lunes, 4 de febrero de 2008

LULÚ COLOMBO



LA RECETA DE BUENAVENTURA

Nueces sinuosas como los caminos del amor. Doradas como aquel atardecer en el barco donde un hombre elegante hablaba quedamente a tu hermana que roja de vergüenza retorcía un pañuelo de frivolité. No escuchabas las palabras que la brisa llevaba hacia ti y allí en el bol estaban las nueces esperándote. Habías vuelto de viaje para la Navidad y ésa era especial porque entregarías regalos a todos y pondrías la mejor vajilla para recibir a tus hermanos y sobrinos. Las nueces debían ser picadas finamente hasta formar casi una harina pero no exactamente eso, por tanto debías prestar atención a la tarea. A tu lado, iba y venía tu hermana, siempre rezongando por algo. Ella acomodaba los centros de mesa y hacía paquetes con moños de color y tarjetitas para adornar la base del árbol. La viste reclinada en la baranda del barco y sonreíste burlonamente ante su vergüenza frente a aquel joven. A vos no te hubiera pasado eso, si tan siquiera él hubiera reparado en ti. Pero no te moviste de tu lugar de observadora hasta que el joven se alejó. Volviste a las nueces que crujían suavemente bajo tus laboriosas manos. Era tu acto de amor a la familia. Habías aprendido la receta de tu madre genovesa. Un día, cuando se aproximaba la Navidad y tenías quince años tu madre te enseñó a hacerla. Debías guardar en secreto la receta para traer ventura a la familia. Sólo podrías darla a alguien más joven cuando llegases a una edad en que no pudieras más hacerla. Nadie sabía que la torta de nuez era un talismán para la buenaventura. La receta había venido de Italia a la Argentina y era guardada celosamente de generación en generación. Todas las mujeres de la familia querían hacerla y trataban de adivinar las proporciones sin lograrlo. Cuando la torta llegaba a la mesa de Navidad, a los postres, los ahhhh y ohhhhh subían al aire como un gran coro de alegres y expectantes voces. Así la ceremonia de la torta de nuez se repetía todos los años y todos la esperaban con deleite. Luego venía la entrega de regalos que era una suerte de competencia. Y buscaste el pálido azúcar como si la luna te hubiera visitado esa tarde y mientras mezclabas la luna y el sol con tus hábiles manos el mar subía por la playa y te viste sentada en el malecón con un pañuelo verde y un joven que sin ser presentado quería conversar contigo. Le sonreíste coqueta y él te cubrió con sus ojos. Un esplendor se encendió en tu mirada. Y seguías mezclando el azúcar y las nueces. El joven tomó tu mano y sentiste desfallecer. La valentía de tu sonrisa se esfumó y huiste por la playa hacia el hotel. Todo ese verano lo espiaste pero él no se aproximó más. Y batiste una espuma de claras como aquel mar turbulento donde te refugiabas para pensar en sus ojos. Debiste juntar coraje para buscarlo, pensaste, y las claras se espumaron más y más y tus veinte años con ellas. Sacudiste la cabeza, hacía calor en la cocina y tu hermana seguía hablando y preguntando dónde habías puesto la jarra de cristal que era de la abuela, aquella que tenía unas flores esmeriladas y que siempre estaba en la parte inferior del trinchante junto a las otras. Y volviste de la espuma del mar y de aquella mirada a responder que no sabías, seguro que estaba en el lugar de siempre. Y la miraste desde esa playa donde te había seguido ese amor que por inmenso no habías podido enfrentar y te desgarró el corazón verte en la cocina de tu casa preparando la torta de nuez que tu madre te había legado. Todas las Navidades recordabas los viajes, y en ellos, a los paisajes y a los hombres que fugaces atravesaron tu vida. Y fuiste a la alacena a buscar más huevos. Los ruiseñores cantaban en el jardín recordándote que estabas viva. Tomaste los huevos de una cesta con forma de gallinita y regresaste a la cocina. Separaste las yemas, esos soles ambarinos como los que viste en el mar cuando ibas a Túnez. Buscaste un tenedor en una gaveta de la cocina y lenta pero segura deshiciste los soles como habías deshecho tus amores. Un fuerte aroma a azahar penetró en tus narices cuando lo despejaste sobre el oro que esperaba unirse a los otros ingredientes. La harina de las playas te acarició los pies mientras separabas tres tazas para agregar con paciencia a la preparación. Caía como nieve sobre el mármol de la cocina. Fue en el sur, aquella vez habías decidido no asustarte, nevaba cuando quedaron varados en el hotel. No había nada que hacer. Lo viste, no podés decir que no. Juraste que no sabías que era casado, pero lo sabías. Para ti nada había de peor que esto pero seguiste adelante. Habían pasado más de veinte años del episodio de tu hermana en veinte años del episodio de tu hermana en el barco. Y lo confesaste después al padre del Pilar y lo olvidaste pero es Navidad y él también está aquí intacto como aquel día. Y una lágrima se te escapó en la harina y fue resbalando como una bola de nieve por la ladera del bol hasta que la harina se la tragó. Como la vida se tragó tus amores. Ese hombre te siguió a tu ciudad e insistió, pero te retiraste también. Un arrebato que te endureció. Y tu madre, que antes de morir te había hecho prometer que cuidarías de todos tus hermanos, te hubiera reprochado estos pensamientos. Pudiste huir con él y no lo hiciste. Pensaste en tu hermana, en tus hermanos, en los sobrinos y hasta en la criada como si todos ellos dependieran de ti. Y pocos años después lo encontraste y ya era tarde para los dos. Te limpiaste el rostro con el delantal y comenzaste a derretir la manteca, la entibiabas como lo hubieras hecho con un bebé nacido de tus entrañas. Cuánto hubieras querido un hijo de aquel hombre. Y tu hermana seguía envolviendo regalos en la sala y hablando contigo y le respondías maquinalmente porque ya estabas acostumbrada. Recordaste unos papeles escritos una primavera cuando aún tu madre no te había dado la receta de la torta de nuez. Aquel verano fueron todos al campo y habías visto al chico que llevaba la leche, con su gorra en la mano y el rostro enrojecido por el sol de la montaña. Y decidiste que serías escritora pero sólo llegaste a dar clases de literatura. En aquellos papeles estaba el secreto de tu vida. Sí, ese deseo irrefrenable de vivir y de amar que te paralizaba. Y él, que también era un niño, te miró largamente y te seguía como un perro. Y lo espiabas y esperabas junto al alambrado para ver si pasaba y podías verlo una vez más. Suspiraste y paraste de batir la manteca que lucía sedosa y brillante a la espera de ser incorporada a la preparación. Y recordaste que faltaba entibiar leche y fuiste al refrigerador a buscarla. Cuando estabas recordando el poema que le habías escrito al chico del gorro, apareció tu hermana en la cocina a rezongar que estabas demorando demasiado con la torta. Y te viste en la cocina con el delantal y la preparación en pleno desarrollo a diferencia de ti que estabas en medio del camino de tus pensamientos. La Navidad se acercaba. Y tu vida era también una receta. Sabías que se acercaba la hora de pasar la receta a alguna de tus sobrinas. Y la tradición te decía pasarías la receta por escrito esa noche porque el día 26 cumplirías setenta años y ya tus manos temblaban cuando batían o picaban o tamizaban. Fuiste a elegir un mantel al comedor por pedido de tu hermana y pensabas a quién dejarías la receta. Tu madre se hubiera decidido dejarla a la mayor, sin hesitar, seguramente, ella tenía otro carácter, más resoluto, pero a vos te costaba: tenías varias sobrinas.
Y me tocó a mí la receta de la buenaventura:
"Sinuosas y doradas nueces para una vida de amor y plenitud
La espuma del mar chispeando en las claras
El sol de muchas yemas tan fuerte como la savia en cada primavera
Harina muy blanca así como las playas donde el amor reposa
Las luces del atardecer ambarinas en la manteca batida
Blanca leche luz del amanecer tibia como un nido de gorriones
El azahar más puro en pequeñas gotas así como el rocío de la mañana
La sabiduría del roble en el elegante coñac
Blanco es el camino de la felicidad deslizándose como la marfilina crema."
Me diste una cajita de madera con esa receta y una carta. Habías decidido cumplir con el pedido de tu madre, a medias, por eso me dabas los ingredientes, pero me explicabas en una pequeña carta que yo debía adivinar las proporciones porque creías que para que la receta de la torta de nueces fuera en verdad portadora de buenaventura, yo debía adivinar las proporciones. Cuando leí la carta todos protestaron pero yo supe que era tu despedida. Fue una Navidad memorable y la última vez que estuvimos todos juntos: padres, tíos y primos. Me casé y viajé al exterior al año siguiente y retorné muchos años después ya olvidada de la receta. Yo había pasado muchas Navidades en otras tierras. Se acercaba la fecha una vez más y recordé a mi tía y su famosa torta. Esa noche, ante mi asombro, una prima que había tenido una larga y bienaventurada vida había hecho la torta de nuez y era como yo la recordaba. Le había llevado años de ensayo y error hasta que había lo logrado. Probarla me transportó a la espuma del mar en las noches de luna. Al oro del sol al espejarse en el agua. A los dorados naranjales y a esas navidades de mi infancia donde estaban todos y a los chicos nos sentaban en una mesa aparte. Y mi tía trayendo triunfante su torta de nuez. Nunca pude adivinar las proporciones.

