martes, 25 de diciembre de 2018

Carlos Margiotta



Aquella tarde  
Carlos Margiotta

Mientras desciendo las escaleras de la estación Once del subte H, recuerdo el rostro con sus grandes ojos y las palabras de mi madre como hace dos años en este mismo lugar. Aquel día me había despertado a las cuatro de la mañana angustiado por una pesadilla: ¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!!, gritaba.  Me llevó un tiempo darme cuenta de lo que había ocurrido. Mi madre había fallecido hacía varios años en un accidente en la estación Hospitales de la misma línea, y yo me había mudado hacía pocos días a un departamentito de la calle Cabrera.  En el sueño, unos hombres armados venían a buscarme y yo escapaba a los saltos por las azoteas del barrio hasta que finalmente me atrapaban y me llevaban atado en un Falcón verde hasta una habitación oscura. Me sentaron desnudo debajo de una gran lámpara, y cuando empezaron a torturarme pasándome la picana eléctrica, me desperté acorralado por el dolor llamando a mi madre. En los días siguientes pensé que el origen de lo soñado tenía que ver con temas que me preocupaban en ese momento: algunos problemas económicos, hacía poco me había separado de mi mujer y tenía fecha para operarme de mi vesícula perezosa.  No sé porque ahora puedo ponerlo en palabras, quizás por  el tiempo transcurrido hasta el presente, o porque he perdido el miedo de contarlo. Hoy como ayer tendré que hacer el mismo viaje en subte hacia la estación Caseros para visitar al mismo cliente que me debía un dinero por unas mercaderías. Entonces lo inexplicable y maravilloso ocurrió allí, debajo de la tierra, en las entrañas de Buenos Aires, donde otras almas transitan sus vidas a nuestro lado sin darnos cuenta.  Hoy, mi ansiedad crece cuando pienso que ella podría estar en el vagón sentada en el mismo lugar y esta vez me animaría a hablarle, y a tomarle la mano para preguntarle ¿Quién sos? ¿Cómo sabías?, mientras sus ojos grandes me inundarían de nuevo con su mirada tierna.  Aquella tarde esperé en el andén con cierta inquietud, “CON DEMORAS” decía el cartel en la entrada a los molinetes. Linda y moderna arquitectura la de la estación pero con viejos trenes, pensé. Unos adolescentes del colegio secundario coqueteaban entre ellos, se empujaban y hacían morisquetas en una eterna escena de seducción poniendo incómodos a muchos pasajeros. Cerca mío una anciana cargaba con una bolsa llena de ropa comprada en los puestos callejeros de la recova, tres hombres se paseaban inquietos por la tardanza, una monja acompañaba a un discapacitado, una madre hamacaba a su bebé en brazos, dos chiquilines al cuidado de un abuelo corrían sin detenerse y mucha gente seguía bajando por la combinación con la línea A. Finalmente subimos apretados al tren, la mayoría de los pasajeros estaban con el celular en la mano extasiados en su intimidad, algunos me rozaban con sus mochilas voluminosas, otros trataban de sostenerse de pie mientras el vagón se tambaleaba en cualquier curva, y el olor a encierro complicaba mi respiración. Entonces fue que la ví sentada en el final del tren. Era joven y bonita, como esas criollas con la piel soleada y suave. La chica (¿23 años?) llamaba la atención de los hombres y su apariencia me resultaba familiar, sin dudas la conocida pero no recordaba de donde.  Ella levantó la vista y dio con mis ojos, sostuvimos las miradas un rato como si nos volviéramos a encontrar después de mucho tiempo. Andábamos buscando, pensé.  Me dio vergüenza sentirme tan atraído por una mujer tan joven que podría ser mi hija pero insistí con el deseo de mirarla. Note que a ella no le molestaba sentirse seducida por hombre mayor, por el contrario empezó a sonreírme con sus labios grandes como un fruta colorada. En un momento llegue a imaginar que la vida me brindaba otra oportunidad de amar a una mujer y de ser amando sin condiciones. En la medida que el viaje iba llegando a mi destino decidí acercarme a su figura y quedarme hasta que ella se bajara. El vagón se fue desocupando y la intensidad de nuestro encuentro fue creciendo hasta convertirse en una locura que me dió miedo. La ví sacar su celular de la cartera, deslizar su dedo índice sobre la pantalla y escribir un mensaje, después de hacerlo lo guardó en un bolsillo del abrigo, me lanzó un beso con la mano y se paró para bajarse en la estación. En eso sonó mi celular y encontré un mensaje en un número desconocido. “Hijo, estás bien. ¿Me llamastes anoche?”. Marqué de inmediato al número recibido. “No pertenece a un abonado en servicio” dijo la voz.  Levanté la vista y ella ya no estaba, me senté desconcertado y viajé hasta el final del recorrido. Volví a llamar varias veces sin resultado y traté olvidar el encuentro hasta el día de hoy.  Otra vez cuando subí al vagón volvió a sonar mi celular “Hijo, me extrañaste”   

