sábado, 27 de enero de 2018

Carlos Margiotta


Verano porteño 
Carlos Margiotta

Estoy escuchando las Cuatros Estaciones de Piazzolla mientras trato de escribir -como hace 22 años, para Redes de Papel- y se me arruga el pecho como el bandoneón del gran Astor  Lo escuché mil veces y cada vez suena distinto, como el verano que nos abraza sin piedad en esta ciudad tan amada y tan ingrata a la vez, como aquella mujer que no se entrega plenamente. Guardo para el final Adiós Nonino el tema que me hizo llorar en más de una ocasión recordando a mi padre.
Verano porteño. Entonces disfrutaba más de la llegada de los Reyes Magos que de Papa Noel. Era una relación entre ellos y yo, más íntima, sin la familia alrededor, sin cohetes, sin desmesuras. Recuerdo haber ido con mamá a la tienda Gath y Chaves para verlos y entregarle la carta con mis deseos. La noche anterior preparaba agua en una palangana, dejaba unos trozos de pan y pasto para los camellos al pie de la escalera que llevaba a la terraza. Tardaba en dormirme por la ansiedad de verlos llegar y dejar los juguetes. De los tres, el negro Baltasar era mi preferido y el más popular entre los chicos del barrio. Yo decía que era el Rey Mago peronista y mi madre me hacía callar porque en esa época estaba prohibido nombrar al General. 
Tema para un cuento. Ella es una mujer muy sensual, lo muestra en sus gestos, en su mirada, pero no se da cuenta de su atractivo. Un día conoce a un hombre que le gusta y tiene miedo de sentir lo que siente. Oculta su pasión, controla sus deseos, hasta que el día menos pensado…
Otoño porteño. Con mis amigos de la infancia nos reunimos una vez por mes en La Subasta, un lugar íntimo de Caballito. Allí disfrutamos comer una picada alrededor de la mesa mítica del grupo “Tiempo de descuento”, así lo llamamos. Y nos sentimos adolescentes otra vez, traviesos, irresponsables por una horas como los personajes de Felliini en Amarcord. Somos una especie que se extingue lentamente, pienso, mientras veo caer los valores que nos construyeron. En el ocaso el sol todavía nos entibia la amistad, esa que muchos pagarían por compartir con nosotros cada velada.
Otro tema. Una madre se suicida un 31 de diciembre y cuando su hijo esta por recibirse de médico. Él  la encuentra en la cama rodeada de pastillas. No la perdonará nunca. Encuentra una mujer que lo amará como nunca lo imaginó. Se casan, tienen cuatro hijos y cuando el mayor se está por recibir de médico, se suicida un 31 de diciembre.
Balada para un loco. Ahora la letra de Ferré atraviesa mis años en la casa de la avenida Córdoba entre Paraná y Montevideo. Enfrente vivían personalidades que fueron o serían famosas. Paloma Efron –Blackie- donde se reunían en su petit hotel muchos de los intelectuales de la época. Bahiano -el ex lider de los Pericos- nieto de los dueños de la panadería Sportman  de la familia Hortal. Y Carlitos, inspirador de la famosa Balada, un loco lindo de unos 40 años, petisito y pelado que asustaba a los que esperaban en la parada de colectivos gritándoles con palabras desconocidas. Carlitos era el mandadero de muchos comerciantes rodando por las calles de San Nicolás. Llevaba paquetes, traía mensajes y andaba de aquí para allá hasta el café de Callao y Santa Fé donde paraba Horacio Ferré. Años después supe que por un brote psicótico incendió el PH donde vivía con sus padres ya viejitos, y nunca supe más de él.
Más temas. Un día se encuentran en la calle después de muchos años de haber sido amantes. Van a tomar un café y comienzan a contarse sus vidas. En la charla no dejan de mirarse con pasión. Se toman de la mano y él le acaricia la mejilla. Estamos de nuevo en un verdadero problema, dice ella, mientras él le acaricia la pierna debajo de la mesa.
Invierno porteño. Es el tema más melancólico de los cuatro. En él escuchó el duelo por los objetos perdidos, las culpas que  han transitado mis vísceras, las confesiones, las penitencias, los perdones, los secretos, mamá llorando en silencio o corriéndome con la zapatilla en la mano.
El invierno es  para realizar los trabajos de reparación, meditar, pensarse, juntar fuerzas y soñar. Es la estación del año para transformar los dolores en memorias, para llorar en frío, para disimular daños y tratar simplemente de convertirlos en algo imposible: el olvido.
Otro. Son amigos virtuales a través de facebook. La relación va creciendo hasta que deciden encontrarse. Ella vive en San Pablo –Brasil-, él en Santa Rosa -La Pampa-. Ella tiene 25 años. Él 65. Descubren que son el uno para el otro. La cita es Puerto Iguazú…
Primavera porteña. El siglo XXI es el siglo de la mujer, lo veo en mis nietas, chicas con una actitud desafiante, que te miran de frente a los ojos. Mujeres bellas, decididas, estudiosas, trabajadoras, independientes. Ya no necesitan de un hombre para ser madres. Y los hombres deberán renunciar a sus mandatos masculinos si pretenden ser elegidos por  alguna de ellas. Todo renace, los proyectos, las ganas de amar y ser amado. La luz, el aire, las flores de los árboles, el brillo en los ojos, y el tango del maestro me lo hace sentir en la sangre. Me siento joven otra vez, sin apuros, con la lentitud de la experiencia.
… Verano, Otoño, Invierno, Primavera y otra vez Verano…



