domingo, 22 de abril de 2018

Carlos Margiotta


Los duendes de La Subasta 
Carlos Margiotta

a Norberto

Finalizaba el mes de febrero y mi hija estaba en Buenos Aires con mis nietos y su marido. Ella quería festejar su cumpleaños cuarenta junto a la familia y sus amigos antes de volver a París donde vive y baila tango. Entonces pensé que el lugar ideal para celebrar el acontecimiento era La Subasta. Una clásica casa de Caballito trasformada en café que administra mi amigo Norberto, compañero de la escuela primaria y secundaria, y a la que voy hace 20 años a leer, escribir y coordinar talleres literarios. 
Es un ambiente mágico, suelo comentarle a mis invitados, allí pueden disfrutar de la melancolía del lugar rodeado de fotos viejas, un piano vertical, un combinado que todavía pasa discos, un antiguo reloj colgado frente al mostrador, una chimenea a un costado que calienta el invierno y de las paredes con ladrillo a la vista que albergan a los fantasmas de varias generaciones.
Mi amigo colecciona, además de recuerdos, relojes, llaveros y otros objetos sin uso como cortaplumas, alicates, tijeras y pequeños objetos decorativos entre otras debilidades. 
“Esta casa la compró mi viejo en el ´52 y nos vinimos a vivir con mis madre, mis dos hermanos y mi abuela.” Había contado una vez en nuestras rigurosas picadas mensuales de fiambre y queso regadas con buen vino donde nos reunimos con ex compañeros para volver a sentirnos adolescentes.
Un domingo después de las seis de la tarde paso frente a sus puertas y las encuentro cerradas. El lunes repito la misma visita y las vuelvo a encontrar de la misma forma. Pensé que se debía a las vacaciones o a la necesidad de hacer algunos arreglos en piso superior de la casa donde hacía mucho estaban los dormitorios, después hubo unas mesas de pool que Norberto mando sacar porque se encontraron en varias ocasiones a parejas haciendo el amor, y últimamente se había convertido en una sala de teatro espontáneo.
Recién el martes estaba abierto, subo los cuatro escalones que me llevan a su interior y le pregunto a Víctor que estaba acomodando las sillas. 
-¿Qué pasó? Viene el domingo y el lunes y estaba cerrado. 
-Si, cerramos por que hay poca gente en la ciudad y no vale la pena abrirlo por los gastos. Contestó.
Me quedé tomando un café un rato con un extraño presentimiento, cuando la veo entrar a Dorita, la cocinera, una paraguayita muy simpática que suele hacernos una tortilla a la española espectacular y un postre de budín de pan con pasas de uva maravilloso. 
-¿Se enteró? Me dice.
-¿De qué?
-Se vendió la casa… no quiere comprarla así no nos quedamos sin trabajo. Dijo
Yo ni siquiera atiné a contestarle. Un fuego me atravesó el pecho como un puñal. Pagué y me fui del salón con la sensación de estar presenciado la muerte de un club de barrio. Baje los cuatro escalones hasta la calle Río de Janeiro y camine hasta el puente del ferrocarril tratando de digerir la noticia. Todo lo que aprendí en la vida no me sirve un carajo. Pensé. 
La tarde empezaba a cerrarse y la luna asomaba por encima de la manzana que había sido de editorial Haynes, propietaria del diario El Mundo, donde nació Mafalda, ahora estaba ocupada por unas grandes torres sin gracia. 
Todo se derrumba, me dije. 
Estamos rodeados de objetos perdidos, somos marginados, exilados en un nuevo mundo incomprensible. Sentí que detrás mió me perseguían unos pequeños seres a la altura de mis rodillas que iban saltando y cantando como en una murga. Yo los miraba desde arriba, eran mis compañeros de colegio, ahí estaban los desaparecidos, el cura, el comisario, Jorge, Nicolás, Balón y tantos otros que se fueron al Padre antes de tiempo. La puta madre que los parió.
La noche la pase como en un velorio. Miles de recuerdos me asaltaron sin compasión. La gente de los talleres de escritura, millones de palabras, cuentos, relatos, voces, historias, presentaciones de libros, concursos, entrega de premios… en La Subasta. 
Me imaginé varias veces las imágenes recortadas en blanco y negro que como en una vieja película habrán pasado por el delicado corazón de Norberto.
A la mañana no aguanté más y lo llamé a mi amigo. “Si, Negro mis hermanos quisieron vender la propiedad y no puedo hacer nada. Me siento como el culo.”
No quise preguntarle por el valor de la propiedad, ni cuanto era su parte, pero me contestó aclarado mis interrogantes. “Vos sabes que yo vivo de mi profesión de abogado y La Subasta es mi rincón sagrado donde vuelvo a correr por el patio como un chico, subo por las por las escaleras hasta las terraza para mirar a las minas y me gusta juntarme con los amigos”.
Arreglamos la fecha de la última picada y me comuniqué con el Pelado (otro de nuestros referentes) para convocar a los compañeros de la edad feliz. La cena de despedida estaba organizada: el 21 de marzo, comienzo del otoño, y de la despedida.
“Nos conocemos hace más de 60 años”, se escuchó decir a uno de nosotros. “En plena  guerra de Correa”, dijo otro. “Te acordás cuando en quinto te elegimos el mejor compañero y los curas no quisieron reconocerlo porque tenías mala conducta” se escuchó.
Y continuamos con los recuerdos de los campeonatos de fútbol, los profesores y las mil anécdotas que vivimos juntos. Las diferencias habían desaparecido mágicamente para mantener la ilusión de que éramos todos iguales y el tiempo no había pasado.
Sobre el final uno trajo el estribillo de la canción de despedida: “Dulcísimo recuerdo de mi vida, bendice a los que vamos a partir... recibe Tú mi adiós de despedida, y acuérdate de mí”.
Sé que no alcaza con el reconocimiento a su generosidad pero la cena se vivió como un homenaje para quien se la pasó tejiendo vínculos como una abuela y  nos fue reuniendo uno por uno después de muchos años.
Los compañeros se fueron despidiendo de a poco con grandes abrazos. Mientras yo subía a los sanitarios del primer piso se me cruzó la imagen de ella, la mujer que tanto amé. “Negro vamos a La Subasta así me lees los últimos poemas de amor que escribiste”. Todo pasa y todo queda.
Me ofrecieron llevarme a casa pero decidí volver caminado. 
La luna de Caballito brillaba sobre el parque Centenario. Sabía que dejaba atrás un cacho de mi alma y también que podía convocar a los duendes de La Subasta en algún escrito. No pude imaginar que le pasaría a Norberto después de tanto amor. 
Que importa del después. 