Aníbal Aguirre

POEMAS NORTEÑOS 
gentileza de Aníbal Aguirre

"ZAMBA DE LA BAILARINA"
José Cantero Verni

Suena la zamba y entonces
pollera al aire, tu cuerpo,
entre guitarras y bombos
se agita como un pañuelo.
En cada vuelta tu gracia
que tiene embrujo secreto,
se prende como una brasa
que va quemando en el pecho.
                Estribillo:
Bailarina, flor y canto
zambita de tierra adentro,
la noche se hace romance
bailando en tus ojos negros.
Suena la zamba y entonces
la trenza de tus cabellos,
igual que una primavera
trenzando va cada sueño.
El baile suelta tu encanto

VIAJERA CELESTE
Marta Juarez Tartagal

Recuerdo;
era un tiempo primigenio,
nosotras las mujeres,
como los pájaros, como la luna
habitábamos el cielo.
 
Fue realidad este hecho.
No conocíamos la sangre, su huella
el olor profundo del animal montuno
que resuella en el hombre, en acecho.
Celestes viajeras las mujeres.
Del cielo a la tierra en sogas de chaguar.
Jugando, cantando, bajando subiendo
a los hombres le robábamos la pesca.
Lloró la luna su desventura.
 Unas manos traviesas, las sogas cortaron
y las mujeres en la tierra
por siempre quedamos.

LA ÚLTIMA ASTILLA
Silvestre Saracho

¿Donde están los árboles?
se preguntan los pájaros.
¿Donde la sombra de la corzuela
del tigre, el jabalí?
¿En que lugar se cobijará el viento?
¿En que ramazones descenderán las tormentas
con las bendiciones del cielo, para
que los montes crezcan?
Nunca debiera morir la tosca voz del
coyuyo, para que cada año regrese
desde la raíz al follaje
celebrando con su canto
los dulzores del algarrobal.
El monte entero se está volviendo cenizas
bajo los cielos de Orán.

YO NETZAHUALCOYOTL PREGUNTO
NETZAHUALCOYOLTL1402-1479                                            

Yo Netzahualcoyotl, pregunto:
¿Acaso se vive con la raíz en la tierra?
No para siempre en la tierra, sólo un
poco aquí.
Aunque sea de jade se quiebra.
A sea de oro se rompe.
Aunque el el plumaje sea de quetzal se desgarra. 
No para siempre en la tierra, sólo un
poco aquí.


 

Vicente Antonio Vásquez Bonilla



La encomienda 
Vicente Antonio Vásquez Bonilla

Desiderio se detuvo por un momento frente a una de las entradas de los servicios sanitarios de la Plaza de Armas, en espera de que apareciera su amiga, a quien había citado en ese lugar.
De repente una mujer se le acercó con premura y le dijo:
-Porfa, señor; sostenga mi pato por un ratito, mientras voy al baño, pues estoy que no me aguanto.
Sorprendido y sin tiempo a reaccionar, ya Desiderio sostenía entre sus brazos al ave, mientras la mujer se perdía de su vista al descender por las gradas que conducen a los servicios sanitarios.
-Mira al señor -dijo una joven madre que pasaba por ese populoso lugar, arrastrando a un niño de unos seis años-, que lindo, sacó a pasear a su mascota.
Desiderio esbozó una tonta sonrisa, mientras se sentía ridículo a la vista de todo el mundo. Menos mal -pensó-, que pronto volverá esa impertinente y se llevará a su animalejo.
Un señor que calzaba un terno café y sombrero, al estilo de los años cincuenta del siglo veinte, se le acercó con aparente amabilidad.
-Qué bonito su pato, usté. ¿Lo vende?-. Y le acarició la cabeza al ave, que trató de esquivar la caricia, sin lograrlo.
-No. No es mío. Una señora me lo recomendó por un rato.
-No se haga -le dijo y le guiñó el ojo-, le doy mil dólares por él.
Desiderio vio a su interlocutor con incredulidad. ¡Mil dólares! ¿Se estará burlando de mi? Y se quedó en silencio.
El hombre del terno esperaba la respuesta y al notar la indiferencia del otro, trató de arrebatarle al palmípedo.
En ese momento, el lustrador que aparentaba estar a la espera de clientes, el barrendero que limpiaba el excremento de los cientos de palomas que conviven en la Plaza y el vendedor de números de la lotería, que se encontraban en los alrededores, sacaron sendas armas, ordenaron a los dos hombres que no se movieran y se identificaron como policías de la brigada de antinarcóticos.
Al hombre del terno le decomisaron un revolver y a Desiderio un pato.
Largo sería enumerar todos los pormenores del caso, pero en aras de la brevedad, sólo queda decir que la mujer que hizo la palmípeda encomienda nunca apareció y los dos hombres fueron conducidos a la Delegación de Policía. El pato, que no resultó ser una mansa paloma, sino un mini-mula y bien cargado. Con su carita de no hago nada, llevaba en su interior numerosas capsulas de cocaína.
El pato no pudo demostrar su inocencia, ni que era una inofensiva victima de las circunstancias y además, por ser el único de los tres que estaba fuera de la jurisdicción del Procurador de los Derechos Humanos; en busca de evidencias, fue ejecutado sumariamente y paró en la olla de uno de los jefes policíacos, quien bromeaba diciendo: que era la primera vez que comía carne de mula y que no sabía mal.
Hoy, Desiderio ya libre de cargos, piensa que toda experiencia debe ser aprovechada, pues deja una lección. Lección que él ha aprendido y que, en forma de moraleja, heredará a sus descendientes y de ser posible para aprovechamiento de la humanidad entera: Nunca, pero
nunca, sostengas el pato de una desconocida.

