La Conspiración
Amelia Arellano
El hombre sentado en un sillón tan viejo y
desteñido como él, bajo una enorme
higuera, miró con recelo el perro
buldog que lo contemplaba con ojos
interrogantes.
Un bastón
descansando en el apoyabrazos herrumbroso del sillón y el zapato ortopédico en
su pie derecho denunciaban su renguera.
Intentando
evitar la mirada del perro levantó hacia el cielo su rostro cuadrangular con
mofletes caídos y grandes pliegues en sus mejillas. Su mandíbula inferior sobresaliente y las comisuras hacia abajo le
daban un aspecto nada agradable, mas bien hosco. El sol ya se había puesto y el horizonte era una mancha violácea. Las
primeras estrellas comenzaban a brillar como farolitos suspendidos en el aire.
El hombre buscaba la cruz del sur, pero no podía sustraerse a la presencia del
perro. Cambió a propósito la postura de
su cuerpo y lo volteó hacia la derecha intentando evitar esa mirada que lo incomodaba.
Volvióse
de repente y los ojos del animal seguían fijos en él. Tomó su bastón e hizo un
ademán amenazante con ambos brazos. El perro en un movimiento súbito se paró y
se alejó del lugar rápidamente pese a faltarle la pata derecha trasera.
El
silencio del anochecer fue quebrado por
el golpeteo de manos de la mujer que anunciaba la hora de la cena. El hombre se
levantó presto. Los ruidos de su abdomen, urgentes, denunciaban su estomago
vacío.
En su
apuro, pese a su estatura mediana, unas ramas de la higuera casi rozan su rostro.
Se
trasladó con trancos rápidos no esperables dado su cuerpo fornido, torso ancho y la única pierna corta, recta y
robusta.
Un
sendero de piedra laja llevaba hasta la casa.
Atravesó
una puerta de madera descascarada, entró
a una habitación alumbrada por una débil luz que provenía de un foco que pendía
del techo. Una anciana pequeña lo
esperaba al lado de una mesa recubierta por una tela de hule.
Su
aspecto frágil era desmentido por una
mirada enérgica y decidida que escondía detrás de unos anteojos con marcos de carey que pareciera tenían una
función ornamental dado que no se observaba
aumento alguno.
El viejo
se sentó en una ruidosa silla de madera destartalada .La mujer sacó de una plomiza olla de aluminio un
cucharón con alimento y llenó el plato enlozado. Con brusquedad lo
deslizó sobre la mesa. El movimiento hizo que el plato se corriera hacia el otro extremo de la mesa, pero el
viejo frenó el movimiento y lo tomó con avidez. Se dedicaron a ingerir en
silencio lo que el magro salario de jubilado les permitía.
El
hombre devoraba la comida en grandes y
ruidosos sorbos. Estaba tan concentrado en el acto de comer que no parecía
advertir la cara de asco de su mujer ni las gotas del líquido espeso que caían
sobre su raída camiseta celeste que con la humedad se convertían en lunares
azules. Terminó y miró a la mujer con ojos expectantes. Ella señalo la abollada
olla con el mentón y preguntó sin palabras si deseaba más. El emitió un gruñido
que se interpretó como un si y la anciana volvió a llenar el plato, esta vez el
gesto con el que sirvió la comida salpicó el repasador que hacía las veces de
mantel individual.
La mujer,
que había terminado su pequeña porción miraba a un punto indefinido, con las
manos a los costados de su cuerpo.
El viejo
terminó de comer y limpió el plato con un gran trozo de pan, hasta dejarlo brillante;
engulló el pan de un bocado, lo que distendió los pliegues de las mejillas. Se limpió la boca primero
con la palma, luego con el dorso. La vieja
miró en silencio los restos de comida en la nariz pequeña y aplastada
del viejo. Levantó los platos y a espaldas del hombre, destapó la cacerola y evitando que la viera, sacó un gran trozo
de carne que había en ella,
Se
dirigió al patio a darle la comida al perro. El animal la recibió alborozado,
lamiendo sus pies, con la mano sacó el pedazo de carne de un impecable tazón,
se lo ofreció y el perro lo tomó con sus
dientes delicadamente.
La mujer
se sentó en la reposera, mientras el perro, a su lado, comía despaciosamente,
casi sin hacer ruido.