CHARLA DE BORGES



BORGES HABLA A LOS PSICOANALISTAS

Iniciaremos este diálogo con una referencia a Paul Groussac. El libro se llama El viaje intelectual, creo que en la segunda serie hay un artículo titulado "Entre sueños", y Groussac, al fin de ese artículo, se asombra, creo que con toda razón, de que cada mañana salgamos de ese confuso laberinto, de ese orbe irracional de los sueños, y nos despertemos relativamente cuerdos, relativamente lúcidos. A él le parece muy raro que, después de ese eclipse, recobremos, más o menos, la razón, y creo que Groussac dice la verdad. Creo que los sueños son uno de los hechos más singulares de la vida. Es desde luego el problema: cómo dividir los sueños de la vigilia. Pero ya veremos algo de eso después.
Creo que Lucrecio también habla de los sueños, pero tendríamos citas más cercanas. Hay unos versos de Góngora: "El sueño, autor de representaciones/ en su teatro, sobre el viento armado,/ sombras suele vestir de bulto bello". Bulto quiere decir apariencia o rostro. Luego habría un pasaje análogo de Addison, un pasaje posterior, ya que Góngora corresponde al siglo XVII y Addison al siglo XVIII, en uno de los cuatro volúmenes del Spectator, El espectador, famosa revista de Addison, de Steele y otros; ahí, en un artículo referido a los sueños, cita ese autor latino que no recuerdo, y luego dice que cuando dormimos se enciende en nuestro cerebro un pequeño teatro y que, milagrosamente, inexplicablemente, somos los actores, el auditorio, el edificio -incluyendo la escena, naturalmente-, el autor y las palabras que se dicen, es decir, él recalca, lo mismo que Góngora, el carácter histriónico de los sueños.
El psicólogo Spieler, en su libro The mind of man, dice que los sueños corresponden a la forma más baja del pensamiento, a la forma más pobre del pensamiento. Bueno, esto podría tener sentido si interpretamos que los sueños pueden corresponder a la mente primitiva, es decir, en los sueños nosotros no usamos razonamientos pero sí estamos, digamos, urdiendo fábulas, mitos, y el hecho de que sean disparatados no importa. Podríamos decir, creo que no sería una exageración, que los sueños son la forma estética más antigua de todas, parece que los hombres siempre han soñado y, sin duda, en el caso de los salvajes, no se distinguen los sueños de la vigilia. Los chicos tampoco distinguen bien los sueños de la vigilia. Yo recuerdo, vivíamos en Adrogué entonces, yo vivía con mi hermana, con sus hijos, nos contaban sus sueños, todas las mañanas; en casa teníamos esa tradición, recuerdo que le pregunté a mi sobrino, que tendría seis o siete años, le pregunté qué había soñado, y él me dijo: "Yo soñé que me había perdido, que yo me había perdido en un bosque, y vi una casita de madera, entonces fui a la casita, la puerta se abrió y saliste vos". Luego interrumpió el relato para preguntarme: "¿Qué estabas haciendo en esa casita?". Es decir, él no hacía ninguna diferencia entre los sueños y la vigilia, y quizás esta anécdota ilustre más lo que Schopenhauer llamó "das traumhafte Wesen des Lebens": el ambiente onírico de la vida, pero no sé si la palabra onírico es exacta, parece pedantesca, en cambio si yo digo traumhafte en alemán, o dreamlike en inglés, uso una palabra más parecida al lenguaje oral.
Desde luego, para el idealismo no hay una diferencia esencial entre vivir y soñar. Creo que si eso se dice, digamos, de un modo abstracto, como lo dice Calderón en el título de su drama La vida es sueño, no nos impresiona; en cambio, si se dice de un modo indirecto, como en esa pequeña anécdota que yo me he permitido referir, "Qué estabas haciendo en esa casita", ahí se siente la afinidad de la vida y el sueño. Y yo tengo una mala costumbre, que ustedes conocen, pero no sé si es una mala costumbre, de citar siempre a Chuang Tzu, uno de los padres del taoísmo, cuya fecha corresponde a cinco siglos antes de la era cristiana, y recuerdo esta frase que me impresionó tanto cuando la leí por primera vez en un libroque fue comentado por Oscar Wilde, una versión de Chuang Tzu hecha por Herbert Allen Giles, después he leído otras hechas por un misionero escocés, Legge, y la de Wilhelm, la más conocida de todas. Bueno, más o menos Chuang Tzu dice: "Chuang Tzu soñó que era una mariposa, y no sabía, al despertar, si era un hombre que había soñado ser una mariposa o si era una mariposa que ahora soñaba ser un hombre". Yo querría detenerme acá un momento para señalar, digámoslo, el acierto de haber elegido una mariposa, porque si Chuang Tzu hubiera dicho: Chuang Tzu soñó que era un tigre y no sabía al despertar si era un tigre que había soñado ser un hombre, bueno, esto no habría dicho absolutamente nada; en cambio, parece que la mariposa conviene a lo frágil, a lo evanescente de los sueños, y él ha acertado plenamente.
Hay también un artículo muy lindo de Stevenson, "A Chapter of Dreams", "Un capítulo sobre sueños", y ahí él dice que solía soñar, él solía tener pesadillas. Ustedes sin duda conocen bien la literatura, una literatura sobre pesadillas. Yo lo he buscado en vano en el libro de Havelock Ellis, en otros libros hay referencias a los sueños, pero no se insiste en la pesadilla; la pesadilla, esa suerte de tigre en los sueños, me parece especialmente importante. Coleridge dijo que en la vigilia los hechos producen las emociones -por ejemplo, si entrara un león aquí sentiríamos miedo, y, suponiendo que uno esté acostado, si sobre mi pecho se acuesta una esfinge, me quedo horrorizado-, pero que en los sueños ocurre lo contrario, es decir que las imágenes de los sueños no producen emociones, sino que las emociones engendran las imágenes, lo cual estaría de acuerdo con lo que yo dije hace un rato, que los sueños son, bueno, quizá la más antigua de las formas del arte, y los sueños se dan hasta entre los animales; recuerdo esa línea del poeta latino que dice "El perro ladra siguiendo los rastros de la liebre", el perro que duerme. Bueno, dice Stevenson que él solía tener pesadillas, todos las tenemos, y que había algo que le inspiraba un horror especial, que era cierto matiz del color pardo. Ahora, que ese matiz del color pardo no le inspiraba horror en la vigilia, pero soñando sí, le inspiraba horror, y luego cuenta un sueño de él en el cual hay un altillo, un viejo gato, no, un perro, que está tendido, y luego el perro le guiña inexplicablemente un ojo, y él siente eso como terrible.
Stevenson cuenta también que él estaba durmiendo y gritó, que su mujer lo despertó y que él le dijo: me has despertado de una lindísima pesadilla; y él había soñado la escena central de Jekyll y Hyde. Lo que él soñó fue el momento en el cual Jekyll toma la droga y se transforma en Hyde, es decir, en un ser hecho, no del bien y del mal como todos nosotros, sino de puro mal; él soñó eso, y, dice, lo demás tuve que inventarlo yo a mi pobre manera humana, pero el don nos fue dado por el sueño.
Y ahora vamos al tema de la pesadilla. Es una lástima que en el idioma castellano la palabra sea tan fea, pesadilla, pero qué vamos a hacer, tenemos que sobrellevar el idioma; en cambio, en otros idiomas, por ejemplo en francés, cauchemar; en inglés, curiosamente, nightmare vendría a ser "yegua de la noche". Sin duda Victor Hugo conocía bien el inglés, a Victor Hugo le llamaba la atención esta hermosa palabra, "yegua de la noche" -Shakespeare habla de la yegua de la noche y de sus potrillos, que son nueve- y entonces él habla de la pesadilla en las Contemplations y la llama, sin duda pensando en la imagen que le dio el idioma inglés, la llama a la pesadilla le cheval noir de la nuit, el caballo negro de la noche. Creo que, según los etimólogos ingleses, nightmare no significó originariamente yegua de la noche, creo que nightmare puede ser fábula de la noche, ya que la pesadilla es una ficción de las horas de la noche, o demonio de la noche.
En alemán tenemos la palabra Alp, que no tiene nada que ver con los Alpes, esa palabra quiere decir elfo, corresponde a un modo antiguo de decir elfo, es decir, todo esto equivaldría a la idea del demonio, del súcubo. Y en griego la palabra es muy hermosa también, efialtes, que es el demonio que causa la pesadilla. Se entiende que ese demonio se acuesta, oprime el vientre de quien está durmiendo y le da la pesadilla. De modo que tendríamos una idea parecida: nightmare, Alp y efialtes, la idea de un demonio.
Esto me lleva a otra idea -pero es una pequeña aventura teológica, de la cual me voy a arrepentir enseguida-, a la idea de que hay algo en la pesadilla que no se da en la realidad. Por ejemplo, a todos nosotros, sobre todo a quienes han cometido la imprudencia de cumplir 81 años, nos han sucedido cosas terribles. Pero el sabor de lo terrible no es el sabor de la pesadilla, que es un sabor inconfundible, digamos como el sabor del café o el sabor del té, o ese otro sabor que vendría a ser el color amarillo. Hay algo en la pesadilla que no corresponde a la realidad. Entonces esos nombres tendrían razón, ya que, al decir efialtes o al decir Alp, nos referimos a un ser sobrenatural, a un demonio, de modo que la pesadilla, con ese sabor, que, como dijo Coleridge, no procede de las imágenes sino del sentimiento que invocan, ése vendría a ser el sabor del infierno, salvo que yo no creo en el infierno, pero en este momento vamos a aceptar eso. Quiero decir que los sueños están hechos de memorias, la memoria desde luego incluye el olvido, quizá sea imposible sin olvidos o sin modificaciones, bueno, pues habría algo que se da en los sueños que no se da en la realidad, el sabor peculiar de la pesadilla.
Y aquí quiero mencionar un libro que me gusta mencionar, que recuerdo todos los días, La Divina Comedia de Dante. Uno pensaría que el sabor de la pesadilla está sobre todo en los primeros cantos, en los cantos del Infierno; y sin embargo eso no ocurre, ya que el Infierno del Dante es un lugar en el que ocurren cosas atroces, donde ocurren torturas, por ejemplo, pero el sabor de la pesadilla sólo se encuentra en aquel canto, tranquilo, terriblemente tranquilo, donde él describe el nobile castello, el noble castillo donde están las grandes almas de la antigüedad, a quienes les está negada la visión de Dios, y también está el gran guerrero Saladino, y él se encuentra con Homero, con la espada en la mano, ahí está Virgilio, ahí está Lucano, ahí está Ovidio, ahí está Horacio, todos ellos viven en ese noble castillo y están desesperados, bueno, no pueden esperar nada, saben que no llegarán a Dios, y Dante los imagina en ese castillo silencioso, y creo que en ese canto, del nobile castello, ahí está la presencia de la pesadilla, el de un horror que no se da en los otros cantos, donde solamente hay hechos atroces pero no lo que yo llamo el sabor peculiar de la pesadilla, esa sensación que sólo se da en la pesadilla y no, aun cuando nos ocurran cosas atroces, en la vigilia.

