EL BILLETE DE TROILO
Cuando vi al pibe salir corriendo con mi billetera, pensé que la vida se me iba de las manos.
Una noche de hace ya casi veinte años me encurdé con mi amigo Daniel. Yo corría tras un olvido y él me hacía la gamba, siempre dispuesto a las obligaciones de la amistad.
Comenzamos en los bares y terminamos en un cabaret de moda por aquellos años. Yo, que estaba en la mala, me dejé convidar, y se sabe que quién paga elige el lugar donde beber. Le conté mis desgracias hasta que nos tentó la risa. Estaba en la lona por la enfermedad de uno de mis pibes, y le echaba guita a paladas a los médicos aunque ellos mismos fueron los que dijeron que todo era inútil. El pibe se consumía. Por aquél entonces creí ver a mi mujer con otro. Así como la enfermedad del pibe me carcomía el alma, así la supuesta infidelidad me importaba poco. Los sentidos se me borronearon de borracho y reí. Una copera me miró desde unos ojos que sabían que tras tanta risa venía el más profundo llanto, y maldigo la suerte que la trajera a mi mesa. No supe qué drama le oprimía el corazón (esa noche no supe oír), pero me parece que también se trataba de un pibe.
En el palco la orquesta tocaba de lo lindo, y los compases se perdían en las ochavas del murmullo. De alguna mágica forma la música ganó protagonismo. Alrededor de Pichuco, la orquesta susurró un tango. Miré a mi alrededor y comprendí que si preguntábamos a cada uno para quién tocaba Troilo, cada uno diría sin dudar: "Para mi". Y yo opiné lo mismo.
Cuando Troilo bajó del palco, me le acerqué para agradecerle. Muchos ya lo estaban haciendo. Me acordé de la misa cuando los fieles se levantan para recibir la comunión, pero también de Jesús, porque era como Cristo ante Pilato, el más conmovedor e indefenso pobre tipo de todos los tiempos, y a la vez una gloria nacional, un crack. Debí decirle solamente "gracias " , pero en mi borrachera me despaché con todo mi drama. Sacó un billete grande y me lo dio. En una primera reacción quise devolvérselo. Me palmeó la cara y viniéndose hacia mi me dijo que no me preocupara por la guita, que "si usted me la vino a pedir es porque la necesita". Cuando habló, supe que estaba tan curda como yo.
Después enfiló para las mesas y yo quedé tambaleándome en la oscuridad. Con él se había ido el bullicio y quedaba el silencio de la vida; se habían ido las voces y las risas, la vecindad de los cuerpos. Alguien de entre las sombras se me acercó, y tomándome del brazo me dijo: "Si puede no gaste ese billete. Hágame caso y guárdelo". Otro, un viejo que flotaba en el limbo feliz del buen alcohol, sentenció asombrado: "Es igual a Gardel". Ya en el taxi pensé en eso de guardar el billete y en las necesidades de mi pibe. No sabía que hacer; los riesgos de confiar en otra pata de conejo resultaban enormes, y por otro lado el tratamiento de la enfermedad mortal que aquejaba a mi hijo... ¡vaya a saber lo que yo opinaba de esa agonía!
Mi mujer me había hecho notar que debía pensar también en el futuro de nuestra hija. Al llegar, me sorprendió que me reprochara la tardanza, cuando para mí todo estaba acabado. Me eché a su lado y dormí. Por la mañana me pareció ver al pibe con más vitalidad que en la víspera, pero no podía ser más que una ilusión y no dije nada. De todos modos decidí no hablar del billete hasta que se me pasara la resaca. Al mes , el pibe hablaba de cuando pudiera volver a caminar, y los médicos hablaron de milagro. Luego caminó y, como a todo, nos acostumbramos a vivir en estado de milagro.
El boliche que teníamos se terminó de fundir, pero yo conseguí un laburito con el que podía mantener a la familia. La experiencia que habíamos vivido con la enfermedad del pibe nos había vuelto humildes en las ambiciones, y vivíamos agradecidos con lo que tuviéramos. Jamás hablábamos de lo que había sucedido en aquel tiempo, ni yo le manifesté mis sospechas de infidelidad. Hubo muchos años buenos (siete, dice la Biblia, son los años buenos y siete son los años malos).
La piba era tan linda como la madre. El pibe se lucía como wing derecho en la quinta de San Lorenzo. Ella me amaba como si supiera que había sido en parte culpable del milagro, culpable por la fe, reo de haber creído y me lo retribuía con sus mejores años.
Por eso bronqué cuando ese pibe me choreara la cartera, no por él, pobrecito, sino porque seguramente no sabía que se llevaba el billete que me diera Troilo. Un billete ya sin valor, el único billete intransferible de la tierra. Se estaba afanado la única guita con que se pudo comprar salud y una familia.
Caminé hasta mi casa. Cuando ya andaba llegando noté que tenía el traje más gastado de lo que recordaba. "Como si no pudiera comprarme otro", me reproche. En la cuadra de mi casa, oí decir a mis espaldas: "Ahí va el loco que todavía piensa que su hijo está vivo". Llegué a casa y abrí la puerta. Por el pasillo oí la música que sin duda había puesto la nena. En el patio, el pibe hacía jueguitos con la pelota. "Hola Pá " me dijo sin saber que tenía la voz muy gruesa para llamarme así. En la cocina estaba mi esposa. La besé. Fui al baño. Cuando cerré la puerta tenía ya la cara empapada por las lágrimas. La luz era de una bombita de cuarenta wats en un portalámparas. Me bajé los pantalones y me senté en el frío mármol del inodoro y seguí llorando. Ya sabía que todo eso era mentira.
