La Lectora
Ivan
Wielikosielek
Al
principio no reparé en la chica de capucha gris que hojeaba un libro de Poe.
Quizás porque de espaldas me pareció una chica más; una de las tantas alumnas
del secundario que al caer la tarde van a la biblioteca a hacer los deberes. O
quizás porque nunca permanezco mucho tiempo entre los angostos pasillos de los
estantes o si lo hago me concentro tanto, que nunca recuerdo a mis ocasionales
compañeros de "pasadizo".
Como
quiera que sea, la mayoría de las veces me encuentro solo. Incluso aquella
tarde en que me llevaba un librito de Lovecraft, pensé que nadie me hacía
compañía.
Percibí
su presencia recién cuando me iba. Y fue más por el ruido de las páginas que
pasaban que por la tos o por ese sordo ruido de la ropa. Entonces mi di
vueltas. Era una chica de buzo gris con capucha y pelo recogido que estaba de
espaldas. Lo que llamó poderosamente mi atención fue que, entre todos los
libros escolares con obras de Poe, se hubiese puesto a hojear, precisamente, el
más raro; aquel grueso ladrillo con los cuentos completos adquiridos el año
pasado y que no estaba hecho para el colegio. Tal vez sí para fanáticos o para
estudiosos. Y yo, sin ser una cosa ni la
otra, lo había sacado para leer un texto que no conocía ("La finca de
Landor") y devolverlo después.
Mi
segundo encuentro con la chica, en cambio, fue una verdadera revelación.
Era
una tarde gris. Afuera había parado el viento pero unos refucilos venidos del
oeste anunciaban la inminencia de la lluvia. Yo estaba sumido en un prólogo
desconocido al "Drácula" de Bram Stoker cuando una dulce voz de mujer
habló tras de mí.
-¿Y
al final te gustó el librito de Lovecraft?
-Mucho.
En especial el cuento "La música de Erich Zann"- contesté yo, sin
darme cuenta que estaba sosteniendo un diálogo con alguien que no veía. En
cuanto lo supe, me di vueltas. La chica de capucha gris estaba de espaldas a
mí, pasando con sus blancas manos las hojas de aquel librito que justamente yo
había devuelto dos días atrás. Tenía el pelo recogido y dejaba al desnudo una
nuca frágil y cálida, apenas ensombrecida por los suaves remolinos de su pelusa
color castaño.
-Hace
poco te vi leyendo el libro grande Poe...dije con mis labios cercanos a su
oreja y sentí que mi respiración la sobresaltó, entibiando un cuello que al
principio me pareció helado.
-Quería
leer un cuento que no conocía... contestó, y acto seguido se volvió hacia mí.
Tendría alrededor de diecisiete años, la mirada distante y los labios muy
rojos, entre los cuales mordía la punta de un lápiz. En suma, una belleza lunar
que jamás había visto en la ciudad ni en la biblioteca y cuyo acento no
acertaba a decir de dónde venía.
-¿Y
lo encontraste al cuento que buscabas?
-Sí;
era "La finca de Landor"- respondió.
-¡Yo
leí ese cuento hace poco!
-Ya
sé.
¿Y
cómo sabés?
-
Porque un día mientras lo hojeabas yo estaba atrás tuyo. Después te lo
llevaste.
-
Pero... ¿ acaso vos me seguís?
-
No. Pero tampoco me viste atrás tuyo en la fila de los préstamos. Hasta vi tu
carnet. Tenés un apellido polaco igual que el mío.
Y
entonces la chica dijo mi nombre completo, sílaba por sílaba, luego de lo cual
sonrió. Bajé la vista. Después, tímidamente, le pregunté por el suyo.
-Olga.
Me llamo Olga Lubanski.- Y tomando el librito de Lovencraft con una mano, me extendió
la otra para que la besara, como en las obras de teatro. La tomé. Estaba helada
como un témpano pero al acercar mis labios, mágicamente se entibió. Algo
parecido a lo que había pasado con su cuello.
-Mucho
gusto-dije.
-El
gusto es mío, su majestad. Y si a usted le place, esta noche podríamos
encontranos aquí afuera de la biblioteca para dar un paseo por las fincas de la
oscuridad- dijo, como recitando y riendo mientras mis labios se despegaban de
sus nudillos.
Pero
en esos momentos alguien más entró al pasillo. Se trataba de una mujer mayor
que, sin prestarnos atención, se puso a revolver novelas de Stephen King.
Cuando quise retomar el diálogo con la "princesa Olga", me di cuenta
que había desaparecido sin dejar rastros ni haber aguardado mi respuesta.
El
libro de Lovecraft seguía en su estante como si nunca lo hubiesen sacado de
allí.
