El viaje a
Ñorquinco Carlos Margiotta
Cuando
llegué a la terminal de trenes de Constitución me di cuenta que me había equivocado,
que debía haber tomado un avión hasta Bariloche y alquilar un auto para transitar
la vieja ruta de ripio hasta Ñorquinco. Sin embargo pudo más mi entusiasmo por
volver a atravesar el desierto patagónico recordando aquellos años de
estudiante de medicina cuando pasaba la noche en los asientos de madrera para
bajar por la mañana en Ingeniero Jacovachi y hacer el trasbordo en la Trochita
con destino Esquel. Además sabía que era una de las últimas oportunidades que
tendría para hacer el recorrido antes que las autoridades del gobierno
levantaran ese ramal del tren.
El
andén que me correspondía estaba lleno de gente, mujeres con sus chicos,
parejas, jóvenes, ancianos, familias y algunos solitarios como yo dispuestos a
viajar largas horas para festejar las fiestas. No hubo que esperar mucho tiempo
para que el tren estacionara en el punto de partida. Dejé que la multitud
subiera y acomodara sus bártulos para hacerlo sin apretujones ni apuros.
Equipajes, valijas, bolsos, cajas de cartón, paquetes, canastas, mochilas,
subían por las escaleras y ventanillas como un ejército de hormigas cargando
sus provisiones hasta el hormiguero. Había comprado un pasaje de primera clase
junto al pasillo, quería tener libertad de movimiento para pasearme por el
vagón y descender en cualquier estación, extender las piernas y fumar un
cigarrillo. Finalmente subí por la puerta 32. El baño de caballeros parecía
estar limpio y las piletas para higienizarse estaban en condiciones. Acomodé el
bolso en el portaequipaje y me senté en un sillón verde medio vencido por el
uso cuando los pasajeros empezaron a saludar a quienes habían ido a
despedirlos.
Pasaron
largos minutos para que la maquina diesel sacudiera la inercia de la hilera de
vagones haciendo sonar su estruendo. Los viajeros se fueron tranquilizando en
la medida que el tren abandonaba la gran ciudad y se internaba en un paisaje
suburbano de techos bajos y estaciones cada vez más lejanas unas de otras. Mi
ansiedad también le fue dando lugar a mi propio viaje, a mi propio paisaje, el
que me llevaría a encontrarme con mi padre.
Junto a mi asiento, del lado de la ventilla una mujer mayor había
comenzado a comer pastelitos de dulce de membrillo mientras desplegaba sobre un
repasador a cuadros sobre sus rodillas: un mate, una bombilla, yerba, azúcar, y
un termo en una de sus manos aguardaba
para iniciar el ritual criollo.
En
los asientos de enfrente una pareja de jóvenes intentaban de entretener a su
pequeño hijo. A mi derecha cruzando el pasillo viajaban dos mujeres de mi edad,
parecían hermanas, una estaba leyendo la revista Gente y la otra observaba un
campo incipiente que se perdía en el horizonte. Un señor vestido con un
pantalón árabe, una camisa azul y un sombrero de ala ancha cabeceaba sobre el
hombro izquierdo como queriendo caerse en el vacío. Al lado, un adolescente escuchaba música a
través de sus auriculares conectados a una radio. Más adelante podía observar muchos
chicos que habían empezado a corretear por el vagón, las madres se levantaban
cada tanto para traerlos a sus lugares y más de uno recibía un tirón de orejas.
Lindas minas, pensé, lindas criollas. Los hombres permanecían sentados y
algunos empezaban a conversar con sus vecinos, otros abrían sus equipajes
sacando y guardando ropa. Detrás de mí dos parejitas de estudiantes hablaban
del itinerario a recorrer cuando llegaran a destino. Cada tanto pasaba el vendedor
de bebidas gaseosas y café con un carrito que goteaba agua de algún cubo de
hielo, lo seguía el que vendía sánguches, alfajores y golosinas, agregándole
ruidos al viaje, esos ruidos que me asustaban en la infancia. Traté de aislarme
del bullicio y volví a arrepentirme de mi romántica decisión, aunque el viaje de regreso estaba previsto hacerlo de
otra manera. Abrí las páginas de un libro de cuentos de Felisberto Hernández
que me habían regalado mi amiga Graciela: “Léelo es un escritor uruguayo de
principios del siglo XX, te va a gustar”, me había dicho.
