al otoño agónico de hombres sin trabajo, desterrados, descartables, marchitos, rodando por las veredas y barridos por el escobillón municipal para convertirse en cenizas en un rincón, y a  ella, esa mina tan parecida a Marta, (¿te acordás de Marta?) entrando en la panadería, como todas las mañanas, disparándome el recuerdo, y a las paredes gastadas del barrio guardando las marcas onduladas de la inundación como diciendo hasta acá.
Estoy hasta acá de andar sin un mango, dijo el Gordo trayéndome al boliche. Hay que barajar y dar de nuevo, agregó el Mirón. Me cansé de remar contra la corriente, continuó Sandoval. Yo, todavía perdido en el ensueño, me levanté para ir al baño. Gallego, anotame todo en la cuenta.


Parado frente al mingitorio sombrío y húmedo, sentí la sombra de un capote esfumarse en el excusado. Por el tragaluz de la pared lindera al patio de la escuela, las notas del himno patrio festejando el día de la Independencia, atravesaron el cuartito perfumado de acaroína y frío. Mientras me lavaba las manos, escuché una voz aflautada entonar desde la cañería: ¡Oh juremos con gloria morir! Y recordé el patio del colegio de la infancia, vi como subía la bandera por el mástil de hierro y a la señorita Ester cantar la canción patria con sus hermosos  labios rojos y se me puso la piel de gallina.

Celia E. Martínez

                                                  ¿Te acordás?  
                                                      Celia E. Martínez


Estarás leyendo el libro sobre tu niñez y tal vez te pares en este relato, éste el diario que cada día hacía desde que naciste.
 Caminabas tomada de mi mano con la tuya que apenas cabía en la mía.
 Tenías que hacer un trotecito para alcanzar mi paso. Eras chiquita. Saliste conmigo de la vieja casa de mis abuelos. Cruzaste a mi lado el pueblo. Llegaste y pasamos el tembloroso puente que separado por el arroyo de las Vacas, tanto te fascinaba, por un lado el follaje  y por el otro la vieja rambla que daba a la vera de enfrente con el club de regatas.
 Seguiste alegre, hasta que llegamos a la alta arboleda y asombrada mirabas hacia arriba la los árboles que parecía sin fin  llegaban, para vos al cielo, porque preguntabas. ¿Mami llegan al cielo? porque entonces los ven los abuelos. -Sí, te contestaba-
 Y así llegábamos hasta la vieja Cantera de las Huérfanas. ¿Porqué de las huérfanas, no tienen padres?. Es una vieja historia, te decía. Contame. Tres niñas a quienes mataron a sus padres, se las sentía llorar por las noches. Qué triste mami.
 La cantera ya estaba abandonada porque no había más piedras. Allí volvías, siempre agarrada a mí.
 Volvíamos a pasar por los añosos álamos, volvíamos por el  puente, y llegabas a la casa cansada y hambrienta, mi tía Juanita te esperaba con la comida ya lista. Le contabas todo lo que habías visto.
 Ya no me llamás mami, ahora las pocas veces que me ves o hablás, soy mamá.
 Te di el diario, hace poco.
 ¿Lo estás leyendo? Supongo que sí.
 ¿Te acordás?...
 Creo que no, por lo que me decís no fui una buena madre, la memoria es selectiva y sólo recordás mi enfermedad, el abandono al que te sometí en ese tiempo. Pero yo te amo hija mía
 Y releyendo éstas páginas recuerdo los tiempos buenos, sólo esos, enterré los malos.
 Por eso te di esto que escribí para vos, hace una vida, la tuya.



Marta Becker


                                               Mi mundo  Marta Becker


El Reino de las tinieblas. Así lo llaman a mi mundo. 
 Yo, lo llamo El infierno.
Porque es un infierno oír cuando abrís la puerta y me llega tu perfume, escucho tus pasos que se acercan y me saludas, y  paso las manos por tu rostro, con suavidad, marco cada detalle que delate alguna señal, rozo con los dedos los labios abiertos en una leve sonrisa, y te abrazo, recorro tu cuerpo con lentitud, un cuerpo que conozco de memoria pero que es nuevo cada vez, y escucho tu voz, esa voz que me encanta, que suena diáfana, y espero percibir en tus palabras algo, algún cansancio, algún desencanto, y vos dejás tus cosas y te apropias del lugar, te adueñas de mi, te convertís en mis ojos, mis oídos, mis manos, y tu olor absorbe mis pensamientos, y es ese el momento de mi caída, cuando no te puedo ver.