Jorge Castañeda




Para ni padre  
Jorge Castañeda

Oh, padre del desconsuelo! Te veo en tiempo con tus ojos mansos. Te adivino en los acordes de la guitarra despuntando estilos y milongas, austero de gestos y parco de palabras. Guitarra que como las alas de un pájaro tenía una cinta argentina en el diapasón alborotando el sentir de tus silencios.
Te recuerdo en las noches estivales tranquilo bajo la sombra de los álamos mirando las estrellas del cielo transparente del sur. Con tus partidas de taba y el viejo pangaré gargantilla que trajiste con vos desde Choele Choel.
Padre que supiste de prudencias como de pitar largamente el “brasil” para perderte sin apuros ni urgencias en el humo áspero del tabaco negro.
Padre que nunca hablaste mucho porque la vida te dio otras virtudes, yo te recuerdo en el aroma de los alfalfares, de los cardos, del coirón. Pionando en las estancias o a tus anchas en una obra en construcción.
¿Cómo poder ahora que ya no estás y que tanto ha pasado el tiempo decirte cuánto te quise y cuánto te extraño?
¿Cómo poder expresar que hoy lamento no haberme acercado más a tu mundo y hablar de las pequeñas cosas que son las realmente importantes?
¿Cómo no haberme dado cuenta que tu mejor caricia fue tu entrega al trabajo cotidiano para darnos el pan de cada día?
Te recuerdo sentado bajo la sombra del árbol del cielo que alguna vez generosamente plantaste con tus manos.
De tu prudencia y humildad tengo el corazón colmado. Porque nunca buscaste pleitos y nunca pudieron los arrogantes hacerte enojar por banalidades sin importancia.
Por eso a pesar del tiempo transcurrido desde que te marchaste a veces cuando despierto por las mañanas tu recuerdo está presente y ese día tengo la sensación que algo me falta.
Y entonces me figuro que converso con vos y que hablamos, o lo que es mejor nos entendemos sin palabras y así puedo contarte de mis asuntos, de mis sentimientos, de la alegría que tengo por los hijos que son tus nietos, de las pequeñas felicidades que la vida me regala en forma casi cotidiana. Padre que fuiste mi sangre y mi todo.
¿Dónde colocar tantas cosas que tengo para decirte? ¿Qué hacer cuando quiero hablarte y me doy cuenta que ya no estás conmigo?
Padre trajinando con tus amigos las calles de mi ciudad natal de Bahía Blanca, trabajando de albañil con la vianda para almorzar en la obra de construcción ya sea verano o invierno, manejando la vieja moto Puma por las calles del barrio, tomando mate amargo como desayuno por las mañanas.
Padre que cuando tomaste el tren que no quiso saber de regresos porque la muerte te esperaba en la gran ciudad lejos de los tuyos perdí la oportunidad en la estación de Valcheta de decirte: Viejo, te quiero…
Ese tren que te llevó al pago lejano del que no se regresa, a veces pita en mi corazón con sonido de tristeza. Y me acuerdo de vos.
Padre que tan lentamente como viviste de pronto un día aciago que nunca olvidaré tus ojos se quedaron cerrados para siempre lejos de tu casa y yo que no pude decirte adiós


Juana Rosa Schuster



                      
No me ves 
Juana Rosa Schuster


Tengo un grito en la boca
que se pierde por tenebrosos
y oscuros laberintos.
Un grito extraviado
que te va buscando
donde se oculta tu silencio.
Llevo en mis entrañas la derrota
de verme desmembrarme
poco a poco, casi en puntas
de pie, ante el rito inexorable
de esta vida solitaria.
Hubo noches de fantasía
donde tu amor fingido
se rendía ante mi éxtasis.
Jornadas que son olvido
en tu recuerdo.
Hoy mis ojos están
En duermevela
en un desesperado abandono,
y mi súplica es una larga
hilera de reclamos,
como cactus abriéndose en estrella.