Fragmento de la conferencia "Los sueños y la poesía", pronunciada el 19 de septiembre de 1980 en la EFBA e incluida en el libro Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires (ed. Agalma). Próximamente -con el auspicio de la Secretaría de Cultura de la Nación-, la EFBA presentará un CD con el audio de las conferencias.

NEGRO HERNÁNDEZ

LA SUDESTADA

Se largó a llover cuando íbamos por el primer chico ; el Gordo me guiñó un ojo y yo tenía para el envido. ¡ Quiero ! El Café se fue despoblando a medida que las gotas engordaban graciosas, comiéndose unas a otras en el vidrio del ventanal para terminar muriendo en el marco de madera. Veintinueve son mejores. En la mesa de atrás hablaban de la situación política, en un tono alto distrayéndome de a ratos. Este país no tiene remedio. El Gallego se paseaba de un extremo a otro del mostrador como presintiendo una desgracia, y prendió la radio. ¡Truco !, ¡Quiero !. El Gordo puso el ancho, y Beto ¡Retruco !, ¡Quiero !. En eso sonaron dos truenos y jugó el as de espadas. ¡ Qué ligue, hermano !.
Joaquín parado en la puerta miraba cómo el agua se escurría por el empedrado donde el gris brillaba, buscando en el declive la alcantarilla para ahogarse sin esperanzas. A los que afanaron hay que meterlos en cana . Sandoval mezcló y repartió las cartas; apenas un dos y las viejas para mentir; pasé las señas y jugué un cuatro, mientras el Gordo me miraba resignado. Siempre llueve en primavera, aunque nunca tanto. La tarde iba poniéndose oscura y nos dejaba anclados en la esquina donde el agua llegaba a los bordes del cordón amenazando subir por la vereda y entrar al Café con el oleaje originado por algún auto perdido. Al chico lo teníamos perdido, el Gordo estaba muy nervioso y pidió una ginebra. Yo quería irme a casa pero la lluvia arreciaba y no podía abandonar la partida. Cualquiera que gane las elecciones va a tener que devaluar. El agua subió hasta el escalón de la puerta y el Gallego corrió a buscar un tablón para ponerlo verticalmente entre las dos guías de metal atornilladas a las paredes como defensa. A ver si cambiamos la mano Negro, y empezamos el otro chico. Fuertes vientos del sudeste. . . estado de alerta en el sur de la capital y gran Buenos Aires. . . . Joaquín apilaba las sillas patas para arriba sobre las mesas, no para echarnos del lugar, sino previniendo lo inevitable. Una mujer cruzó la calle con un pibito en brazos y casi se cae; la corriente se abrió dibujando dos surcos entre sus piernas pegadas a la pollera empapada. Después que murió Perón se pudrió todo.
Por la rejilla acostada en el centro del salón, vi salir el agua sucia brotando de las cañerías colmadas para desparramarse sobre las baldosas como una mancha. La sudestada se metió adentro del café con su olor a muerte, y el truco se hundió ante los pies de nuestros rivales preocupados por salvar sus zapatos del piso mojado y salpicando la partida de errores. Hay evacuados en Dock Sud y la costa de Quilmes. El Gordo recuperó la sonrisa con un falta envido ¡Quiero treinta y tres !, y la certeza de la victoria próxima. Joaquín trataba inútilmente de barrer el agua abrazado a una escoba, como bailando un tango con la flaca del barrio y buscando un rincón tranquilo donde llevarla. Los políticos nos tratan de imbéciles. ¡Venga al pié !. Un ruido blando y espeso nos llegó de golpe hasta los tobillos, anunciando que la defensa de la puerta había sido superada. El temporal crecía y la marea se llevaba todo por delante. Vi pasar un Fitito flotando como un bote a la deriva. El país se sumerge como el Titanic, dijo uno de los de atrás parado encima de la silla. Sandoval y Beto corrieron hacia la mesa de billar; me saqué los timbos y arremangué mis pantalones para seguirlos con el Gordo a cuestas, arrastrando las piernas como dos remos. El Gallego puteaba al cielo y nos tiró un mantel de hule para no ensuciar el paño ; y allí nos acomodamos, uno en cada esquina, dispuestos a jugar el bueno, cuando se apagó la luz.
En la oscuridad, apenas podíamos reconocernos cuando el resplandor de algún relámpago atravesaba el interior del Café, mostrando nuestras siluetas recortadas contra un telón de silencio mojado, mientras por el muro desteñido, el miedo trepaba, junto con la humedad, lentamente. El Gallego y Joaquín, con las piernas colgando del mostrador, como una hamaca, murmuraban en secreto. El Gordo se desparramó sobre el billar obligándonos a corrernos más a la orilla. El Mirón, Mariulo, y el viejo Castaño, cada uno en una mesa, parecían frías estatuas paradas en el centro de una fuente. Como náufragos perdidos en el océano nos balanceábamos en una balsa triste de madera, esperando un rescate imposible, o la bajamar, para bajar a tierra. Una sirena, seguramente de la Prefectura, sonó como una agonía lejana y nos ayudó a no sentirnos tan abandonados en ese páramo de agua. De pronto, una pequeña luz en la punta de una vela se asomó en la estantería donde lloraban los platos, copas y pocillos boca abajo. Vi al Gallego agitar sus dedos apagando el fósforo, y sacar otra vela del paquete para ofrecérmela con un gesto. Qué hacemos, Negro, dijo el Gordo medio angustiado. Me estiré para atajar la vela arrojada por el aire, y la encendí haciendo gotear la cera sobre el cenicero Campari de aluminio celeste. Juguemos el bueno. Nos sentamos, como indios alrededor del fuego y sorteamos la mano. Los porotos habían quedado en la otra mesa y Beto sacó una calculadora de bolsillo para llevar las cuentas. Miré el reloj; era demasiado temprano para una noche que pintaba larga. La lluvia no amainaba, y las gotas golpeaban fuertemente sobre el tinglado del galpón vecino haciéndome recordar al tamborillero de la murga de Barracas. El viejo Castaño empezó a gritar desesperado como si le hubiera dado un ataque de pánico, Mariulo trataba de calmarlo hablándole pausadamente, y el Mirón fumaba como si nada