Daniel de Culla



EL ORINAL 
Daniel de Culla

Diego Velázquez se llama mi viejo abuelo. Yo tengo que estar pendiente de él porque, al menor despiste, se me escapa. Sobre todo de noche, pues le gusta salir de casa, aprovechando que dice que va a mear, y marcha a los jardines de la Universidad de Burgos a ver películas de terror al aire libre. Pero, también, para agarrarle a algún mancebo de la polla, pues es algo mariposo y le he visto salir  con postura de galas con plumajes muchas veces.
Siempre me dice, cuando va al retrete:
-Dios me la ha deparado buena. Todavía se me eleva, hijo.
Como quiero que se quede en casa, le he comprado un orinal de cerámica, que me ha regalado un boticario amigo mío, y se lo he dejado debajo de su cama. Nada más verle se ha puesto contento, pues dice que le hace recordar  los orinales cuando estuvo hospitalizado en el hospital militar por causa de una picadura de avispa en su glande; pero yo creo que fue porque visitaba asiduamente las casas de putas de la calle Fernán González.
Él mea como un Asno, y cuando mea se le quita el cansancio. Sin embargo hoy, yo no sé si por  la pesadilla de la película que vio anoche,  dice que mea a dosis y con dolor. Se ha levantado de la cama haciendo ruidos  en la noche, espantando sus fantasmas, encendiendo un cabo de vela, que usa porque dice que la luz es muy cara, y la factura eléctrica es un dolor de muelas.
-Ya está el diablo tramando la orina; me cago en el obispo de Brenes, de Sevilla, exclamó; comenzando a orinar dentro del orinal cuando ya era de amanecida.
Cuando hubo terminado, removió con el glande la orina y, al instante, dándose cuenta de mi presencia, me preguntó que si veía, como él, a una moza con un orinal en la cabeza, y a un viejo con una albarda de años a cuestas, intentando alzarle las faldas  y penetrarla.
Acabado el trabajo,  me miró directo a los ojos, examinando lo que tenía entre manos y, al  darse cuenta que era su gata, exclamó:
-Mucho te quiero, María; pidiéndome que le ayudase a meterse en la cama, y le atase los pies por debajo.     

