miércoles, 2 de noviembre de 2011

CARLOS MARGIOTTA


LOS RUIDOS 

A esa hora de la mañana, el subterráneo que lo llevaba al trabajo le permitía viajar sin los apretujones de siempre que terminan generalmente en alguna discusión o con el robo a los pasajeros por un punguista, "Cuiden los efectos personales", repite una voz que se derrama en cada vagón desde los altavoces. Sin embargo él, aunque podía viajar sentado siempre lo hacía de pie, custodiando la puerta que se abría junto al andén.
Hacía tiempo que venían molestándole los ruidos de la gran ciudad y se sentía acosado entre las voces de la gente y el estrépito de las ambulancias, el andar habitual de los automóviles y colectivos, a los que ahora también se le agregaban las llamadas y conversaciones a través de los teléfonos celulares. Sirenas, alarmas, timbres, campanas, llamados, tonos, bocinas, plegarias, cantos, tambores, risas, ladridos. mp3, murmullos, gritos, llantos, zumbidos, golpes, tic-tac, arrullos... y el horror.
En muchas ocasiones los oídos se le crispaban hasta el punto de sentir como un puñal atravesándole los tímpanos, entonces cerraba los ojos para calmar el dolor y se ponía a pensar en un viejo sueño: mudarse a un lugar más tranquilo, donde podría escuchar solamente los sonidos de la naturaleza y el silencio alumbrado de la noche estrellada. Le faltaba poco para jubilarse y era hora de cumplir con el deseo de volver al lugar donde había nacido, a ese lugar sin regreso donde ya no nadie lo esperaba.
El vagón del subte era un desfiladero recorrido por vendedores ambulantes que se alternaban disciplinadamente con los que pedían una moneda para comer. Él los conocía a todos, al ciego del acordeón que martillaba el teclado del instrumento sin piedad, al vendedor de herramientas que no pueden faltar en el hogar, al tipo tres pares de medias por diez pesos, al desocupado infectado con HIV que mangueaba para comer, y al más cruel de todos, el que vendía CD con un equipo de música a todo volumen.
En la medida que transcurría la jornada los ruidos en sus oídos iban creciendo dentro suyo hasta el regreso a su casita en las afueras donde encontraba algo de paz. Los médicos le habían dicho que orgánicamente estaba todo bien, que por la edad, que puede ser un virus o la contaminación ambiental y muchas otras explicaciones que no lo conformaban, él íntimamente sabía que esas no eran las verdaderas causas.
En la estación Medrano subió un hombre cubierto con un poncho norteño que le cubría el torso a pesar del calor de diciembre y un charango entre sus brazos. Era de baja estatura y de piel tan oscura como la suya. Sintió como si un hermano lo abrazara fuertemente después de muchos años y el pecho se le arrugó en un puño. El hombre se presentó "Soy de Jujuy...", y se puso a tocar un carnavalito como aquellos que había bailado en la quebrada siendo joven y se permitió seguir el ritmo de la música golpeando el suelo con el pie derecho como si fuera una caja.
Los ruidos que lo acosaban en el interior de su cabeza dejaron de aturdirlo por un momento y en su lugar se le aparecieron imágenes de su madre y sus hermanos. El paisaje de la puna envolvía su recuerdo; el corral, las casas de barro, el pozo de agua, las noches frías, el viento y más tarde la María. María despidiéndolo con un beso en el camino que lo llevaría a la ciudad y de allí a la puerta del cuartel. Recordó los días en la milicia donde aprendió a leer y a escribir, el uniforme verde oliva, los rostros de sus compañeros y los disparos. Esos disparos que todavía sonaban nítidamente en sus oídos.
Entonces se vio a sí mismo en el monte tucumano, escuchó el crepitar de la metralla y la explosión de los obuses mientras subía la sierra. Vio la sangre y la desesperación, vio el llanto y el dolor, y escuchó los gritos del sargento ordenándole:
Soldado, métales un tiro de gracia a los heridos... No sea cagón soldado... Ya escuchó al capitán... Sí, en el medio de los ojos... En esta guerra no hay heridos ni prisioneros... ¿Me entendió soldado...? No me diga que tiene miedo... no sea cagón carajo...
Los aplausos de los pasajeros lo hicieron regresar al presente. Una gota de sudor le cruzo la mejilla y se secó con la manga de la camisa. Después el músico se puso a interpretar una cumbia colombiana mientras el subte se iba vaciando en la estación Florida. Él también bajo con la muchedumbre y desde el anden miró al hombre con su charango, reconociéndolo, entonces le apuntó fijamente con la mirada en el centro de la frente. Luego se dirigió hacia la escalera mecánica donde lentamente subió hasta la avenida, el pecho se le fue agitando y uno tras otro volvieron a los ruidos.

