EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS
PELAYO
Mario Delgado Aparaín
Con
un zapato negro y el otro marrón, la chaqueta de fino cuero noruego remendado
en el hombro donde carga la maleta de lona con las botellas de vinos
seleccionados, el Conde de Caraguatá, más conocido como don Pedro P. Pereira
Pintor de Puerta y Portal por Precio Proporcional para las Personas Pobres del
Parque, abandonó el Parque de los Aliados y tras cuarenta minutos de caminata
descansada, llegó hasta el final de la calle Cerrito en la Ciudad Vieja, para
saludar en su viernes de cumpleaños a un viejo amigo abandonado por la fortuna.
Se trataba de don Jesús Pelayo, un marino asturiano a quien, allá por el año
dos mil dos, le fue mal en un negocio de contrabando y decidió no trabajar
nunca más.
Cuando
llegó al lugar, luego de sortear dos pisos desfondados y los escombros de tres
paredes derrumbadas, se encontró con que la reunión ya había empezado. En el
centro del antiguo patio español, cubierto hasta principios de los años sesenta
por una amplia claraboya que ahora daba paso entero a la luz de la luna, un
hombre, una mujer y seis gatos barcinos, departían alrededor de un discreto
fuego alimentado por las tablas partidas de un cajón de bananas de la firma
“Ruiz y Robaina”.
Excepto
los seis gatos, que continuaron echados entre los cajones, los dos se pusieron
de pie para saludar al Conde de Caraguatá, a quien esperaban no sólo por su
siempre disfrutable presencia, sino también por que él, cuando acordaban este
tipo de encuentros, se reservaba para sí la difícil misión de traer el vino
para la cena.
-
Jesús… ¡Qué gusto verte, muchacho, en esta noche de viernes! ¡Qué los cumplas
con salud y ni te pregunto cuántos!
El
asturiano oriundo de Cangas de Onís, un hombre de respetable estatura y barba
rubia e hirsuta al estilo de los astures salvajes del año 716, le dio un
formidable apretón de manos, dejó escapar una ronca risa de ron del Caribe y lo
invitó a sentarse a su lado.
-
Hombre, que toda la Ciudad Vieja ha estado esperando por ti y como te habéis
demorado, solo hemos quedado nosotros para recibirte.
El
Conde dejó con cuidado la maleta de lona en el suelo y se presentó como gustaba
hacerlo siempre: como Pedro P. Pereira Pintor de Puerta y Portal por Precio
Proporcional para Personas Pobres.
Cuando
llegó a la señora, una mujer de aspecto caucásico, de unos sesenta años y a
quien apodaban “La Rusa”, Jesús Pelayo creyó oportuno detenerse en su
presentación y le explicó que la flamante amiga se llamaba en realidad
Ekaterina Fonamor, que descendía de la mismísima familia del zar Nicolás y que
para librarse de persecuciones y pescuezos rebanados, su padre y su abuelo
habían vuelto del revés el apellido Romanof y allí estaba, sana y salva en el
puerto de Montevideo.
La
señora asintió con una sonrisa milenaria, volvió a sentarse sobre un cajón
acolchado con una vieja frazada y se dedicó a armar un tabaco “Cerrito”,
concentrada en sus pensamientos.
El
Conde comprobó que a la luz del fuego, la mujer aún era bella y sospechó una
historia entre ella y el asturiano, pero su discreción le impedía abordar esos
asuntos, por lo menos enseguida. De modo que tomó asiento y olfateó la olla que
reposaba sobre una parrilla de alambre, absolutamente negra por el tizne. Algo
que hervía y olía a orégano y tocino en su interior, le llevó a frotarse las
manos con satisfacción adelantada.
-
Esto me huele muy bien, Jesús… ¿De qué se trata?
-
Que te tengo una sorpresa, Pedropé… En realidad, a los dos se las tengo - dijo,
girando los ojos desmesurados entre el Conde y “La Rusa” — Que hoy es mi día y
en estos tiempos de homenaje a Don Quijote, quiero deciros que cumplo el mismo
día que él: un viernes, joder, un viernes…
-
Qué boba soy, no me había dado cuenta… — dijo ella, con ironía bonachona.