El
sol del atardecer atravesaba el interior del vagón como una daga anaranjada. Me
dieron ganas bostezar y estiré los brazos tratando de no molestar a mi
compañera de asiento y de pronto volví a escuchar esa voz cálida que despertara
mi curiosidad: “Soy Ayelen, la mujer de tu padre. Él esta muy enfermo y me
pidió que te invitara a pasar la navidad, quiere verte antes de morir”, había
dicho por teléfono días antes. Era una voz joven, aunque algo ronca, quizás
atragantada por palabras no dichas, como la mi madre. Primero creí que era otra
de las tantas mentiras de mi padre y prometí contestarle más tarde. Me dio un
número de teléfono que anoté en mi libreta demorando la charla para seguir escuchándola.
Creo que esa voz pudo más que las ganas de reencontrarme con el viejo a quien
no veía desde la guerra de Malvinas. Más tarde llamé al número y me atendió
otra mujer que prometió transmitirle la noticia de mi llegada. Tal vez era
cierto lo su enfermedad y no quería desaprovechar la oportunidad de verlo por
última vez y creerle.
Las
luces del tren se encendieron anunciando la noche cuando el mozo del salón comedor
pasó invitando al primer turno de la cena. Cerré el libro y lo guarde junto al
apoyabrazos. Pensaba ir a comer mas tarde, después que el tren se detuviera en
Olavarría. Me levante del asiento y fui al descanso donde se enganchan ambos
vagones, prendí un cigarrillo y lo fume entre las manos. El paisaje encendido
de pequeñas lamparitas brillaba a lo lejos y recordé las navidades de mi niñez
cuando toda la familia se reunía en la casa de mis abuelos. Allí estaban mis
padres juntos, mi hermana desaparecida, mis tíos, mis primos y los regalos que
traía algún tío disfrazado de Papa Noel.
Volví
al asiento, la señora de al lado se había puesto a tejer, el nene de enfrente
lloraba en los brazos de la madre que le hacía palmadas en la cola, el marido
se comía las uñas. Las hermanas habían cambiado sus lugares y charlaban sobre
una telenovela. El gaucho dormía sobre el hombro del pibe que seguía con los
auriculares puestos. Las parejitas de atrás estaban dale que dale con los
arrumacos. Algunas mujeres seguían luchando con sus críos mientras le pedían
ayuda a sus parejas.
“No
vayas, no seas boludo, te va a cagar otra vez”, había dicho mi hermano mayor
cuando le conté lo ocurrido. “No le creas esa historia del héroe, si algo de
grande es el viejo es que es un gran hijo de puta”. Sabía que tenía razón pero
a esta altura de mi vida necesitaba de ese encuentro, quería saldar las cuentas
pendientes, terminar de una vez y para siempre con esa historia inconclusa y
perdonarlo como me lo había pedido mi madre.
El
tren se fue deteniendo en el medio de la ciudad de Olavarría y me baje para
estirar las piernas, fui al baño de la estación, compre cigarrillos y un
paquete de galletitas Tita. Pensé en mis hijos, la nena viviendo en París, el
menor enseñando antropología en la Universidad de México y el más grande con su
mujer y mis nietas, acompañando a su madre en un lugar la costa. El viaje hacia
la última navidad con mi padre había comenzado.
Escuché
la campana de la estación que anunciaba la partida del tren y subí despacio
haciendo tiempo para que los pocos pasajeros que descendieron se acomodaran. El
silencio del vagón llamó mi atención, la mayoría de los chicos dormían
desparramados entre las piernas de sus padres. Yo busqué mi bolso en el
portaequipaje y saqué un abrigo para pasar la noche a través del desierto frío.
