lunes, 27 de febrero de 2017

Iris Díaz

Vencido  Iris Díaz

El tránsito es caótico; la mañana, plomo gris, sofocante. 
El hombre, apoyado en el poste del colectivo, mira a lo lejos. En el rostro tiene cicatrices profundas. Lleva grandes anteojos oscuros, que apenas cubren su ojo izquierdo, gigante, sin vida.
Una frenada. Las ruedas chillan contra el asfalto; el hombre baja la mirada.
Como trotamundos, los recuerdos desfilan en su cabeza.
Otra mañana, otra frenada, una camioneta golpeando su cuerpo. La tierra lo recoge blanda y tibia. Qué bien huele la tierra seca del oeste.
El viento, redondo y musical, aísla su dolor. 
El viento, le da aire a su cuerpo herido y derrotado. 
Qué bien huele la tierra blanda del oeste. 
No sabe cuánto tiempo estuvo tirado. Avistó la muerte cerca. 
Ruido de tierra y hojas secas. Alguien se acerca, lo observa.
-Terrible accidente, llamá la ambulancia - escucha
Los pasos se aceleran, las voces aumentan. Una sirena abre paso a la ambulancia.
La tierra blanda queda lejos, los ruidos son metálicos, la voces bajas. El olor a medicamentos le llena los pulmones. Intenta mirar. Sus ojos no se abren. Un pinchazo en un brazo; siente la camilla blanda. Se duerme o se muere, no sabe.
La muerte en vigilia, paciente.
El hombre siente el sudor en su cara deforme. Con esfuerzo abre el ojo derecho. Está en una camilla, en un hueco blanco y frío.
Intenta levantar un brazo y no lo logra. El dolor le da certeza de vida.
Siente que alguien toca sus pies. Los mueve. Escucha:
- ¿Che, este es el accidente de moto que entró a las diez?
- ¡Che, se mueve! Casi nos mandamos una cagada, menos mal que no lo mandamos al freezer…
- ¡Sacalo, sacalo, llevalo a sala, dale!
El hombre se desespera, se queja, no puede gritar, apenas ve por su ojo derecho pegado con sangre. Mueve las manos, trata de quitarse el trapo blanco que lo cubre.
- No; acá no se queda, mandalo al hospital del sur. Mirá si vamos a aceptar que estuvo 10 horas fuera de la morgue porque no tuvimos tiempo para entrarlo. Mirá si vamos a escribir que lo vimos muerto, que en la tomografía lo vimos muerto.
En el hospital del sur, el hombre fue curado con paciencia, suturaron las heridas de la cara, trataron de rescatar su ojo izquierdo; era tarde.
No consigue trabajo.
- Dr., necesito un certificado, algo
- Certificado de qué, negrito?
- Del accidente, a ver si consigo un subsidio
- ¿Accidente?, yo qué tengo que ver?
- Ud. me atendió en la guardia doctor, me dijo mi primo que trabaja acá
- No mientas negrito, no te conviene. No te conozco
- Ud. Me atendió, se acuerda que me dieron por muerto? Fue el día de muchos accidentes. No me metieron a la morgue, porque no tuvieron tiempo.
- Estás inventando, no te conozco, y no tenés cómo probar lo que decís. 
Llega el colectivo, sube. Se seca una lágrima con la manga.




Griselda Rulfo

   PEDACITOS de PAPEL  
Griselda Rulfo

 