pasara, uno tras otro. Es un país de hijos de mil putas. En un fogonazo del cielo vi la corriente crecer hasta la altura de la ventana, y estancarse frente al paredón del depósito de cueros formando un lago agitado, con desperdicios. En la penumbra era difícil mirar los naipes, aunque la cara del Gordo brillaba como un farol con un sudor nervioso. Haga la primera y venga. Joaquín desenganchó un jamón del techo, dos salamines y una botella de chianti. La casa invita. Y los cortó en rodajas con la cuchilla, sobre una tabla, mientras el gallego preparaba unos trozos de queso sardo en un plato hondo. Hacía frío. Si el viento no cambia estamos jodidos. El Mirón armó una torre poniendo una silla encima de la mesa y se sentó después de secarla con papel de diario. La picada interrumpió por un rato el truco (le llevábamos tres puntos), y con un pasamanos entre el mostrador, el billar y las mesas nos alcanzamos la comida, envuelta en bolsitas de plástico, y el vino, repartido en dos botellas, nos levantó el ánimo. Beto hizo el cálculo del tiempo que tardaría en bajar el agua si paraba de llover en ese momento chico. Mi mujer me mata, salí a comprar cigarrillos y mirá lo que pasó. El viejo no aguantó más y se bajó. ¡Me voy a la mierda!. Con el agua hasta la cintura caminó hacia la puerta. ¡Pará Castaño!. Y se zambulló en las sombras. Nunca más lo volvimos a ver por el Café, y su fantasma vuelve como el de un desaparecido en cada noche de tormenta. Sandoval revoleó el mazo por el aire, y las cartas fueron cayendo como copos de nieve sobre el caldo espeso. El Gordo temblaba de miedo. Beto dijo unas palabras en latín que sonaron como un responso. Coño, coño, decía el Gallego. Joaquín se persignó a pesar de su pasado ateo y republicano. Mariulo se maldecía echándose la culpa. El Mirón roncaba con la cabeza hacia atrás y la boca abierta. Yo prendí mi último cigarrillo y no sé por qué me acordé de mi vieja.
El Café se movía como un barco sin brújula, y esa sensación se agravó cuando el agua penetró con violencia por la puerta, como una muchedumbre acorralada. El techo del local sudaba, y comenzó a gotear cerca del ventilador, recogiendo las gotitas de distintas vertientes para desembocar en un río sobre las aspas oscuras de mugre y marrón. La vieja me hablaba baldeando la azotea, una mañana de verano, en la casa de la calle Rincón, mientras yo jugaba a los piratas haciendo equilibrio en la cornisa asomada al patio, con las manos apretadas a los barrotes de hierro, y el miedo a caerme de cabeza sobre las aguas de mosaicos rectangulares que se veían chiquitos desde allá arriba. Cuidado negrito, a ver si te das un porrazo.
Los naipes, arrojados por Sandoval, navegaban en círculo como si un remolino los atrajera alrededor de un punto, o un agujero, o un destino inevitable como nuestra amistad atada en ese lugar por un truco eterno como la sudestada. La huida del viejo Castaño hacia la tormenta nos había dejado una mezcla de bronca y desamparo, como si la muerte disfrazada de parroquiano, estuviera sentada en el estaño esperando el momento oportuno para llevarse a otro de nosotros. Sólo el ronquido del Mirón, ajeno a la desgracia, nos devolvía con su ingenuidad la esperanza de salvarnos. Como decía Noé: siempre que llovió paró, dijo Joaquín tratando de animarnos. Las velas se derretían rápidamente en raras figuras de cebo, haciéndome acordar a mi primera comunión en la Virgen del Huerto, un cuatro de noviembre. Los muchachos se habían acostado a lo largo del billar dejándome un lugar incómodo; me sentía un pescador sin pique, cansado de esperar, y pensé en bajarme cuando el yeso manchado por la gotera del techo, alrededor del ventilador, se desgarró cayendo sobre una mesa cercana a Mariulo. El estruendo despertó al Mirón. ¡Qué pasa, qué pasa!, y nos sacudió la tristeza humedecida de resignación. ¡Se te viene el Café abajo, Gallego! ¡No hagan olas que nos tapa la mierda!. Y las bromas empezaron a llenar ese trágico vacío de palabras que la parca deja atrás, sin explicaciones. A pesar de la lluvia, con su agua cayendo como de una ducha adentro del local, las sombras parecieron iluminarse con fuegos artificiales por el humor, a veces cruel, de cada diálogo. Estaba entumecido, inquieto, con ganas de estirar las piernas, de hacer algo. Me saqué los pantalones y bajé del billar como de un caballo, caminé hasta el mostrador apoyándome en un taco, y al llegar le pedí al gallego un mazo de cartas, unas velas (quedaban pocas) y aspirinas; estábamos cansados y había que aguantar toda la noche. Tenemos frío. Volví arrastrando los pies sobre el fondo refaloso. Muchachos, terminemos el partido. El truco nos distrajo de las penurias por un largo rato (jugábamos sin flor), entre las manos del azar y las mentiras piadosas, aunque la suerte de todos había sido decidida por la sudestada, ese viento del sur que trae la creciente del río, sumergiéndonos en un país sumergido. Joaquin rompió un cajón de frutas, rescatado de arriba de la heladera, y armó una pequeña fogata para calentar la noche en su bandeja de mozo.
Beto ligó asquerosamente, Sandoval lo acompañó siempre con alguna puntita, pero lo del Gordo fue magistral, estaba inspirado por el alcohol y mintió como en las mejores épocas de la secundaria. Perdimos en la última mano porque no alcanzó el dos de bastos para el emparde. La lluvia se había tomado un recreo y los demás dormían despatarrados como muñecos de paño lenci . En la ventana amanecía gris, detrás de las nubes y la calle inundada. Mis amigos se acostaron a lo largo del billar, y me quedé pensado en la revancha. Solo, medio desnudo, mal sentado, mirando la ventana como una pantalla de cine reflejando en un sueño, imágenes mal compaginadas de los últimos años.
Nos cojieron Gordo, nos rompieron bien el culo. ¿ Qué hicimos, Gordo?.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Resistimos Negro. . . resistimos.