Jorge Groslaude


La dama de corazón 
Jorge Groslaude

La noticia en sección policial diría después escuetamente "Hallan mujer asesinada en hotel de lujo". El inspector Kesington despertó antes de amanecer.
Los neumáticos se adherían al asfalto húmedo, las pupilas amarillas del viejo Vauxhall se mataban por atravesar la niebla cuando tomamos la avenida Liverpool. Pronto estuvimos ante la imponente estructura del New Castle...
Algo andaba mal en el quinto piso.
-Estacione, Peters- ordenó el inspector. Entramos a la playa con acceso al living. Hughes, el conserje, nos aguarda llave en mano; subimos al quinto en suite  y Hughes nos abrió solícito.
-Espere afuera- tronó Kesington vaciando con saña su pipa en el marco. El conserje observó a desgano la ceniza cayendo sobre la alfombra y se retiró impertérrito. Cerré la puerta y nos dirigimos a la alcoba. Cuatro inmensas velas promeseras rodeaban el lecho.
En medio, ceñida de raso blanco yacía de cúbito dorsal una mujer joven a quien la rigidez no había conseguido desvirtuar el natural felino. Los brazos abiertos en cruz ostentaban joyas en apariencia costosas. Su cabello rojizo colgaba hacia un lado llegando al suelo. De la boca entreabierta emergía un miembro masculino a manera de lengua postiza. El cuadro, en síntesis, oscilaba entre lo tétrico y lo repulsivo. Sobre el maquillador descansaban algunas caras y sobres sin abrir, duplicándose en el espejo. Kesington tomo un sobre y lo metió en su faltriquera, observándome de reojo; pude hacerme el distraído, o al menos lo dejé en la duda.
-Lea Peters- me ordenó- comience con las abiertas- tomé la que estaba sobre las demás, decía:
Mi amada Liza Magdalena.
Te dejo lo mejor de mí, ya que ni la nueva vida podría estar lejos de tus labios. Que el señor se apiade de nosotros como lo hizo en la cruz"
RP Barnay.  
Más tarde, recibiríamos el parte policial comunicando el hallazgo del cuerpo mutilado: Un sacerdote flotando entre los deshechos del Támesis. Otra carta fuera del sobre se expresaba lacónicamente: 
"Eras demasiado hermosa para ser terrenal, demasiado cruel para ser humana, demasiado puta para ser mujer"
Tu poeta
Rompí el primer sobre que me vino a mano y saqué una esquela; rezaba así:
"Dame los besos que te sobran, cuando sientas que tus labios se secan; tu sonrisa triste cuando las penas te agobien, tu caricia compasiva cuando te acuerdes de mí, que yo estaré echado a tus pies, como el perro más fiel"
-Ese, el que no se cansa de lamerte- abrí otro sobre y leí:
"Vida de mi vida:
Es poco tiempo que me queda; quisiera pasarlo junto a ti y sé que es imposible; mi enfermedad avanza y no me importa compartirte. ¡¿Cuándo podré encontrarte en aquel mundo que nos volverá a unir?! Sufro pensando en lo eterno de esa espera; hasta que estemos juntos"
Tu esclavo que agoniza
-Basta Peters- rugió el inspector- es suficiente, me cansé de oír sandeces. Son todas del mismo tenor, esta gata los tenía ojeados a todos. Ensobre esas basuras de la prueba y salgamos de aquí. Como sucedía siempre, Kesington se tomó la tarde para reflexionar, a la noche nos dirigimos al "Misogins Club". Es un club de elite, muy cerrado.
Entré detrás del inspector, que se encaminaba decidido a una de las mesas de juego. Kesington ubicó su corpachón tras uno de los socios, el que volteó a mirarlo con curiosidad.
-Buenas noches, caballeros- saludó el inspector, esta vez más suave- cumplo con la burocrática y plebeya obligación de encarecerles la concurrencia, mañana por la mañana, a la oficina del fiscal federal  a los efectos que les serán impuestos oportunamente.
-¿No puede adelantarnos de qué se trata, Kesington? La noche es larga para estarla sobre ascuas -Sé que acostumbran jugarse el turno de pasar la noche con la dama de corazón; todo lo que puedo decirles es que no gasten más barajas en tal menester. 
-Vamos, Peters.
A nuestras espaldas oímos el cuchicheo de los cinco. Si alguno se sorprendió no pudimos saberlo, eran profesionalmente inmutables.
-Los conozco bien a todos, Peters. Me jugaría el Vauxhall que son los remitentes de las misivas que le hice recitar esta mañana, exceptuando por supuesto al "Despenechado" cura. Toda esta ficción fue de forma, Peters, debo cumplir con los trámites investigativos. De cualquier manera, ya tengo al culpable.
Como de costumbre, me sorprendía la sagacidad de Kesington; para mí era sobrenatural su captación anticipada. Me atreví a rogarle un adelanto.
-Con usted es distinto, Peters, somos de la misma clase, le diré, el asesino a la postre, resultará el conserje; que como si fuera poco, se cargó al cura rubricando la faena con esa original decoración.
-Sus métodos no van a estar jamás a mi alcance, inspector... ¿Cómo lo sospechó?
-Percibo la idiosincrasia de esos genufléxicos, hipersensibles esclavos de la prolijidad y la higiene; si no tuviese algo que esconder, no hubiera quedado impasible cuando arrojé las cenizas de la pipa. Aunque respetuosamente, me lo habría reprochado... Es algo intrínseco.

Humberto Constantini


 Gardel
     Humberto Constantini

Para mí, lo inventamos.
Seguramente fue una tarde de domingo,
Con mate,
Con recuerdos,
Con tristeza, con bailables bajitos en la radio,
Después de los partidos.

Seguramente nos dolía una foto en la pared, 
Algún no tengo ganas, 
Algún libro.

Yo creo que andaríamos así, 
Sonsos de aburrimiento, 
Solitareando viejos para qués, 
Sin mujer ó sin plata, 
Y desabridos.

Seguramente nos sentimos de golpe
Terriblemente solos,
Muy huérfanos, muy niños.
Tal vez tocamos fondo.
Tal vez alguien pensó en el amasijo.

Entonces, que se yo,
Nos pasó algo rarísimo.
Nos vino como un ángel desde adentro,
Nos pusimos, proféticos,
Nos despertamos bíblicos.
Miramos hacia las telarañas del techo,
Nos dijimos:

"Hagamos pues un Dios a semejanza
De lo que quisimos ser y no pudimos.
Démosle lo mejor,
Lo más sueño y más pájaro
De nosotros mismos.
Inventémosle un nombre, una sonrisa,
Una voz que perdure por los siglos,
Un plantarse en el mundo, lindo, fácil
Como pasándole ases al destino."
Y claro, lo deseamos

Y vino.
Y nos salió morocho, glorioso, engominado,
Eterno como un Dios ó como un disco.
Se entreabrieron los cielos de costado
Y su voz nos cantaba:
Mi Buenos Aires querido

Eran como las seis,
Esa hora en que empiezan los bailables
Y ya acabaron todos los partidos.


