Pierrot
Guy de Maupassant
La
señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas
de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en
público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un
exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo
guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple,
llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a
una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la
casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.
Y
sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose
se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una
desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien
robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas,
contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse
desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre
el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo
iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por
la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos
mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.
Un
agricultor vecino les sugirió: «Deberían tener un perro.» Es verdad; deberían
tener un perro, aunque no fuera nada más que para que les avisara. No un perro
grande ¡no, por Dios! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro grande? Sólo en
comida las arruinaría. Pero sí un perro pequeño (en Normandía se les llama
quin) un pequeño quin que ladrara. Cuando todos se marcharon, la señora Lefèvre
analizó detenidamente la idea del perro. Después de reflexionar, ponía mil
objeciones, aterrorizada al pensar en una escudilla llena de comida; pues era
de esa raza parsimoniosa de señoras del campo que llevan siempre algunos céntimos
en el bolsillo para poder dar limosna ostensiblemente a los pobres de los
caminos y dar en las colectas del domingo. Rose, que adoraba a los animales,
expuso sus razones y las defendió con astucia. Por lo que quedó decidido que
tendrían un perro, un perro muy pequeño. Se pusieron a buscarlo, pero sólo
encontraban perros grandes, que comían hasta hacer temblar. El tendero de
Rolleville tenía uno, pequeño; pero exigía que se le pagaran dos francos para
cubrir los gastos de la crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta
a alimentar a un quin pero que no lo compraría. Y el panadero, que estaba al
corriente del asunto, trajo una mañana en su coche a un extraño animal
amarillo, casi sin patas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y una cola
en trompeta, un verdadero penacho, tan grande como todo el resto del cuerpo.
Uno de sus clientes quería deshacerse de él. La señora Lefèvre encontró muy
hermoso a aquel perrillo inmundo, sobre todo porque no le costaba nada. Rose lo
besó y luego preguntó cómo lo llamaban. El panadero contestó: «Pierrot.»
Lo
instalaron en una antigua caja de jabón, y le ofrecieron agua para beber. Luego
le presentaron un trozo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, inquieta, tuvo
una idea: «Cuando esté bien acostumbrado a la casa, lo dejaremos suelto. Así
encontrará qué comer merodeando por el pueblo.» Lo soltaron, en efecto, lo que
no impidió en absoluto que estuviera hambriento. Además, sólo ladraba para
reclamar su comida; y en ese caso, ladraba con gran insistencia. Todo el mundo
podía entrar en el huerto. Pierrot acudía a acariciar a cada recién llegado y
permanecía mudo. Pese a todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado a él.
Incluso había llegado a quererlo y a darle de su mano, de vez en cuando,
trocitos de pan mojados en la salsa del guiso. Pero no se le había ocurrido
pensar en el impuesto que debería había ocurrido pensar en el impuesto que
debería abonar por el animal, y cuando le reclamaron ocho francos -¡ocho
francos, señora!- por esa birria de quien que ni siquiera ladraba, a punto
estuvo de desmayarse de la impresión.
Y
decidieron de inmediato que debían deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. Todos
los habitantes, a diez leguas a la redonda, lo rechazaron. Entonces, a falta de
mejor solución, resolvieron que le harían «piquer du mas». «Piquer du mas»,
«comer marga». Se les hacía «piquer du mas» a los perros de los que sus amos
querían deshacerse. En mitad de una amplia llanura, se veía una especie de
choza o más bien, un pequeño techo de paja, colocado sobre el suelo. Era la
entrada al margal. Un pozo, completamente perpendicular, se introduce hasta
veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de
mina. Sólo bajan a esta cantera una vez al año, en la época en la que se abonan
las tierras con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio para los perros
condenados; y con frecuencia, cuando se pasa cerca de aquel agujero, llegan
hasta los oídos del caminante alaridos quejumbrosos, ladridos furiosos o
desesperados, llamadas lamentables. Los perros de los cazadores y de los
pastores huyen despavoridos de los alrededores de ese agujero que gime; y,
cuando alguien se inclina sobre él, percibe un repugnante hedor de podredumbre.
Allí se desarrollan terribles dramas en la oscuridad. Cuando un animal agoniza
después de diez o doce días en el interior, alimentado por los restos inmundos
de sus predecesores, un nuevo animal, más grueso, más fuerte sin duda, es
lanzado de repente. Allí se encuentran los dos, solos, hambrientos, con los
ojos brillantes. Se miran, se persiguen, dudan, ansiosos. Pero el hambre los
apremia; se atacan, luchan durante mucho tiempo encarnizadamente; y el más
fuerte se come al más débil, lo devora vivo.
Cuando
estuvo decidido que le harían «piquer du mas» a Pierrot, buscaron un ejecutor.
El picapedrero que binaba la carretera pidió cincuenta céntimos por hacerlo.