-
Y… ¿Cuál es la sorpresa entonces? - preguntó el Conde.
-
Piensa, hombre, piensa… Que no por linyeras debemos privarnos de ciertos gustos
-dijo Jesús, a las risas de ron, mirando la olla en la que la tapa corrida un
tanto, dejaba escapar chijetes de vapor que sumaban al ambiente aires
misteriosos de laurel.
-
Me rindo… Me rindo antes que se queme…
-
Pues lo digo de memoria: “…Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las
más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún
palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…”
El
Conde de Caraguatá y Caballero de la Orden de Achar, don Pedro P. Pereira,
abrió los brazos con admiración de gloria y los ojos con incredulidad de hambre
llana y lisa.
-¿No
me querrás decir que estás cocinando lentejas, muchacho?
-
A eso iba cuando te invitaba a pensar. Joder que eres lento, Conde…Pero esto no
termina aquí… dijo en voz más baja,
jugando con los silencios del misterio, mientras levantaba la tapa de la olla -
A falta de palominos del domingo, he conseguido tres palomas de viernes en la
Plaza de Don Mauricio de Zabala, que sin plumas y con ajo, saben igual de
sabrosas. Y además, una pata de cordero abandonada por un ingeniero hoy al
mediodía en una mesa de “El Palenque”… Para tenerla, hice el sacrificio de
esperar cerca de cuarenta minutos, de pie, viendo pasar comida y más comida,
hasta que el mismo chez me vino a atender en persona. Y allí he visto que
vosotros los uruguayos no sois afectos al ovino. Y el cordero en tiempos de Don
Quijote era comida de nobles, pero no la vaca que era de pobres…
El
Conde, tocado en el honor, se agachó, revolvió en la maleta de lona y extrajo
tres botellas de vino, idénticas y por la mitad.
Pues creo que estaremos bien acompañados -
dijo levantando una de ellas a trasluz del fuego - Aquí tengo un “digestivo” de
maravillas… Mmm… Un tintillo Tannat - Merlot, 2002 de la bodega de Fornaro, que
agradará a su paladar en particular, señora Ekaterina…
-
¿Por qué le parece eso?
-
Bueno, tal vez por las notas de ciruela que tiene y unos magníficos taninos
suaves, tersos, redondos, capaces de dejarle en el alma una dulce estela de
frutos rojos ya maduros…
-
Barbaridad… - dijo ella con más asombro que al principio - Apúrate con ese
guiso, Jesús, que no como desde anoche.
El
gigantesco astur retiró la olla del fuego y la dejó reposar a su lado para que
se enfriase un tanto, pues detestaba las comidas hirvientes. Su barba parecía
abrillantada en la penumbra.
El
Conde le dedicó una mirada hipnótica a la olla abierta en la que asomaba sobre
el caldo la pata de cordero.
-
Lentejas… - dijo - Qué fantástico…
-
Bueno, en realidad, el noble manchego no debería haber comido jamás lentejas
los viernes pues, antiguamente, se creía que las lentejas daban melancolía y
que, más temprano que tarde, llevaban a la pérdida de la cordura como le
ocurrió de verdad al Ingenioso Hidalgo.
-
¿Cómo sabes todo eso, Jesús? - preguntó “La Rusa”.
-
Porque en tiempos de marinero, me leí a bordo a Cervantes de cabo a rabo. Y es
que es raro el capítulo del Quijote en que no haya un pasaje referido al comer
o a la cocina. Y así tan famosos son los molinos de viento, como las hambres
por las que el bueno de Sancho atraviesa por ser fiel escudero de su señor.
Mientras
hablaba, Jesús Pelayo iba sirviendo el guiso en tres platos de aluminio
abollados, sin cuidarse de chorrear el suelo entre sus pies. El Conde de Caraguatá,
mientras tanto, sirvió a cada uno un vaso del Tannat Fornaro que había cargado
en la maleta.