Liliana Rohr


La aparición 
Liliana Rohr

En el ocaso de su vida, cuando ya todo parecía vivido, Ana Ordoñez, descubrió por fin su vocación.
Una tarde de otoño, cuando el sol entibiaba tímidamente con sus rayos, la vereda donde esta ubicada su casa, ve aparecer en la avenida, entre los automóviles y colectivos la imagen de una niña: piernas largas, ojos saltones, cabello enmarañado y un rictus de amargura en los labios. Ana, se acerca lentamente, quiere saber de quien se trata, el por qué de tanta tristeza, de tanta soledad. A medida que se acerca, la imagen de la pequeña comienza a esfumarse, poco a poco va desapareciendo su figura, solamente observa casi nítidamente, el gesto de desolación y la mirada…Esos ojos que parecen enfocar un punto, un lugar específico de la acera, una mínima depresión en el suelo, quizá, un bache.
Ana se dirige directamente hacia el lugar, sin dudarlo, sin pensar en sus tobillos, en su renguera, en la dificultad que tiene desde hace unos años para desplazarse. Una vez allí espera encontrarse con la niña, pero lo que ve, supera sus expectativas… un pequeño bebé envuelto en una manta blanca, la mira y estira sus manitos como pidiéndole que lo salve… ¿De qué?, ¿De quién?...
A partir de esa tarde, Ana Ordoñez dedica los últimos años de su vida, a cuidar pequeños indefensos, que han sido abandonados por sus familias. 
Ella se encarga de darles amor.
Encontró mucha gente dispuesta a ayudarla y entendió al fin, en la desnudez de su alma, cuál es en esta vida, su verdadera misión.