NORMA E. TRAFERRI


SE HARÁ LA NOCHE

Noche
Sonidos del infierno
inocentes clamando
mutilados y hambrientos

Llanto
Uno, cientos, miles
Inocentes con credo
mesiánicos, anónimos, se matan.

Pasado.
No hay olvido ni perdón
siglos de odio y rencor guardados
encontrarán la muerte, inútil.
Buscando la gloria.




TODOS LOS DÍAS

Un dolor que no me apena
Un berrido, durazno suave con latido.
Un tiempo que multiplica sus sentidos.
Un ruego, velando una partida.
Un ansia, de instantes desmedidos.
Un miedo cegando el pensamiento.
Una búsqueda, habitual en éstos tiempos.
Muerto está,
por una bala sin dueño.
Un dolor, infinito el de mi pena.
Uno más que ha quedado sin futuro.
Uno más, que no tendrá condena.




ANTES DEL ANOCHECER


Antes del anochecer
te espero palpitante.
Antes del anochecer
ruego que vengas.
Antes del anochecer
se de tu olvido
Antes del anochecer
llega para mi,
la noche y tu abandono.

BEATRIZ CID


LA DAMA ENLUTADA Y EL JOVEN PINTOR

Solo fue el encuentro en aquella tarde.
La dama hablaba loca de pasión.
Presumida toda, de tantos encuentros,
hombres de negocios, de sabios, maestros,
solitaria ella, por falta de amor…

Entre tanta gente ella lo observaba
entre los cristales, caireles y brillos,
la ciencia, expertos,
nieves del dolor…

De pronto la Dama, enlutada ella,
se vistió de brillos,
aplausos, diplomas
y aquel cuadro de honor…

Entre tanta gente ella lo observaba…

Noche de destellos,
el Joven Pintor acudió a la cita
de la bella dama
dorada en color…

Pasaron los años
y la vieja Dama
siempre lo recuerda…
Y hablan y hablan,
ambos con deseos
de abrazos y besos,
de tardes de otoño
de cierto verdor…

La Dama Enlutada se viste
de rojo,
tacones sinuosos,
pintura en su boca,
de nuevo el encuentro
del Joven Pintor…

Se cierran en besos,
nadan en ocasos,
azulinos nardos,
transcurren el paso
de bella pasión,
los faros iluminan,
no importan los años
ya nadie detiene
a la Dama Vieja
y al Joven Pintor…

CORA STÁBILE


SÓLO SUYO

Néstor llegó varios años después del casamiento de sus progenitores. La pareja ya había abandonado la búsqueda del hijo que se les negó durante tanto tiempo.
La realidad indicaba que ambos estaban en edad de ser abuelos, pero la vida los ubicó en el punto de partida de la ardua tarea de ser padres y a ella se abocaron con infinito amor.
Osvaldo estaba encantado de que hubiera nacido un varón y de inmediato lo hizo socio de Boca Juniors, el club de sus amores, y ni bien se lo permitió la edad del hijo, lo inició en diferentes disciplinas deportivas.
Así fue que el pequeño jugaba al fútbol, practicaba tenis y natación. Más tarde le tocó patinar y jugar al voley.
Lo anotaron en una escuela bilingüe, porque decían que saber inglés era fundamental y por supuesto, antes de que aprendiera a leer, la computadora ya estaba instalada en su cuarto.
Los años fueron pasando, Néstor crecía fuerte y sano. Era dócil y disfrutaba de la intensa actividad que sus padres programaron para él, a pesar de que nunca lo habían consultado en nada.
Era apenas un adolescente y cada noche al acostarse, cerraba los ojos y el deseo se aproximaba, al principio tímidamente, pero, poco a poco, lo fue haciendo con más fuerza.
Se ubicaba siempre en distintos escenarios, aparecía serenamente llevando su saxo, lo tomaba con ambas manos y surgían de él las notas que iban desgranando hermosas melodías.
Se entregaba a ellas con placer y sentía cómo esa música le acariciaba el alma. Así se dormía y al día siguiente una amplia sonrisa iluminaba su rostro, su deseo seguía vivo y era cada vez más intenso.
Nunca se permitió comentarlo con nadie, era suyo, le pertenecía y decidió atesorarlo secretamente, no compartirlo, seguir disfrutándolo con egoísmo.

JORGE GROSCLAUDE



LA OLLA MÁGICA

Cuando me lo contó Juan no lo pude creer, después lo empecé a oír de boca de todo el pueblo y me dio cierta vergüenza ser el único en ignorarlo. Con el tiempo me fui convenciendo y hoy estoy seguro de que pasó. La historia de la olla justiciera me sirvió para no ser tan incrédulo; me enseñó a tener fe, no se puede vivir desconfiando constantemente.
Resulta que a un bombero voluntario llamado Juan Elbueno le regalaron una sopera, después de que salvó a un niño, Agustín, del incendio más grande que hubo en Villa Desgracia, un pueblo ubicado a orillas del río Tenebroso en la provincia de Perdiste.
Ese hombre, Juan Elbueno, era un hombre que no vacilaba en arriesgar la vida si se trataba de salvar al prójimo. La madre del chico, agradecida, se desprendió con mucho dolor de la sopera, pero de corazón; ese hombre le había devuelto la vida de su hijo.
La sopera estaba en la familia desde tiempos remotos, era una sopera que se llenaba de comida caliente y exquisita al mediodía y a la noche, siempre con comidas distintas. Un día con estofado, otro día con tallarines, con puchero, guiso de mondongo, matambre a la portuguesa, en fin, lo que nos gusta a todos. Como era una sopera grande, sobraba comida en la casa, así que podían invitar a dos o tres personas. Por eso, la madre de Agustín pasó varias noches en vela dudando en regalar algo tan preciado, que venía salvando del hambre a su gente desde la antigüedad. Por fin se decidió, la vida del hijo valía más, y la olla no podría quedar en mejores manos que las de Juan. Pero ¿Qué pasó?... Una noche que el bombero dormía con la puerta abierta, Pedro Salvaje entró silenciosamente y le robó la sopera; a la hora de comer, el ladrón destapó la olla y estaba vacía. Era un hombre muy violento, revoleó la sopera y la arrojó al río Tenebroso; la olla se fue flotando hasta que pasó por una aldea de pescadores. Estos la rescataron del agua, y como eran gente buena, la sopera siguió ofreciendo manjares a la hora de comer, con la exactitud de antes.
En Villa Desgracia se enteraron, y la fueron a buscar. Hubo una gran pelea, que ganaron los vecinos. Regresaron con la sopera, pero eran muchos para la olla. Entonces se reunieron en la iglesia para resolver quién se quedaría con ella. Finalmente el cura párroco, que era de la confianza de todos, se ocuparía de invitar a una familia por día, los que mejor se comportaran.
Desde esa vez en Villa Desgracia no hubo robos ni homicidios, la gente se volvió buena, para comer en la iglesia.
Pasó el tiempo, y la familia de Pedro Salvaje que nunca había sido invitada, entró resentida, los asaltó cuando comían, incluyendo al cura, y se llevaron la sopera; esta vez sí se llenó de comida. Al mediodía levantaron la tapa y apareció un apetitoso guiso de lentejas, el plato preferido de Pedro Salvaje. Comieron hasta hartarse y al rato empezaron a revolcarse, y un poco después morían envenenados.
Nadie supo cómo sucedió, pero la olla apareció sola, en casa de Juan Elbueno. Yo, que soy un viajero incansable, pasé por Villa Desgracia. Allí conocí a Juan Elbueno. Me convidó de comer, y les juro que nunca disfruté un puchero de gallina tan sabroso, mientras Juan me contaba esta historia, que mucho no le creí, pero parece que es cierta.