Está sentada en el desnivel formando un banco con las rodillas y la tela del camisón que la cubre.  Las ojotas grises de hace tres veranos son un puente entre el pulgar y el índice del pie izquierdo.  Porque el derecho quedó desnudo en esa distracción de esa siesta calurosa de enero desocupado. Vacío de faenas.
 Hay un mar gráfico de diarios, revistas, folletos, hojas blancas, fotografías, cajas, cartones, tapas, carpetas, bolsas, llaves, candados, tuercas, alambres, silbatos, cronómetros, hilos, sobres.  Es un mar calmo y agresivo a la vez.  Sin ondas en la superficie lineal.  Pero con la fuerza avasalladora de la invasión de espacios y tiempos que el círculo de papeles y objetos lanza contra ella.
 Con muda desesperación mira hacia uno y otro lado, paralizando sus manos ante la indecisión que la invade: ¿ qué tirar? ¿Qué guardar? ¿Cómo? ¿Dónde?  Allí, desparramada sobre el piso de cerámica, está su vida: en recuerdo y en imágenes. El diploma de marinero de Don Pancho, su padre, la tarjeta de una misa de Don Teresio - su abuelo materno -, las figuras de Don Juan y Doña Catalina (sus abuelos paternos) , y un abanico de fotografías de ella con la nona María cuando era niña, cuando era adolescente, cuando estudiaba en el profesorado. Cuando, cuando. Y un sinnúmero de ojos extraños que la miran desde el fondo abismal de acciones que se han ido, autoaprisionándose en un inconsciente misterioso. Carcelero de horas y días vividos.
¿Y esos otros cartones con mujeres de altas hombreras y cintura anillada?  Enhiestas. Firmes. Haciendo guardia al lado de su pareja de finos bigotes y polainas entrecruzadas de cordones: ¿quiénes son?. Hay un aroma a vetustez en cada uno de los recuerdos que la asombran, la entusiasman pero la agobian.
 El polvo, guardián del tiempo, le queda en la yema de los dedos. Sonríe, musita, bosteza, llora, se increpa a sí misma.  Duda, se encoleriza, perdona, ama, odia.  Todo en un instante, en la fugacidad intensa de la emoción que crece desmedida entre su corazón y sus manos.
 Detiene el tiempo un segundo, así es la vida. Busca una bolsa negra y grande. Se sienta en el desnivel formando un banco con las rodillas y el camisón que la cubre.
Comienza a rasgar su vida en minúsculos trozos y los arroja al profundo sismo como si sólo fueran pedacitos de papel.



Marta Becker

  VIAJE INSOLITO 
  Marta Becker

Mientras lo espero siempre viene a mi mente la misma pregunta ¿hay algo más impersonal que un ascensor? El artefacto parece un gigantesco monstruo que abre sus fauces para tragarnos. Moby Dick que nos atrapa, cierra la boca y, cuando siente cosquilleos en su estómago, nos escupe de a poco en cada piso. 
Hoy es un día como cualquier otro. Llego al edificio donde trabajo –soy secretaria ejecutiva de una importante compañía de seguros- con unos minutos de adelanto. Somos varios esperando el ascensor y casi todos miramos el indicador para ver por cuál piso anda. Cuando llega, ingresamos ocho, cuatro hombres, una parejita joven tomada de la mano, una mujer mayor y yo. 
Nos acomodamos en el cajón metálico, sin hablar. En el piso 14 sube una señora muy bien vestida, saluda a todos en general y sólo recibe algunas respuestas por lo bajo, como si fuera una vergüenza contestar. 
En el piso 18 la boca tragagente recibe a una chica bastante rellenita y el panel luminoso que registra los pisos dice “Sobrecarga”. La muchacha se tiene que bajar, pobre, no quisiera estar en su lugar para recibir esta humillación. 
Seguimos viaje cuatro pisos más cuando el ascensor se para en seco –supongo entre dos pisos- y quedamos a oscuras. Calculo que responde a un corte total de energía –hecho que está ocurriendo a menudo en la ciudad- y todos emitimos un suspiro, mientras rogamos a que dure poco.
Pasan los minutos y nadie habla, sólo se escucha la respiración agitada de la señora mayor –tal vez fumadora empedernida- que cuando pasan algo más de 15 minutos empieza a protestar y lamentarse. 
Los cuerpos comienzan a moverse nerviosos, dos de los hombres iluminan algo con sus celulares, pero al cabo de 1 hora –sí, ya pasó 1 hora- se quedan sin batería. En el interín comienza el cruce de palabras, frases como “qué desastre, llego tarde al trabajo” o “¿nadie sabe que estamos encerrados?” o “¿cómo saldremos de acá?”.
El ambiente se torna tenso. Se oyen expresiones entrecruzadas, protestas contra nadie y contra todos y en medio de la oscuridad siento que alguien me toca el trasero. Doy un salto y pregunto con voz airada quién fue. Se escuchan unas risitas pero nadie se hace cargo. Debo admitir que en otras circunstancias me hubiera sentido halagada, pero ahora mi enojo me supera. 
A medida que pasa el tiempo la conversación se hace general. Surgen  las preguntas sobre nombre, actividad, lugar de trabajo, motivo de la visita al edificio… es decir, se arma una sociabilidad que hace más llevadero el encierro.
Presto atención cuando uno de los hombres le cuenta a otro que viene a visitar a su abogado, quien le está tramitando el divorcio y, en un arranque de amargura y debilidad, le cuenta que su mujer lo traicionó con su mejor amigo –que historia trillada, pienso-, mientras la señora elegante dice “ojalá no se me corra el maquillaje, tengo una entrevista de trabajo y no quisiera que se me noten los años” –qué confesión dura ante desconocidos, acoto para mis adentros-. 
La jovencita se abraza a su pareja –percibo el gesto- y llora. Seguro tiene miedo, como creo que lo estamos teniendo todos.
Otro de los hombres comienza a interrogarme. “¿Soltera, con o sin novio, vivís sola, qué es de tu vida?” por  su curiosidad deduzco que fue el que me tocó y no quiero darle muchos datos, pero el tiempo pasa y termino hablando de mí, de mi familia, del novio que me traicionó, del otro que me dejó y, así hablando, casi casi formamos una pareja. 
La vieja –porque a esta altura ya no es la señora mayor sino la vieja- tiene un acceso de tos, no sé si por el cigarrillo o por los nervios, y a mí ya me duelen los pies de tanto estar parada.
El joven saca unos caramelos y se los da a la pobre señora, que en la oscuridad nos toquetea hasta agarrar el paquete. “Disculpen, no tengo los anteojos” aclara, como si fuera necesario.
Menos mal que ninguno sufre de claustrofobia, pienso, cuando repentinamente uno de los hombres empieza a golpearse el pecho y tirarse de los pelos, desesperado.  “Quiero salir, quiero salir”, grita, sin escuchar las palabras de calma de sus vecinos, que lo palmean para tranquilizarlo.
-Qué suerte la gordita, de lo que se salvó- me acuerdo y ahora sí quisiera estar en su lugar.   
Ya pasaron cuatro horas –los ascensores deberían tener baño- y nada, ningún ruido, ningún movimiento. Casi no hay aire, traspiramos y ya no quedan palabras ni historias por contar. 
Cuando hasta yo misma estoy por entrar en pánico se prende la luz y el artefacto comienza a funcionar. Lanzamos grititos de alegría, la señora bien vestida se mira en el espejo lateral del ascensor, el claustrofóbico se arregla la corbata y limpia el sudor de su cara, la pareja se abraza, y todos suspiramos aliviados. La señora mayor da gracias a Dios y  nos besa.
Cada uno baja en su lugar de destino, ahora sí saludan a los que quedan. En la desesperación llegamos a formar una cuasi familia, pero a partir de este momento volvemos a ser ilustres desconocidos. 
Y lo más lamentable de todo es que no sé si me perdí al hombre de mi vida.