Jenara García Martín


POEMAS 
Jenara García Martín

SIMPLEMENTE AMIGO
No recuerdo dónde y cómo la conocí.
Sólo recuerdo que la ví.
Su respiración agitada percibí.
Su risa era música para mí.
Quedé cautivado por ella.
No fue por su figura.
Si no por su dulzura.
Yo creía en el amor, y eso  que yo sentía,
Mi corazón me decía,  que era amor.
Cómo dirigirme a ella…  Si no me atrevía.
Un día... ¡Qué osadía...!
¡La seguí!
Los latidos de mi corazón
Se aceleraban al ritmo de mis pasos
Cada vez más rápidos.
La alcancé y la hablé.
Yo temblaba, ella también.
¿Por qué?
Me miré en sus ojos que la brillaban
Y sin palabras, me mostró la alianza
Que en su dedo anular llevaba.
Permítame ser "simplemente amigo",  y aceptó.
Me conformé con esa limosna de amor.
La amaba...   ¡Tanto! ¡Tanto!
El tiempo pasaba y las huellas de ese amor
Me estaban destrozando el corazón.
¡Era un loco!...   ¡Loco amor!
"Simplemente amigo"... Eso era yo.
Así viví. Si es que eso... Era vivir.
Mi espíritu y mi cuerpo me abandonaban.
Un día en el umbral de mi puerta,
La muerte se apareció.
Nadie la vio.
Solamente la ví yo, y no me sorprendió.
¿Algún deseo  antes de partir? - me preguntó.
¡Sí!.  ¡Quiero verla! Y hasta ella me llevó.
La di un beso
Mi único beso de amor,  y ni siquiera lo sintió.
En un profundo sueño estaba
Y soñando se quedó.
Volví a mi cuerpo inerte, sintiéndome feliz.
Me transportó a la nada, al olvido...
Sintiéndome  "Simplemente amigo"
De la mujer... ¡Qué tanto amaba!

DESESPERACION
                            
Huía con el corazón herido
Dispuesto a olvidarla.
Un impetuoso torbellino
Atormentaba mi alma
En la umbría arboleda
Semillero de nostalgias.
Mujer eterno estío
¡Me esperaba!
Fantasma de un sueño mío.
De sus párpados enjugué el llanto
Único deshago a su engaño.
Su cuerpo tembló mudo y frío
Sobre mi pecho aturdido,
Desorientado, triste, perdido…
Sentí en mis venas un violento escalofrío.
De mi garganta salió un 
Grito de amor desesperado...
No quiero esta herida de silencios
De agonía llanto y miedos,
Quiero estar sólo  contigo.   
Sus labios sellaron esta promesa de amor,
Que nos trasladó


Al  celeste e idílico infinito.