Mi vecina dormía con un leve ronquido y decidí ir al vagón comedor, quería que
el tiempo pasara rápido, que la noche no fuera tan interminable como todas las
noches desde que ella se fue.
En
el salón había pocas personas: una pareja mayor, una mujer rubia de unos 50
años, un hombre peinado con gomina que parecía militar y un cura medio pelado
con la nariz colorada por el viento del sur y por el alcohol, pensé. Elegí
comer un plato de fiambre con ensalada rusa y pedí una copa de vino tinto.
Mientras comía lentamente traté cruzar alguna mirada con la mujer rubia pero
ella las esquivó una por una. La pareja comía en silencio y observe que el cura
buscaba charlar conmigo desde una mesa cercana, me hizo recordar mis años en
colegio religioso. Los comensales se fueron yendo y me quede hasta la hora en
que cerraba el comedor.
Volví
a mi asiento con la misma inquietud que me asaltaba cada vez que viajaba de noche,
mis fantasmas salían a pasear y yo me volvía a encontrar con ellos. En el vagón
estaban las luces apagadas aunque la oscuridad se desvanecía a través de las
ventanillas donde se cruzaban los destellos de la luna. Me puse el abrigo antes
de sentarme y me entregué a la noche escuchando el traqueteo del tren. “Cinco
pesos poca plata, cinco pesos poca plata, cinco pesos poca plata…” decía mi
madre imitando el andar sobre las vías mientras me acariciaba la frente cuando
estaba enfermo.
Cerré
los ojos y me interné en mi propio viaje, ese que inicio cada tanto después de
una pérdida. “Sos un tipo muy sensible para mi y vos sabés…”, habían sido las
palabras de Marta que golpeaban mis oídos. Mi vida amorosa ha sido un camino de
desencuentros, me dije, y pensé en la muerte como una mujer a la que me
entregaría para siempre.
Abrí
los ojos en la penumbra, mis compañeros de viaje dormían sin compasión y los
envidié. La mujer de al lado roncaba con sonidos irregulares que podía adivinar
siguiendo la secuencia, la empujé suavemente y por un rato hizo silencio hasta
que reanudó su rutina con mayor intensidad. Me levante y salí al descanso para
fumar un cigarrillo, el olor del aire fresco me hizo suponer que estábamos
cerca del mar, faltaban dos estaciones para llegar a San Antonio Oeste y
después de cruzar el río Colorado habríamos ingresado en la Patagonia. Volví a
mi asiento y tomé una pastilla para dormir.
Cuando
desperté estaba en Ingeniero Jacobachi, recién amanecía y hacía frío. Bajé con
cuidado los escalones del vagón y me dirigí al otro andén donde me esperaba La
Trochita, el viejo y famoso tren bautizado así por el pequeño tamaño de los
ejes y la máquina a vapor que parecía un juguete. Era el último tramo del
viaje, miré el reloj y calculé que estaría allí cerca de la media tarde. Los
pocos pasajeros que hicieron el trasbordo se acomodaron en los estrechos
asientos. Una gran estufa a leña que se encendía en el invierno estaba erguida
la mitad del vagón y me senté junto a ella. El guarda agitó su pañuelo verde y
el tren arrancó con el menor esfuerzo.
Desayuné
con un café y unas medialunas que era parte del servicio mirando el paisaje de
horizontes montañosos. Estaba muy cansado y me dolía todo el cuerpo pero a la
vez estaba satisfecho con la decisión tomada. Quería de soltar parte de mi
pasado y cerrar una etapa de mi vida para empezar a recorrer nuevos caminos.
Saqué la libreta de apuntes del bolsillo interior de la campera y me dedique a
anotar puntualmente las cuestiones que quería hablar con el viejo, esta vez no
debía olvidarme de ninguna ni tampoco quería dejarme envolver con su discurso
delirante para irme con las manos vacías.
Me
recliné sobre el respaldo del asiento y escuché nuevamente las palabras de
Ayelen, “Te vamos a esperar a la estación, tu padre me dijo que eras igual a
él”. ¿Quienes me van a esperar?, si el viejo debe estar postrado en una cama,
pensé. Su voz volvió a replicar en mis oídos, esta vez menos ronca y más
cálida. No podía imaginar cómo sería esa joven mujer junto a mi padre, aunque
había conocido a muchas de ellas y todas, a mí entender, muy felices a su lado.