Ileana Falconnat




Carta abierta 
a Alfonsina 
Ileana Falconnat

Querida Alfonsina:
En octubre se cumplirán 80 años que decidiste abandonarnos para refugiarte dentro de la casa de cristal en el fondo del mar.
 Cuéntame si es verdad, que el gran pez de oro te saluda todos los días con un ramo rojo de flores de coral, y si el canto de las sirenas logró mitigar el dolor por la enfermedad que hostigaba tu cuerpo.
¿Los habitantes del agua juegan a tu lado, te abrazan, ahuyentan la soledad que aprisionó tu corazón tanto tiempo?
En tus versos soñabas con ser como el mar, bravío, soberbio ya que habías pasado la vida perdonando, amando y sufriendo.
Un último deseo expresado a Manuel Gálvez era que no te olviden… ¡cómo hacerlo! Han pasado casi 80 años y te seguimos extrañando.
Dime Alfonsina, ¿has encontrado nuevos poemas en las profundidades oceánicas? De ser así, te pido un favor: coloca tus escritos en una botella para que navegue hasta las costas marplatenses. Los estaremos esperando con ansiedad.
 Nos abandonaste pero no desapareciste, no moriste. Palpitas cada vez que se leen tus poemas en las plazas, en las escuelas, en las bibliotecas.
Inmortal, amada, única…simplemente: Alfonsina