Máximo Simoni


El movimiento de la gota
Máximo Simoni

El viejo marrón, cuerpo magro en gruesa tela de sobretodo, asoma la nariz detrás del echarpe. Una gota verdusca bailotea un instante colgada de la punta huesuda, tal vez esperando un pañuelo que no llega y se pierde en la brillosa humedad del asfalto. 
A su lado, el viejo azul, petiso de grasa y piernas cortas, escupe una mierda que corta la niebla de la noche.
Sombras sin luz, de un costado un murallón gris, del otro, rumor de silencio, el bosque, entuban la caminata.
Ahá, dice el viejo marrón, súbitamente enfrascado en seguir la trayectoria de la próxima gota, algo indecisa antes de caer.
Los diarios, se lo digo, no publican ni la mitad, el viejo azul toma gruño solitario del otro por respuesta conservada, y levanta un pie para subrayar la frase o evitar algo que cruza la vereda como advertencia. Le digo que no habrá ninguna posibilidad, escuche: claro que es sólo una versión. Como siempre de arriba las órdenes son contradictorias, pero esta vez la cosa se hace.
La tercera gota de la serie cae como un rayo y explota sobre la botamanga del viejo marrón. Bue, se dice y piensa, números caprichosos, pero… en algo hay que apoyarse. Con ésta no me fue mal, y mira la mancha que se desvanece abajo, moviendo la cabeza con mediana satisfacción.
Usted siempre el mismo desconfiado, póngale la firma que esta vez no me pueden fallar, dice el otro, que embolsa cabeceo dudoso por placer de moco y levanta una pierna intentando arrime de cuerpo. El pie extendido le escora grasa a babor, o para el lado de la calle, montada de vez en cuando por la luz de algún coche solitario.     Un salto y el viejo azul aterriza con los dos pies juntos, para terminar con lo dicho o no caer sentado.
El viejo marrón tose una breve carcajada que le acerca dos gotas oblongas a punta de naso. Alcanza a dirigir la primera hacia los flojos cordones el zapato izquierdo. La segunda, libre, vital, anarcogota entre numeración mocosa le diluvia una solapa del sobretodo color indefinido.
Ya me va entendiendo, afirma el viejo azul, y confunde esquive líquido con voluntad de asentir. Usted no tiene idea, yo siempre estuve en el queso, los que cortan el bacalao me cantan la justa y sacude un tacazo por si hubiera dudas.
Imprevisible catarata, lluvia sin trueno, el afloje de fosas rompe de una vez el dique precario. Avanzada de inundación, la vanguardia riega la bufanda flamante, premio del campeonato de bochas. El resto, es decir, centro  y retaguardia, cubren partes de ropa y se pierden entre el claroscuro irregular de las baldosas.
Vacío de tesoros, la mirada del viejo marrón fija un silencioso responso sobre la pérdida licual y piensa, que gordo estúpido, a media voz. Con el trabajo que da juntar y éste me hace perder la cuenta, sigue, temblor de encía contra postizo a boca cerrada.
Por fin la agarro, dice el viejo azul, seguro del triunfo y alarga el brazo para confirmar la conquista.
Cinco baldosas hacia delante, el viejo marrón salta distancia de molestias. Cualquier día me toca, dice, engullendo palabras cuando llega a destino.
No escape a las evidencias, chilla el viejo azul. La mano en el aire vacía del otro intenta un sujete improbable que contribuye al desequilibrio corporal y la vereda lo recibe blanda por restos de paseos diurnos.
A usted lo tienen medio engrupido, sale la voz del viejo marrón, casi un grito de trompeta sin llaves por hueco de caña y suspende corrida de cuerpo a distancia prudente.
De abajo, traste enchufado en pegajosa viscosidad de la vereda movediza, el otro hace nudos de aire con la boca despalabrada. Lento y prolijo recompone desarme de cuerpo con grasa agregada y busca responder a tanta tozudez.
Engrupedo, enchufe aflautado. A mi engrupado se ahoga la panza a medio levantar. Hasta de afuera me consultan para saber la precisa, gime ofensa a mitad de la vertical.
Se me fue la mano, estornuda disculpas el viejo y regala de un saque la reservas de gotas cuidadosamente acumulada. Por un amigo se hace cualquier cosa, se acerca conciliador y ofrece dos gotas finales para sellar el armisticio.
Viejo mugriento, expande rabia el otro, poseedor de a lluvia mocosa. Lo que yo digo, en este país… y después protestan, conduele, soporte de perfume intenso, un pañuelo repta en su cara y mezcla olores sobre la piel.
El viejo marrón ultima un cabeceo resignado. De lo mejor y con lo que cuesta se dice, camino a la próxima luz para quedar fuera del circulo de tensión. 
Tanto racionar la descarga y no queda ni ´pal postre, resume, al frío que le sopla estrellas oscuras hasta el celebro.
Sin apuro, tampoco es cuestión de perder un semejante cuando faltan como tres cuadras hasta el colectivo, taza una senda imaginaria ni pegada a la oscuridad del paredón, ni tan cerca de la calle, no vaya un loco de esos que vienen jugando carreras a revolearlo a uno, reflexiona. Una desgracia la del viejo Benzi, se confió al cruzar y el camión le pasó por encima. El recuerdo le tira una gota solitaria sobre el pecho hundido. Éstas si que valen cuando el alma o lo que tenga uno moviéndole la sangre le agitan la circulación, piensa conmovido y observa el homenaje que brilla por un instante sobre el botón del sobretodo.
El viejo azul, de nuevo en erección de cuerpo y palabra, aprovecha el parate filosofal y aproxima sólido. Está todo bajo control, si hasta los que le jedi esta vuelta ni mus, sopla, aliento de varias comidas sobre la distracción del otro.
 La puta madre, ni que fuera a anunciar el juicio, gargagea medio asustado el viejo marrón y sujeta un probable escape con cierre de fosas. En esta vida hay que aprenderla rápido, si no estamos fritos, sonríe, satisfecho por el dominio. A mitad de recorrido, en el justo lugar donde el cosquilleo es absolutamente redondo, acaba de formarse un tapón bisiesto. Esta no me la puedo perder, anticipa goce y tira la proa al frente, ahora se trata de andar parejo, lo demás viene solo, total con la parla me arreglo, lo que rompe la armonía son manotazos, así que distancia y paso firme, proyecta.
Escuche, no tengo porqué hacerlo, pero, tantos años, suelta voz el otro, precavido de cuerpo. Cuando se largue la cosa lo mejor es quedar adentro. Vea, se lo digo en confianza, a los que no… usted me entiende, MALARIA, si señor, MALARIA.
Atacando de mudez repentina por exceso de argumentos, el viejo azul acelera paso por el lado del cordón para evitar escape imprevisto.
Cosa rara que las dos bajen parejitas y de consistencia justa, casi un milagro, goza el de marrón, la nariz inflada. Merecen un destino de lujo, buscando posición de cabeza hacia atrás para impedir caída sorpresiva.
Mocomellizas gemelas, de nacimiento separado por tabique, acaban de mezclarse sobre el labio superior. Bailecito de cosquillas entre bigote mal afeitado, inician un bajar despacioso, juguetón, hacia el lugar dispuesto: la boca entreabierta.
Apenas comenzado el fagocite un remolino corto levanta la cola del cometa sobre el embudo desdentado y lo deposita entre los pliegues del mentón. Un carajo tení an que ser, éste si no habla hace viento, suspira ante lo irreparable. Ninguna dicha es completa y no hay mal que dure cien años, dice, a la luz del penúltimo farol antes de la parada.
Mire, le reservé un lugarcito, nada prominente pero le va a gustar. Total hoy hay que conformarse con lo que venga. Apurado por el final de caminata, azul busca un convence definitivo y consuma maniobra de rodeo.   Ahora me entiende, grita sofocado desde el liso asfalto de la avenida, seguro del triunfo por inmóvil resignación del otro. De entrada supe que podía contar con usted, tartamudea en ahogue de aire y lengua. Con gente como nosotros la cosa no puede fallar, dice, a medio recupere de palabra.
Ausente de agitaciones externas, marrón busca un última ligue antes de la llegada vehicular. No No es lo mismo con el movimiento y las frenadas, uno pierde del dominio, se habla, pendiente de viscosidades.
Un lejano aviso le llega desde la protumucosa donde se enredan las ideas con el ajo. Un poco de estímulo ayudaría, nunca me gustaron los artificios pero a veces no hay más remedio, piensa, buscando algo entre las pelusas de todos los bolsillos. La herramienta justa, sonríe, cuando encuentra el escarbadiente y levanta la cabeza para iniciar operación extractiva.
Ruido de choque metalplástico contra cuerpo alguna vez bautizado o no, detiene el movimiento de nueva gota a mitad de camino. Al frente el viejo azul va tomando altura hacia la oscuridad del bosque.
Pucha digo, se asombra el viejo marrón, volar es lo único que le faltaba a éste. 