MIRÓN DE PALERMO



MIÉRCOLES DE CENIZA (La tragedia)

De los árboles que bordeaban la calle principal, colgaban las luces de colores y los mascarones. A la luz del día ver esa ornamentación significaba que estábamos en la semana de carnaval, y a pesar de que durante esas horas el movimiento de la calle y de los comercios pretendía mantener su ritmo habitual, a mí me parecía percibir un clima diferente. Era como oler un perfume distinto que brotaba del pavimento, y ver en los rostros una sonrisa por momentos cómplice, distraída, cercana a un desenfado, que durante el resto del año no mostraban. Seguramente las primeras sombras que caían confirmaban mi observación, ya que los empleados de los comercios se retiraban más apresurados de sus lugares de trabajo, las cortinas metálicas caían con rapidez y la cena de esa noche era más ligera.
La expectativa del corso imprimía tiempos distintos y apresurados. Pasadas las diez de la noche, el centro adquiría el clima que todos esperaban. La gente que caminaba el trazado oficial, lo hacía lentamente, chocándose constantemente, casi con gusto. Las mesas de las confiterías y del club dispuestas junto al cordón de la vereda mostraban un enjambre de copas y de papel picado.
El escenario principal que era la calle, arrojaba el tumulto de grupos que caminaban mezclándose con los disfrazados, que transformaban el espacio de cemento frío y aburrido de todos los días en el mágico escenario donde aparecían vestidos antiguos, caretas tragicómicas y gritos de máscaras sueltas que dejaban escapar en cada salto, vaya a saber que cosas.
No faltaban las carrozas que instalaban en un lugar visible del semiremolque a alguna quinceañera linda que saludaba automáticamente, vestida con ropas que el pudor permitía, compitiendo para reina del carnaval y alguna alegoría de personajes mitológicos o de actualidad que despertaban comentarios diversos. Estaba presente la comparsa, que circulaba pegada al cordón de la vereda asustando a los chicos más pequeños con sus trajes de cretona, y un cencerro que colgaba de un ancho cinturón. Desde la interminable fila de autos que circulaban a paso de hombre, con las ventanillas apenas bajas, escapaba el chorro de agua clandestino de un pomo de goma dirigido hacia alguna persona parada en el desfile, y estaba la última novedad inventada que se ofrecía para ese acontecimiento y se mostraba sobre una mesa improvisada con tablones puestos sobre barriles, donde se mezclaba con serpentinas, bolsitas de papel picado y lanzaperfumes.
La bomba de estruendo a las doce de la noche era el final del espectáculo, a partir de ese momento el juego con agua era permitido y sólo quedaban en el espacio superpoblado los grupos más decididos a demostrar con bombitas de agua y baldes y recipientes de todo tipo, la supremacía del juego, casi batalla. Mariscales de pilotos viejos plantados arriba de las chatas, héroes por un rato del verano presente.
Un rato antes de la medianoche partían los grupos familiares hacia sus casa y los más jóvenes para los clubes que abrían sus puertas para el baile que se prolongaría hasta la madrugada. Distintos lugares donde la música de las orquestas comenzaba a expandirse, abría la etapa de la noche de carnaval.
Algunos muchachos aprovechaban para escapar de la rutina del año, dejando a la novia en el club social, para huir hacia el barrio donde estaba seguramente aquella otra chica de la cual no se acordaba el nombre, pero que despertaba comentarios cuando en las tardecitas caminaba por las calles del centro.
María Rosa bebió esa noche con sus dieciocho años la magia que el carnaval le regalaba. Había bailado con todos los chicos que la invitaban en la pista al compás de la música que resonaba entre las paredes del viejo teatro Roma, acondicionado especialmente para esas noches.
María Rosa, acompañada por una amiga, había dejado el lugar alrededor de las tres y media de la mañana y ambas habían emprendido la caminata hacia sus casas alegremente. María Rosa, dejó a Leonor que vivía dos cuadras antes y siguió sola.
Caminó una cuadra y en la semipenumbra de la noche cuando de golpe se le cruzó, saliendo de una obra en construcción, el único varón con el que se había negado a salir a bailar. Lo había visto tomar demasiado y sus antecedentes no eran nada recomendables.
Sus labios se apretaron y quiso explicar o gritar, pero no tuvo tiempo. El relámpago claro de un disparo iluminó por un instante las sombras de la noche y un estruendo quebró el silencio de la hora. Un vecino, que se levantaba temprano, la encontró con los ojos abiertos sobre la vereda, ya muerta. La noche de corso presentaba una calle distinta. La gente caminaba más lentamente, las máscaras estaban más apagadas, y el juego con el agua después de las doce tuvo pocos participantes y fue más breve. Los bailes tuvieron su música pero sonaba sin ritmo y las parejas bailaban mostrando rostros con miradas ausentes. El miércoles de ceniza despertaba trágico. No quedaban en la calle disfrazados que demoraran sus pasos queriendo respirar el último aliento del carnaval. Era necesario y deseable que un viento fuerte llevara lejos los restos de papel picado, serpentinas y algún permiso de disfraz desprendido del alfiler que lo abrochaba. La fiesta de ruidos y colores, de zorros aventureros y diablos con picardía, se había quebrado en el mismo momento que la sonrisa del carnaval de María Rosa, se desgarró tremenda, y la muerte, no era ya un disfrazado de negro que recorría los corsos.

ALICIA INÉS CHILIFONI


AZUL TORMENTA

Por qué no iba a la escuela cuando llovía mucho? ¡Lo que me perdí! Tomaba el tren de las seis de la mañana. Me costaba levantarme tan temprano, y a veces me tocaba correr mucho, sobre todo el último tramo de las cinco cuadras que separaban mi casa de la estación de Pérez. Se trataba de la diagonal que aún atraviesa la inmensa plaza que ocupa toda una manzana.
El guarda ya me conocía, y si yo no estaba entre los que subían, miraba hacia la plaza. Al distinguir el delantal blanco duro de almidón, cruzando a la carrera en la oscuridad invernal, esperaba parado, con su traje gris, el paño verde que daría la señal de partida en su mano, y el silbato calladito. Cuando ya sin aire, pisaba yo el estribo, recién pitaba y agitaba el paño, indicando al maquinista que podía iniciar el viaje.
Hacía entonces mi aparición agitada en la puerta del vagón, y ocupaba mi asiento acostumbrado. Alguna vez alguien, anónimamente, dejó escapar un "¡con lo justo!" Sin mirar a ninguno de los pasajeros habituales, escondía mi extrema timidez clavando la vista en la ventanilla, a la espera de que, no sé por qué extraño fenómeno, se fueran encendiendo las luces a medida que el tren cobraba velocidad. Entonces abría un libro o la carpeta, y me ponía a leer las lecciones que "guardaba" para el viaje de treinta y cinco minutos. Tenía que apurarme, porque cuando disminuía la velocidad al aproximarse a la estación siguiente, se iba apagando la luz poco a poco. Y vuelta a mirar por la ventanilla.
Un día, un grupo de muchachitos que viajaban siempre, con sus bolsitos con la merienda, o ropas de trabajo, ni bien me senté, empezaron a cantar a coro bien fuerte:
"Camelia, Camelia, Camelia,
Camelia de mi corazón
de sumas y restas entiendes
pero no entiendes
nada nada de amor..."
Lo habían planeado, seguro. Traté de ignorarlos, pero sentí que toda la sangre se agolpaba en mi cara, y con mucha bronca, decidí que cambiaría de vagón desde el día siguiente. Pero no lo hice. En realidad, fue un halago, tipo serenata; una muestra de que se fijaban en mí. Cuando se es jovencita no hace falta tener belleza para gustar.
Recuerdo todo esto ahora, en este tren, perdida ya la timidez en lontananza, pero así y todo obsesionada con la ventanilla, pegada mi nariz al vidrio para ver la tormenta. Es de noche, y tras la lluvia torrencial que chirlea y salpica, la negrura se ilumina de tanto en tanto, por instantes, con los relámpagos, seguidos por el correspondiente trueno. Esa visión, sumada al olor a tierra mojada, al ruido del agua sobre el techo, me da la sensación de estar muy lejos, en un país exótico.
Es que nunca había surcado una tormenta a bordo del tren. Es maravilloso. Sigo tratando de grabarme las imágenes que me develan los refucilos. Son de un tono azul grisáceo intenso, deslumbrantes. Como tus ojos, Tito.
¿Por qué nunca antes me había fijado en el color de tus ojos? ¿Por qué? Si somos amigos desde chiquitos... Si me leías tantos cuentos... y jugábamos tanto en la pileta del lavadero, haciendo naufragar en tormentas marinas a esas maderitas que eran naves imaginarias, tripuladas por las vaquitas de San Antonio que cazábamos en el jardín...
Sin embargo, recién ayer, cuando te visité en el geriátrico adonde te tienen sin ser geronte, por el sólo hecho de que ya no caminás, pero sobre todo porque así resultás un buen negocio, recién ayer, digo, reparé en ello. Me llevó dos años averiguar tu paradero. Tu casa, la de la felicidad, fue derrumbada, y nadie sabía darme pistas para encontrarte. Gracias a que perseveré, al fin vi tus ojos ¡por primera vez! Son de un azul grisáceo tan intenso como los fogonazos en esta ventanilla, de este tren, que quisiera que no llegue a destino, que se paren los relojes, que no amaine el temporal, hasta que tus ojos y los míos se miren a través del vidrio, todo lo suficiente, como para recuperar el tiempo perdido.