Eso le pareció locamente exagerado a la señora Lefèvre. El peón del vecino se
contentaba con veinticinco; pero aún era demasiado; y como Rose había hecho
observar que más valía que ellas mismas lo llevaran, porque así no lo
maltratarían por el camino y no le harían sospechar al animal lo que le
esperaba, decidieron que lo harían las dos, al atardecer. Esa tarde le ofrecieron
una buena sopa con un dedo de mantequilla. Se tragó hasta la última gota; y
cuando removía la cola de alegría, Rose lo cogió y lo envolvió en su mandil.
Iban dando zancadas, como merodeadoras, a través de la llanura. Pronto vieron
el margal y llegaron a él; la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si no
gemía ningún animal. -No- no había ninguno; Pierrot estaría solo. Entonces
Rose, que lloraba, lo besó y lo lanzó al agujero; las dos se inclinaron con el
oído atento. Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo y
desgarrador de un animal herido, luego una sucesión de pequeños gritos de
dolor, luego llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba, con la
cabeza levantada hacia la abertura. Ladraba , ¡oh! ¡cómo ladraba! Sintieron
remordimientos, pavor, miedo inexplicable y loco, y escaparon corriendo. Como
Rose iba más rápida, la señora Lefèvre le gritaba: «¡Espéreme, Rose, espéreme!»
Pasó
la noche en medio de horribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se
sentaba a la mesa para comer, y que, al destapar la sopera, aparecía Pierrot
dentro, que se lanzaba hacia ella y le mordía la nariz. Se despertó y creyó
oírlo ladrar. Prestó atención; se había equivocado. Se durmió de nuevo y, en
sueños, se encontró en una amplia carretera, una carretera interminable. De
pronto, en mitad del camino, vio una cesta, una gran cesta de campesino
abandonada que le infundía miedo. Terminaba, no obstante, por abrirla, y Pierrot,
escondido en el interior, le agarraba la mano y no se la soltaba; y ella echaba
a correr despavorida, llevando al extremo del brazo el perro colgando, con los
dientes bien apretados.
Por
la mañana temprano, se levantó medio loca, y acudió corriendo al margal.
Ladraba; ladraba aún, había estado ladrando durante toda la noche. Entonces
ella se puso a llorar y lo llamaba con mil nombres cariñosos. Él respondía con
todas las inflexiones tiernas de su voz de perro. Quiso volver a verlo, prometiendo
hacerlo feliz hasta su muerte. Corrió a casa del pocero encargado de la
extracción de la marga, y le contó su caso. El hombre escuchaba sin decir nada.
Cuando la señora terminó, dijo: «¿Quiere sacar a su perro? Le costará cuatro
francos.» Ella se sobresaltó y todo su dolor se esfumó de repente. «¡Cuatro
francos! ¡se dejaría morir! ¡cuatro francos!» Pero él añadió: «¿Cree que voy a
coger mis sogas, mis manivelas, voy a instalarlo todo, e ir allí con mi chico y
dejarme morder por su maldito perro, sólo por el gusto de devolvérselo? No
haberlo tirado.» Se marchó indignada. - ¡Cuatro francos! Cuando regresó a casa
llamó a Rose y le dio cuenta de las pretensiones del pocero. Rose, resignada,
repetía: «¡Cuatro francos! es mucho dinero, señora.»
Más
tarde propuso: «¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se
muera?» La señora Lefèvre aceptó, contenta; y ahí las tienen, en marcha, con un
gran pedazo de pan untado con mantequilla. Lo partieron en trocitos que
lanzaban uno tras otro, hablándole por turnos a Pierrot. En cuanto el perro se
tragaba un trozo, ladraba para reclamar el siguiente. Regresaron por la noche,
y al día siguiente, y todos los días. Pero sólo hacían un viaje.
Y
sucedió que, una mañana, en el momento de dejar caer el primer bocado oyeron de
pronto un formidable ladrido en el interior del pozo. ¡Había dos! ¡habían
arrojado otro perro, otro grande! Rose llamó: «¡Pierrot!» y éste ladró.
Entonces se pusieron a arrojarle la comida; pero, a cada trozo, percibían una
terrible pelea seguida de los gritos quejumbrosos de Pierrot, mordido por su
compañero que se lo comía todo, pues era el más fuerte. De nada les servía
especificar: «¡Esto es para ti, Pierrot!». Pues Pierrot, evidentemente, no
obtenía nada. Las dos mujeres, sobrecogidas, se miraron; y la señora Lefèvre
dijo con tono desabrido: «Yo no puedo alimentar a todos los perros que arrojen
aquí dentro. Tendremos que renunciar.» Y, sofocada al pensar en todos aquellos
perros viviendo a sus expensas, se marchó, llevándose el resto del pan, que
empezó a comerse mientras caminaba. Rose la siguió limpiándose los ojos con una
punta de su mandil azul.