Mirón de Palermo


Miércoles de ceniza  
Mirón de Palermo

De los árboles colgaban las luces de colores y los mascarones. A la luz del día ver esa ornamentación decía que estábamos en la semana de carnaval. Durante esas horas el movimiento de la calle y de los comercios pretendía mantener su ritmo habitual, pero se percibia un clima diferente. Se olía un perfume que brotaba del pavimento, y se veía en los rostros una sonrisa  cómplice, distraída, cercana al desenfado. Con las primeras sombras los empleados de los comercios se retiraban apresurados de sus lugares de trabajo, las cortinas metálicas caían con  rapidez y la cena era ligera.
La expectativa del corso imprimía tiempos veloces. Pasadas las diez de la noche, el centro de la ciudad adquiría el clima que todos esperaban. La gente que caminaba por el trazado oficial lentamente chocándose entre sí. Las mesas de las confiterías y del club dispuestas junto al cordón de la vereda mostraban un enjambre de copas y de papel picado. 
En el escenario principal, que era la calle, los grupos se mezclaban con los disfrazados, transformando el espacio de cemento frío y aburrido, en el mágico escenario donde aparecían vestidos antiguos, caretas tragicómicas y gritos de máscaras sueltas. 
No faltaban las carrozas con   quinceañeras lindas que saludaban, vestidas con las ropas que el pudor permitía, compitiendo para reina del carnaval y alguna alegoría de personajes mitológicos o de actualidad que despertaban comentarios diversos.
Estaba presente la comparsa,  circulando junto al cordón de la vereda asustando a los chicos más pequeños con sus trajes de cretona, y un cencerro que colgaba de un ancho cinturón. Desde la interminable fila de autos que circulaban a paso de hombre, con las ventanillas bajas, escapaba el chorro de agua de un pomo de goma dirigido hacia alguna persona parada en el desfile, y estaba la última novedad ofrecida para el acontecimiento, mostrándose sobre una mesa improvisada con tablones sobre barriles, mezclaba con serpentinas, bolsitas de papel picado y lanza perfumes.
La bomba de estruendo a las doce de la noche era el final del espectáculo, a partir de ese momento el juego con agua era permitido y sólo quedaban en el espacio superpoblado los grupos más decididos a demostrar con bombitas de agua y baldes y recipientes de todo tipo, la supremacía del juego, casi batalla. Mariscales de pilotos viejos plantados arriba de las chatas, héroes por un rato.
Un rato antes de la medianoche partían los grupos familiares hacia sus casas y los más jóvenes para los clubes que abrían sus puertas para el baile que se prolongaría hasta  la madrugada.  La música de las orquestas comenzaba a expandirse, abriéndose la etapa de la noche de carnaval.
Algunos muchachos aprovechaban para escapar de la rutina del año, dejando a la novia en el club social, para huir hacia el barrio donde estaba aquella otra chica de la cual no se acordaba el nombre, pero que despertaba comentarios cuando en las tardecitas caminaba por las calles del centro.
María Rosa bebió esa noche con sus dieciocho años la magia que el carnaval le regalaba. Había bailado con todos los chicos que la invitaban en la pista  al compás de la música que resonaba entre las paredes del viejo teatro Roma, acondicionado especialmente para esas noches.
María Rosa, acompañada por una amiga, había dejado el lugar alrededor de las tres de la mañana y ambas habían emprendido la caminata hacia las casas. Ella, dejó a Leonor y siguió sola. Caminó una cuadra y en la penumbra de la noche de golpe se le cruzó, saliendo de una obra en construcción, el único varón con el que se había negado a bailar. Lo había visto tomar demasiado y sus antecedentes no eran buenos.
Sus labios se apretaron y quiso gritar, pero no tuvo tiempo. El relámpago claro de un disparo iluminó por un instante las sombras de la noche y un estruendo quebró el silencio de la hora. Un vecino, que se levantaba temprano, la encontró con los ojos abiertos sobre la vereda, ya muerta.
La noche de corso era distinta. La gente caminaba lentamente, las máscaras estaban  apagadas, y el juego con el agua, después de las doce tuvo pocos participantes y fue más breve. Los bailes tuvieron su música pero sonaba sin ritmo y las parejas bailaban mostrando rostros con miradas ausentes. 
El miércoles de ceniza despertaba trágico. No quedaban disfrazados demorando sus pasos, queriendo respirar el último aliento del carnaval. Era necesario que un viento fuerte llevara lejos los restos de papel picado, serpentinas y algún disfraz desprendido del alfiler que lo abrochaba. La fiesta de ruidos y colores, de zorros aventureros y diablos con picardía, se había quebrado en el mismo momento que la sonrisa del carnaval de María Rosa, se desgarró tremenda, y la muerte, no era ya un disfrazado de negro.


Marta Becker


LOS INNOMBRABLES
 Marta Becker

La amplia mesa del comedor está rodeada por las tres parejas.
Los seis jóvenes se conocen desde la escuela secundaria, eligieron cada uno una carrera universitaria diferente pero la amistad siguió, y de tanta cofradía surgieron los tres matrimonios que hoy están reunidos, embarcados en una seria tarea.
Sucede que las mujeres quedaron embarazadas casi al mismo tiempo y, prontas a dar a luz, el tema que los ocupa a todos es establecer los nombres de los futuros bebés.
Cada uno aporta ideas; que el nombre de mi padre, que el de tu madre, del tío lejano, el abuelo materno, la madrina paterna… El intercambio va subiendo de tono ante la discusión de cada pareja entre sí, porque cada uno quiere hacer pesar su tradición familiar, al mismo tiempo que ríen entre los seis cuando surge algún nombre raro o fuera de uso.
Uno de los muchachos aporta un libro de nombres con una amplia lista pero las mujeres se niegan a tomarlo como ejemplo, ya que muchos de ellos no tienen nada que ver con las familias, aunque suenen muy lindos.
Finalmente, llegan a un acuerdo. Sacan los trece dados de un juego de palabras. Cada dado tiene en las caras una letra. Convienen en ir tirando por turno hasta formar tres palabras de ocho letras cada una, que corresponderán a cada pareja. 
Al terminar se miran con asombro, ya que el resultado, lamentablemente, será karmático para los futuros niños.
Surgen tres nombres sin coherencia ni antecedentes familiares, dando así origen a un nuevo orden gramatical y fonético. 
Serán “los innombrables”.