TALLER


TALLER DE ESCRITURA CREATIVA 
REDES DE PAPEL

Coordina: Carlos Margiotta

Todos los lunes de 18 a 20 hs.
En LA SUBASTA - Río de Janeiro 54 cap.

Informes: 4857- 5119


RICARDO ALLIEVI

 PASA EL TREN
 
 Todavía no se lo ve venir pero se lo adivina y se lo oye.
Marcha pegado a la línea del horizonte y parece escondido entre las sombras del amanecer oscuro, lluvioso y destemplado.
Es un gusano largo que cruza el campo a toda velocidad, entre bufidos de enojo o de llamada a todos, sacando humo blanco y largo, con pitadas estridentes que anuncian que pasa.
Así como llega, sigue su camino y se pierde raudo para seguir como llegaba, largo, porque no para. Sigue apurado y se escapa como vino.
El campo y todos vuelven a quedar callados.
Es un silencio espeso que recupera la llanura, después que pasó, separando cielo y tierra.
Los ganados siguen pastando tempraneros y los campesinos se vuelven a dormir un rato más, hasta que claree, porque hace mucho frío y es muy temprano para salir afuera y empezar las tareas cotidianas del paisaje campesino.

PRESENTACIÓN


Te invitamos a Ud. a participar

de la presentación del libro

“Cuentos con nombre propio”
de la escritora
Nora Jaime

que se realizará el 25 de Noviembre a las 19 hs.
en café La Subasta, Río de Janeiro 54 CABA