Jenara García Martín


EL DIVAN 
DE LA PSICOANALISTA  
Jenara García Martín

Se aproximaba la hora de iniciar la consulta y la doctora no llegaba. El diván comenzó a inquietarse, puesto que la llovizna con que había comenzado la tarde se había convertido en una gran tormenta y como se había tomado una semana de vacaciones, él ya estaba aburrido. Si bien las veinticuatro horas del día recorría las paredes del consultorio, esos días que había estado en solitario comenzó a analizar cada objeto y cómo los utilizaba en las sesiones de psicoanálisis. 
En la pared de la derecha de la puerta de entrada había un fichero de metal con tres cajones. El refugio de todos los secretos de los pacientes. Y un sofá con tapiz de un color marrón oscuro que a él no le agradaba. La pared de enfrente a la entrada un cuadro de estilo abstracto,  pintado al óleo en colores fuertes, estridentes (…) Era lo primero que llamaba la atención a cualquiera de los personas que la visitaran, fueran pacientes o no, cuando se sentaban frente a su Escritorio, ubicado cerca de esta pared.  En el vértice de las dos paredes que miraban hacia él, había una lámpara de pié con una débil iluminación que cuando algún paciente se acostaba sobre él,  la luz iba en esa dirección. Y él conocía el motivo del funcionamiento de esta luz y de los otros objetos.  Después de tantos años soportando …
El Escritorio de la Doctora era amplio, siempre con alguna carpeta; una importante agenda: un portalápices; el teléfono. Una lámpara moderna; para ella un sillón giratorio y al frente del Escritorio dos sillas,  también tapizadas.
Para soportar el aburrimiento, el diván comienza a hablar.
La  pared hacia donde debe mirar el paciente cuando se acomoda sobre mí,  está totalmente despejada y pintada de un color ocre claro. Yo soy lo más importante dentro de este consultorio y por lo tanto  también estoy instalado en un lugar preferencial. Siempre con el tapizado bien cuidado y ahora de un color verde indefinido y con tres almohadones de gran tamaño.  Es lógico,  tienen que tener  relación con mis medidas, yo digo exageradas,  pero  hay  pacientes que me necesitan tal como me han creado…en fin…, no tengo derecho a quejarme. Era ya casi la hora crepuscular y bajo esa torrencial lluvia se abrió la puerta y apareció la doctora. En la sala de espera no había pacientes. Las seis cómodas butacas, también tapizadas,  estaban vacías y  en el vestidor, se despojó de la gabardina. Pasó al consultorio, dio  unas vueltas a mi alrededor y como una autómata  se acomodó en su sillón giratorio, sin dejar de observarme,  y con el tono de voz que utilizaba para hablar con los pacientes se dirige a mí: 
-¡Cómo has cambiado en estos días de mi ausencia!  Me agrada tu nuevo tapizado.
-Sí,  es cierto. Pero yo pensé que Usted había dado la orden puesto que vinieron de la fábrica donde Usted compra los tapizados y sin mediar opiniones, ni conmigo, hicieron el cambio de las telas a todos los muebles.
- Sí, tienes razón. Yo dejé las indicaciones. Estoy segura que a los pacientes les va a agradar el cambio. Siempre las novedades agradan y dan pie a iniciar la consulta con más confianza, comenzando con otro tema, que no sean las complicaciones que atormentan sus vidas. Tú, ¿qué opinas? 
-Yo, - contesta el diván – creo que no a todos les gustará el cambio que ha hecho. Pues este verde indefinido… A mi me agradaba más el anterior .Los cuadros y los colores eran más vistosos. Mañana lo observaremos,  pues hoy,  ya no tendrá consulta. ¿ Puedo decirle algo? 
-Cómo no. Dime. 
-He observado que a todo paciente antes de empezar la consulta les dice: ¿quiere tomar algo?  Y veo que no espera a que responda. No entiendo  esa actitud,  – contestó el diván confundido.
-En mi profesión, no hay que permitir que el paciente te domine. Por eso yo, le invito pero no doy lugar a que acepte. Ya le he dado pie para entrar  en consulta y comienzo a darle confianza, diciéndole: le escucho. Puede empezar y  esta frase rompe el hielo entre paciente y profesional.
-Tantos años como llevo en este lugar y no entendía su actitud, pero también la recomiendo que utilice una voz más suave. En este momento recuerdo a una paciente que venía todos los viernes y le contaba que tenía un grave problema y que necesitaba su consejo para resolverlo, y se iba después de haberla escuchado a usted, con un gesto que expresaba contrariedad. Pero al  viernes siguiente volvía y la contaba el mismo  problema y usted  la daba el mismo consejo – sorprendiendo a la doctora con esta narrativa del diván, le pregunta.
-¿De quién hablas?
-Es que no volvió más. Pero tengo  grabado el recuerdo de otra paciente que Ud. también tiene que tenerla presente… Era  rubia. Siempre vestía de amarillo y  traspiraba cuando empezaba la consulta. Yo lo notaba enseguida porque humedecía el almohadón donde apoyaba la cabeza – le aclaró el diván.
-No la tengo presente. ¿Cómo tú la recuerdas con tantos  pacientes que atiendo?. Dame algún dato más.
- Me extraña – respondió el diván. - ¿Cómo se va a olvidar? Se llamaba Daniela. Muy simpática. De ojos celestes. La contaba que tenía dos pretendientes. Un inglés rubio, muy educado,  que quería que fuera con él a las playas del Caribe a pasar unas vacaciones. Y otro que era cubano y tocaba con excelente práctica las maracas, muy divertido,  que también la invitaba a pasar unas vacaciones en el Caribe y no sabía por cual de los dos decidirse y usted la aconsejó.
-¿Qué la aconsejé? Dime.  A pesar de tus datos aún no la recuerdo.
-Usted le aconsejó que aceptará viajar una semana con cada uno y así podía conocerlos mejor. Y se fue complacida con su consejo. – respondió el diván sonriendo.
-Sí, ahora la recuerdo bien Asistió a varias sesiones. Me confundía escuchar  las relaciones que tenía con ellos. No negarás que eran relaciones peligrosas…
-Pero yo observé que se despidió de usted, agradeciéndola su consejo. Por lo tanto déjeme que la diga que habrá  aceptado su advertencia, puesto que no ha vuelto a ninguna sesión más. A la que pienso que no la ha ido bien  en sus vacaciones, es a Usted.  Hoy no ha tenido consulta. Cuando ha llegado se ha tomado un vasito de ese licor que tiene en el cajón del escritorio. No ha dejado de contemplar el cuadro de la pared. Obersvo en su semblante y en su mirada que no ha regresado feliz.
-No te permito. No seas atrevido. Se supone que tu misión es oír, ver y callar.
-En este caso me va a permitir que la diga, que la atrevida fue Usted. ¿Mira que pensar en buscarse un rubio y un cubano para pasar una semana de vacaciones? Yo adiviné su pensamiento. – Fue la acotación del diván en un tono imperativo.
-No fue así. Yo viajé pensando en que podía tener la suerte de encontrar en la playa  a un rubio simpático,  educado y divertirme. Sabes que hace mucho que no salgo de vacaciones. Escucha ahora y guardarás el secreto. No encontré a ningún acompañante con estas características por más  que recorrí playas y hasta algún lugar con ambiente carioca,  con una compañera del hotel. Y un día ya aburrida, ¿sabes lo qué hice? Mme fui a un lugar nocturno que se bailaba tango y bailé…, y bailé tangos con un argentino que me acompañó los dos últimos días que los disfruté como nunca había pensado,   y me prometió salir a despedirme al aeropuerto el día que regresaba a Buenos Aires,  pero tuve que subir al avión sin que nadie me deseara “buen viaje”.  Este relato fue una descarga mental que necesitaba hacerlo con un colega  y mira con quien he mantenido la consulta.  “Contigo,  que  al parecer,  sabes de todo…”
Y el diván observó que se la habían humedecido los párpados, y se propuso consolarla. Y sin ningún  reparo, la dijo  autoritario: 
- Acomódese: ”hoy será mi paciente”: el argentino LA PLANTÓ. Yo la aconsejo que no trate de imitar a ninguno de sus pacientes.  Siga aconsejando y diagnosticando, pero no vuelva a cruzar esa línea que existe  entre  la psicoanalista y el paciente. No llore más. Yo que llevo tantos años siendo testigo de los problemas que  esconde la mente humana, ”SE POR QUÉ SE LO DIGO…”


Joan Mateu

Cuentos breves 
Joan Mateu

Hojas muertas 

Cuando amaneció, el bosque era un gran cementerio. Nadie sabía el motivo de tanta mortandad. Los árboles estaban caídos unos sobre otros en una informe montaña de cadáveres. Hablaban de una guerra nuclear, algunos de un ataque con pesticidas, otros simplemente se horrorizaban en silencio.
Sin embargo todo el mundo sabía que eso podía pasar porque año tras año, el bosque iba avisando. Cada otoño las hojas caían de los árboles dejándolos desnudos. Era el cementerio de las hojas muertas. Era el aviso. Sólo era cuestión de tiempo que también los árboles murieran.