Lulú Colombo*



La Celebración  
Lulú Colombo*

La primera vez que vi aquellas luces mal podía saber que aquello era una celebración. Estaba yo sensibilizado porque ese día era mi cumpleaños, y bajo el signo de Marte, además de mi onomástico - que nada tiene de extraordinario - habían ocurrido hechos sangrientos. Detesto la violencia. Por eso, siempre que se acercaba el mes de marzo, precisamente en ese mes, la tristeza asomaba nueva, con ese eterno renacer que tienen las heridas abiertas. Así había transcurrido aquel 27 de marzo de 1996. Todo comenzó ese día. Pero es mejor que me explique. Estaba yo en mi flamante departamento frente al río Paraná. Dos días antes había recibido las llaves y descansaba sentado mirando los bultos que atestaban la sala. Sentí cierto orgullo por poseer ese pedazo de cielo frente al río. Atardecía cuando encontré el catalejo e inmediatamente me puse a mirar la isla. Aquel verde que nos llama hacia la naturaleza. Ese paisaje ante el cual lo urbano claudica, y unos deseos de estar allá entre aromos y garzas atravesó mi ser. Paseé la mirada y mis ojos encontraron un resplandor en la isla. Era en el Chaná, según calculé. Observé con más atención y vi con claridad un grupo de personas alrededor de un fuego. No supe bien si aquello era lo que estaba viendo, pero en aquel momento el resplandor rojo-azulino con tintes violáceos así lo parecía. Continué observando y a medida que el sol se ponía, la escena se tornaba más nítida. Esa noche, recuerdo, venían amigos a festejar mi cumpleaños y mi nuevo hogar. Fue por eso que abandoné el catalejo para acomodar unas sillas e improvisar una mesa para mis invitados. No necesito decir que esa noche vi sin catalejo un fulgor en la isla tan real para mí como la reunión con mis amigos. Y fue una noche dichosa.
Pasó un año y los avatares de la vida me hicieron olvidar este hecho trivial para cualquiera. Era 27 de marzo, nuevamente. Recordé mi primer cumpleaños allí, y el catalejo apareció en mis manos y yo, otra vez estaba mirando hacia la isla. No es que no lo hubiera hecho otras tantas veces, ocurre que no había vuelto a ver el resplandor y las figuras que creí ver el año anterior. Y otra vez estaba yo disfrutando de la oceánica vista del río y en el recorrido de mis ojos creí ver resplandores a los que me fui acostumbrando y allí aparecieron las figuras que ya había visto y ello me llevó a pensasen una fiesta pagana pero mi ser rechazó al instante la idea por irracional. Seguí observando y percibí que cada figura parecía ser ella misma el fuego y ante mi asombro, lo atravesaban sin que éste les hiciera nada. Ese año yo estaba deprimido de un modo particular pues cumplía cuarenta años y no había logrado nada de lo que me propuse a los veinte. Sin embargo, no me quejaba. Yo lo había heredado todo, inclusive el aburrimiento. Y fue ése el motivo que me levó a vigilar la isla a partir de aquel día. Pude fijar el lugar del resplandor porque apoyé el catalejo en el balcón, al lado mismo de la columna y fui levantándolo con suavidad hasta llegar a un ángulo de treinta y ocho grados con respecto a la baranda y allí estaba ese fuego y sus personajes ígneos que tomaban corporeidad rojo-azulina cada vez más precisa a medida que se ponía el sol. Así que todos los días volvía al departamento a observar, pero el fenómeno no se repitió. Pasados  cinco años, tuve casi la certeza de que el fenómeno se repetía sólo el día de mi cumpleaños y supe que tenía que tomar una decisión. En mi vida fui siempre más bien pacato, de decisiones demoradas. Si bien es cierto que hasta ese día no había tomado nunca una decisión que me trajera algo insospechable como resultado. Un mundo nuevo sería tal vez una cura para mi aburrimiento. No abundaré en detalles sobre la preparación para la partida a la isla. Debía esperar un año y confiar en alguien. No sé qué buscaba, pero mi vida comenzó entonces a tener un sentido. Leí, en ese tiempo, todo lo que caía en mis manos sobre las Islas del Paraná. Evoqué a Domínguez y sus paisajes isleños y así pasó otro año. Convoqué a un amigo poeta ante la seguridad de  que no me juzgaría. En fin, pedí una licencia en los Tribunales, donde tenía un cómodo empleo. Y llegó finalmente el día: 24 de marzo. Zarpamos de la Estación Fluvial y Rosario se mostraba blanca y afable a la mirada. Llegamos a la isla al mediodía e inmediatamente partimos a la búsqueda del lugar donde yo había calculado que se produciría el fenómeno. Mi amigo el poeta sólo esperaba la noche de mi cumpleaños, no sé bien si por su afecto hacia mí o por la curiosidad de ver algo de lo que yo le había contado. Y llegó finalmente la noche del 27 de marzo y nos apostamos a la tardecita para ver qué ocurría. Cuando el sol llegó a cierta altura, en su descenso apareció una luminosidad extraña sobre el monte y comenzó a adensarse en el lugar de mis cálculos. Vi unas sombras rojo-azuladas como llamas que danzaban y sentí un extraño canto. Toqué a mi amigo con el codo pero él no reaccionó. Unas palabras me eran susurradas al oído, se trataba de una celebración y emergiendo de ese fuego azulado una figura me hablaba, era el karaí o pajé. Supe que era la fiesta de los canoeros y se sacrificaba un prisionero. El prisionero llevaba la cabeza adornada y una especie de maza o bastón en la mano. Vi una pelea e interminables escenas de violencia. El fuego me hacía arder los pómulos pero yo no podía dejar de mirar ni retirarme. Finalmente al amanecer los fuegos cesaron y las figuras fueron desdibujándose hasta quedar mi amigo y yo solos en el monte. Le pregunté qué había visto y me miró como si yo estuviera enfermo. Te pasaste la noche temblando y balbuceando, me dijo, y no te pude convencer de entrar en la carpa ¿acaso no me escuchabas? Le conté lo que había visto y me miró entre burlón y comprensivo. Pues yo sólo vi luciérnagas. No te sabía tan imaginativo, comentó sin más. Y el asunto quedó cerrado. Lo cierto es que me convertí en un sujeto obsesionado por la visión de aquella fiesta de fantasmas. ¿Serían guaraníes, chanás, charrúas? ¿Por qué yo los veía y mi amigo no? Todo esto me turbó durante bastante tiempo. La celebración de los canoeros sigue apareciendo hasta ahora al comienzo del otoño y coincide con la fecha de mi cumpleaños pero los antropólogos no me han dado hasta ahora una respuesta sobre tal fenómeno.