JORGE ISAÍAS


CREPÚSCULO EN COLONIA HANSEN 

El viaje lo hicimos por caminos bien cuidados, flanqueados por trigales amarillos y grandes franjas de soja. De vez en cuando un monte y a los costados: yuyos y un cielo limpio alrededor.
Hacía años que no me internaba por ese trazado prolijo de caminos reales que conectaban varias colonias con el pueblo. Hubo varios recodos y cruces, tantos que si mi hermano no hubiera estado conduciendo con seguridad nos habríamos perdido.
Viajamos charlando con entusiasmo, en mi caso escuchando las anécdotas que contaba mi tío Pancho Isaías, gran merodeador de estos campos cuando el abuelo arrendaba el campo de don Carlos Burky, allá por el treinta.
Traté de armar, de ordenar ese rompecabezas del pasado familiar campesino, juntando las que contaba mi padre y estas versiones -nuevas para mí- del tío.
Una cosa era segura: la pobreza, las necesidades, la imaginación de ocho hermanos para inventar los juegos con un padre severísimo y apegado compulsivamente al trabajo como eran aquellos inmigrantes de principios del siglo veinte.
De vez en cuando un cuis cruzaba raudo delante del motor del auto y por la ventanilla veíamos dibujar el aire al vuelo de una bandada de golondrinas que buscaban orientarse en su ruta hacia el mar.
Mientras tanto el crepúsculo giraba lento e incuestionable y allá al fondo del campo un melón naranja languidecía gigantesco.
Antes de alcanzarlo, doblamos.
Mi hermano iba explicando quiénes eran los dueños de estos campos, mi tío constataba con sus recuerdos, que a veces coincidían con la actualidad y otras, no.
Después de un rato de andar, desembocamos en una calle ancha, muy ancha, flaqueada por eucaliptos centenarios, algunas pocas casas, de hondísimos patios que rodeaban cercos de tejidos romboidales, con perros, gallinas que picoteaban con entusiasmo el suelo, perros ladradores. A un costado del caserío una blanca capilla con su techo típico de dos aguas, pintado de un furioso colorado. Cruzando en diagonal, el edificio de la escuela y otra calle atravesando a ésta por donde ingresamos, no más de una docena de casas y en la esquina donde se juntan las dos anchas calles, el bar de mi amigo Emir y su venta de combustibles. Es el centro del pueblo, tiene teléfono, internet y es estafeta de correos. Me dice que quedan 39 productores que viven en la zona. La colonia está en un punto privilegiado, equidistante de cinco pueblos que la rodean.
Hay también un par de casas cerealeras con sus galpones de acopio, sus máquinas secadoras, sus balanzas para camiones y esas altísimas columnas de hierro que nunca supe para qué servían y mi ignorancia me inhibió de inquirir.
En la única manzana del pueblo está la escuela y el hueco de un antiguo almacén de ramos generales, y un densísimo montecito de higueras, plátanos, olmos, eucaliptos, todo cruzado por lianas de enredaderas salvajes. Allí se interna Salvo, el loco del pueblito, un manso hombrón que dialoga con los pájaros y se pasa horas metido en ese laberinto inextricable.
Cuando uno camina por ese sitio, sale y se pone al lado. Si uno le habla, no contesta, aunque Emir dice que todo lo entiende. Y luego de caminar algunos metros de silenciosa compañía, desaparece con el mismo sigilo. Cuando los camiones cargan cereal en tiempos de cosecha, se acerca a mirar. Se pasa horas allí. Luego misteriosamente desaparece, escondiéndose entre los árboles.
Así actúa, entonces lo tomamos como parte del paisaje, con toda naturalidad, sin hacer comenta-rios estúpidos como hice cuando lo conocí. Se llama Salvador, pero todos le dicen Salvo. Tiene dos hermanos más y viven cada uno en una casa distinta, los tres solos, los tres vecinos.
Después de dar una vuelta a paso lento por el magro pueblito, nos llegamos hasta el bar de Emir Menza, quien con toda indolencia atendía a un par de parroquianos parcos vestidos con ropa de trabajo que evidenciaban su pertenencia al trabajo rural.
Después de los saludos y de recordar por enésima vez cuándo nos conocimos y cuándo nos hicimos amigos (eso forma parte del ritual) nos sacó una mesa al patio (es un decir, mejor dicho a la calle bajo unos coposos paraísos centenarios. Nos cortó unos salamines caseros, hizo otro tanto con un rico queso que se fabrica en la zona, puso una botella de un grueso tinto, una bandeja de pan cortado y se sentó con nosotros.
La sola visión de esos manjares nos puso de muy buen humor a todos.
La casa, una construcción antiquísima y que conoció mejores épocas tiene una cantidad impresio-nante de habitaciones de las cuales sólo ocupa algunas. En la esquina funciona el bar y una pe-queña despensa, al lado tiene la cabina telefónica, su oficina y su computadora, tiene otra habita-ción que usa como depósito y el resto de la casa está vacía, ya que él vive en una casita enfrente, con su madre octogenaria, que le ayuda en el bar. A un costado tiene los depósitos de combustible. Todo lo rodea una vegetación envidiable.
La tarde mientras tanto retrocedía con el sol que allá lejos - aunque parecía que lo teníamos muy a mano- repartía haces violetas y amarillos que se filtraban tras de los trigales donde los "brasitas de fuego" iban a apagarse tirándose de cabeza, como carbones ardiendo.
La charla se hacía muy animada de a ratos. Miré el rostro de esos hombres que compartían ese momento tan único: mi tío con quien no coincidíamos hacía mucho en el pueblo ya que vive en Córdoba, mi amigo Guillermo que fumaba en silencio, entrecerrando los ojos para evitar su propio humo, mi hermano que no fuma, junto a su infaltable botella de agua mineral.
Ese día quise ser consciente de esa felicidad irrepetible, de ese gozo inmenso que me producía estar así, entre gente querida, que a las ocasiones las suelen pintar calvas y me dije para mí que iba a disfrutar al máximo de ese momento.
De pronto le pregunto a Emir por la antigüedad de la casa.
-Fue construida en 1897- contestó sin vacilar.
Al parecer por allí iba a pasar un tren y se lotearon cien terrenos, se construyeron las primeras casas, pero luego con el paso del tiempo ante la ausencia de ese factor de progreso, el pueblo no creció más que esas dos manzanas.
Recordé otras épocas más florecientes de la colonia. Cuando íbamos a jugar campeonatos de fútbol en mi niñez, o ya en la adolescencia íbamos a los bailes que se realizaban en la escuela o en el salón del club ya desaparecido como dije antes. Ni club ni salón, sólo recuerdo.
También tuvo su época de oro en la década del sesenta cuando un inquieto maestro, muy querido, de apellido Reixach organizaba las carreras de limitada santafesina, tenían un conjunto de teatro con sus ex alumnos y toda cuanta actividad podía realizar para elevar el espíritu lo tenía como un entusiasta propulsor.
Quisimos conocer la capilla, que uno de los hermanos del loco nos abrió diligentemente.
Con la promesa hecha a Emir de volver otro día a constatar sus dotes de eximio cocinero -ya un mito en la zona- fuimos subiendo de a uno al auto. Le di un abrazo fuerte a mi amigo, quien me hizo prometer que lo llamaría por teléfono "para hablar de política", ya que además es un caudillo de la zona.
Era ya noche cerrada. No quedaban ni el loco ni el sol ni los pájaros amigos del loco.
Los árboles y las casas sólo existieron cuando los faros del auto los fueron iluminando fragmentariamente y el silencio era el testigo mudo del placer de cuatro hombres reconciliados tal vez con lo mejor de cada uno.

HORACIO LAITANO



LA RECETA DEL SEÑOR MIRABALLES

El señor Miraballes desplazó de un plumazo a la señorita Milli. Sus manos se crisparon ante tanto movimiento que nadie contenía.
-El reuma sólo afecta a los mayores -sentenció el sacerdote que andaba por la casa, abriendo y cerrando puertas y ventanas.
-La pata del pollo no es buena para el caldo -comentó la señorita Milli a su vecina. (Ella también consultaba al sacerdote, cuando empezaba a sentir esos dolores en las piernas)
El señor Miraballes insistió con su receta: dos gotas de vinagre en la punta de la lengua y alguna infusión al despertarse.
Al oír estas palabras, el sacerdote y la vecina opusieron resistencia.
-El reuma sólo afecta a los mayores- respondieron con firmeza.