Crítica literaria

Sus cuentos son sencillos, sugerentes y fáciles de leer. Tienen algunos errores ortográficos que deben ser debidos a la prisa en escribirlos y algún defecto de forma, pero eso no quita la calidad que subyace. El desarrollo de la historia a veces se complica en cuanto que mezcla acciones actuales con cosas pasadas en tiempos anteriores, pero debe tratarse de una licencia que adopta. A mí, personalmente me gustan, aunque los personajes no son creíbles y se complica mezclando historias de varios a la vez que son inconexos. Podría ponerle “peros” a los argumentos que a veces pecan de poco cuidados y no se entienden del todo, pero en líneas generales no están mal. Es cierto que parece que haya algún plagio en alguno de ellos, pero sinceramente, a mí no me disgustan en general. Son leíbles. Bueno, que tampoco hay que ser demasiado exigentes…

El regreso del montañero 

Después de aquella expedición de tres meses y medio regresaba a casa con unas ganas enormes de hacerle el amor. Los días pasados en lo alto de la montaña y los esfuerzos realizados, lejos de haberle debilitado, parecía que habían actuado de reconstituyente, sintiéndose pletórico y ansioso. Cada noche había soñado que la tenía en sus brazos con tal intensidad que por las mañanas parecía que notaba su olor.
Nada más llegar a aeropuerto la llamó y anunciándole su llegada le gritó al teléfono, deletreando con voz estentórea, "PRE-PA-RA-TE". Ella lo recibió en salón, al cabo de veinticinco minutos, con una taza humeante en su mano derecha.
El mensaje en la botella   
Las olas llevaron a la playa aquella botella con el mensaje en su interior. Con mucho cuidado consiguió sacar el papel de dentro y lo leyó:
“¡Socorro! Estoy perdido en una isla desierta. Llevo más de un año tirando botellas al mar con mensajes y estoy desesperado porque el mar me las devuelve”
Con parsimonia garabateó unas palabras en el mismo papel. Lo enrolló y metiéndolo dentro de la botella la tiró al mar lo más lejos que pudo.
Añadió: “Te entiendo, a mí me pasa lo mismo”

Los hombres con alas 
 
No se sabe si fue producto de una mutación hormonal o quizás fue una variación del ADN en algún experimento poco controlado, la cuestión es que empezaron a ser habituales los nacimientos de hombres con alas.
Esto creó confusionismo y también envidias. Las facilidades de desplazamiento, la nula polución y los ahorros en viajes, fueron factores determinantes para que se fueran introduciendo rápidamente en la sociedad.
El hecho de que cada día hubiera más hombres con esta característica, hizo temer una dominación de los alados, lo que creó temores en el resto de la población. Sin embargo todo se solucionó cuando se pusieron de moda los colchones de plumas.



Viviana Walczak



Augusto 
Viviana Walczak

El viento soplaba fuerte y sus ráfagas parecían querer arrebatarle el gorro que, con dificultad, intentaba sostener con una de sus manos porque con la otra, aferraba la cartera y el paraguas. Cruzó con rapidez la avenida y se introdujo en el edificio de oficinas donde trabajaba desde hacía tiempo. Le faltaban pocos años para jubilarse y por ese motivo, tenía sensaciones contradictorias. Sentía alivio por la calma que traería la vida ociosa pero también percibía la angustia de la cercana vejez no sólo por el deterioro físico, sino porque presentía la indiferencia con la que la rodearían sus congéneres. 
Lo sabía no porque fuese inteligente o intuitiva, sino porque había experimentado el doloroso abandono que habían padecido por parte de sus semejantes, sus abuelos, sus tíos y sus padres. Fernanda era la única hija de un matrimonio mayor y tuvo que hacer innumerables peripecias para atenderlos de la mejor manera posible. Había nacido en un hogar humilde y no contaba con los medios necesarios para obtener ayuda. Fue el único sustento moral y económico de sus progenitores hasta que el destino los separó. Sabía que pertenecía a la porción del mapa donde se vituperaba a los ancianos y que se encontraba a distancias siderales del respeto y la devoción que en el otro lado del continente, en Oriente, se profesaba desde tiempo inmemorial a los mayores. En su tierra, la mayor parte de la sociedad estaba compuesta por una mixtura de razas que habían parido a gente débil, de carácter sumiso que no sabían rebelarse contra las injusticias y que, en el fuero íntimo, rehusaban verse en el espejo de la propia finitud. Comprobando el abandono por el que transitaban los viejos trató, dentro de sus limitadas posibilidades, de ayudarlos. Recorría, incansable, geriátricos y asilos, brindándoles su compañía y su enorme caudal de afecto. Los fines de semana se divertía preparando panecillos, empanadas y tortas. Apenas llegaba, comenzaba a sacar de su cesta, como un mago de su galera, dulces, fotos y refrescantes colonias. Cada cual, esperaba con ansiedad su paquete sorpresa: José, algún libro de historia, Ana, sus revistas, Ofelia, su talco favorito… Después, se apoltronaban en el jardín de invierno y la nostalgia impregnaba el ambiente de lejanas remembranzas. Desfilaban nombres, recuerdos, fechas e historias de hijos ausentes y nietos ocupados. 
Luego, Fernanda les resumía los sucesos diarios y les pedía los consejos que añoraba y que, la mayoría, le brindaban con asombrosa lucidez. A veces, les hablaba de su infancia, de su juventud, de sus estudios truncos o de sus fugaces romances y del motivo por el cual no había podido encontrar al hombre ideal. Durante las largas tertulias, les hablaba sobre sus romances inconclusos. Les contaba cómo había conocido a Heriberto, el fugaz encuentro con el orgulloso Atilio y cómo se había alejado de Plácido, después de un extenso noviazgo, al descubrir sus infidelidades. Los gerontes escuchaban, airados, cómo se engrosaba la lista amorosa de varones narcisistas, celosos, egoístas, autoritarios, exhibicionistas y demandantes. Resignados, comprendían las razones por las cuales había abandonado su infructuosa búsqueda y porqué ellos eran el paliativo de sus horas vacías. Fue por ese entonces que Augusto apareció en la vida de Fernanda. Al principio, lo miró con recelo pero, al poco tiempo, tuvo que admitir que había logrado conquistar su corazón. Era alegre, leal, compañero, afectuoso y vivía para demostrarle su amor. Tenía un sinfín de atributos y, además, siempre la acompañaba, atento, con su bella y y profunda mirada. Era dueño de los ojos más hermosos que jamás había visto. Un perfecto círculo oscuro rodeaba las glaucas pupilas que, según el reflejo de la luz, mostraban imperceptibles destellos dorados. Cuando salió de la oficina, se apagaba la tarde y hacía mucho frío. Aunque estaba cansada, tuvo la sensación irrefrenable de ir a visitar a sus adorados viejitos. En el trayecto, compró un chocolate para Ofelia, por quien sentía una ternura y un agradecimiento especial. La anciana le había devuelto la sonrisa y la alegría de vivir al regalarle, antes de alojarse en el geriátrico, a su encantador gato Augusto.