Una noche de hace ya casi veinte años me encurdé con mi amigo Daniel. Yo corría tras un olvido y él me hacía la gamba, siempre dispuesto a las obligaciones de la amistad.
Comenzamos en los bares y terminamos en un cabaret de moda por aquellos años. Yo, que estaba en la mala, me dejé convidar, y se sabe que quién paga elige el lugar donde beber. Le conté mis desgracias hasta que nos tentó la risa. Estaba en la lona por la enfermedad de uno de mis pibes, y le echaba guita a paladas a los médicos aunque ellos mismos fueron los que dijeron que todo era inútil. El pibe se consumía. Por aquél entonces creí ver a mi mujer con otro. Así como la enfermedad del pibe me carcomía el alma, así la supuesta infidelidad me importaba poco. Los sentidos se me borronearon de borracho y reí. Una copera me miró desde unos ojos que sabían que tras tanta risa venía el más profundo llanto, y maldigo la suerte que la trajera a mi mesa. No supe qué drama le oprimía el corazón (esa noche no supe oír), pero me parece que también se trataba de un pibe.
En el palco la orquesta tocaba de lo lindo, y los compases se perdían en las ochavas del murmullo. De alguna mágica forma la música ganó protagonismo. Alrededor de Pichuco, la orquesta susurró un tango. Miré a mi alrededor y comprendí que si preguntábamos a cada uno para quién tocaba Troilo, cada uno diría sin dudar: "Para mi". Y yo opiné lo mismo.
Cuando Troilo bajó del palco, me le acerqué para agradecerle. Muchos ya lo estaban haciendo. Me acordé de la misa cuando los fieles se levantan para recibir la comunión, pero también de Jesús, porque era como Cristo ante Pilato, el más conmovedor e indefenso pobre tipo de todos los tiempos, y a la vez una gloria nacional, un crack. Debí decirle solamente "gracias " , pero en mi borrachera me despaché con todo mi drama. Sacó un billete grande y me lo dio. En una primera reacción quise devolvérselo. Me palmeó la cara y viniéndose hacia mi me dijo que no me preocupara por la guita, que "si usted me la vino a pedir es porque la necesita". Cuando habló, supe que estaba tan curda como yo.
Después enfiló para las mesas y yo quedé tambaleándome en la oscuridad. Con él se había ido el bullicio y quedaba el silencio de la vida; se habían ido las voces y las risas, la vecindad de los cuerpos. Alguien de entre las sombras se me acercó, y tomándome del brazo me dijo: "Si puede no gaste ese billete. Hágame caso y guárdelo". Otro, un viejo que flotaba en el limbo feliz del buen alcohol, sentenció asombrado: "Es igual a Gardel". Ya en el taxi pensé en eso de guardar el billete y en las necesidades de mi pibe. No sabía que hacer; los riesgos de confiar en otra pata de conejo resultaban enormes, y por otro lado el tratamiento de la enfermedad mortal que aquejaba a mi hijo... ¡vaya a saber lo que yo opinaba de esa agonía!
Mi mujer me había hecho notar que debía pensar también en el futuro de nuestra hija. Al llegar, me sorprendió que me reprochara la tardanza, cuando para mí todo estaba acabado. Me eché a su lado y dormí. Por la mañana me pareció ver al pibe con más vitalidad que en la víspera, pero no podía ser más que una ilusión y no dije nada. De todos modos decidí no hablar del billete hasta que se me pasara la resaca. Al mes , el pibe hablaba de cuando pudiera volver a caminar, y los médicos hablaron de milagro. Luego caminó y, como a todo, nos acostumbramos a vivir en estado de milagro.
El boliche que teníamos se terminó de fundir, pero yo conseguí un laburito con el que podía mantener a la familia. La experiencia que habíamos vivido con la enfermedad del pibe nos había vuelto humildes en las ambiciones, y vivíamos agradecidos con lo que tuviéramos. Jamás hablábamos de lo que había sucedido en aquel tiempo, ni yo le manifesté mis sospechas de infidelidad. Hubo muchos años buenos (siete, dice la Biblia, son los años buenos y siete son los años malos).
La piba era tan linda como la madre. El pibe se lucía como wing derecho en la quinta de San Lorenzo. Ella me amaba como si supiera que había sido en parte culpable del milagro, culpable por la fe, reo de haber creído y me lo retribuía con sus mejores años.
Por eso bronqué cuando ese pibe me choreara la cartera, no por él, pobrecito, sino porque seguramente no sabía que se llevaba el billete que me diera Troilo. Un billete ya sin valor, el único billete intransferible de la tierra. Se estaba afanado la única guita con que se pudo comprar salud y una familia.
Caminé hasta mi casa. Cuando ya andaba llegando noté que tenía el traje más gastado de lo que recordaba. "Como si no pudiera comprarme otro", me reproche. En la cuadra de mi casa, oí decir a mis espaldas: "Ahí va el loco que todavía piensa que su hijo está vivo". Llegué a casa y abrí la puerta. Por el pasillo oí la música que sin duda había puesto la nena. En el patio, el pibe hacía jueguitos con la pelota. "Hola Pá " me dijo sin saber que tenía la voz muy gruesa para llamarme así. En la cocina estaba mi esposa. La besé. Fui al baño. Cuando cerré la puerta tenía ya la cara empapada por las lágrimas. La luz era de una bombita de cuarenta wats en un portalámparas. Me bajé los pantalones y me senté en el frío mármol del inodoro y seguí llorando. Ya sabía que todo eso era mentira.