Pasaron
dos largas semanas hasta que volví a la biblioteca. Para ser más preciso, al sector
"devoluciones" con el pesado libro de Stoker. Era un mediodía repleto
de estudiantes y no la encontré entre las nucas desnudas de otras chicas que se
parecían horriblemente entre sí. Aunque di muchas vueltas en el pasillo de
novelas norteamericanas durante varios
días, no pude decidirme por libro alguno. En el fondo, no me podía concentrar.
Aunque no me lo confesara a mí mismo, esperaba que Olga apareciese de un
momento a otro y me invitara de nuevo a caminar junto a ella con esa sonrisa.
Pero Olga no apareció ni ese día ni el otro ni el siguiente.
Pasó un mes hasta que decidí preguntarle a la
bibliotecaria por aquella chica de capucha gris. "Vienen un montón de
chicas así, ¿cómo puedo saber cuál es?" fue su respuesta, que por cierto
guardaba una lógica demoledora. Entonces le di el nombre y el apellido de la chica.
No sólo ansiaba encontrarla sino probarle a la bibliotecaria que no veía
visiones. Pero tras chequear en la base de datos, la mujer me respondió que no
había ninguna socia registrada bajo ese nombre.
Pasaron dos meses. Tal vez un poco más. Entré
a la biblioteca una tarde en que estaba casi vacía, pocos minutos antes del
cierre. Aunque hacía mucho que no leía literatura (ahora me dedicaba
exclusivamente a las crónicas policiales, que, por otra parte, redactaba para
un periódico local) necesitaba chequear cierto pasaje de " La finca de
Landor". Se me había ocurrido una introducción original para describir una
estancia que había sido saqueada la noche anterior. Mientras releía el cuento
de pie entre los estantes, descubrí gruesos subrayados a lápiz e ininteligibles
signos en los márgenes como nunca había visto en mi vida. Entonces oí el ruido
de un libro que se caía al suelo. Vi con un sobresalto que se trataba del mismo
"Drácula" de Bram Stoker que había sacado la última vez. Lo alcé
esperando que "alguien" apareciera de un momento a otro pero no había
nadie a mi alrededor. El libro, en
cambio, tenía doblada una de sus páginas. Lo abrí. Y entonces encontré
subrayada con el mismo lápiz demencial esta frase que me estremeció:
"porque los muertos viajan veloces".
Supongo
que fue su modo de decirme adiós. Y supongo que fue por la misma razón que no
me sorprendí, cuando, días después, vi aquella noticia en el diario: un hombre
había sido detenido en una localidad del sudeste acusado de "merodear la
biblioteca pública de madrugada y con intenciones de hurto" (decía el
cronista). El hombre aquél, un ciudadano sin antecedentes policiales y proclive
a la lectura " aunque de muy escasos recursos", había sido derivado a
un psiquiatra del destacamento. No dejaba de decir que "había sido citado
a esas horas por una mujer". Cuando le pidieron precisiones, habló de
"una chica de unos dieciocho años que iba siempre a buscar libros de
terror al establecimiento; se llamaba Olga Lubanski". Pero luego de una
búsqueda exhaustiva, se probó que la chica no figuraba en la base de datos de
la biblioteca ni en el registro civil del pueblo y ni la provincia.
Encontraron, en cambio, que los últimos libros sacados por el hombre estaban
escritos con signos ininteligibles y fuertes subrayados a lápiz; hecho que fue
tomado como prueba incontestable de una demencia naciente.
la
policía tira la puerta abajo. Miguelito escucha los pasos que se dirigen en su
dirección, que se dirigen hacia el cuarto, se estremece aún más, tiene miedo,
la adrenalina corre por todo su cuerpo. Quiere pensar, no puede. Ya están
cerca, Miguel no tiene otra idea más que tomar a la mujer del cuello, el
oficial irrumpe en el cuarto y le ordena que deje el arma y suelte a la
anciana. Miguel se hace pis en los pantalones del miedo que tiene, nunca lo
habían encontrado in fraganti. Miles de ideas circulan por su cabeza, le
tiemblan hasta los músculos faciales. El oficial sigue justo frente a él sólo a
unos pasos de distancia, Miguel está a punto de entregarse. Parpadea, entrevé a
la pobreza, cierra los ojos, sigue ahí, la ve sosteniendo aquel arma, ahora
seguro y firme, en ese instante esa visión lo transforma en un hombre con
experiencia. Sin miedo descarga casi todas sus balas justo en la cara del
policía, quien cae deshecho al piso. Miguelito suelta a la anciana, cuando cree
haber matado a la pobreza gira sobre sí mismo y ve algo que no había visto
antes en el cuarto, ve un espejo enorme, lo mira fijamente, del otro lado del
espejo lo vigila “Ella”, la pobreza lo mira desafiante a los ojos. Miguel
entiende que sólo hay una forma de matarla, mira al espejo decididamente, se
mete el hierro en la boca y descarga el último tiro.