ADA INÉS LERNER

 A SALVO

Dicen que estoy loca. Puede ser.
He despertado de un profundo sueño y he descubierto que me han robado el amor; sí, el amor que había construido y que llevaba adelante por la vida, por las calles atestadas de hombres y mujeres, hombres y mujeres que se ríen de mí aunque otras personas me temen, se llenan de espanto.
Y ese hombre, ese hombre al que amé, de pie en la puerta de mi casa, grita: "¡Miren! ¡Está loca!"
Alcé la cabeza y al no ver el sol mi alma desnuda -desnuda de tantas heridas- se inflamó y ya no quise tener más amores. Así fue que me convertí en una loca.
Sí, por fin he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de ser inadvertida, inabordable. Pero no piensen que me enorgullezco de mi locura: no estoy a salvo del amor…

CARLOS ESTEBAN CANA

HOJAS BLANCAS

Después de una lucha encarnizada, cuerpo a cuerpo, con Eros y Tanathos, el analista pudo dar con la verdad. Cuando, en un inusitado descuido, Eros permitió que la mano sagaz del analista arrancara de cuajo la máscara.
Desde ese entonces, Tanathos no engaña a nadie, pues ya todos conocen de su insidiosa costumbre de suplantar a Eros, quien, acorralado por las circunstancias, se aburre mortalmente de ser quien es.

WALTER RAGO

 LA PERCEPCIÓN DE LOS INVENTOS

Elena quiere llegar a los cien y mucho no le falta. Mientras rompemos distraídamente las últimas nueces de Navidad, ella desmenuza su larga historia de chacras, mudanzas y trabajos de obrera. Nos cuenta de su tiempo sin relojes, de los cálculos que hacía mirando la sombra de un alero para mandar los chicos a la escuela, nos habla de la fuga a caballo para vivir con su hombre y de la emoción que sintieron todas las mujeres cuando comenzaron a votar y cómo ella tuvo que sacar su documento de identidad y entonces aprovechó y también se casó legalmente y también anotó a sus siete hijos, todo junto, una misma tarde. Y ella que palpitó tantos cambios, que se fascinó con radios, autos y microondas, dice que sin embargo nunca se maravilló tanto como cuando pudo poner vidrios en la ventana de su rancho y por primera vez disfrutar de la lluvia sin mojarse.

ANA MARÍA MOPTY



DIVORCIO
 
La tristeza verdadera está en las tazas, en los sonidos del platillo acompasando una canilla mal cerrada. En cuanto a las tazas ¡oh, las tazas!, no se miran ni se tocan, los bordes se hacen ásperos y el líquido llega a labios vacíos de palabras: nada qué hacer ni qué decir en el desayuno de gargantas oprimidas sin apuro junto al diario.
Definitivamente se emborrona el recuerdo con el último sonido que decrece en el plato. Paralelamente queda, sobre la mesa, cada plato.

JULIA DEL PRADO


SIMBAD Y LA MARIPOSA AZUL

¡Quién me amó! en el sueño, una hermosa mariposa azul que con sus alas tocó ligeramente mi cuerpo y luego ambas nos volvimos doncellas, al toque de una vara de Campanita. Luego íbamos por un camino de bosques dorados de otoño, en ese lugar las dos hallamos a Simbad, que estaba muy lejos de Zanzíbar. Del puerto y del mar. Lloraba y lloraba, su llanto se hizo agua y no sé cómo de repente esos bosques ya no lo eran, sino estaba la mar y Simbad en su barca, donde feliz nos decía adiós.
Desperté luego de este sueño en vigilia, vi a la mariposa azul que se iba por mi ventana y yo volvía a ser la misma, reposaba en mi cama.