En
la medida que el tren avanzaba escupiendo humo y chirridos en cada cuesta mi
ansiedad iba aumentando. “La suerte está echada”, me dije, es hora de enfrentar
la batalla. En una de las estaciones del recorrido me baje y compré unas
empanadas a unas señoras que las ofrecían y aproveché para fumar otro
cigarrillo. El pequeño pueblo construido alrededor de las vías, esperaba la
llegada del tren como un festejo, era el principal el acontecimiento del día.
Allí se descargaban correspondencia, productos alimenticios, medicinas y alguno
que otro electrodoméstico. Llamaba la atención las casas de techo bajo, las
ventanas al ras del suelo y las puertas casi enterradas para cuidarse del
fuerte viento.
El
tren partió nuevamente y me dejé dormitar en el asiento acariciado por un sol
brillante un largo tiempo. Sin darme cuenta sentí que la máquina a vapor hacía
sonar su aviso de arribo, miré la hora, eran las cuatro de la tarde. Me asomé
por la ventanilla y vi a una muchedumbre esperando en ambas orillas de las vías
de Ñorquinco. No podía suponer que yo sería el protagonista del tal
recibimiento. Cuando el tren se detuvo la gente rodeó los vagones y pude ver un
cartel pintado sobre una gran lona que decía BIENVENIDO DOCTOR ALESSANDRO y mas
abajo COMUNIDAD MAPUCHE, y se me arrugó el corazón.
Baje
del tren, mis piernas temblaban y una mujer morocha de rasgos aindiados mucho
mas joven que yo se acercó blandiendo una sonrisa. “Soy Ayelen”, dijo, y me
abrazó como una madre. “Tu padre te está esperando”. Yo no sabía todavía la
dimensión de lo que estaba ocurriendo. Saludé a todos agradeciéndole la
bienvenida y apretando las manos de los más cercanos, en la emoción me largué a
llorar como una criatura y me senté en un banco de madera para recuperarme, una
mujer me trajo un vaso con agua.
En
el camino hasta casa, Ayelen me contó de la obra realizada por mi padre a favor
de la comunidad Mapuche. “Ahora nos respetan, él nos enseñó a pelear por lo que
es nuestro”, dijo mientras me tomaba del brazo. Caminé los últimos metros
invadido por la confusión y la desconfianza, no podía separar al padre cruel
que nos abandonó cuando éramos chicos de éste otro generoso y benefactor, .
Cuando
entré a la casa de adobe reconocí el olor de mi padre. “Estoy aquí, vení” me
acerqué detrás de un improvisado biombo y allí estaba, acostado de espaldas
sobre una rústica cama. “Hijo mio, tanto tiempo ha pasado”, me senté junto a su
cuerpo y nos abrazamos largamente. “Tengo tres días para quedarme”, dije.
Durante
esos días pude decirle lo que tenía callado sin necesidad de recurrir a mi
libreta de apuntes. Él habló entre los dolores del cáncer, con la sinceridad de
quien esta plantado frente a la muerte. A veces caía en un sueño profundo y yo
salía de la casa a caminar por el pueblo que tanto lo quería. Ayelen lo atendió
con la devoción de una mujer que ama. La noche de Navidad, antes de morir, me
entrego un paquete de las cartas que no se animó a enviar. “Leelas después...”
Los funerales se hicieron con el rito Mapuche y fue enterrado entre los suyos.
“Tal
vez vuelva para las Pascuas” le dije a Ayelen sin convicción, antes de partir.
Estaba triste pero en paz, mi padre había reparado sus daños en ese lejano
lugar, porque a veces el perdón no es suficiente.
Volví
a Jacobachi en una camioneta de la municipalidad. En el viaje de vuelta leí las
cartas que me había entregado el viejo y las fui soltando una por una sobre los
durmientes del riel.