Francisco D. González


Cinco brindis  
Francisco D. González

La cera de la vela derretida que corre por la mesa, cae al suelo, al lado de un corcho, y se desplaza entre dos pares de zapatos masculinos separados por dos botas de mujer: Una yace sobre el piso, la otra se balancea como un péndulo, no al compás del tercer movimiento de Ofenbach, si no más bien a un ritmo interior, agitado por un mar profundo, violento y misterioso. La cera deja de correr cuando se consume la vela y la oscuridad es casi absoluta. Apenas resplandece un pequeño fulgor de la luna redonda como la pupila de Valentina que la observa ensimismada, y vuelve a beber del exquisito vino tinto. 
- Así está mejor.
-Es verdad- contesta Nicanor, que, muy caballero, vuelve a llenar las copas y acomoda sobre la silla los cien kilos de su anatomía. Le gusta jugar con su mostacho. Le gusta beber serenamente y contar las historias de sus viajes... Sin embargo, no encuentra el eco que esperaba y vuelve a callar.
Las palabras van por dentro, junto a los pensamientos. Sólo se escucha la música y las exhalaciones del habano y del cigarrillo que fuman Nicanor y Valentina.
La cena ha sido magnánima: Ensalada de centollas y camarones. Evaristo termina la segunda botella. En un acto de confianza y viéndola tan plácida a la anfitriona, decide ir por más vino. Con cautela llega a la cocina, regresa con otro Cabernert Sauvignon y es el primero en levantar la copa... ¡Recuerda tantos brindis en su atelier!...  Ahora ya no pinta, es decir, lo hace, pero su mente y su inspiración se hallan lejos, muy lejos, y vuelve a quemar una y otra vez sus vanos intentos.
-¿Por qué brindamos amigos? La voz de Valentina es clara, casi maternal, pero tiene la profundidad de un aljibe en las tinieblas.
-Por la hora de la verdad.
-¡Salud!
Las copas se chocan y al cabo vuelven a estar vacías. El vino corre por la sangre de esas almas atormentadas en busca de entendimiento.
La ópera concluye y ella vuelve a decir: - Así está mejor. El tiempo transcurre lento y brumoso, y es pesado como el ancla de un carguero. La verdad, un arma peligrosa pero tan necesaria como el aire viciado que inevitablemente respiran.
-Leí los poemas- Valentina por un instante rompe el silencio. En la penumbra, Nicanor tiembla, y piensa en la noche que la ella prometió quedarse con el mejor poeta. Observa su larga cabellera rubia que baja por los hombros. Observa los ojos, o los imagina, y piensa, llevan la miel de un panal. La nariz pequeña, la boca que se muere por morder, la figura delgada... Evaristo también la observa, igualmente enamorado, y recorre cada milímetro de esa mujer a quién le ha hecho un gran regalo.
Nicanor viajó al Amazonas, se internó en la selva en busca de una planta con una flor que vive siete días con sus noches, y su perfume es tan penetrante que se queda impregnado en la piel de quién la respira.
Evaristo, encapuchado y a punta de pistola, ha robado de una galería el cuadro de un pintor Mexicano que a Valentina le había causado una fuerte impresión.
Aquella noche, encerrada en su cuarto, contempló el cuadro y la flor hasta el amanecer mientras los hombres esquilmaron con vehemencia su vasta bodega, revivieron el pasado, ya que habían sido amigos, y se juraron honor por siempre. Valentina dijo haberse sentido cautivada por los dos regalos que agradeció hasta el cansancio, y pidió perdón, una y otra vez, por no poder decidirse.
Seis meses después vuelven a encontrase... El alcohol abriendo caminos en la sangre, es tenaz y peligroso. 
-¿Hasta cuándo vas a seguir torturándonos?- La pregunta de Evaristo corta la noche como un arma blanca.
-Hasta que la muerte nos separe- contesta irónica, Valentina.
-Ya es hora de que te dejes de jugar- la voz del hombre de los mostachos tiene la gravedad de una tormenta a punto de desatarse. -Hemos soportado demasiado.
Valentina comprende que ya no puede seguir evadiéndose y, compungida, vuelve a vaciar la copa. Ha sido conmovida por los dos poemas, pero sólo uno la hizo llorar. Siente que aún no está preparada y deja pasar el tiempo y el alcohol hasta la desesperación. Se acomoda el pelo, Los dedos de Evaristo tamborilean sobre la mesa. La cuarta botella de vino cae al suelo pero no se rompe, rueda hacia los pies de Valentina que, con la lengua atorándosele en la boca, anuncia:-Elegí el poema-Tiene las mejillas rojas y sigue bebiendo compulsivamente. Las paredes comienzan a moverse a su alrededor. Se incorpora sobre la silla, respira profundo, llenando la totalidad de los pulmones, y dice "La tormenta de tu sangre"...
La escena ha sido cinematográfica. Nicanor, feliz, aún no puede creerlo y abraza a la mujer. Evaristo llora. Se incorpora y en un gesto de grandeza extiende la mano a su adversario:
-¡Felicitaciones!
-Vamos a brindar.
-Por qué ustedes vuelvan a ser amigos - dice Valentina.
-Salud.
Nicanor mira a Evaristo a los ojos: -Yo brindo por tu amor, y brindo por Evaristo, porque seas un buen perdedor. Porque desaparezcas al fin de nuestras vidas.
-No era necesario- dice Valentina, no era necesario... Perdiste la línea.
La copa de Nicanor espera en el aire pero nadie lo acompaña. Evaristo sin dejar de mirarlo levanta la suya-
-No te hagas problema, Valentina, después de todo elegiste quedarte con él. Yo voy a dejarlos solos, pero antes quiero proponer otro brindis. -Hace una pausa extensa, interminable... Finalmente dice:
-Bueno, todos perdimos la línea... Perdón, ya es tarde- Zigzagueando se pierde por los pasillos.
Nicanor y Valentina se miran, preocupados.
-¿No tendrá un arma?- La mujer se refugia en sus brazos.
-No lo creo.
El pintor ha regresado y, sosteniéndose en el respaldo de la silla, levanta la copa. No ha dejado de sonreír: -Yo brindo por el amor, y brindo por tu perdón, Valentina, has ido lejos con tu juego, muy lejos. Todos hemos ido lejos... Es que nos hiciste sufrir hasta lo insoportable... Y pensar que éramos tan amigos, Nicanor. ¡Éramos tan amigos!... La densidad de las respiraciones es cada vez más pesada. El ronroneo de la heladera se escucha con gravedad. Nicanor y Valentina no dejan de mirarse.
-Brindo porque el veneno que puse en tu copa no sea tan fuerte. Porque lo resistas.
-¡¡No!!- Grita Valentina.
Nicanor, sin embargo, inmutable, intenta tranquilizarla.
-Vamos mujer, sabés que no me gustan los escándalos. ¡Vamos a brindar, por favor! Las copas de los hombres vuelven a chocarse. Valentina no ha dejado de gritar. Tambaleándose llega al fondo de la sala. Enciende la luz. Corre hacia el aparador donde se erige el teléfono. Tropieza, cae. Nicanor la ayuda a levantarse. 
-Tengamos dignidad por el amor de Dios... Tengamos dignidad. Ahora vuelve a buscar los ojos de su adversario. -Cuando fui al baño te vi en la cocina, agazapado, me pareció sospechoso y cambié las copas... Brindo porque el veneno lo resistas vos. 
-¡Salud!
Ha llegado el servicio de emergencia. En la alfombra yacen los dos cuerpos sin vida. Entre ellos el de Valentina, que llora, y los abraza.