Publicado en la revista "Con voz propia", dirigida por Analia Pescarner

GUSTAVO HENAO CHICA


BAJO LA TÚNICA

Estábamos allí en la posición de loto, formando un círculo y pronunciando mantras trascendentes. Tú sentada al lado de Henry con los ojos cerrados. En esos días éramos realmente espirituales, cuando salíamos a la calle yo caminaba como por el aire, hacía parsimoniosos mis pasos y los mo-vimientos generales del cuerpo, tal vez para que la gente se fijara y dijera: "Ese es un joven espiritual". Me agradaba estar a tu lado, el calor salido de tu cuerpo fue siempre una fuerza que me traspasaba, a veces meditando aunque estuvieras en medio de Henry y Luz Elena, podía sentir la diferencia entre tu calor y el de los demás, creí también que tú diferenciabas el mío; en varias oportunidades cuando entreabría los ojos para mirarte, encontraba tu mirada, ambos sonreíamos porque nos habíamos descubierto infringiendo las reglas de la meditación. La primera vez creo que enrojeciste cuando al abrir tus ojos, los míos ya te estaban viendo.
Al recordar se hace presente el tiempo en que me interné para realizar prácticas más profundas. Fui sometido por varios días a permanecer en silencio; escuchar y reflexionar, algo difícil para mí que he sido tan conversador. Aproveché para darle mayor atención a tus movimientos, si ibas al baño, dejabas la puerta medio abierta, yo calculaba el tiempo o por el silencio de la ducha imagi-naba que te estabas secando, entonces pasaba por ahí, no detenía el paso pero llevaba en el pensamiento el recuerdo de tus pechos pequeños todavía húmedos. Si estábamos comiendo movías los labios y la lengua de un modo que no era natural. "Una manera esotérica de masticar", ésta y otras ocurrencias formaban parte de mis hondas reflexiones. Al cumplir la semana de mi internado, te interesaste por dormir en el mismo lugar donde yo lo hacía, aquello fue definitivo, algo que tomé como una prueba. De los discípulos internos, tú eras la más antigua, yo era sólo un aspirante.
El lugar para dormir era el mismo donde estaba ubicada la biblioteca: un salón recogido que tenía todo en madera; mis sueños eran en el piso acostado boca arriba con los brazos a los lados o sobre el pecho, abrigado por una sábana que arrojaba siempre. Frío no había en el sitio. El cuerpo amanecía como plano, al despertarme demoraba varios minutos en tomar conciencia de los músculos, la espalda se me hacía horizontal como las tablas. Cuando empezaste a dormir allí fingía leer, te observaba hasta verte en sueño profundo. Mi sábana se posaba sobre ti.
Es cierto que me inspirabas respeto, pero no podía dejar de fijarme en tus piernas de pantorrillas bien delineadas, en tu boca que aún cerrada parecía tener el comienzo de una sonrisa. Disfruté al mirarte. Tu rostro impedía la presencia del sueño. Dejabas lugar y sábana para mí, en esas noches permanecía en la misma postura buscando no incomodarte. En algunas mañanas tu cabeza sobre mi pecho me turbaba, no sabía qué hacer, mantenía la respiración como un gran Yogui, lenta, pausada, el corazón aminoraba el ritmo, no dormía más, preocupado por lo que pensarías si despertabas en ese lugar al que seguramente te había llevado en mis sueños. Sólo cuando te retirabas volvía a respirar con ganas y a desperezarme como recién despierto. Una noche sentí tu mano sobre mi abdomen, los dedos iban y venían. -Estoy inventando, -me dije- es una ilusión. No podía ser tu mano la que estaba ahí. Por varios días quise convencerme de que aquello había sido un espejismo alimentado por mis deseos.
Henry no se quedaba en la institución porque era un discípulo externo, esto significaba que no vivía en el lugar, pero era uno de los más avanzados en el conocimiento. Llegaba temprano, se colocaba la túnica de lino e iba al salón de prácticas, cuando nos reuníamos él estaba sentado frente al incienso, a la entrada del salón permanecían sus zapatos esperándolo, a un lado dejábamos los nuestros, la alfombra me acariciaba los pies. Al colocarme la túnica algo se apoderaba de mí, una sensación que podría explicarse como tranquilidad, me sentía bueno, etéreo. Imaginaba que Henry, siendo un hombre más evolucionado que yo, debía sentir cosas superiores y quizá por eso iba temprano. Mientras nos disponíamos para la práctica centraba mis ideas en los objetos del lugar: el incienso colocado colocado en un soporte de arcilla en medio del salón, la estatua del Budha tal como han pensado que era después de varios años de riguroso ascetismo, con la piel adherida al hueso, el pequeño gong y escrita en la pared del fondo la frase tomada del frontispicio del templo de Apolo de Delfos: ¡Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses!