MARISA PRESTI

PLENITUD

Sabía que ya no tenía edad para hacerlo, pero, desde la infancia, su temperamento lo impulsaba a enfrentar los desafíos. Por eso, aquella mañana cálida de Octubre, no dudó en sumarse al grupo de personas que esperaban pacientemente en los bosques de Palermo.
Una señora de mediana edad le buscó conversación: Esto me cambió la vida, desde que vengo acá me siento libre, como si tuviera alas que me alejan de la rutina, de los problemas…
Ignacio pensó que justamente era eso lo que él tanto necesitaba. Escaparse, olvidar…Le siguió la conversación distraídamente, metido en su murmullo interior, apenas contestando con una sonrisa estereotipada. En ese momento llegó el profesor. Era un tipo pintón, cercano a los treinta y pico. Lo primero que hizo, después de saludar, fue enseñarle a los nuevos a ponerse los rollers. A Ignacio le costó un poco, pero después de unos minutos logró calzarse los dos. Se paró sobre el césped y sintió los pies apretados, pero pensó que ya se acostumbraría.
El profe hablaba con una voz clara y amable: Ahora caminen lentamente, primero un pie, el derecho, luego el otro. Vamos, intenten dar unos cuantos pasos. Él caminó con bastante seguridad, cuatro, cinco, seis pasos, y no pudo evitar mirar con cierta envidia a los que ya se deslizaban sobre el pavimento con asombrosa seguridad. Se preguntó si podría lograrlo y fue entonces cuando dejó de escuchar al profesor. Vos podés. La voz interior sonaba inquieta, ansiosa. Fuiste el mejor en natación, ¿te acordás de la medalla que te ganaste en cuarto año? No te podés acobardar ahora, sabés que con la bicicleta nadie pudo superarte. Dale, arriesgate. Sus pies comenzaron a moverse sin que pudiera evitarlo, dejaron atrás el césped y se acercaron lentamente al pavimento. El profesor no llegó a verlo, ocupado con unas personas de la primera fila. Cuando los rollers de Ignacio tocaron ese terreno liso, empezaron a mover sus piernas hacia delante y hacia atrás, flexionando sus rodillas, tal como una delicada ceremonia plástica que arqueó su cintura y extendió sus brazos. Miró alrededor, otros patinadores pasaban a su lado, casi rozándolo, mientras él continuaba avanzando por ese camino inundado de verde, de naturaleza, de sol. ¿Cómo me está sucediendo esto si yo no sé patinar? No cuestiones nada, dejáte llevar, insistió la voz desde lo profundo, y fue entonces cuando sintió que iba cada vez más rápido. Uno por uno fue pasando a los patinadores más experimentados. Un vértigo riesgoso y agradable se apoderó de su ser. Extendió los brazos, una sensación de plenitud que nunca antes había experimentado le hizo desear ir cada vez más rápido. Más y más. Y fue entonces cuando los Rollers empezaron a elevarse lentamente del piso de pavimento.

RICARDO ALLIEVI



UNA FAMILIA CON NOMBRES, Y SIN APELLIDOS

Nunca coincido con la realidad porque siempre estoy deformada.
Me agrando a la mañana, apenas sale el sol. Hago lo mismo a la tarde, con su declinación en el horizonte. Me achico al mediodía; casi desaparezco; dejo apenas un círculo alrededor de todos porque no tengo preferencias ninguna en especial. Reaparezco en las primeras horas de la tarde y me alargo, hasta las últimas.
Desaparezco si no hay luz o en los días lluviosos y nublados; pero, afortunadamente, a la noche, en las ciudades, hay muchas luces y, en el campo, luna y estrellas y vuelvo a aparecer. Muchas noches, en el campo, también veo la "luz mala" y me asusto. Quisiera no estar tan sola y tengo miedo.
Prefiero los reflectores, los focos y los faros porque, con ellos, mi existencia es más destacada. También me gusta el fuego porque, con sus llamas, me muevo y bailo; es más divertido.
Con los objetos o cosas, permanezco quieta porque no se mueven. Con los seres vivos tengo movimiento, los acompaño. No puedo decir "vida" porque dependo de ellos. Soy como algo "parasitario"; los sigo a donde van o vienen. Una marioneta sin hilos; un títere, haciendo lo que quieren hacer, sin que tengan en cuenta mi voluntad.
Mi éxito empezó hace muchos siglos, en China y se repitió en el teatro negro de Praga. En ellos soy dueña y señora, revelación, primera actriz del espectáculo y recibo siempre aplausos. En los eclipses tengo un papel especial. Oculto, total o parcialmente a algún astro universal en su meteórica carrera y trayectoria espacial.
Me enorgullezco cuando una persona, refiriéndose a otras, dice de una, que a la otra "se la hago". Eso habla bien de mí, levanta mi autoestima y me considero importante.
Por eso, me pego a todos; me cuelgo, con un amor incodicional; de atrás, de adelante, a sus costados y nunca los abandono. Los sigo, los persigo, los quiero a todos. No pueden separarse de mí ni yo de ellos. A veces, actúo como si fuera la conciencia, una voz interior que los delata, los acusa, los copia, los pongo a pruebas, los aliento o los freno. Los chicos juegan conmigo; tratan de esquivarme, quieren pisarme, se entretienen, disfrutan y ríen. Eso es lo que más me gusta porque es entretenido.
Ahora desapareceré porque van a apagar todas las luces de la casa para irse a dormir. Yo también necesito descanso, el sueño reparador del cansancio y la fatiga. Mañana me espera otro día movido con todos y una actividad intensa con cada uno. Con la señora, desde que está en el baño o prepara, en la cocina, el desayuno para la familia. Con el señor, en el gimnasio y en la oficina, hasta la hora de salida, muy tarde. Con los chicos, en la escuela y en los juegos, espiando si hacen bien los deberes y escuchando qué dicen cuando conversan entre ellos. Con el perro, negro, suave y huidizo, en el parque; con mis amigas y los suyos, caminando, trotando, saltando, corriendo o descansando. Con los autos y colectivos que pasan tan rápido, pegaditos a mí, como yo, junto a todos ellos, agradeciéndoles que no me pasen por encima ni me pisen.
Olvidé decirles que, a veces, soy gris claro, a veces, gris oscuro, algunas negra.
Tengo un nombre que suena a árboles apretados, a bosque fresco, a sitio húmedo, oscuro, como yo. Creo que me lo pusieron bien; es justo, me define.
Me llamo solamente "SOMBRA". No tengo apellido; pero tengo y formo parte de una gran familia que paso a presentarles:
SOMBRERAZO: es mi abuelo, grande, grande, grandote.
SOMBRERERA: su esposa, mi abuela, coqueta, elegante, siempre ocupada.
SOMBRERO: es mi papá, lindo, muy suave. Me encanta tenerlo. Siempre juego con él.
SOMBREADA: hermosa, perfecta, tierna. Me gusta estar a su lado. Es mi mamá.
SOMBRADO: es mi tío, el más viejo; tiene como 40 años.
SOMBREADOR: es otro tío, más joven; tiene 19 años.
SOMBRAJE: es el marido de una tía; alguien medio feo, despreciativo.
SOMBRERERIA: ésa es otra tía; la que tiene muchos hijos, de grandes a chiquitos; parecen un ejército.
SOMBRERETE: mi hermano, el petiso, chico y liero. Nunca está quieto, siempre moviéndose de un lado para otro.
SOMBRILLA: ésta es mi única hermana, la más linda de todos, tiene volados, voladitos, puntillas y florcitas. ¡Es un amor!
SOMBRERILLO: mi otro hermano; es un bebé recién nacido que sólo llora, hace caca, toma la teta y duerme.
SOMBRAR: un primo que pronto se va a casar.
SOMBREAR: otro primo, adolescente y con problemas. Se pasa todo el día con la compu y protesta cuando le piden algo.
SOMBREADO: este es el primo más grande. Quedó viudo hace poco. Está triste y deprimido. Tenemos que buscarle otra chica para que se divierta y cambie.
SOMBRIO: el último de mi familia. Lo dejé para el final porque es muy serio, amargado y negro; el único negro de nacimiento de la familia. Es el padre de SOMBRAR, el hermano de SOMBRADO, también hermano de SOMBREADOR y de SOMBREADA, mi mamá y el papá de mi primo SOMBREADO (...¡Uy..., qué lío!... Tantos nombres y ningún apellido!!.)

