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Alain Badiou
El poeta, el poema, la poesía Alain
Badiou
Pero ya
obsoleta a fines del siglo XIX, la imagen del poeta guía queda invalidada por
completo en la centuria siguiente. En la estirpe de Mallarmé, el siglo XX funda
otra figura, la del poeta como excepción secreta actuante, preservación del
pensamiento perdido. El poeta es el protector, en la lengua, de una apertura
olvidada; es como dice Heidegger, el "custodio de lo abierto".
El poeta,
ignorado, monta guardia contra el extravío. Persistimos, desde luego, en la obsesión
por lo real. Porque el poeta garantiza que la lengua conserve el poder de
nombrarlo. Tal es su "acción restringida", que sigue siendo una
función muy elevada.
El arte,
en el siglo, tiene el papel de unir. No se trata de una unidad masiva sino de
una fraternidad íntima, una mano que se une a otra, una rodilla que toca otra.
De lograr su cometido, el arte nos preserva de tres dramas.
a) El de
la pesadez y el encierro. Es el principio de libertad del poema, único que
puede sacar al siglo de su prisión, que es el propio siglo. El poema tiene el
poder de arrancar al siglo del siglo.
b) El de
la pasividad, de la tristeza humana. Sin la unidad prescripta por el poema, la
ola de tristeza nos hace tambalear. Hay, entonces, un principio de alegría del
poema, un principio activo.
c) El de
la traición, la herida al acecho, el veneno. El siglo también es la tentación
del pecado absoluto, consistente en abandonarse sin resistencia a lo real del
tiempo. "Ritmo de oro" quiere decir: sentirse tentado por el siglo
mismo, por su cadencia, y por lo tanto aceptar sin mediación la violencia, la
pasión de lo real.
Contra
todo esto sólo tenemos la flauta del arte. Se trata sin duda del principio de
coraje de toda empresa de pensamiento: ser de su tiempo, mediante una manera
inaudita de no serlo.
Para
hablar como Nietzsche, tener el coraje de ser intempestivo. Todo verdadero
poema es una "consideración intempestiva".
En el
fondo, ya en 1923 Mandelstam nos dice que con respecto a las violencias del
siglo, y sin retirarse, el poema se instala en la espera. En efecto, no está
consagrado al tiempo, ni es promesa de futuro, ni pura nostalgia. El poema se
mantiene en la espera como tal y crea una subjetividad de la espera: de la
espera como acogida. Puede decir que, si, la primavera volverá y "brotará
el retoño verde", pero que, con un siglo roto sobre las rodillas, seguimos
intentando resistir la ola de la tristeza humana.
Este
siglo ha sido el de una poética de la espera, una poética del umbral. Aunque
este no se franquee, su mantenimiento habrá de significar el poder del poema.”
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