En el rostro de mis compañeros se miraba un aire de misticismo, de especial, parecían seres diferentes a los otros mortales; cerraban los ojos o dejaban ir la mirada al vacío, al pronunciar las frases de memoria o leídas de un texto sagrado, los veía como elevándose, saliendo de este mundo, divinizados. Pensé que a mí era al único del grupo al que lo divino no le llegaba, porque mis pensamientos seguían siendo lógicos, racionalistas. Verlos tan ensimismados, ausentes del mundo material llegó a ponerme alerta frente a la validez de mis convicciones, los sentidos, a ellos el mundo material no podía tocarlos. Consideré mi existencia como la más burda y material.
Cuando concluía la meditación yo era el primero en abrir los ojos y mover el cuerpo, para mis músculos voluminosos y nada flexibles, esa postura resultaba absolutamente torturante; en cambio ellos tenían una cara de felicidad, de placidez, de regocijo, nada parecido a las muecas mías tratando de acomodar el cuerpo. Llegué a obsesionarme con la idea de lograr el grado de superación de mis compañeros, me dediqué con disciplina a ser mejor, pero el camino de la contemplación tiene exigencias que no siempre uno está en condiciones de cumplir: en un principio el ayuno y el silencio me afectaron, acostumbrado como estaba a comer con sal y sabores, aquellos alimentos espirituales, vegetarianos, me resultaban de náusea, por eso, aunque no estuviéramos ayunando, dos comidas de esas al día eran insuficientes.
Hoy en pensamiento veo tu cara cuando te conté aquella travesura mía: "He comprado un paquete de gelatina negra, para que comamos en la noche", dije haciéndome el misterioso. No controlaste la demostración de enojo, fue como si te hubiese dicho algo obsceno. Con la cara congestionada y las manos temblorosas me hiciste sentir que los seres superiores también se enfurecen.
Hube de reprocharme esa indelicadeza. Encerrado en el baño engullí la gelatina que había comprado para los dos, pensando en las palabras que utilizaría para disculparme.
Sin comentarlo tomé a Henry y a ti como mis maestros y cuando estábamos en algún acto público, ya fuera una conferencia o un cine-foro, las conclusiones a las que llegaba eran las mismas: si la conferencia o el cine-foro tenían tu dirección o la de Henry, la sensación era que estaban muy por encima de las personas que acudían al programa, que a ustedes el mundo ilusorio no los poseía; si era yo el responsable de la actividad, el tema presentaba algunos toques de timidez e inseguridad y si alguien deseaba hablarme al final, lo remitía según el caso a Henry o a ti, porque la gente deseaba un consejo o respuestas exactas sobre cosas de las que yo dudaba, en cambio tú, con esa voz para arrullar querubines y la fina manera de mover las manos en las explicaciones y Henry con esa barba que infundía respeto, eran las personas ideales para responder a preguntas de tipo espiritual.
En varias ocasiones se presentaron personas a la institución a preguntar por mí, gracias a una referencia de alguien que me conocía, y yo continuaba barriendo o dedicado a otra labor, después de responderles que no me encontraba.
Haciendo esos trabajos que me asignaron: el aseo en las dos habitaciones, la biblioteca, el baño, el salón de prácticas y la sala de conferencias, además de colocar la música y mantener encendido el fuego, me impregné de ese ambiente, por eso al pasar por sitios donde siento olor a incienso, suelo quedarme un poco para vivir la nostalgia. Si observo a un chico y a una muchacha que cuando oyen hablar de cosas espirituales o que cuando leen se les llenan los ojos de lágrimas, conmovidos por el mensaje así este no sea profundo, recuerdo esa imagen nuestra, pero busco en ese chico y en esa muchacha el paquete de gelatina negra para estar seguro.
La última vez que abrí los ojos para mirarte, me había sentado primero que los otros antes de iniciar la práctica. Mi corazón se movía de afán y en el resto de mí todo era desgano. Al salir del cuarto después de colocarme la túnica, quise entrar al baño, la puerta estaba entreabierta como otras veces, pero Henry te acompañaba, tenías la túnica subida hasta el muslo y la mano de Henry se perdía entre la tela y la piel, tus labios delgados, que yo había querido besar, mientras dormías, lo besaban a él; no fui capaz de mirar la dirección en los movimientos de tus manos.
En el círculo te miré para ver si abrías los ojos, pero no, estabas ida, en otro mundo, no pronunciabas el mantra, tus labios temblaban, creo que habías llegado a la iluminación. No volví a mirarte.
Terminamos la práctica y salimos a pegar unos afiches, me hablabas y te respondía con monosílabos, si me hubieses preguntado por qué, te habría respondido que estaba sintiendo la misma sen-sación que me embargó de pequeño, al enterarme de que el Niño Dios era mi padre.