Marta Becker


PROYECTO INCONCLUSO   
Marta Becker

   
Afuera dejó de llover. Dentro del bar flota una pesadez insoportable. Las moscas revolotean rabiosas, señal inequívoca de que volverá a llover. 
Sentados en la mesa del rincón Pablo y el Remolacha –así lo llaman porque es colorado- susurran entre si. Si quieren pasar inadvertidos no lo logran, ya que sus rostros pálidos afectados por la luz mortecina del lugar dan señales de estar tramando algo, aunque nadie repara en ellos. 
- No tengas miedo, todo está calculado y controlado –dice Pablo, mientras toma un sorbo de una cerveza que dejó de estar fría. 
- Pasa que es muy riesgoso, el pibe que va a hacer de campana es fresquito y no le tengo confianza –contesta el colorado. 
- Es el hijo de Juan, el padre lo aleccionó bien y tiene agallas. Además, quiere tener experiencia  y es un buen comienzo.
- Pero qué pasa si se duerme, si no reacciona a tiempo…
- Por qué tenés que pensar eso, mejor estudiá  tu parte y quedate tranquilo…
- Igual no me gusta…
- Si te echás atrás mejor me lo decis ahora y busco a otro, el negocio es bueno.
- No, no quiero quedarme afuera, pero reconozcamos que es arriesgado…
- Me estás pintando un cobarde, después de tantas cosas que hicimos juntos…
- Sí, muchas, pero ésta es a otro nivel y si nos agarran quedamos adentro por mucho tiempo.
- Insisto, el trabajo es bueno y va a salir bien si nosotros estamos seguros, sin temor y somos precisos y rápidos.
Desde una mesa cercana se escuchan voces. Dos hombres discuten en forma acalorada. Uno de ellos se levanta y trompea al otro, que sale despedido hacia atrás con violencia, trastabilla y termina cayendo sobre la mesa de Pablo y el Remolacha. El atacante, enardecido, saca un revólver y dispara en forma indiscriminada hacia los tres.
El proyecto es abortado antes de comenzar.



Jorge Galán



                        Los trenes en la niebla  
Jorge Galán

Los trenes salían de la niebla. Me dejaban atrás. Yo era su pasado
más inmediato. Entonces vivía al final o al inicio de lo que llamábamos horizonte y veía subir y bajar a tantos que aprendí a saber quiénes no iban a volver más.
No puedo decir que se los veía en los ojos ni que algo les cubría
pero aprendí a distinguirlos como se distinguen los vivos de los muertos,
cuando el frío hace que no nos queden dudas.
Sé que nací un noviembre en una época donde aún existían las cartas de amor. Ese día en alguna parte era otoño, pero acá era invierno con lluvias
y yo sé que a nadie interesan estas cosas, pero ese año, el último día de diciembre, a medianoche, mi madre y la familia de mi madre esperaron en el patio trasero, sentados a la mesa, la caída del tiempo de los hombres. Pero nada pasó, les habían mentido, las escrituras no cumplieron sus promesas entonces, ni una figura descendió de las nubes ni se escuchó campana alguna ni trompeta.
Decepcionados caminaron a través de una línea de tren hacia la oscuridad:sus rostros eran la tristeza, poco les quedaba, alguien, nunca
se dijo quién, dio fuego a la iglesia y esta ardió hasta el amanecer
y nadie más volvió a visitarla porque nadie la levantó y yo crecí como una pupila que se acostumbra a la sombra.
Era un chico cuando escuché el primer silbato y hacía mucho que no era más un hombre cuando vino a mí el último, y era tan semejante al primero que podría creer que era el mismo.
Y entre el primero y el último, un instante, un aliento del mundo.
Una vez vi un hombre que venía de la nieve, era oscuro como aquello que la luna no puede afectar con su magia en el fondo del mar.
Fue él quien me habló de los enormes hielos que se paseaban  sobre la superficie de las aguas como ciudades muertas sobre una pupila, hielos como planetas en el desierto de lo inconmensurable, ahí donde demonios y ángeles, me dijo, luchan desde una antigüedad inusitada por hacerse con lo que no existía, con el destino del hombre.
Puedo decir que sus manos eran frías y gruesas y lo mismo podría
decir sobre sus ojos y quizá sobre su alma: he probado la carne del lobo y del zorro y del hombre, me aseguró. El Ártico es una selva blanca, la vida ahí no es un cuento que alguien narra en un bar, ahí el filo brumoso de un cuchillo, ese brillo, hace la diferencia entre el ahora y el después.
Un día una mujer vino del mar. Del mar no sabía más que historias de viajeros asombrados.
Pero sus poderosos muslos eran islotes tostados bajo el sol, su rostro
era una ola de arena gruesa y gris, bajo su mano suave como una nube mi mano se hundió como un albatros que cae después de mil días de viaje, perdido, para morir bajo las aguas, entre las serpientes y los tiburones, y todo yo me sumergí y ella me aseguró que sus palabras, tan suaves en mi oído, eran como el canto de las ballenas y que no debía temer, que no temiera morir en esas aguas, que la tormenta nunca temió del mar, y no temí y por tres meses un aliento salado me recorrió todo mi cuerpo y cuando, llegado otra vez el tiempo de las lluvias, ella no miró atrás, su espalda adquirió la forma de una raya y yo la vi perderse hacia el sur tempestuoso sin atreverme a nada, sin saltar hacia ese acantilado que se abría ante mí como un cielo distinto, sin emitir un leve susurro emocionado.
Y todo pasó y las estaciones del mundo cambiaron una y otra vez y otra y otra. Marzo tenía olor a mandarinas y diciembre a manzanas frescas.
Envejecí una tarde cuando el temblor de una mano me impidió repartir unas cartas.
Una noche alguien me preguntó mi nombre y lo había usado tan poco
que no le recordé, entonces, luego de vender el último billete del día,
salí y bebí y volví a beber y bebí tanto y luego dormí tanto que al despertarnada era ya lo mismo dentro mí. Jamás había tomado el tren hacia las montañas ni hacia el mar ni hacia ningún país vecino ni hacia ninguna parte.
Todo había quedado atrás hacía demasiado tiempo: la madre y la familia de la madre se habían detenido en alguna parte que yo no conocía.
Una sola taza había en la alacena, una sola cama, una sola silla, un cepillo de dientes en el baño de una casa de madera sin pintar, visitada por los mosquitos y las voces de unos que ya no estaban ahí pero que insistían, llegada la noche, en conversar sobre tiempos antiguos donde existí sin existir. Hacía tanto que para alguien que ni si siquiera sospechaba yo también era solo una figura  que cada madrugada salía de la niebla.
Y lo sabía todo, lo había comprendido.
Esa mañana no quise volver más y ya no volví más a ningún sitio.