Juana Rosa Schuster

                                             Juana Rosa Schuster

NO TE DIRÉ

Me miras con desconfianza
y tu alma se deshilacha en penas.
Frente a mí, desandas las sombras
de mi espíritu en colérica mirada.
Ya lo sabes o lo intuyes,
o alguien del villorrio te lo ha contado.
Como un péndulo sin movimiento,
estoy yo, petrificada contra el muro del cuarto.
No te diré que me dejé llevar por la marea,
una marea alta, que sumergió mi cuerpo en un mar.
Un mar, que no busqué, no esperé, no provoqué,
vino solo sin llamados ni súplicas.
No me resistí, no me negué, no pensé en ti.
Me entregué como la primavera se da al verano,
como el otoño hace brotar el invierno.
Y sigues frente a mí con tu incertidumbre,
mas yo, me libero de culpa, que Dios me perdone.
Hubo alguien quien avivó mi fuego interior,
ese gitano que es el viento del gozo y
mi tormento.

AMOR 

Golondrina tibia, tu voz,
resonando en mis oídos.
Azul celeste, tus ojos,
vaticinando un encuentro.
Ramas seguras tus brazos,
adelantando un abrazo.
Sonrisa perpetua en tu boca,
demorando ese beso, que tanto deseo.
Crisálida frágil, tu presencia,
marcando el follaje de tu pelo moreno.
Pléyade de estrellas, tu canto,
llamando a las ninfas del bosque.
Joya opalescente el tenerte,
desafiando el tiempo y sus días.
Nívea flor, tu nombre…
Recostado sobre mi alma.
 

Adela Carabelli

POEMAS  
Adela Carabelli


Preguntas de la poetisa


¿Quién agita el mar cuando nadie lo mira?

                     Y cierra con los ojos

                     Sus fronteras.

 

¿Por quien permanece el sol

en los crudos inviernos?

                     Y olvida en un instante

                     El amor naciente de la primavera.

 

¿Por qué se oyen quejas

Sobre las danzas del viento?

 

En más de mil horas

Construyo en mis manos

Un mundo de palabras y respuestas.

¿Así nacen los  poemas…?

 

Actividad


Desate el nudo

Y mis manos hambrientas de trabajo

Contrajeron la época.

Por un instante

Abandone mis pasiones y…

Nada se comparaba con el brillo

De tu inocente mirada.

Allí estabas tú resolviendo

Buscando explicaciones

Y los porque invencibles

De tus primeros pasos.

Desate el nudo

Formando un nuevo moño.

 

El propósito de la rosa


Al morir las rosas

Fecundan sus fragancias

Y sobre ellas

La melodía dulce

De su último aroma.

 

Clama la rosa en silencio logros de

Su propósito.