Eduardo Galeano

                                                          Los nadies 
Eduardo Galeano


Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones 
Que no hacen arte, sino artesanía. 
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos
Que no tienen cara, sino brazos. 
Que no tienen nombre, sino número. 
Que no figuran en la historia nacional, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

Leonora Carrington

La debutante 
Leonora Carrington

En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo.
¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
-¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile. 
-Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.
-Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
-Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
-No tienes más que ir en mi lugar.
-No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste-.
-Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
-De acuerdo -dijo de repente.
No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi.
En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
-Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.
-Por supuesto -le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
-No te retrases para el desayuno -dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
-Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
-Sí -dije, perpleja.
-Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
-No lo veo muy práctico -dije yo. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
-Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena.
-¿Y los huesos?
-También -dijo-. ¿Te parece bien?
-Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
-Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo:
-Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
-En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
-Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
-Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
-Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche. 
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
-Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.
-Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: “Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles”. A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana.  ■



Fernando Sorrentino

La albufera de cubelli 
Fernando Sorrentino

Hacia el sudeste de la llanura de Buenos Aires se encuentra la albufera de Cubelli, a la que familiarmente se conoce con el nombre de «laguna del Yacaré Bailarín». Este nombre popular es expresivo y gráfico, pero —tal como lo estableció el doctor Ludwig Boitus— no responde a la realidad.

En primer lugar, «albufera» y «laguna» son accidentes hidrográficos distintos. En segundo, si bien el yacaré -Caiman yacare (Daudin), de la familia Alligatoridae- es propio de América, ocurre que esta albufera no constituye el hábitat de ninguna especie de yacaré.

Sus aguas son salobres en extremo, y su fauna y su flora son las habituales de los seres que se desarrollan en el mar. Por este motivo, no puede considerarse anómalo el hecho de que en esta albufera se encuentre una población de aproximadamente ciento treinta cocodrilos marinos.


El «cocodrilo marino», o sea el Crocodilus porosus (Schneider), es el más grande de todos los reptiles vivientes. Suele alcanzar una longitud de unos siete metros y pesar más de una tonelada. El doctor Boitus afirma haber visto, en las costas de Malasia, varios ejemplares que superaban los nueve metros, y, en efecto, ha tomado y aportado fotografías que pretenden probar la existencia de individuos de tal magnitud. Pero, al haber sido fotografiados en aguas marinas, y sin puntos externos de referencia relativa, no es posible determinar con precisión si estos cocodrilos tenían, en verdad, el tamaño que les atribuye el doctor Boitus. Sería absurdo, claro está, dudar de la palabra de un investigador tan serio y de tan brillante trayectoria (aunque de lenguaje algo barroco), pero el rigor científico exige validar los datos según métodos inflexibles que, en este caso puntual, no se han puesto en práctica.