Lulú Colombo. Escritora. Primer Premio Nacional de Creatividad en Prosa de la Secretaría de Cultura da la Nación por "Encrucijada y otros cuentos". 2004. Autora de "Protextos". Poesía Social. 2004; "La coreografía de los Mares" .2002. "Haycus". 2003. "Gente de tierra, de agua y de aires". 2006..Premio "Cuentistas Rosarinos". 1998-1999-2000. UNR Editora. Universidad Nacional de Rosario. Premio UNL Conmemoración Aniversario de la Facultad de Química. 1999.



TERESA GODOY

Teresa Godoy x 2

¡AL FIN!  MI PARADA

Encontré un asiento, estoy cansada. 
 Ventanilla alta, veo la mitad de las cosas. Pizzería “Don Hugo”, luz verde, me asomo, autos que pasan. Un hombre corre en short. Dos conversan en la plaza. Una arboleda, rejas verdes, luces rojas que titilan. Una niña con uniforme, la madre habla muy fuerte. Los árboles pasan, hay viento, las ramas se mueven. Luz roja, ¿se detiene el micro o los árboles paran?
Semáforo rojo. Para el micro, los autos, las motos también.
Sigo estirándome, ventanillas altas, veo la senda peatonal. Muñequito blanco,  gente que cruza, corren, caminan. 
Un timbre, la parada, las puertas se abren, bajan, suben, pocos asientos libres, casi todos con el celular,  una señora, birome en mano, un crucigrama. 
Bolsos, mochilas, carteras, anteojos.
Luz verde, afuera, altos edificios, uno, dos, tres, …ocho pisos, ascensor, terraza con un gran cartel publicitario.
El micro va muy rápido, ¡no hay cinturones de seguridad!
Ahora, casa bajas, techos de fábricas, otro barrio.
Calle empedrada, saltamos todos, miro adentro y también afuera. Carteles de un político y de nafta súper allá arriba.
Un túnel, el tren arriba, da suerte.
Ya veo el Parque: Los Andes. Pero no lo subo, yo me bajo.
                                                                   
NOCHE, LLUVIA, NOVELA

Es noche, en la confitería las dos, parlanchinas, calladas, lágrimas  como cristales, lluvia verde afuera,  risas, asombros. Mesas cuadradas, manteles redondos, sillas de respaldos altos. Plantas trepadoras, el viento del ventilador, calurosa noche, chicas mozas. Un café sin crema, agua, comprimidos para tomar. 
Ella soñó raro, nuera joven, rostro, niña.
 Me asusté, un grillo, mi brazo tiembla, pedí un sándwich grande,  plato pequeño,  compartimos, mucho apetito. El ruido del tren, la bocina, la campanilla y barrera baja. 
Muchos árboles eucaliptus, sauces llorones, lluvia verde.
Es tarde, apagamos el cigarrillo, la cuenta, la cartera, buen cuero, billetera, vaca, barata, tarjetas, colores, billetes, cayó el sistema, billetes, alegría, propina. Se va el tren. 
Sólo efectivo, la romana, abuelos, inmigrantes, Roma, Sicilia, guerra, paz. 
Apagan algunas luces, penumbras, Sandro, Sergio Denis, dame luz. Abrigos, sillas, respaldos altos.
Buen momento, despedida, espera, otro tren, campanilla, ella corre, suspira, pañuelo, resfrío. Yo, tranquila, parada, colectivo, tarda, sopla mucho viento, llueve, paraguas, olvido, refresca la noche y mi cuerpo.
Es tarde, pierdo uno, la novela ya empezó. Taxi, caro, aumentó. Quiero llegar. Hombros, no importa, no importa. Llego empapada, peluquería,  ya fue, la novela terminó.