Desde entonces ya no recuerdo ni sé mucho, y quizá sea mi única certeza que como yo, todos aquellos trenes, también salían de la niebla...

Mario Delgado Aparaín



EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS PELAYO
                                                      Mario Delgado Aparaín

Con un zapato negro y el otro marrón, la chaqueta de fino cuero noruego remendado en el hombro donde carga la maleta de lona con las botellas de vinos seleccionados, el Conde de Caraguatá, más conocido como don Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para las Personas Pobres del Parque, abandonó el Parque de los Aliados y tras cuarenta minutos de caminata descansada, llegó hasta el final de la calle Cerrito en la Ciudad Vieja, para saludar en su viernes de cumpleaños a un viejo amigo abandonado por la fortuna. Se trataba de don Jesús Pelayo, un marino asturiano a quien, allá por el año dos mil dos, le fue mal en un negocio de contrabando y decidió no trabajar nunca más.
Cuando llegó al lugar, luego de sortear dos pisos desfondados y los escombros de tres paredes derrumbadas, se encontró con que la reunión ya había empezado. En el centro del antiguo patio español, cubierto hasta principios de los años sesenta por una amplia claraboya que ahora daba paso entero a la luz de la luna, un hombre, una mujer y seis gatos barcinos, departían alrededor de un discreto fuego alimentado por las tablas partidas de un cajón de bananas de la firma “Ruiz y Robaina”.
Excepto los seis gatos, que continuaron echados entre los cajones, los dos se pusieron de pie para saludar al Conde de Caraguatá, a quien esperaban no sólo por su siempre disfrutable presencia, sino también por que él, cuando acordaban este tipo de encuentros, se reservaba para sí la difícil misión de traer el vino para la cena.
- Jesús… ¡Qué gusto verte, muchacho, en esta noche de viernes! ¡Qué los cumplas con salud y ni te pregunto cuántos!
El asturiano oriundo de Cangas de Onís, un hombre de respetable estatura y barba rubia e hirsuta al estilo de los astures salvajes del año 716, le dio un formidable apretón de manos, dejó escapar una ronca risa de ron del Caribe y lo invitó a sentarse a su lado.
- Hombre, que toda la Ciudad Vieja ha estado esperando por ti y como te habéis demorado, solo hemos quedado nosotros para recibirte.
El Conde dejó con cuidado la maleta de lona en el suelo y se presentó como gustaba hacerlo siempre: como Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para Personas Pobres.
Cuando llegó a la señora, una mujer de aspecto caucásico, de unos sesenta años y a quien apodaban “La Rusa”, Jesús Pelayo creyó oportuno detenerse en su presentación y le explicó que la flamante amiga se llamaba en realidad Ekaterina Fonamor, que descendía de la mismísima familia del zar Nicolás y que para librarse de persecuciones y pescuezos rebanados, su padre y su abuelo habían vuelto del revés el apellido Romanof y allí estaba, sana y salva en el puerto de Montevideo.
La señora asintió con una sonrisa milenaria, volvió a sentarse sobre un cajón acolchado con una vieja frazada y se dedicó a armar un tabaco “Cerrito”, concentrada en sus pensamientos.
El Conde comprobó que a la luz del fuego, la mujer aún era bella y sospechó una historia entre ella y el asturiano, pero su discreción le impedía abordar esos asuntos, por lo menos enseguida. De modo que tomó asiento y olfateó la olla que reposaba sobre una parrilla de alambre, absolutamente negra por el tizne. Algo que hervía y olía a orégano y tocino en su interior, le llevó a frotarse las manos con satisfacción adelantada.
- Esto me huele muy bien, Jesús… ¿De qué se trata?
- Que te tengo una sorpresa, Pedropé… En realidad, a los dos se las tengo - dijo, girando los ojos desmesurados entre el Conde y “La Rusa” — Que hoy es mi día y en estos tiempos de homenaje a Don Quijote, quiero deciros que cumplo el mismo día que él: un viernes, joder, un viernes…
- Qué boba soy, no me había dado cuenta… — dijo ella, con ironía bonachona.
- Y… ¿Cuál es la sorpresa entonces? - preguntó el Conde.
- Piensa, hombre, piensa… Que no por linyeras debemos privarnos de ciertos gustos -dijo Jesús, a las risas de ron, mirando la olla en la que la tapa corrida un tanto, dejaba escapar chijetes de vapor que sumaban al ambiente aires misteriosos de laurel.
- Me rindo… Me rindo antes que se queme…
- Pues lo digo de memoria: “…Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…”
El Conde de Caraguatá y Caballero de la Orden de Achar, don Pedro P. Pereira, abrió los brazos con admiración de gloria y los ojos con incredulidad de hambre llana y lisa.
-¿No me querrás decir que estás cocinando lentejas, muchacho?
- A eso iba cuando te invitaba a pensar. Joder que eres lento, Conde…Pero esto no termina aquí…   dijo en voz más baja, jugando con los silencios del misterio, mientras levantaba la tapa de la olla - A falta de palominos del domingo, he conseguido tres palomas de viernes en la Plaza de Don Mauricio de Zabala, que sin plumas y con ajo, saben igual de sabrosas. Y además, una pata de cordero abandonada por un ingeniero hoy al mediodía en una mesa de “El Palenque”… Para tenerla, hice el sacrificio de esperar cerca de cuarenta minutos, de pie, viendo pasar comida y más comida, hasta que el mismo chez me vino a atender en persona. Y allí he visto que vosotros los uruguayos no sois afectos al ovino. Y el cordero en tiempos de Don Quijote era comida de nobles, pero no la vaca que era de pobres…