Ahora bien, sucede que los cocodrilos de la albufera de Cubelli poseen exactamente todas las características taxonómicas de los que viven en las aguas cercanas a la India, a la China y a Malasia, por lo cual, con toda legitimidad, les cabría ese taxativo nombre de cocodrilos marinos o Crocodili porosi. Sin embargo, existen algunas diferencias, que el doctor Boitus ha dividido en características morfológicas y características etológicas.

Entre las primeras, la más importante (o, mejor dicho, la única) es el tamaño. Así como el cocodrilo marino de Asia alcanza los siete metros de longitud, el que tenemos en la albufera de Cubelli apenas llega, en el mejor de los casos, a dos metros, medida que se verifica desde el comienzo del hocico hasta la punta de la cola.

Con respecto a su etología, este cocodrilo es «aficionado a los movimientos musicalmente concertados», según Boitus (o, de modo más simple, «bailarín», como lo llaman las gentes del pueblo de Cubelli). Es harto sabido que los cocodrilos, estando en tierra, son tan inofensivos como una bandada de palomas. Sólo pueden cazar y matar si se hallan en el agua, que es su elemento vital. Para ello, atrapan las presas entre sus mandíbulas dentadas e, imprimiéndose a sí mismos un veloz movimiento de rotación, la hacen girar hasta matarla; sus dientes no tienen función masticatoria sino que están diseñados exclusivamente para aprisionar y tragar, entera, a la víctima.

Si nos trasladamos hasta las orillas de la albufera de Cubelli y ponemos a funcionar un reproductor de música, habiendo elegido previamente una pieza adecuada para el baile, en seguida veremos que —no digamos todos— casi todos los cocodrilos surgen del agua y, una vez en tierra, empiezan a bailar al compás de la melodía en cuestión.

Por tales razones anatómicas y conductuales, este saurio ha recibido el nombre de Crocodilus pusillus saltator (Boitus).

Sus gustos resultan ser amplios y eclécticos, y no parecen distinguir entre músicas estéticamente valiosas y otras de méritos escasos. Reciben con igual alegría y buena predisposición tanto composiciones sinfónicas para ballet como ritmos vulgares.

Los cocodrilos bailan en posición erecta, apoyándose sólo sobre sus patas traseras, de manera que, verticalmente, alcanzan una estatura media de un metro y setenta centímetros. Para no arrastrar la cola por el piso, la elevan en ángulo agudo, poniéndola casi paralela al lomo. Al mismo tiempo, las extremidades delanteras (que bien podríamos llamar manos) siguen el compás con diversos ademanes muy simpáticos, mientras los dientes amarillentos dibujan una enorme sonrisa de optimismo y satisfacción.

A algunas personas del pueblo no las atrae en absoluto la idea de bailar con cocodrilos, pero otras muchas no comparten este rechazo y lo cierto es que, todos los sábados al anochecer, se visten de gala y concurren a las orillas de la albufera. El club social y deportivo de Cubelli ha instalado allí todo lo necesario para que las reuniones resulten inolvidables. Asimismo, las personas pueden cenar en el restaurante que se levanta a pocos metros de la pista de baile.

Los brazos del cocodrilo poseen poca extensión y no llegan a tocar el cuerpo de su compañero. El caballero o la dama que baile, según el caso, con el cocodrilo hembra o con el cocodrilo macho que los haya elegido, apoya cada una de sus manos en uno de los hombros de su pareja. Para realizar esta operación, conviene estirar al máximo los brazos y mantener cierta distancia; como el hocico del cocodrilo es muy pronunciado, la persona deberá tener la precaución de echarse, lo más posible, hacia atrás: si bien en pocas ocasiones se han registrado episodios desagradables (como ablación de nariz, estallido de globos oculares o decapitación), no debe olvidarse que, como en su dentadura se encuentran restos de cadáveres, el aliento de este reptil dista de ser atractivo.


Entre los cubellianos corre la leyenda de que, en la isleta que ocupa el centro de la albufera, residen el rey y la reina de los cocodrilos, quienes, según parece, no la han abandonado nunca. Se dice que ambos ejemplares han superado los dos siglos de vida y, tal vez por causa de la avanzada edad, tal vez por mero capricho, jamás han querido participar en los bailes que organiza el club social y deportivo.