Martín Buceta

La pobreza 
Martín Buceta

De lejos, se escucha esa melodía inconfundible. Los guachos corren detrás de la pelota, paradójica esfera. Miguelito la tiene entre los pies, bien de cerca lo persiguen “el” Alexis y “el” Adrián, un par de golpes en las canillas y otros más en los tobillos derrumban los cimientos de Miguelito, quien cae al piso y traga un poco de polvo de potrero.
Se levanta iracundo, decidido, enojado, resignado, rebajado, maltratado, desvalorizado, y por sobre todo pobre. Con puño cerrado y firme golpea la cara del Adrián, quien acto seguido reacciona y descarga su rabia sobre la cara del antes golpeador. Paliza inolvidable se lleva Miguelito, cabizbajo camina hacia el rancho, hace dos cuadras, se mete en el tercer pasillo, la puerta de la casilla 14 lo vigila, sale a la otra calle, mira hacia la izquierda, lo mira la pobreza, sigue caminando, se mete en el callejón, mira al cielo, lo mira la pobreza, se detiene para descansar y para limpiarse la sangre que mana de su nariz. Retoma la marcha, pasa por la casa de su tío (si así se la puede llamar) mira hacia adentro, la pobreza lo vigila desde ahí, sigue su camino, parpadea, entrevé a la pobreza, cierra los ojos, sigue ahí, abre los ojos, le pesa su mirada en la nuca. Exhausto llega a la puerta del rancho, abre, la pobreza está en su cama esperándolo junto con sus hermanos ya que los tres comparten el colchón que está en el piso, su madre como de costumbre no está en su casa. Duerme casi toda la noche, sueña con la pobreza, se levanta y pisa descalzo la tierra que es el piso de su casa, por cierto pisa la pobreza. Camina hasta la otra cuadra donde está el comedor, donde siempre hay algo para llenar la panza, y donde nunca se come solo. Miguelito inconcientemente se da cuenta que conoce a la pobreza, quien por primera vez la tarde del día de ayer le presentó a su prima hermana la violencia. Con la cara adolorida y golpeada retorna por la calle (¿o debería decir camino? ya que está hecho de tierra). Vuelve a su “casa” (jamás me atrevería a escribir “hogar”). Su madre, que viene de “trabajar”, lo recibe con una enérgica bofetada, y le pide explicaciones de esos golpes en la cara. Miguel no miente. Ella le dice que cuántas veces le iba a tener que recordar que jugando a la pelota no iba a ganar nada, que tiene que salir a “hacer la calle”. Miguelito calla. No se pregunta porqué está ahí, o de dónde viene, o porqué la vida es así, sólo vive lo que le toca. Sabe que no va a poder volver al potrero por un par de días, al menos si no quiere recibir otra paliza. Miguel decide salir a “ganarse la vida”. Nueve milímetros de hierro le enfrían el vientre pero le aseguran más que una sopa fría para esta noche. Camina por los pasillos embarrados por la lluvia de la madrugada. Bien de cerca le sigue sus pasos “Ella”. Llega a la estación de trenes de Boulogne, viaja (sin boleto) hasta Pablo Nogués. El tren es frío a las 8 de la mañana en invierno, pero Miguel no tiene campera para protegerse. Camina y camina sin dirección, de repente, ¡ahí está!, ve la oportunidad, una anciana está entrando a su casa, corre detrás de ella, cuando ambos están por atravesar la puerta de entrada, Miguelito le da un culatazo y la desmaya, la mete adentro y la acuesta en la cama. Cree, o quiere creer que nadie lo vio. Apurado revuelve todos los cajones de la casa, los armarios, los escritorios, se mete en los bolsillos un par de dólares que encontró en una cajita musical de la cómoda que está al lado de la cama. La anciana logra despertarse, Miguel la abofetea con tanta fuerza como lo hizo su madre esa misma mañana con él. La mujer llora, él repite la cachetada, ella ahora solloza.
Inexplicablemente escucha golpes en la puerta de entrada, y una voz gruesa grita “policía, abra la puerta”. El miedo lo estremece hasta hacerle temblar los huesos, ¡y cómo tiemblan!.En un abrir y cerrar de ojos


Emilio Núñez Ferreiro

A las ocho en punto  
Emilio Núñez Ferreiro

Ya es la hora. Son más de treinta, todas a la espera. Escuchan que la persiana comienza a levantarse y la ansiedad les crece. Aguardan en hilera, sobre el cable que alimenta de energía eléctrica al barrio. Se mueven un poco y varias miran hacia abajo.
La mujer del kiosco acaba de salir con el tacho lleno de maíz y la conmoción que las invade las obliga a revolotear entre una acera y otra.
Adela desparrama todo el contenido sobre el césped de la plaza y en tanto cruza la calle de regreso a su negocio, la avidez de las palomas se lanza a dar cuenta del desayuno cotidiano. Otras, que desde el techo del cine parecían desinteresadas, acuden a la cita con más predisposición que las primeras.
Ese pedazo de plaza es un enjambre de plumas. La patota voraz, poco a poco, consume los puntitos rojos y el verde de la pastura regresa.
De pronto, la inocencia de un niño echa a correr por entre medio de ellas y una explosión de vida acontece, formando una nube oscura, que se diluye, en cuanto el niño se aleja.


Al rato, granos y aves desaparecen, dejando en la plaza un vacío fugaz, el que se ha de llenar mañana, a las ocho, exactamente, cuando Adela deje que entre el sol a su kiosco, al mismo tiempo que a la vuelta, los chicos ingresen a la Escuela, en el mismo instante que yo, sin que me importe la frialdad del banco de cemento, sentado en él, contemple nuevamente, la misma escena.

Carmen Passano

El Señor Peret  
Carmen Passano


Era casi al atardecer…
Venia caminando calle arriba, despacio, con su bastón colgando del brazo.
Alto,  desgarbado, feo.
La cita era casi siempre a las cinco de la tarde, y se me fue haciendo una costumbre el Señor Peret.
Era un viejo amigo de tanto tiempo, que ya ni recordaba de donde lo había conocido; sus visitas tanto como su conversación se me hacían imprescindibles.
Su cultura y su señorío me traían reminiscencias de las tertulias habituales en los cafés de Buenos Aires, nuestras charlas sobre distintos temas, era como vagar por el mundo de conocimientos, ensueños y fantasías. 
Cansada de los distintos temas que se podían tocar con los conocidos en este exilio al que el destino nos había llevado, y unidos por el solo hecho de hablar español, nos reuníamos para intercambiar distintas experiencias de inmigrantes, muchas veces graciosas, otras dramáticas.