El Conde, tocado en el honor, se agachó, revolvió en la maleta de lona y extrajo tres botellas de vino, idénticas y por la mitad.
 Pues creo que estaremos bien acompañados - dijo levantando una de ellas a trasluz del fuego - Aquí tengo un “digestivo” de maravillas… Mmm… Un tintillo Tannat - Merlot, 2002 de la bodega de Fornaro, que agradará a su paladar en particular, señora Ekaterina…
- ¿Por qué le parece eso?
- Bueno, tal vez por las notas de ciruela que tiene y unos magníficos taninos suaves, tersos, redondos, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros…
- Barbaridad… - dijo ella con más asombro que al principio - Apúrate con ese guiso, Jesús, que no como desde anoche.
El gigantesco astur retiró la olla del fuego y la dejó reposar a su lado para que se enfriase un tanto, pues detestaba las comidas hirvientes. Su barba parecía abrillantada en la penumbra.
El Conde le dedicó una mirada hipnótica a la olla abierta en la que asomaba sobre el caldo la pata de cordero.
- Lentejas… - dijo - Qué fantástico…
- Bueno, en realidad, el noble manchego no debería haber comido jamás lentejas los viernes pues, antiguamente, se creía que las lentejas daban melancolía y que, más temprano que tarde, llevaban a la pérdida de la cordura como le ocurrió de verdad al Ingenioso Hidalgo.
- ¿Cómo sabes todo eso, Jesús? - preguntó “La Rusa”.
- Porque en tiempos de marinero, me leí a bordo a Cervantes de cabo a rabo. Y es que es raro el capítulo del Quijote en que no haya un pasaje referido al comer o a la cocina. Y así tan famosos son los molinos de viento, como las hambres por las que el bueno de Sancho atraviesa por ser fiel escudero de su señor.
Mientras hablaba, Jesús Pelayo iba sirviendo el guiso en tres platos de aluminio abollados, sin cuidarse de chorrear el suelo entre sus pies. El Conde de Caraguatá, mientras tanto, sirvió a cada uno un vaso del Tannat Fornaro que había cargado en la maleta.
- Jamás hubiera imaginado que ese libro diese tanta hambre… -bromeó el Conde.
-Ni que lo digas, Pedropé, ni que lo digas… A poco de empezar a leerlo solo te faltan los olores de sus andanzas, hombre, pues se viene al humoun montón de palabrejas que se te caen las babas de solo pensarlas: perdices escabechadas, hígado de cerdo, morteruelos, gazpachos de pastor, tiznaos, mojetes, arropes, mostillos… Y si quieres más, Pedropé, tienes caldereta de cordero, patatas con conejo, ajoarriero, ajopringue de la Sierra de Alcaraz y aquí me quedo, porque si hablo no como, hombre…
. Que ya es hora de que te des cuenta, charlatán… — dijo “La Rusa”, encorvada sobre el plato.
Y así lo hicieron en silencio durante dos vueltas de guiso de lentejas. Los tres comieron y bebieron a la luz del fuego, mientras los gatos comenzaron a despertar, a estirarse en sí mismos y a esperar por los huesos de las palomas de Don Mauricio de Zabala.
Al fin, el Conde Pedro P. Pereira dejó el plato a un lado y vació el vaso de vino con estudiada lentitud antes de hablar.
-Jesús… ¿De postres ni hablamos, verdad?
- Pues sí, hombre, pues sí… ¿Qué historia contigo? Que tenemos una noche cervantina ¿no? Si mal no recuerdo, leche frita, natillas almendradas, rosquillas, empiñonados, mazapanes y mantecados, son algunos de los dulces que Don Quijote saboreaba. Pues aquí tengo y no me preguntéis de dónde los he conseguido, tres bizcochos borrachos con miel de Canelones a falta de miel de La Alcarria. Uno para cada uno. Muy apreciados por el caballero andante, si señor…
El Conde no salía de su asombro. Degustaba el bizcocho como un niño, se chupaba los dedos y levantaba los ojos al techo donde debió haber estado, en algún tiempo del siglo pasado, una coqueta claraboya de vidrios esmerilados.
Y justo a los postres, por aquel hueco desdentado en las alturas de la Ciudad Vieja, se dejó ver de pronto sobre el caserón, entera, la luna llena.
La rusa Ekaterina, encogida sobre el asiento improvisado y con las rodillas muy juntas, se quedó extasiada mirando hacia arriba como si tuviese frío. Conmovida, sin abandonar la imagen de la luna, lagrimeaba en silencio.
- Vamos… ¿Qué le ocurre a mi amor? — preguntó el gigantesco astur Jesús Pelayo, acercando su cabeza a la de ella.
- No sé, Jesús. No sé qué me pasa… Tal vez ganas de ir juntos a San Petersburgo… Seguro que ese vino me ablandó el corazón…
El Conde de Caraguatá levantó la maleta de lona, metió dentro los envases del vino y dijo que la cena había estado fantástica y que ya era hora de retirarse. Jesús Pelayo cubrió los hombros de Ekaterina con una vieja gabardina y luego acompañó al Conde hasta la calle.
-¿Crees que el vino le hizo mal, Jesús?
- No es eso, Pedropé… Es la melancolía de las lentejas y no hay caso. Que si abusas, te pasará lo que a Don Quijote, hijo…
El Conde le dio un abrazo de despedida y se echó a andar por la calle Cerrito bajo la luz de la luna. A medida que se alejaba de la Ciudad Vieja, hablaba solo, imaginaba a Jesús Pelayo cobijando a la rusa Ekaterina entre sus brazos de astur salvaje del año 716 y al fin, su propia melancolía se fue disipando hasta desaparecer por completo. Es más, parecía que aquellos taninos del vino, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros, sobrevivirían el tiempo suficiente como para llegar hasta su refugio en el parque y dormirse en paz, sin pensar en Don Quijote. ■