Las reuniones no duran mucho más allá de la medianoche, pues a esa hora los cocodrilos empiezan a cansarse, y quizás a aburrirse; por otra parte, sienten hambre y, como les está vedado el acceso al restaurante, desean volver a las aguas en busca de comida.

Cuando llega el momento en que ningún cocodrilo ha quedado en tierra firme, las damas y los caballeros regresan al pueblo bastante fatigados y un poco tristes, pero con la esperanza de que, quizás en el próximo baile, o tal vez en alguno menos cercano en el tiempo, el rey, o la reina, de los cocodrilos, o acaso ambos simultáneamente, abandonen por unas horas la isleta central y participen de la fiesta: de cumplirse con esta expectativa, cada caballero, aunque se cuide de manifestarlo, abriga la ilusión de que la reina de los cocodrilos lo elija como compañero de baile; lo mismo ocurre con todas las damas, que aspiran a formar pareja con el rey.  ■



Urbano Powell

Mercado electoral  
Urbano Powell

 

El hombre es interceptado en un pasillo del Mercado Central por una señorita encuestadora que dice ser del estudio de Manuel Mora y Frambuesa. 
¿Cómo está haciendo las compras la presidente Mandarina?
-Muy Bien. -Bien. -Regular casi bien. -Regular casi mal.
-Mal, o Muy mal.
(Precisa las respuestas posibles sin dar tiempo a pensar una respuesta diferente)
-Mal. -responde el hombre con cara de fastidio.
Contesta el resto de la encuesta de mala gana pensando en los carteles que ha leído en su recorrido por los diferentes puestos. Quisiera tener la mente en blanco. Olvidar la capacidad de leer y razonar por un tiempo, al menos hasta el momento en que concluya la presión de la campaña sobre los cerebros ciudadanos a los que se trata como tierra fértil para sembrar cualquier temeraria frase. 
“Sabemos lo que falta. Sabemos cómo hacerlo” dice desde el cartel la presidente Mandarina con sus largas pestañas. El hombre piensa en el escándalo con los índices del I.N.D.E.C. (Instituto Nativo de Ensalada Casera) y se encomienda a todos los santos protectores de la gente común.
Los candidatos se esmeran por aparecer en todas partes, por hacer tropezar a la gente con sus caras en los programas más vistos de televisión. Se sientan en la mesa de Mirta Legrand. La elogian con frases absurdas como “que buena escarola que sirve en su mesa”. Prometen estupideces como pagar recompensas a los que denuncien a los vendedores de Amapolas, floripondio y/o Cannabis sativa en los barrios.
Vuelve a ver carteles y más carteles, piensa por un instante si el boicot a la papa y el tomate no debería extenderse al resto del mercado político - vegetal.
Ahora se escucha una voz grabada que llega desde una avioneta que sobrevuela una y otra vez el mercado:
Coliflor Presidente.
Lechuga Gobernador.
Banana Senador.
Kiwi Intendente.
Poroto Concejal.
Lista 132. 
Ponelo a Pomelo en el congreso” 
La provincia está protegida por Zapallito”
Estamos en una orgía de populismo y demagogia” dice el Doctor Rabanito Cebolla De Verdeo, con su cara inequívoca de “nabo” hablando desde el sillón blanco de la verdulería de Susana Giménez.
Y él, sólo puede esperar que todo esto, como en los malos sueños, pase pronto...  

 



Jenara García Martín

A-B-C-D  
Jenara García Martín

SIEMPRE ESTÁ VIVA LA FE EN EL CORAZÓN DE LOS HOMBRES -, dijo el Sacerdote al ver la Iglesia llena. Eera la iglesia del barrio más pobre de la Ciudad. reunidos esa noche con un solo objetivo común. Escuchar la misa de Navidad. Se sintió muy confortado y con paso digno se acercó al Centro del altar, lugar en el que se encontraba instalado un pesebre con las indispensables figuras centrales y algunos pastorcitos y animalitos  confeccionadps con elementos rudimentarios que las manos habilidosos  de los artesanos voluntariosos, que siempre existen para colaborar en tales acontecimientos, habían colocado por encima del pasto natural.

Y cuando se disponía a iniciar el ritual de la Misa de Navidad , se escuchó decir casi cerca de la puerta de la Iglesia:-A,B,C,D-. Era la voz de  un niño de unos 8 a 10 años  el que alteraba  la solemnidad de la misa. Los asistentes  algo molestos  volvieron la cabeza esperando  descubrir quién eran el protagonista de esa interrupción y se volvió a escuchar la misma  voz infantil, muy clara, que seguía repitiendo  -A-B-C-D.