Cuando lo conocí, no dude en adoptarlo como a un amigo muy especial, y lo invite a tomar el te.  El pobre Señor Peret de origen francés, había vivido varios años en Argentina, y quiso el destino que viniera a esta pequeña ciudad de la Florida, en Estados Unidos, con sus días brillantes, días de sol, cielos azules, su mar con aguas transparentes, sus huracanes y su intenso calor.
¿Otra tostada? -  Sin esperar respuesta, untaba un poco de mermelada casera en la crujiente rebanada de pan, que el comía con delicado placer, después de beber un sorbo de te.
-Mirando a lo lejos, vaya saber que cosas en sus recuerdos, comenzaba a hablar lentamente con su voz tranquila y modulada.
-Mala cosa es no llorar señora Malena- (Mientras tanto, pendiente de sus palabras yo bebía mi te).
-Si señora… mala cosa es no llorar, y créalo que aun siendo hombre lo hubiera hecho de buena gana.  -Pero no pude-  se quedo pensando, bebía su té.
-Lucia era mi mujer, nos queríamos mucho, como usted sabe yo soy dentista, aunque prefiero decir que lo fui.  Decidimos venir a este país, primero fuimos a Chicago, y como tenia que dar equivalencias y estudiar toda la carrera de nuevo, aprender el idioma. (entre nosotros,, nunca pude asimilarlo del todo, no se me cansa, me aburre.
Ella no se adapto, extrañaba demasiado, su país, su familia, se enfermo y quiso volver a Buenos Aires,  Yo no.
Era terco, lo sigo siendo y pensé que bien o mal debía seguir con mis planes.
-¡No lo puedo entender! -  No puedo entender a su mujer, si lo quería… le dije apesadumbrada.
-Cuantas veces yo  hubiera pegado la vuelta de buena gana, pero no se podía, no podíamos.  Nos compramos la casa, mi marido murió y los hijos se fueron.
-Y, aquí estoy sola, ahora este es mi país, aquí están mis hijos y nietos, y ya en Argentina no tengo a nadie-
La tarde se vestía de colores como una joven coqueta, antes del anochecer, mi apreciado amigo se despidió y se fue lentamente calle abajo, después de agradecerme y elogiar mi té, mi mesa tan bien puesta, con flores y mis tazas de porcelana.
El aire comenzaba a refrescar, y las estrellas ya brillaban como luces lejanas de lugares distantes que se habían perdido en el tiempo.
Mientras doblaba el mantel, no podía dejar de recordar mis experiencias en este pais, cuanto extrañaba al principio a mis padres, hermanos, amigos.  ¡Cuanta soledad!
A veces tanta lucha, tanto desarraigo, perder la identidad, sentirse discriminada, y no ser ya ni una cosa ni la otra. ¿Valió la pena?  Quien lo sabe.
En otro día, en otro atardecer, quise que mi  mesa resplandeciera, había preparado una rica torta con la que sorprendí a mi distinguido invitado.  El llego como siempre a las cinco.
Una musiquita dulzona y machacadora, venia de una cajita de música que puso en mis manos.  -Es un recuerdo de mi esposa- Cosas de mujeres, creo que a usted le va a gustar…-  Sonreí y le agradecí el presente.  Tomamos el te.
La torta estaba exquisita, fue un pequeño homenaje en honor de nuestra amistad.
Me contó de un gato que no lo había dejado dormir,  -Es la primavera Malena, florece el amor -De pronto callo, se puso triste,  -Lucia se quiso ir, yo pensaba en ir a buscarla, pero un día me llegaron los papeles del divorcio -Se quería casar...
Cosas del exilio - le dije -  Sucede muchísimo entre las parejas, que a veces une  y otras separa.
-Veo que se acabo el azúcar–
le dije mirando la azucarera vacía.
-No se moleste señora, ya me iba, se acabo mi tiempo-       
Siguió hablando mientras acomodaba su bastón, entrecerró los ojos.
La vida se compone de flores y de guerras, la mía fue así, como la de todos.
¡Lastima! Tendría que  haberse vuelto a casa usted también- le dije moviendo la cabeza-
Es que uno va guardando rencores, sin darse cuenta, y un día al final  el tiempo paso, y ya es demasiado tarde.
Como siempre, se quedo pensativo mirando a lo lejos, se veía más cansado, más viejo.
-Cuando uno se jubila en este país, lejos de todo lo de uno, la soledad atrapa, se extraña esa vida de tanta lucha, entonces hay que imitar a las golondrinas, que emigran hacia la primavera. Y vuelven a morir al lugar donde nacieron.
Nunca mas volvió el Señor Peret, trate de averiguar, temiendo que algo malo le hubiera sucedido, pero no, me dijeron que se fue de  viaje, y no había querido despedirse de nadie.
Quizás se fue a su Francia natal, a lo mejor se fue a Argentina a buscar a Lucia… 
Volvían los pájaros a sus nidos, estaba anocheciendo, y en la mesa, en mi taza de porcelana se enfriaba el te.   