Publicado por Ester Mann en Etiquetas: NARRATIVA

ALICIA CHILIFONI


LA ÚLTIMA CARTA 

La última carta fue tuya. No hizo falta ver el remitente. La letra chueca te delata. Además, salvo nosotras dos, ya nadie le escribe a nadie. Tenía que ser tuya.
Y acá la guardo, con tu promesa de visitarme en junio. Tu afán por dejar todas las cuentas pagas y algunas molestias digestivas que querés clarificar, te demoran.
Mientras espero, te elijo un regalo, sonriendo al evocar ese entusiasmo tuyo, que ya saboreo por anticipado, viéndote sacar de la valija la sorrentinera, y ese tubo prodigioso del que salen tus malfatis de ensueño tan solemnemente como de la galera de un mago.
Con ellos te enseñoreas de mi cocina, mientras nos reímos a carcajadas, chimentos y vino tinto de por medio.
"Vamos a dormir" es una forma de decir. Seguimos la farra charlando al oscuro hasta la madrugada, en ese derroche de emoción de sabernos hermanas del corazón.
Un llamado telefónico troncha la espera. No vendrás. Ahora ni nunca.
Podría ser que yo lo haya soñado. Últimamente mi cerebro suele dar algún que otro paso en falso. Puede que sea una fantasía. Puede que esté detenido el tiempo (¿será verdad que pasaron ya dos años?). No estoy segura de tu muerte. Nunca lo estuve de la muerte de nadie.
Por eso sigo guardando tu carta, la última que recibí. ¡Cómo nos vamos a reír cuando vengas y te cuente esta pesadilla mía!

ALEJANDRA LISANTI

..
...........ÁNGELA Y EL BARRILETE (la nieta de Ángela)

Sábado por la tarde, olor a masa y levadura. Mamá nos llevo a todos un ratito al parque Caballito. Yo lleve mi soga de saltar, mi hermano su kartíng, mis primos una pelota de trapo. Aunque jugamos un rato todos juntos, me escapo como siempre a la hamaca, cuando llega mi turno comienzo el vaivén mágico, quizá era lo único que me hacia permanecer un largo rato en el mismo lugar.
Levanto mis ojos y veo en el cielo celeste como nunca, una figura suspendida en el aire. La suave brisa con olor a eucaliptos abre mis sentidos y puedo ver algunas personas señalándolo.
La curiosidad me hizo mirar a una familia que jugaba con ese objeto, pero aunque tenía algo en la mano yo no comprendía como hacían para que eso vuele no sé si flotaba cerca o lejos, pero allí había una rara conexión. Volvemos a casa y en mi rincón preferido de la cocina rojo tomate, le cuento la historia a mi abuela y me fui a jugar con los muñecos que estaban esperando junto al jueguito de té de porcelana aun chiquitito para mis muñecos...
Pasaron siete días y sobre la mesa grande, mi abuela y mi mama nos esperaban con un montón de cosas.
-¿A que están jugando?, les dije. -Sentáte y mira, dijo mi mama.
No era la primera vez que armábamos algo. En otras ocasiones confeccionábamos ositos o "Peponas", esta vez había otras cosas, y recuerdo la conversación como si fuera hoy, para esto cierro los ojos y hago un viaje mágico al pasado.
Tengo largas trencitas y soy tan alta como la silla, veía a mamá midiendo unos papeles de colores, mas finitos que las hojas de mi cuaderno de la escuela, luego cortaba con un serruchito unas varillas, mi abuela preparaba un pegote con harina, agua y no se que otra cosa que tenia olor parecido a la plasticola, yo ayude a recortar flecos de papel crepé, y papá nos regalo un carretel de hilo sin color.
-Este hilo se llama tanza, el mismo que usamos para armar las cañas e ir a pescar los octubres a la Bahía de Samborombón, me dijo.
¿Porque hacemos esto? Le pregunté a mi abuela y con su dulzura de siempre, me contesto.
-Vamos a armar un barrilete. Un barrilete es algo muy importante en la vida de las personas-, mientras me miraba con sus ojos grises y profundos como el océano. Mamá tomaba mate y participaba con enorme amor desde el silencio y la contemplación de sus amores.
-Hacer un barrilete, con una nena como vos, es enseñar a que sepas escuchar y mirar bien cuando te explican algo. Para que seas paciente al aprender, aprender a usarlo, para que tengas en cuenta el sol, los vientos, para que lo remontes si se cae, lo sepas ir levantando de a poco y con paciencia.

ANA ROMANO


MÁSCARA

Malgasta
el asombro
el compromiso
Desgarra
el encono
el sosiego
Enardecida
fustiga
la ilusión del vínculo.

*

RANURA

Mañana
de presagio
El viento
es negro
Arrumbado
asoma
El disparador
en este
día nublado
empuja.

*
TRANSMUTACIÓN

El cuerpo ajado
que acaricias
por los bordes
de la rutina
Encallas
Centro
terso
imponente
Y absorbes
útero.

*
ZOZOBRA

Trepa
astuta
la imagen
(y es como
espía)

Estacionada
en la hendidura
deposita

La madre
aúlla
en un rincón.

PRESAGIO

Apiñada
entre tablas
se acopla
La mirada
mansa
Es
llena de vida
que sucumbe
El hombre aguijonea
Con premura
los colores
Estéril es la entrega
Masacran

Y el suplicio.

*

MADRIGUERA

Dormida
espío
pequeños huecos
El hielo encubre
el amor llagado
Es en la noche tapiando
el nido
o sueño demorado
Azotados los pensamientos
por el timbre.