-¿Qué haces?-  dijo el cura -, No ves que perturbas nuestras oraciones.

El niño  pareció como si despertara de un trance. Dirigió una mirada temerosa a su alrededor, enrojeció de verguenza y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

-¿Estas solo? ¿Dónde están tus padres?... le preguntó el sacerdote cariñosamente –e insistió – ¿No te han enseñado a seguir la misa?

Con la cabeza baja, el niño respondió-, perdóneme padre, pero yo no he aprendido a rezar. He crecido en la calle, sin padres, y como es Navidad tenía necesidad de conversar con Dios Pero yo no sé como hacerlo para que ÉL me comprenda. Por eso digo sólo las letras que yo me sé.  He pensado que allá  arriba ÉL podría tomar esas letras y formar las palabras que más le gusten -Se levantó y dijo –Me voy no quiero molestar a las personas que saben comunicarse con Dios y el Niño Jesús.

 -Ven conmigo dijo el Sacerdote- tomó al niño de la mano y lo condujo hasta el centro del altar y se dirigió a los fieles:

-ESTA NOCHE ANTES DE EMPEZAR LA MISA VAMOS A REZAR UNA PLEGARIA ESPECIAL- VAMOS A DEJAR QUE DIOS ESCRIBA LO QUE ÉL DESEE OIR, cada letra será un momento del año en el que lograremos hacer una oración. Luchar con coraje para realizar un sueño o decir una oración sin palabras. Le pediremos que ponga en orden las letras de nuestra vida. Vamos a pedir en nuestro corazón que esas letras que está diciendo este niño, le permitan crear las palabras  que a él le agraden. Con los ojos cerrados, el Cura se puso a recitar el alfabeto y todos los fieles empezaron a decir A, B, C, D, y el niño que todavía estaba al lado del Sacerdote – dijo – “AMOR”, “BONDAD”, “CARIÑO”, “DIFERENTE”,¡AMEN!

Todos los asistentes repitieron  ¡¡¡AMEN!!! --¡¡¡AMEN!!!

El niño quiso separarse  del Cura con ademán de irse, pero el Sacerdote, le sujetó  la mano con  fuerza y le retuvo a su lado,  hasta que terminaron los Oficios de LA NAVIDAD. Desde ese Día este niño que se animó a decir que se llamaba TOMAS, se quedó bajo la protección del Sacristán y su esposa que vivían y cuidaban el templo con el permiso del Sacerdote y no tuvo que andar más en solitario por las calles. FUE EL MILAGRO DE LA MAGIA DE LA NAVIDAD QUE SIEMPRE ESTARA PRESENTE EN NUESTROS CORAZONES, Y PROTEGIDOS POR EL NIÑO DIOS.

NOS INTERESA EL FIN DE ESTE CUENTO DE NAVIDAD- ¿VERDAD? – PUES TERMINÓ COMO EN LOS CUENTOS– CON EL ÉXITO DE TOMAS

Tomás lo primero que hizo fue  aprender el abecedario completo y a leer y escribir, en tiempo record y también a seguir la Misa. Demostró ser un buen estudiante,  agradecido  y logró ver cumplido su sueño: ser  médico.

DIOS le premiaba en todo lo que le pedía en sus oraciones  con sólo hacer sus peticiones a través de esas cuatro letras A,B,C,D. 