CARLOS MARGIOTTA



COMA PROFUNDO


La noche es cálida. Una ligera brisa se escurre por la ventana entreabierta, moviendo las cortinas de hilo blanco. Anita me ha cubierto con una sábana recién planchada, me ha besado en la frente y ha dejado todo en orden antes de irse a su casa. Anita es la más fea de todas pero la que mejor me cuida. Escucho caminar a la gente por los pasillos y veo sobre el triángulo luminoso que deja la luna sobre la pared que esta frente a mí, las sombras dibujadas de las visitas que atraviesan el patio que conduce a la calle. Las noches aquí son tranquilas y yo las aprovecho para repasar los sucesos del día sin que nadie me moleste. Últimamente me cansan mucho las conversaciones de los parientes y que me muevan continuamente de un lado para el otro. Hoy vino mi mujer y lo primero que hizo fue protestar por la limpieza. ¿Acaso no sabe que la gorda Miriam viene a las diez de la mañana y pasa el lampazo? Después se quedó como una hora leyendo el diario y hablado por el celular. Por suerte, apenas me dirigió la palabra. Me tenés cansada, dijo antes de irse, y dejó ese perfume barato que usa ahora, impregnado la habitación de odio y resentimiento. Yo sé que son muchos meses que estoy aquí, que eso de venir casi todos los días para ver si necesito algo es tedioso, pero podría tener un poco más de decoro, de buena educación. A veces me avergüenza imaginármela paseándose como una puta, moviendo el culo por todo el edificio. El otro día escuché chusmear a las enfermeras de la mañana diciendo que mi mujer se encamaba con mi médico de cabecera, el doctor Donato. En mi estado ya no me importa, es más, creo que me metió los cuernos desde el día en que nos casamos, con ese alumno que estudiaba matemáticas en el bachillerato para adultos. En fin. Después vinieron dos compañeros del trabajo, Osvaldo y Norberto, hacía mucho que no los veía. No sé si vinieron por la suya o los mandó el trompa para ver si me faltaba mucho. Osvaldo está más achacado y cuenta los mismos chistes de siempre. Norberto se está quedando pelado por tantos nervios y me contó las últimas novedades del laburo. Parece que Cristina se casa después de once años de noviazgo, ¿quién la aguanta?. Pero habitualmente estoy sólo, hay días en que no veo a nadie y es cuando mejor la paso. ¡Andá a jugar a la calle, hacéte amigo de los pibes del barrio!, decía mi vieja. Pero yo siempre fui un solitario empedernido, me gustaba jugar solo en la terraza de vieja casa, quizás es por eso que puedo soportar mi situación actual. A la tardecita vino el señor -del que nunca me acuerdo el nombre- de los aparatos, y estuvo un rato revisando el monitor que esta conectado por un cable a mi cabeza y el otro que esta enchufado por una cinta adhesiva a mi pecho. Yo no los puedo ver porque están a los costados de la cabecera de la cama, pero seguro que me voy a dar cuenta cuando dejen de funcionar. Está en estado de coma profundo, dijo el jefe de guardia después del accidente. Ellos creen que uno no se entera de nada, pero se equivocan. Por ahora está inconsciente lo único que queda es esperar lo peor, le informaron a mi hijo mayor después de otra consulta con el neurólogo. Yo, aunque no lo parezca, escucho y veo todo. No me pida eso, no corresponde a nuestra ética profesional, le dijo el responsable de terapia intensiva a mi mujer mientras le tomaba las manos. Como estoy rígido y con los ojos cerrados piensan que estoy en otro mundo, más cerca del cielo que de la tierra. Tenga fe y paciencia señora, puede vivir unos días o en el mejor de los casos recuperarse en unos meses. Todos me tratan como una cosa, soy objeto inútil que se interpone en el camino como un obstáculo. Lo único que quieren realmente, los muy hipócritas, es que me muera de una vez por todas para volver a vivir en paz.
Yo lo recuerdo todo perfectamente y podría contarlo si tuviera alguna manera de hacerme entender. Después del tortazo que me pegué en la autopista, juro que lo escuche y lo vi todo. Te puedo contar cuando llegó la policía y me sacaron entre los escombros del auto. Te puedo decir qué conversaban el chofer de la ambulancia con la mina que me sostenía la máscara de oxigeno en la boca, y hasta te puedo detallar lo que pasó cuando llegué al hospital. Menos mal que se enteró el monseñor y me trasladaron rápidamente al sanatorio de la congregación donde me atienden diez puntos. Las monjitas me tratan con mucha compasión y rezan por mí todos los días. También, con los favores que les hice.
A veces pienso que estoy jugando a las escondidas y los recuerdos se agolpan en mi cerebro mutilado como para despedirme. Punto y coma el que no se escondió, se embroma. Y yo estoy escondido. Me gustaba ver cómo jugaban los chicos a la escondida en la vereda. Yo me sentaba en el escalón de la puerta de entrada y disfrutaba mirándolos correr y esconderse apretándose contra los árboles, en los zaguanes o entre los yuyos del baldío. Los pibes ponían cara de miedo y las chicas que se hacían las asustadas. Una vez me invitaron a participar y me animé. Me hicieron contar hasta cien y fui descubriendo a uno por uno, yo conocía bien los escondites. Esa tarde de septiembre me excite por primera vez... No seas tontito, apretame fuerte, me pidió Susana detrás del auto estacionado. Y ahora, al recordarlo, me excito como entonces, en estado vegetativo y todo, si supieran.
Amanece, los murmullos del pasillo vuelven cada mañana como la corriente de un río. El tren de las 5,30 hs. que va para San Miguel deja su estela de sonidos, cincopesospocaplata... cincopesospocaplata... cincopesospocaplata... al atravesar las manzanas del barrio. Entra Mirta y levanta las persianas, mira los monitores y anota los datos en una planilla, controla el suero que se clava con una aguja en mi brazo izquierdo. Después entra el médico de turno con unas ampollas azules en la mano que deja en la bandejita de metal junto a la jeringa. Mira mis ojos con una pequeña linterna subiéndome los párpados. De ahora en adelante dale esto. Bueno doctor. Son ordenes superiores. Bueno doctor. La enfermera coloca la medicación en nuevo envase de suero y lo cuelga en su lugar. Lo sospechaba, reconozco que diez meses es mucho tiempo, que deben necesitar la habitación para otro pobre enfermo, o tal vez la obra social dejó de pagar la prestación y me tienen que rajar. Entra la monjita de los ojos grandes y se sienta a mi lado, dice una oración en un murmullo que no entiendo, creo escuchar... bendice a los que van a partir. Me empieza a doler la cabeza otra vez como en los primeros días. Podrían haber esperado un poco más los hijos de puta, hasta mi cumpleaños por lo menos. Lloro, estoy llorando desconsoladamente pero nadie se da cuenta. La veo a mamá pasearse entre las tinieblas con el vestido a lunares. ¡Mamá!... ¡Mamá!... grito. Ella se da vuelta, sonríe y me tiende la mano. Vení, me dice.