Fernanda Olinika

                            
Partida 
Fernanda Olinika

Recuerdo que fue hace mucho tiempo unos veinticinco años tal vez. Cuando compartíamos la mesa familiar, era el único espacio en común para unirnos.
Serio de pocas palabras, pero si querías dejar bien claro algo, te hacías escuchar.
Ese envoltorio no permitió ver que al  hombre  cariñoso, generoso, honesto y más mucho más. Solo con los años me di cuenta que tu forma de demostrarlo fue la que pudiste porque nadie te ha enseñado.
Una de las tantas anécdotas que recuerdo, pasaban los domingos de parilla y automovilismo era la cita perfecta para la familia. Todos sentados esperando que el parrillero reparta la porción que cada uno habíamos pedido. Ya se sabía que él se servía su cuarto trasero y a partir de ahí nadie se cruza delante del viejo televisor. Para mí los autos eran todos iguales, las vueltas como un laberinto que no encuentra la salida.
Es la foto que tengo presente como si hubiese sido ayer.
Solo había un ganador, platos sucios, barrigas llenas y la siesta del domingo, vayan a ser un ruido.
Después de su descanso, tomaba su radio, se alejaba a algún lugar donde su única compañía era el club de sus amores Independiente, el rey de copas, como le decía. Nunca supe porque eligió amar esa camiseta. Si perdía cara de chinchudo, cosa que no vengan las cargadas, pero si ganaba se ponía su gorrito de lana colorada y como todo un gran vencedor a cargar al perdedor, llevaba orgulloso los colores de su amor.
Sé que hay muchos recuerdos más dentro mío, pero este era un clásico.


Solo siento que te extraño y me hubiese gustado poder tomar ese vermouth que nos prometimos.