María A. Escobar

   TODO EL DOMINGO
María A. Escobar

Margarita tenía, sobre la mesa de luz, un rollo de papel higiénico, un vaso de agua  y montones de pastillas, algunas recetadas y otras no. También había una novela de Graham Green, casi su autor favorito. Se la había traído su hijo como una reliquia. El prefería todo lo tecnológico que ella detestaba.  Le había regalado ese aparatito con el cual iban hasta el baño pero ella lo había dejado .en el cajón de la mesa de luz y ahí permanecía sin uso.
Tenía teléfono, a qué más.  Debajo de su almohada una pequeña radio a transistores le hacía compañía, sobre todo por las noches en las que el silencio le hacía pensar en la muerte.
 Aun no había amanecido, un reflejo gris entraba por la ventana,  Tal vez lloviera, lo que en un domingo era casi una bendición, entonces ella podría pensar que sus hijos no venían por el mal tiempo, los chicos estaban resfriados, etc. La que seguramente vendría por la tarde sería Elisa y se sentaría al borde de la cama y empezaría con su rosario de quejas sobre hijos nueras (sobre todo nueras) y también nietos mientras tejía. Siempre tejía, afirmaba que le calmaba los nervios y se empecinaba en enseñarle a ella. Como una evangelista que se empecina en convencerte de su firme creencia de que el Señor todo lo arregla.  “Elisa, solía decirle ella, lo mejor es no ser una buena madre, los hijos te abandonan sin culpa”.
“No te hagas tanto problema. Cuando yo salga de ésta tendremos que inventar algo para sortear los domingos que siempre son tan largos, porque es cuando uno siente más las ausencias. Pero qué, no lo sabía.
“Elisa, le diría, cuando empiece a caer la tarde cerrá todas las cortinas”.
“No te vayas todavía, tengo un fuerte dolor en el pecho.  Dame una aspirina. Mi buena amiga.  No te vayas.” 
           