Los
pensamientos se enredaron en las ondas levemente insinuadas de su cabello
cano, corto y prolijamente peinado. Pensaba que lo único
que la unía al viejo, era el perro. Además la mutua conveniencia, claro, ella
necesitaba comer, medicamentos; él ropa y casa
limpias y sobre todo comida. Se le ocurría que su felicidad estaba
puesta en la comida. Por ello no se esmeraba mucho en cocinar pero él devoraba
todo como si fuera el mejor manjar del mundo.
Pero había algo que los unía mucho más importante. El odio. Un odio
sutil, insidioso, que como el barro oscurecía todo, las paredes de la casa, los
vidrios, las arrugas de sus rostros. Que se adhería a su cuerpo, recorría sus
piernas, se introducía en su vientre, retorcía sus vísceras, estrujaba su
pecho, finalmente como un nido de víboras quedaba enroscado en su corazón. Un
odio que se había enquistado y cada metástasis era percibida por el
viejo-estaba segura- aunque no lo verbalizara.
Un odio
que comenzó hace siglos… ¿O fue ayer?.....Fue la noche que él tuvo el accidente
a la salida del motel. Rezó tanto para que muriera, hizo tantas promesas pero
parece que no alcanzaron porque lo único que se le murió fue el pié derecho.
Ella
quedó sin auto y sin amiga, él, sin auto y sin pié. Intentaron una y mil veces
separarse, pero siempre surgía el mismo escollo: Ninguno de los dos quería
ceder el perro. Presentía que el viejo quería quedarse con el animal, no por
afecto, sino por llevarle la contra .También pensaba que el viejo sentía celos
del buldog, por ello, a propósito le hablaba, lo acariciaba le daba los mejores
pedazos de carne. Paradójicamente a medida que crecía su afecto por el
perro también aumentaba la
semejanza del viejo, con la cara de cara
de pocos amigos de la noble bestia.
Jamás
hablaban. No se separaron pero el castigo mayor fue el silencio.
Su
monólogo interior fue interrumpido por los pasos irregulares del viejo. Se
levantó ágilmente, tomó el tazón del perro, vacío, y con el se dirigió al
interior de la casa.
El perro
cuando vio que el hombre se acercaba hizo un movimiento de retroceso.
El viejo
se dejó caer en el sillón y un eructo sonoro quebró el silencio de la noche.
La única
luz era la de las estrellas, ya que había renunciado a encender la luz del
patio porque la mujer, desde adentro, sistemáticamente la apagaba.
Una luna
grandota acentuaba los claroscuros de la noche. Se insinuaban nítidamente las
formas irregulares de la higuera.
Con su
estomago repleto aspiró con fruición los olores de la noche. La suave brisa que
venía del norte, traía ráfagas de fragancias, azahares, glicinas, jazmines.
Dejó que su cuerpo se relajara. Extendió ambas piernas. Estaba cansado, con el
peor de los cansancios, el de no hacer nada.
El perro
como siempre lo observaba pero su silueta se fue desdibujando a medida que cerraba los ojos. De repente, lo sobresaltó una
presencia, mas que verla, la presintió.
Se dio
vuelta y vio a su mujer con el cuerpo rígido por el odio que había tomado la
barreta que servia para asegurar la
puerta y se dirigía hacia él. No dudó de sus intenciones. Se levantó raudamente
pese a su discapacidad, giró el cuerpo pero se encontró con el cuerpo amenazante
del perro que le gruñía ferozmente. Sus ojos rojos, relampagueantes. Entendió
la conspiración. Solo lo movió su instinto de conservación.
Tomó el
bastón y golpeó y golpeó.
Percibió
la presencia de la mujer defendiendo el perro, pero no podía parar. Y golpeó y golpeó. Los golpes sonaban secos en la noche serena.
Los pelos
grises de la vieja se entremezclaron con los pelos del perro y cuando lo
salpicó la masa encefálica, no supo si era de ella o del animal .El corazón le
golpeaba en el pecho y la transpiración, le impedía la visión.
En la
noche estrellada el grillo interrumpió su serenata al escuchar los pasos de la
vieja que acudía a darle al perro el tazón de leche habitual. Este la recibió
moviendo su rabo, casi inexistente.