Gabriela Carrera


     Modesto  
Gabriela Carrera

Cuando pienso en él, lo primero que viene a mi memoria son aromas.
Los olores de mi niñez y las imágenes se entre mezclan. 
Modesto olía a tabaco. Recuerdo cruzar la calle con el rollo del billete apretado en mi mano y pedir en el kiosco el paquete de tabaco Richmond, que él utilizaba todas las noches para fumar pipa.
Cuando falleció mamá, durante el período de clases en el colegio, y hasta que se acomodara el vendaval que nos había atravesado, nos mudamos los días de semana a casa de los abuelos. Esto duró un par de años.
Modesto, era mi abuelo. Un “Gallego” cascarrabias y bonachón.
Vino a la Argentina, como vinieron miles de inmigrantes, escapando de la guerra. Con sus cuatro hijos, entre ellos mi padre y María  su mujer, embarazada.
Modesto tenía un almacén.  Ubicado en la misma casa que ocupaba la familia, cruzando el patio de atrás  que daba vuelta a la esquina. Los niños teníamos prohibido entrar. En esa época no se preguntaba el por qué, se obedecía.
Lo recuerdo detrás del mostrador de madera oscura que le sacaba lustre de tanto limpiarlo. Los canastos de pan recién horneado que traían temprano de la panadería de Don Vicente, los licores añejos, las latas de tomate y los paquetes de fideos. El estante destinado a las galletitas.                                      
El gallego, como le decían sus clientes, vendía vino suelto. Lo guardaba en unos toneles de madera recostados sobre unos escaños improvisado a una distancia prudencial del suelo, para que entrara  una botella y el embudo. Y así venderlo fraccionado.  En el patio trasero había cajones, en ese entonces eran de hierro, apilados y apoyados a la pared del fondo que en un tiempo fue de algún color claro, pero la humedad y el escaso sol la habían vuelto de un color gris oscuro. Desde allí, cuando la brisa venía de la calle, el aroma a vino tinto y madera nos embriagaba la mañana.
Por la tarde, a la hora del té y con su andar pausado, venía Modesto trayendo un plato lleno de galletitas Lincoln, para que junto a mi hermana y primos tomáramos la merienda. Costumbre que aún conservo, mojar galletitas Lincoln dentro del té.
Modesto era de pocas palabras, no las necesitaba. Sus ojos de un marrón claro, eran transparentes vidrieras, donde era posible divisar hasta su alma. Tenía rituales precisos, levantarse al alba, almorzar en punto a las doce, rigurosa siesta y cuando la tarde caía para darle paso a la noche y antes de la cena, nos dedicaba alguna historia. En sus relatos nos describía a Orense, pueblito donde había nacido y crecido, para que recordemos a dónde pertenecíamos. Sin importar el clima vestía camisa y de bajo camiseta. Pantalón de trabajo grafa y zapatos acordonados. Las pocas veces que lo vi con ropa de calle, llevaba sombrero de fieltro negro, herencia de su padre y saco oscuro, que llevaba con gracia. Siempre con reloj, esos que traían la malla de cuero y para andar debían darle  cuerda. Con su acento inconfundible, sus eses arrastradas, nos amó a su manera, en silencio.
Por las noches y con la casa callada, Modesto se quedaba solo en la cocina. Sobre la mesa, cubierta con mantel de hule, tenía preparado “el pingüino” con el tinto de sus toneles, un trozo de pan, preferentemente del día anterior, el cenicero, los fósforos, una vela encendida para no quedar a oscuras, la pipa y el tabaco. En un vaso generoso de buen tamaño, cortaba unos trozos de pan los ponía adentro y cubría con vino. Mientras preparaba la pipa, de fondo se oía Radio Colonia, el noticiero que llegaba desde  la otra orilla del río...”hay más información para éste boletín”... Sentado  en un banco de madera, con los brazos apoyados sobre la mesa, fumaba la pipa y tomaba el vino.
Recorriendo los pasillos en penumbras, hasta el cuarto en donde yo dormía, llegaba el inconfundible olor a tabaco encendido.
Cada primero de enero, desde que tengo memoria y hasta que la salud se lo permitió, Modesto reunía a toda la familia. Hijos, nueras, yernos y nietos alrededor de la mesa y sin importar como estuviese la temperatura, del instalado verano. Cocinaba pulpo a la gallega.         
Desde temprano se escuchaba el ruido de “los cacharros” como  le decía mi abuela a las ollas. Hervía el molusco por horas, y a medida que iban llegando los comensales el bullicio aumentaba por cada rincón de la casa.
Los niños nos reuníamos en la terraza que aprovechábamos para hacer travesuras, nos llamaban cuando la comida  estaba lista. Debíamos bajar las escaleras abarrotadas de latas que a la vez hacían de macetas, llenas de malvones y geranios en flor, que la abuela cultivaba. Cruzar el patio trasero y entrar al enorme pasillo donde las mesas estaban preparadas. Recuerdo el olor a aceite de oliva tibio mezclado con pimentón. Manjar de reyes hecho por Modesto con sus manos ásperas.
En la ciudad, lejos de su tierra aprendió el oficio de “almacenero”, atrás quedó aquello que había aprendido de su padre a trabajar la tierra, sus olivos, criar animales y el tiempo de las cosechas.
La guerra lo desarraigó de su patria, de sus pertenencias, de sus aromas.


Así recuerdo a Modesto, que nos dejó un día muy frío en el año que acá  en el país se jugaba el mundial.

Ruben Amato


Informe sobre necesidades 
Ruben Amato

Quedan pocos rastros de lo que era nuestro mundo. La devastación fue tal sutil que casi nadie parece recordar lo sucedido. Lo que causo mas estragos en las mentes fueron los celulares la  famosa tecnología  hasta  que nos transformo en seres infanto/ dependientes. Nuestras existencias tuvieron que empezar a ser exponsoreadas para tener al menos una identidad que nos sostuvo un tiempo.. Las patrullas ciudadanas auxiliaron psicológicamente  a los mas desquiciados para que al menos podamos recuperar un  veinte por ciento de la poca salud mental que el contexto destruía en segundos. La locura encubierta, en el primer descuido, lo contagiaba todo. Las almas mas serenas tuvimos que escondernos en los bosques donde las señales de wifi y los drones no nos inocularan el veneno de la desmemoria.
Durante años los medios de comunicación trastocaron las viejas ideas sublimes como el respeto y la certidumbre. La palabra "proyecto" fue cambiaba por el sonido "plan".
Cada uno de nosotros, los supervivientes  andamos por ahi perdidos, tratando  de buscar un nuevo sentido, algo, como para seguir vivos... de alguna manera escaparnos ... mediante la poca imaginación que aun no había sido afectada.
Los referentes se nos fueron muriendo de penas y de olvidos.
Ahora solo nos queda esperar pacientemente que nuestras neuronas vuelvan a fabricar sueños propios y esperanzas renovadas  ya que anduvimos mucho muchísimo tiempo con deseos prestados y futuros imaginados por otros.
Por ahora  la tarea que mas nos reconforta  es hacer cosas y ocuparnos de los demás, la vieja idea de la solidaridad nos repara a todos, zonceras cotidianas para provocarnos la risa... hacen que todo esto que nos destruyeron comience a tener sentido.

Para que los pocos indicios que poseemos para regresar al estado de cosas que nos daban felicidad se conviertan en caminos con senderos nuevos, rutas hacia la armonía posible y ciudades con gente a la antigua (esa clase de personas que pueden reconstruir el mundo todo (de nuevo) tendríamos que recuperar por diez minutos la memoria y contarnos el cuento hermoso de la vida.