Ivan Wielikosielek

La Lectora  
Ivan Wielikosielek

Al principio no reparé en la chica de capucha gris que hojeaba un libro de Poe. Quizás porque de espaldas me pareció una chica más; una de las tantas alumnas del secundario que al caer la tarde van a la biblioteca a hacer los deberes. O quizás porque nunca permanezco mucho tiempo entre los angostos pasillos de los estantes o si lo hago me concentro tanto, que nunca recuerdo a mis ocasionales compañeros de "pasadizo".
Como quiera que sea, la mayoría de las veces me encuentro solo. Incluso aquella tarde en que me llevaba un librito de Lovecraft, pensé que nadie me hacía compañía.
Percibí su presencia recién cuando me iba. Y fue más por el ruido de las páginas que pasaban que por la tos o por ese sordo ruido de la ropa. Entonces mi di vueltas. Era una chica de buzo gris con capucha y pelo recogido que estaba de espaldas. Lo que llamó poderosamente mi atención fue que, entre todos los libros escolares con obras de Poe, se hubiese puesto a hojear, precisamente, el más raro; aquel grueso ladrillo con los cuentos completos adquiridos el año pasado y que no estaba hecho para el colegio. Tal vez sí para fanáticos o para estudiosos.  Y yo, sin ser una cosa ni la otra, lo había sacado para leer un texto que no conocía ("La finca de Landor") y devolverlo después.
Mi segundo encuentro con la chica, en cambio, fue una verdadera revelación.
Era una tarde gris. Afuera había parado el viento pero unos refucilos venidos del oeste anunciaban la inminencia de la lluvia. Yo estaba sumido en un prólogo desconocido al "Drácula" de Bram Stoker cuando una dulce voz de mujer habló tras de mí.
-¿Y al final te gustó el librito de Lovecraft?
-Mucho. En especial el cuento "La música de Erich Zann"- contesté yo, sin darme cuenta que estaba sosteniendo un diálogo con alguien que no veía. En cuanto lo supe, me di vueltas. La chica de capucha gris estaba de espaldas a mí, pasando con sus blancas manos las hojas de aquel librito que justamente yo había devuelto dos días atrás. Tenía el pelo recogido y dejaba al desnudo una nuca frágil y cálida, apenas ensombrecida por los suaves remolinos de su pelusa color castaño.
-Hace poco te vi leyendo el libro grande Poe...dije con mis labios cercanos a su oreja y sentí que mi respiración la sobresaltó, entibiando un cuello que al principio me pareció helado.
-Quería leer un cuento que no conocía... contestó, y acto seguido se volvió hacia mí. Tendría alrededor de diecisiete años, la mirada distante y los labios muy rojos, entre los cuales mordía la punta de un lápiz. En suma, una belleza lunar que jamás había visto en la ciudad ni en la biblioteca y cuyo acento no acertaba a decir de dónde venía.
-¿Y lo encontraste al cuento que buscabas?
-Sí; era "La finca de Landor"- respondió.
-¡Yo leí ese cuento hace poco!
-Ya sé.
¿Y cómo sabés?
- Porque un día mientras lo hojeabas yo estaba atrás tuyo. Después te lo llevaste.
- Pero... ¿ acaso vos me seguís?
- No. Pero tampoco me viste atrás tuyo en la fila de los préstamos. Hasta vi tu carnet. Tenés un apellido polaco igual que el mío.
Y entonces la chica dijo mi nombre completo, sílaba por sílaba, luego de lo cual sonrió. Bajé la vista. Después, tímidamente, le pregunté por el suyo.
-Olga. Me llamo Olga Lubanski.- Y tomando el librito de Lovencraft con una mano, me extendió la otra para que la besara, como en las obras de teatro. La tomé. Estaba helada como un témpano pero al acercar mis labios, mágicamente se entibió. Algo parecido a lo que había pasado con su cuello.
-Mucho gusto-dije.
-El gusto es mío, su majestad. Y si a usted le place, esta noche podríamos encontranos aquí afuera de la biblioteca para dar un paseo por las fincas de la oscuridad- dijo, como recitando y riendo mientras mis labios se despegaban de sus nudillos.
Pero en esos momentos alguien más entró al pasillo. Se trataba de una mujer mayor que, sin prestarnos atención, se puso a revolver novelas de Stephen King. Cuando quise retomar el diálogo con la "princesa Olga", me di cuenta que había desaparecido sin dejar rastros ni haber aguardado mi respuesta.
El libro de Lovecraft seguía en su estante como si nunca lo hubiesen sacado de allí.
Pasaron dos largas semanas hasta que volví a la biblioteca. Para ser más preciso, al sector "devoluciones" con el pesado libro de Stoker. Era un mediodía repleto de estudiantes y no la encontré entre las nucas desnudas de otras chicas que se parecían horriblemente entre sí. Aunque di muchas vueltas en el pasillo de novelas norteamericanas durante  varios días, no pude decidirme por libro alguno. En el fondo, no me podía concentrar. Aunque no me lo confesara a mí mismo, esperaba que Olga apareciese de un momento a otro y me invitara de nuevo a caminar junto a ella con esa sonrisa. Pero Olga no apareció ni ese día ni el otro ni el siguiente.
 Pasó un mes hasta que decidí preguntarle a la bibliotecaria por aquella chica de capucha gris. "Vienen un montón de chicas así, ¿cómo puedo saber cuál es?" fue su respuesta, que por cierto guardaba una lógica demoledora. Entonces le di el nombre y el apellido de la chica. No sólo ansiaba encontrarla sino probarle a la bibliotecaria que no veía visiones. Pero tras chequear en la base de datos, la mujer me respondió que no había ninguna socia registrada bajo ese nombre.
 Pasaron dos meses. Tal vez un poco más. Entré a la biblioteca una tarde en que estaba casi vacía, pocos minutos antes del cierre. Aunque hacía mucho que no leía literatura (ahora me dedicaba exclusivamente a las crónicas policiales, que, por otra parte, redactaba para un periódico local) necesitaba chequear cierto pasaje de " La finca de Landor". Se me había ocurrido una introducción original para describir una estancia que había sido saqueada la noche anterior. Mientras releía el cuento de pie entre los estantes, descubrí gruesos subrayados a lápiz e ininteligibles signos en los márgenes como nunca había visto en mi vida. Entonces oí el ruido de un libro que se caía al suelo. Vi con un sobresalto que se trataba del mismo "Drácula" de Bram Stoker que había sacado la última vez. Lo alcé esperando que "alguien" apareciera de un momento a otro pero no había nadie  a mi alrededor. El libro, en cambio, tenía doblada una de sus páginas. Lo abrí. Y entonces encontré subrayada con el mismo lápiz demencial esta frase que me estremeció: "porque los muertos viajan veloces".
Supongo que fue su modo de decirme adiós. Y supongo que fue por la misma razón que no me sorprendí, cuando, días después, vi aquella noticia en el diario: un hombre había sido detenido en una localidad del sudeste acusado de "merodear la biblioteca pública de madrugada y con intenciones de hurto" (decía el cronista). El hombre aquél, un ciudadano sin antecedentes policiales y proclive a la lectura " aunque de muy escasos recursos", había sido derivado a un psiquiatra del destacamento. No dejaba de decir que "había sido citado a esas horas por una mujer". Cuando le pidieron precisiones, habló de "una chica de unos dieciocho años que iba siempre a buscar libros de terror al establecimiento; se llamaba Olga Lubanski". Pero luego de una búsqueda exhaustiva, se probó que la chica no figuraba en la base de datos de la biblioteca ni en el registro civil del pueblo y ni la provincia. Encontraron, en cambio, que los últimos libros sacados por el hombre estaban escritos con signos ininteligibles y fuertes subrayados a lápiz; hecho que fue tomado como prueba incontestable de una demencia naciente.
la policía tira la puerta abajo. Miguelito escucha los pasos que se dirigen en su dirección, que se dirigen hacia el cuarto, se estremece aún más, tiene miedo, la adrenalina corre por todo su cuerpo. Quiere pensar, no puede. Ya están cerca, Miguel no tiene otra idea más que tomar a la mujer del cuello, el oficial irrumpe en el cuarto y le ordena que deje el arma y suelte a la anciana. Miguel se hace pis en los pantalones del miedo que tiene, nunca lo habían encontrado in fraganti. Miles de ideas circulan por su cabeza, le tiemblan hasta los músculos faciales. El oficial sigue justo frente a él sólo a unos pasos de distancia, Miguel está a punto de entregarse. Parpadea, entrevé a la pobreza, cierra los ojos, sigue ahí, la ve sosteniendo aquel arma, ahora seguro y firme, en ese instante esa visión lo transforma en un hombre con experiencia. Sin miedo descarga casi todas sus balas justo en la cara del policía, quien cae deshecho al piso. Miguelito suelta a la anciana, cuando cree haber matado a la pobreza gira sobre sí mismo y ve algo que no había visto antes en el cuarto, ve un espejo enorme, lo mira fijamente, del otro lado del espejo lo vigila “Ella”, la pobreza lo mira desafiante a los ojos. Miguel entiende que sólo hay una forma de matarla, mira al espejo decididamente, se mete el hierro en la boca y descarga el último tiro.