Silvia Bennoun


                                      Piso 15  

Silvia Bennoun


Tomó el ascensor en planta baja luego de esperarlo un largo rato.  Tantos pisos, tantas oficinas, tantos  consultorios. Cada vez se hacía más tedioso el llegar a casa.  No tenía nada de atractivo. 
La recibía su perro, saltando y moviendo la cola. El único afecto incondicional, pensó, mientras lo abrazaba y acariciaba con la ternura que le desbordada la piel.  El representaba la esperanza de amor, lo que alguna vez fue una ilusión. Puso música como todas las noches. Suavemente comenzaba a entrar en ese mundo de fantasía donde todo era posible. No podía evitar ese dolor que se hacía cada vez más fuerte y que la sorprendía llorando durante el día, mientras trabajaba con un mundo de gente y con su propia soledad. 
Recordó que no había comido. En realidad no era raro eso. Ya ni ganas tenía desde que él dejó de entrelazar  sus dedos con sus manos.  Y su corazón dejó de palpitar. 
La mirada se clavó en las luces y saltó del asiento para buscar algo de comer. De golpe sintió que el viento que entró por la ventana de esa sala, casi sin luz, secuestraba la magia y se quedaba sin nada. El supermercado estaba abierto todavía.  Se puso el saco y salió. Esperar nuevamente el ascensor, pensó. Se abrió la puerta y sus  miradas se juntaron acortando la distancia. Él  vivía en el piso 15 y era la primera vez que coincidían allí. 
El perfume en su piel inundaba el lugar. La cercanía le erizaba la piel. Había algo, algo había penetrado sus sentidos y destapado eso que ni siquiera ella sabía que tenía. Qué fácil sería enamorarse de ese hombre, pensó. Por primera vez no se le hizo interminable estar en el ascensor. Podría haber permanecido allí toda la vida.  Con esos dulces ojos, con ese perfume. Sólo podía sentir con todo el cuerpo, pero no pudo emitir palabra. Por Suerte, nadie  percibía lo que pronto comenzó a saber. 
Mientras se alejaba del ascensor casi sin mirarlo para no chocar con sus ojos grises, sintió que volvía a vivir. 
Linda mirada, lindo cuerpo, tampoco pasó desapercibida para él.  La vio desaparecer en un momento.  Qué fácil sería enamorarse de ella, pensó,  mientras encendía el último cigarrillo del día.