SECUENCIA

Desnudos
ante el viento
los cuerpos
Desnudos
flamean
en el fuego
Desnudos
junto al río
encandilado
Desnudos
frente al espejo
estallan
Desnudos
se detienen
al llegar
a la cima.

JUANA ROSA SCHUSTER



DESDÉN

Hacía algunos años que no tenía noticias de ella. En lo que a mí respecta, estuve muy ocupada con el emprendimiento. Alquilé un local en una galería de la Avenida Cabildo y me dediqué a transformarlo en boutique. Comencé con bijouterie y ropa informal, luego, al progresar las ventas, decidí vender vestidos de noche, de gasa, con mucho brillo.
Esto era una distracción. Tenía razón mi psicóloga. Era necesario poner punto final a esos tiempos de duelo cuando Daniel me abandonó. Pensar en mí, dejar que el dolor de paso a la resignación. Aprender a vivir en una etapa distinta.
Ese día vino Andrea al negocio. Siempre había admirado su aspecto juvenil. Tenía el pelo teñido de color caoba. El rostro, de facciones armónicas, irradiaba felicidad. Después del abrazo, conversó a manifestar algunas cosas que no eran de mi conocimiento.
-¿No sabés la novedad?
-¿Cuál, Andrea?
-¿No te enteraste?
-Estoy muchas horas con el armado de vidrieras. No tengo empleados. Me contacto menos con las amistades.
-Daniel sale conmigo.
No puedo negar que se produjo un cortocircuito. Él era amo y señor de hacer lo que quisiera. Pero, justo con quien había sido una de mis mejores amigas, era difícil de metabolizar.
¿Habría sido ella quien contribuyó al desgaste de la relación. No contesté. La contemplé. Miré los ojos que me observaban serenos.
-¿Te gusta el anillo? Lo diseñó Daniel. Fue realizado por un orfebre de París.
No respondí. Tomé asiento. Miré la calle, la gente. Me pregunté qué tipo de pesares arrastrarían.
-En octubre viajamos a la Polinesia.
Ella ahí de pie. Yo, sin saber cómo salir de ese vórtice que iba a tragarme.
-Me voy, porque tengo turno con la manicura. Que la pases lindo.
Me dio un beso. Las palabras se enroscaban en el paladar y no tomaban la forma correcta para ser pronunciadas.
Y la dejó caer a propósito. Para que lo suyo fuese más creíble.
Esa foto frente a la catedral. Se los ve muy juntos. Lo doloroso es que fue tomada a pocos metros del lugar donde nos casamos.

JORGE LEMOINE Y BOSSHARDT



PEQUEÑA MÍA

Pequeña mía, camoatí de melodías no inventadas, cueva de flautas pastoras del oro.
Quiero hablarte a veces sin decirte nada. Pasear de tu nombre por la atmósfera, volar de tu mano por la música, acampar en una mariposa y clavarme una manzana para tener un corazón.
Tal vez en las alas del tiempo, tal vez con las prestadas sandalias del destino, tal vez porque sí, porque dios, porque caminos; yo no sé por qué pero nos encontramos.
Ahora me parece que saliste de una profecía, que a través de muertes y mañana vine buscándote y que ya mi brújula puede echarse a dormir como un fiel perro de caza. Tu voz es la medida exacta de mi oído, tu cuerpo es el barco de todas mis tormentas, tus ojos tienen enterrados talismanes, tu pelo es el país natal de mis caricias.
Tú me indultas lo más arduo de ser hombre ya no me pregunto por los irrespondibles dioses. De repente comprendo que vivir era una búsqueda y puedo dormir calentado por el fuego donde se queman mis gastadas herramientas de caminante.
Me he preguntado muchas veces por qué tejo estas redes, qué quiero pescar con mi poesía. Era tu alma, un pez originario. Pero las redes cayeron de tus ojos y estaban tejidas con hebras de vuelo de golondrina. Y no eran redes de atrapar, eran como manos de secar el sudor de las bestias atrapadas, toallas de sueño para los que nacen enterrados.
Me contaste que te amamantaste de lámparas, que pacía en los espejos de tu cuello sus raíces de luz la madrugada.
Me contaste que a veces te vertías por las ramas amargas de la noche y volvías hecha de rotura y extravío.
Me dijiste que tenías cementerios en la boca y algunas cruces en la piel y en las palabras.
Me contaste de dioses de diamante que bajaban con los ojos por el aire y me enseñaste a jugar a ser un dios de ésos.
Y cuando te tocaba yo tañía el universo.
Me contaste tantas cosas, por ejemplo que la boca no era herida ni dolía, que ése era el sagrario de las profecías, que todo lo que hacía era de besos.
Me enseñaste a jugar a los naufragios. Yo tenía alguna sal en mi madera. Pero tú eras mares diferentes y me devorabas y me devolvías.