Sonia Figueras

Es la cuestión 
Sonia Figueras

Un aire agradable me vuela los cabellos y cada tanto saco el mechón sobre los ojos que me molesta. Parada en la puerta de la salita del centro médico trato de no parecer un pez fuera del agua. Lo soy.
Adentro, en la sala de espera algunas mujeres, impasibles, me observan. Con sus chicos, todos con la idéntica mirada triste, hueco profundo negro a la búsqueda y encuentro de respuestas. Me incomodo. Sería bueno sentarme entre ellas, mostrarme una igual, una par una más. No lo soy. Soy distinta.
Sus ropas, las de ellas,  sencillas como las mías pero diferentes, algo nos distingue, hay un porqué.
Mi tez blanca, ni siquiera ruborosa o con el tono exquisito de la cama solar. Soy distinta. Mi cabello rubio teñido se refleja en el vidrio de una puerta y aunque no haya ido a la peluquería se ve el brillo y el cuidado que recibe este pelo.
Mi origen de clase media acomodada, las posibilidades para estudiar que me dieron mis padres, el casamiento con un profesional, los hijos con la ocasión de adquirir también una profesión, la casa confortable, todo es contrapuesto.
Vuelvo la mirada a la platea de ojos carentes en hilera, y similares.
 Desde un triciclo, Emerson mira con sus casi dos añitos y su tremenda sonrisa, bolivianito hermoso, cara redonda, ojos negros tan negros que lastiman. Manitas paspadas por el frío, mejillas rojitas como el tomate, coloradas y ásperas. ¡Ah! esos pinchos cortitos desparejos cortados a cuchillo, el cuerpo chiquitito los pies descalzos. Cómo quisiera abrazarte niño que hoy conozco, besarte, entibiarte. Igual te sé. Te veo en cualquier esquina cuando ese pudor ineficaz hace que no haga lo que deseo.
Intento un paso adelante y se cruza una enfermera. Ya pasa.
Me animo, toco su cabecita lacia. La madre desconfía hasta que sus labios emiten el esbozo de una mueca sonriente.
Inflada como sapo gordo hubiera querido levantarlo, acariciarlo, mimarlo.
Tengo vergüenza. Me voy. La vida está a la espera. Dejo atrás a las otras, mujeres a las que no puedo ayudar a mi antojo.
 A no ser…