Carmen Rosa Barrere


Las chicas del adiós  
Carmen Rosa Barrere

El culto a la belleza y los cuidados del cuerpo vienen de lejos y han sido compartidos por ambos sexos. Las mujeres de Egipto aparecen en los frisos que las representan con miembros alargados, rostros afilados y manos de largos dedos y uñas pulidas pintadas de color. Masculinos con perfil de águila y sus damas, usaban tintes oscuros para remarcar el delineado de las cejas, que otorgaba a los ojos un rasgado misterioso, atractivo y tremendamente sensual. Mika Waltari nos contacta con la presencia de una beldad llamada Nefertiti. Mujer codiciosa que utilizaba a la belleza como anzuelo para convencer a un médico real que recibiría sus favores previa entrega de la tierra donde él debía enterrar a sus padres. Gravísimo ataque a la moral de un hombre de ese tiempo, cuando el culto a los muertos era sagrado…y la tentación una orden del día. Al parecer, el mayor atractivo de la mujer que enloqueció a Sinhué, fue el misterio. Una distancia física utilizada con afinada perfección por la trastornadora de hombres.
Revisando pinacotecas afamadas, se advierte que la piel y el hueso pasan de moda. Las damas de Goya exponen sin miedo sus rollitos; los hombros que se descubren tientan con su redondez madura, propiciando el roce o el mordisco y los senos se descubren. Un caballero ligeramente cínico me dijo una vez: los metros de tela para vestir mujeres son siempre los mismos. O se pone a la vista lo de arriba, o se acortan las faldas. En ese pasado, damas y damiselas que podían ser reinas o cortesanas, usaban la esquelita y la hondura del escote para intercambiar citas escandalosas dentro de sábanas ajenas. Un músico contratado, o un bardo, alzaban la voz para entonar melodías dulzonas o leer sin prisa poemas escabrosos que avivaban el jueguito sexual de la pareja sin escrúpulos pero con ganas. Socializando, usaban abanicos para resguardar la risa y las vestiduras pesadas y las pelucas les prestaban aires de damas austeras, distantes y misteriosas.
En nuestro tiempo -y acá me modernizo del todo- las muchachas no solamente se entrenan en el comer poquito y vomitar como rutina y sin asco, sino que a eso le suman toda clase de gimnasias agotadoras, pesas y aparatos que estiran, ablandan o muchas veces endurecen a los castigados músculos. Ninguna está informada que no todo aparato o rutina le conviene a su esqueleto. Está de moda, lo usa una fulana que es un hembra súper increíble, exhibida en la tele, por la que se pelean con palabras soeces dos pseudo masculinos tatuados y cincelados a nuevo porque tienen un dinero llovido del cielo que les permite tales cambios y por los que ellas suspiran. Ésa es vida. Hacia ahí dirigen sus esfuerzos. A eso se reducen sus grandes metas existenciales. Y allá van.
Salir de noche un viernes es la justa. Pegar con la pelota en el arco. Los viernes los lugares de onda están repletos. De parejas y de singles tentadores. El sábado es maso y el domingo un verdadero quemo.
Las jovencitas vienen con una amiga o dos. Todas delgaditas y lindas, aparecen en la media luz tapadas con pedacitos de tela, breteles resbaladizos y pechitos que buscan con urgencia un par de manos hábiles acostumbradas a manejar billetitos verdes. Se acomodan en la barra. Sonríen al barman, así el trago pedido llega bien cargado. Con la boca, beben. Los ojos se pierden donde acaba la vereda y los solos estacionan los automóviles. Si el vehículo es de marca y nuevecito deja de importar si el que desciende es bajito o alto, pelado o lleno de rulos, con cara de yo no fui o de truhán. La noche se escabulle, hay que pescar a alguien divertido, movedizo y sin anillo, mejor. El anzuelo está echado.
Transformadas en sirenas de leyenda, no atraen al candidato con cantos.
El conjuro aparece con la risa, el largo estupendo de las piernas y la redondez de un traserito logrado mediante el látigo del entrenador. Que no es látigo, pero el tipo las destruye mirándolas con lástima cuando dicen estar cansadas y pretenden huir de la fatigosa rutina.
Beben juntos varias copas riendo como chicos. Bailan apretaditos durante toda la noche. A él le gusta la piel de la jovencita. La desfachatez con la que habla. La entrega con vestido, zapatos de tacón y melena despeinada donde nada se oculta. La ligereza del parloteo comienza a aburrirlo. La estrecha con renovado entusiasmo, silabea una propuesta y se marchan hacia el departamentito de un ambiente que él tiene alquilado con un par de amigos de la facu. Llevan un siniestro almanaque, donde se establecen con rigor los días de ocupación correspondientes a cada uno. Él no sabe su nombre. Ella no conoce lo que él estudia y da por sentado que se enterará mañana. No existen mañanas, ni trajes de novia, ni velos nupciales para estas chicas del adiós. Son hojas al viento desprendidas de hogares disociados y padres corriendo a mil para veranear ese año en un lugar más o menos decente. Nadie las mira a los ojos cuando son depositadas en sus puertas. Nadie las abraza o las olfatea para percibir qué estuvieron fumando.

Mañana a la tarde la madre asiste a su reunión con gente interesada en formar a adolescentes; hablan de valores, de colegios donde se aprenden los recaudos del sexo como madres modernas y se anotan para visitar barriadas donde las mujeres están desinformadas. Los refranes alcanzan la fama por algo: “La paja en el ojo ajeno y el leño en el propio”, es el corolario acertado para este minúsculo mensajito de lo que veo con tristeza si detengo mi atención en la calidad del lente que usa parte de esta sociedad globalizada.