-
Jamás hubiera imaginado que ese libro diese tanta hambre… -bromeó el Conde.
-Ni
que lo digas, Pedropé, ni que lo digas… A poco de empezar a leerlo solo te faltan
los olores de sus andanzas, hombre, pues se viene al humoun montón de
palabrejas que se te caen las babas de solo pensarlas: perdices escabechadas,
hígado de cerdo, morteruelos, gazpachos de pastor, tiznaos, mojetes, arropes,
mostillos… Y si quieres más, Pedropé, tienes caldereta de cordero, patatas con
conejo, ajoarriero, ajopringue de la Sierra de Alcaraz y aquí me quedo, porque
si hablo no como, hombre…
.
Que ya es hora de que te des cuenta, charlatán… — dijo “La Rusa”, encorvada
sobre el plato.
Y
así lo hicieron en silencio durante dos vueltas de guiso de lentejas. Los tres
comieron y bebieron a la luz del fuego, mientras los gatos comenzaron a
despertar, a estirarse en sí mismos y a esperar por los huesos de las palomas
de Don Mauricio de Zabala.
Al
fin, el Conde Pedro P. Pereira dejó el plato a un lado y vació el vaso de vino
con estudiada lentitud antes de hablar.
-Jesús…
¿De postres ni hablamos, verdad?
-
Pues sí, hombre, pues sí… ¿Qué historia contigo? Que tenemos una noche
cervantina ¿no? Si mal no recuerdo, leche frita, natillas almendradas,
rosquillas, empiñonados, mazapanes y mantecados, son algunos de los dulces que
Don Quijote saboreaba. Pues aquí tengo y no me preguntéis de dónde los he
conseguido, tres bizcochos borrachos con miel de Canelones a falta de miel de
La Alcarria. Uno para cada uno. Muy apreciados por el caballero andante, si
señor…
El
Conde no salía de su asombro. Degustaba el bizcocho como un niño, se chupaba
los dedos y levantaba los ojos al techo donde debió haber estado, en algún
tiempo del siglo pasado, una coqueta claraboya de vidrios esmerilados.
Y
justo a los postres, por aquel hueco desdentado en las alturas de la Ciudad
Vieja, se dejó ver de pronto sobre el caserón, entera, la luna llena.
La
rusa Ekaterina, encogida sobre el asiento improvisado y con las rodillas muy
juntas, se quedó extasiada mirando hacia arriba como si tuviese frío.
Conmovida, sin abandonar la imagen de la luna, lagrimeaba en silencio.
-
Vamos… ¿Qué le ocurre a mi amor? — preguntó el gigantesco astur Jesús Pelayo,
acercando su cabeza a la de ella.
-
No sé, Jesús. No sé qué me pasa… Tal vez ganas de ir juntos a San Petersburgo…
Seguro que ese vino me ablandó el corazón…
El
Conde de Caraguatá levantó la maleta de lona, metió dentro los envases del vino
y dijo que la cena había estado fantástica y que ya era hora de retirarse.
Jesús Pelayo cubrió los hombros de Ekaterina con una vieja gabardina y luego
acompañó al Conde hasta la calle.
-¿Crees
que el vino le hizo mal, Jesús?
-
No es eso, Pedropé… Es la melancolía de las lentejas y no hay caso. Que si
abusas, te pasará lo que a Don Quijote, hijo…
El
Conde le dio un abrazo de despedida y se echó a andar por la calle Cerrito bajo
la luz de la luna. A medida que se alejaba de la Ciudad Vieja, hablaba solo, imaginaba
a Jesús Pelayo cobijando a la rusa Ekaterina entre sus brazos de astur salvaje
del año 716 y al fin, su propia melancolía se fue disipando hasta desaparecer
por completo. Es más, parecía que aquellos taninos del vino, capaces de dejarle
en el alma una dulce estela de frutos rojos ya maduros, sobrevivirían el tiempo
suficiente como para llegar hasta su refugio en el parque y dormirse en paz,
sin pensar en Don Quijote. ■