Será mi decisión. Es la cuestión.

Sergio Borao Llop



Boletos  
Sergio Borao Llop

                                                                    A mi amigo Miguel, que despertó estas palabras.

No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada.
Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor…
Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo que por derecho le corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guardé el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquél fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos.


Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra (El número es lindo) como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.

Liliana Isabel González

El zapatero de mi barrio 
Liliana Isabel González

Oscar es el zapatero del barrio. Flores Sur. Es parte de él. La que es visible para los vecinos y clientes. La que decide mostrar.
Cuando él percibe la oportunidad muestra más de su territorio: su mundo interno; pero ello en contadas ocasiones. 
Su taller crece en la planta baja  de una vivienda sobre la Avda. Eva Perón, la que antes era Avda. del Trabajo.  
Un toldo verde protege la entrada.
Sobre las esquinas puede leerse Arreglo de Zapatos.
La frase impresa dibuja una curva. ¿Tendrá la intención de flexibilizar la vida de quien vuelve a calzarse el zapato arreglado?
Un calzado reparado mejora nuestro andar en la vida.
La vidriera es un ojo ampliado. Una lupa que empieza a contar la historia de su habitante. Desde allí se descubre una pared con un mural interno.
¿Será él su autor?  No me atrevo a preguntar.
Un río enorme y una barca invitan a subirse. El Paraná. Así está escrito.
Siempre me detengo en esa imagen. Dan ganas de adentrarse en sus aguas. 
La puerta, ubicada en el extremo izquierdo, da la bienvenida.  Siempre está cerrada aunque el negocio esté abierto.
Un cartel enseña el horario y los días de atención al público.
El tiempo complementario lo concentra en la tarea conciente de su “haceroficio” y sembrar su territorio interior.
La llegada de los clientes la anuncia el tintinear de unas campanas.
Una pared separa el mostrador del taller.
Se escucha su voz amable: “Un momentito…” Frase que impone un límite entre el espacio público y privado.
Extraño la imagen de una fotografía sobre la pared opuesta al Paraná.
Permaneció años allí. Era una publicidad de Suelas Febo. La imagen retrataba a un joven escalando una pared.
Navegar y escalar.
El zapatero propone su estilo para ganarse la vida sobre esta avenida con nombre de mujer trabajadora, síntesis del desafío diario.
La causalidad nos encontró en la coincidencia.
Sé que sus viajes al territorio entrerriano van más allá del descanso.
Penetra las rutas internas pobladas de escaseces.
Y como su “haceroficio” persigue un “caminar mejor” instala posibilidades. 
Fui testigo de cajas hechas de solidaridades vecinales para destinatarios ignorados. Instaladas allí, en el Ave Fénix.
Ese es el nombre del negocio. Una propuesta. Un grito alentador para que nosotros, los clientes, abramos nuestras alas en cada tropiezo. 
Esta mañana fui con una consulta. Confío en su palabra.
¿Se justificaba el cambio de tapitas y media suela para unas sandalias muy caminadas?  
Lo escuché. Decidí ofrecérselas para que las diera a quien él considerase.
Me animé a preguntar: -¿Te viene bien una bicicleta para llevar Entre Ríos?
Mi sobrina Julieta me da la suya. Hace tiempo que espera, estacionada, que algún gurí la haga pedalear.
Recibí un regalo, su confidencia. Oscar me contó que había reparado nueve bicicletas. Las llevó a Entre Ríos.
Averiguó en la escuela quiénes eran los niños que caminaban tres o cuatro kilómetros para llegar cada mañana.
Y allí las donó…
Quedamos que tan pronto pudiera le llevaría la bicicleta.
Con amabilidad sellamos el trato.
Aunque no llevaba puestas sandalias arregladas sentí la alegría de hacer lugar a la sorpresa.  
La esperanza y el trabajo solidario.


Y todo comenzó en un taller donde Oscar arregla zapatos.