Graciela Núñez

   Los caminos de Dios 
Graciela Núñez

Nunca me gustaron las mujeres feas. Ya sé que la belleza interior es más importante que la otra, la externa; pero no me vas a decir que una mujer no te entra por los ojos. Por lo menos a mí me sucedía eso. Y fue así hasta aquel día en que el accidente cambió para siempre mi vida.
Cuando escuché la voz de un colega mientras estaba internado en el sanatorio que me decía que me había quedado ciego, el mundo se me derrumbó de golpe.
Mi esposa me pidió el divorcio (no soporté su lástima y no escatimé esfuerzos en herirla e insultarla). El resentimiento y la bronca me obnubilaban más que mi propia ceguera.
Dejé de trabajar como médico y me ocupé de actividades manuales para poder sobrevivir, que nunca me gustaron hacer. Me anoté  en un coro para cantar y allí la conocí a María.
Jamás pude verla, nunca pude saber si realmente era linda o fea. A veces cuando paso mi mano por su rostro pienso que no me gustarían sus rasgos, que no hubiera vivido con ella si pudiera verla… pero ¿Cómo saber? ¿Quién me va a decir que es fea, que no es para mí? Sé que el accidente además me desfiguró la cara y tal vez yo tenga una apariencia física peor que la de ella.
¿Quién hubiera pensado que yo que era un narcisista, terminara mi vida ciego, desfigurado y al lado de una mujer fea que soportara mi malhumor, resentimiento y desplantes?


¡No cabe duda que los caminos de Dios son misteriosos!

Carlos Margiotta

Escribimos para ser leídos 
Carlos Margiotta

En épocas de crisis como la actual, donde prevalece el olvido sobre la memoria negando la historia reciente, donde reina el dios del consumo con desmesura, donde observamos la ruptura de los lazos sociales de manos de la xenofobia y marginación, donde se exalta la violencia, el maltrato, el abuso y otras calamidades, podemos pensar la escritura como una forma de resistencia, una manera de tejer nuevos vínculos, para anudar en una red los valores que nos convirtieron en buenas personas.
 
Escribir es reparar, es apostar a la vida contra la muerte, es curar heridas, buscar nuevos sentidos,  rescatar recuerdos buenos o malos, acariciarnos con palabras buscando al otro.

Escribir es emocionarse y emocionar al lector.  Entonces escribimos para no olvidar, para disminuir la velocidad con la que vivimos, para recuperar lo que se ha pedido, para detenernos a pensar lo cotidiano y pensarnos a nosotros mismos.

Escribimos para no morir, para la posteridad, para encontrarnos con el otro, escribimos para ser leídos.

La relación entre el escritor y el lector puede pensarse como un puente entre dos orillas. Ambos se miran, se gustan, se atraen, y pueden llegar a amarse en la medida que se animan a cruzarlo. Un puente hecho compartiendo fantasías. 
  
Escribir es construir una historia con restos de lo vivido, con lo que nunca pasó, con lo que se perdió, con lo que pudo haber sido. 

El escritor deberá quitar lo superfluo de la historia, lo innecesario, para contar lo esencial para que después el lector complete el texto.   

Escribir es contar mentiras que contienen una gran verdad. La escritura es mas pobre pero mas clara que la vida, dice Kafka. Pero lejos de refugiarse en la literatura por debilidad frente a la vida, se aísla para crear y recrear la vida. 

Basta observar cualquier hecho cotidiano: Una chica hablando por el celular en el subte, un portero baldeando la vereda, un chico jugando en una plaza, una pareja besándose en una esquina, un tipo caminado con un  maletín en la mano, dos mujeres solas en un café, para tener una historia que contar. 

Tanto el acto de escribir como el de leer se hacen en privado, como la sexualidad. Los dos se encuentran en ese espacio secreto, como un acto de amor, se van acercando, conociendo, hasta que ambas historias comienzan a ser una. 
  
La literatura y la vida confluyen en un punto, y no se trata de escribir bien o mal, se trata de sentirse un escritor, de transcurrir lo cotidiano desde otra mirada, desde el lugar del contador de historias. 
 
La literatura es un borrador donde se puede escribir y reescribir mil veces una experiencia hasta el punto final, cosa que no podemos hacer en la vida. 
 
En el Taller de Escritura nos reunimos para soñar juntos, para compartir historias, para resistir  a la realidad, para sentir, para expresarnos, creando,  
    
El Taller es un espacio de intimidad, allí somos libres para inventar cualquier historia bajo el disfraz de cualquier género. Allí  podremos ser Napoleón o un pordiosero, María o Magdalena, un niño o un anciano, una esposa o una amante.
  
El Taller es un espacio para relacionarnos con otro que resuena en la misma frecuencia, compartiendo la misma pasión, la misma voz, la misma lluvia.