Marta Zabaleta



                                      Señora  
Marta Zabaleta
                                                                                                
                          Dedicado a quien fuera la nanita de mi hija, Silvia Ibalde, en Buenos Aires

Carlos Omar:
Quisiera en este día dedicado a ellas, saludar a las empleadas domésticas que estén escuchando (sean mujeres u hombres), y que realizan el importante trabajo de substituirnos parcialmente, cuando realizan parte de nuestro rol de amas de casa.
El suyo es, en términos económicos, la base de la economía nacional. Y cuánto menos problema que los poderosos (del tipo 'el campo'), le hacen a nuestro país…
A mí las niñeras primero, y mucamas, cocineras y/o planchadoras después, me cuidaban mientras mi madre daba clase, porque ella era maestra, y mi padre trabajaba en una oficina, y yo era una nena. Por eso querría poder apretarlas hoy a todas ellas en un gran abrazo.
Siempre me acuerdo al respecto de una especial anécdota de mi infancia.
Vivíamos en el campo, en un campamento del Ministerio de Obras Publicas (MOP), a 5 kms. de Bouquet, provincia de Santa Fe. Tendría yo unos siete u ocho años, y estaba sentada en la cama grande de mis padres, jugando con un perrito y conversando con la Señora que planchaba a mi costado, mientras me contaba de sus tres hijos.
Yo no tenía hermanitos ni hermanitas, así que la escuchaba fascinada.
Y de repente, le pregunté:
- ¿Y quién se los cuida?
- Nadie- dijo ella. Porque yo te vengo a cuidar a vos. Y padre cerca no tienen.
Luego de unos minutos, le respondí:
- Entonces, cuando yo sea grande, me voy a hacer doctora, para cuidar a mujeres como usted y sus chicos.
Ella me tocó la cabeza con ternura, y me dijo:
- Sí, Martita, no me cabe duda de que vas a llegar a ser doctora. Pero entonces, si me cruzás en la calle, ya no te vas a acordar más de mí… Pero yo… te voy a ver pasar… y voy a estar orgullosa de saber quién sos. Y voy a decir: - Miren, allí va la doctora Zabaleta.
Bueno, Señora, de cuyo nombre ya no me puedo acordar. Pero por favor, escúcheme bien. Ya ve usted que muchas décadas después, yo desde el exilio en Inglaterra, adonde me mandaron como todo lo que hacen ellos, a la fuerza, los que mandaban allí en noviembre del 1976, la recuerdo. Y le escribo para contarle:
- Ya soy doctora, ¿sabe? Y trabajo justo para defender a mujeres argentinas como usted, y otras personas como Usted y sus hijos e hijas.
Y muy, en especial, su bello y curtido rostro, todavía vive grabado en mi corazón. Y en él, y en las enseñanzas mientras me cebaban mate con leche y escuchábamos radioteatro en Radio Belgrano, todavía me inspiro. Y como ustedes me hablaban tanto de Eva Duarte, y me hacían escuchar su radioteatro 'Mujeres famosas' creo que en Radio Belgrano, de grande escribí un libro sobre eso, que me llevó casi 20 años de estudio.
Y aunque su nombre, entero, de verdad… no me lo acuerdo. (Rosita? Doña Juana?) Señora, perdóneme.
Y por eso mismo, vaya este recuerdo que comparto con todas las empleadas domésticas de Comodoro Rivadavia. Y todos, todas, quienes nos escuchen.
Esto también se lo debo a Usted. Gracias, Señora.
Muy afectuosamente.


Ariel Félix Gualtieri



                                  CONSEJOS  
Ariel Félix Gualtieri

–¡Oiga!, ¿¡qué está haciendo!? –gritó el hombre dirigiéndose al otro.
–Usted perdone –se disculpó el otro–. Es que no soy de este mundo y, aunque llegué hace tiempo, todavía no he logrado adaptarme a algunas costumbres.
–Esta bien, descuide –dijo el hombre con tono más amable, comprendiendo que se había exaltado más de la cuenta–.. No me percaté que era de otro lugar, disculpe. Ahora..., sin querer ser entrometido: ¿podría hacerle una pregunta?
El otro asintió con la cabeza.
–¿Qué ha venido a hacer a estos sinsentidos?
–Vine a aprender. Admiro a los humanos y quiero parecerme a ustedes..
–¿En serio? Bueno, en fin, no se preocupe: todos hemos cometido alguna locura…
–Aunque usted no lo crea –comenzó a decir el otro sonriendo no son pocos los rasgos de su especie que son bastante apreciados en otros sitios. De hecho, parecerse a los humanos se está poniendo de moda en diferentes mundos.
–Que triste...
–Llevo aquí dos años –continuó–, y aunque adelanté bastante desde mi llegada, todavía hay mucho que me falta aprender.
–¿Por ejemplo? –preguntó el hombre con tono resignado.
–Bueno, ya que lo pregunta, déjeme decirle que, aunque me esforzado por conseguirlo, nunca llegué a sentir felicidad. Me encantaría poder hacerlo.
–¡Pero eso no es nada difícil, mi amigo!
–¿En serio?, ¿y cómo se logra?
–Es muy sencillo: encuentre una mujer y enamórese de ella.
–¿Así de simple?
–Así de simple, yo mismo lo he experimentado y funciona maravillosamente.
–¡Muchas gracias!, voy a probarlo.
–¿Algo más?
–Bueno, no quisiera abusarme de su amabilidad…
–Pregunte amigo, pregunte sin miedo: por hoy seré su maestro hasta que alguno de los dos se baje de este colectivo.
–Hay otra cosa que tampoco he llegado a sentir –dijo el otro.
–¿De qué se trata?
–El sufrimiento: no lo conozco. ¿Sabría alguna forma de experimentarlo?
–Por supuesto, compadre: encuentre una mujer y enamórese de ella.