viernes, 26 de octubre de 2012

CARLOS MARGIOTTA



EL PADRE JUAN

La última vez que vi a mi madre fue en la sacristía de aquel colegio de pupilos donde el hermano Miguel nos recibió con urgencia mientras retorcía un trapo de piso sobre el balde de metal. Allí transcurrió mi infancia y mi adolescencia hasta que cumplí la mayoría de edad. Entonces tenía 6 años y mucho después supe que mi madre había muerto en un hospital por un cáncer en el útero. "Es un chico muy travieso hermano... de vez en cuando es necesario darle un buen chirlo", había dicho mi madre al despedirse.
De ella guardo algunas imágenes muy confusas como fotos desteñidas en la memoria, sin embargo no le guardo rencor y siempre quise creer que desesperada por la pobreza y por el abandono de mi padre, no tuvo mas remedio que dejarme allí para que me haga un hombre de bien. Lo cierto es que el pasado se ha perdido para siempre y no es lo que ocurrió en realidad sino lo que queremos recordar de él.
"Portate bien, Negrito, cuando me quieras ver mirá las nubes que allí me vas a encontrar", dijo mientras salía con prisa de la iglesia, escondiendo la cabeza entre los hombros ocultando las lágrimas como una vergüenza.
El colegio ocupaba una manzana en las afueras de la pequeña ciudad. Era un edifico viejo donde se educaban los hijos de buenas familias en el sector que daba a la calle principal, separados por una pared del internado vivían los chicos de hogares humildes ó a cargo de algún juzgado de menores, como el del juez Portilla que finalmente se ocupó de tutelar mi crianza.
El padre Juan era el responsable de nuestra formación. De él aprendí, entre tantos valores cristianos, que la disciplina es la principal virtud para progresar en la vida. "Humildes como las palomas y astutos como las serpientes", solía decir. Era un hombre muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús cuya imagen reinaba en la cima del altar de la capilla del colegio a la que ingresábamos por la sacristía atravesando la puerta que daba al patio grande, donde formábamos fila antes del desayuno. El padre Juan celebraba la misa cotidiana con verdadera rapidez cristiana, mientras Jesús nos contemplaba resignadamente con los brazos abiertos y el pecho estrellado de luz y sangre, como perdonando nuestros pecados.
Los domingos se abría la puerta del atrio sobre la calle Urquiza que desembocaba en el río y los fieles del suburbio pueblerino asistían al acto religioso y escuchaban la palabra del Evangelio interpretada por la ronca garganta del cura con su sermón lleno de culpa y esperanza.
Casi siempre, Belomo y Maidana, con los que compartí aquellos años, se vestían de monaguillos y ayudaban en la misa (pronunciaban bien el latín) turnándose en el hacer sonar las campanillas anunciadoras de: pararse, sentarse, arrodillarse. Otros integraban el coro celestial acompañados por el profesor de música que se llamaba Artemio, que tocaba un desdentado órgano alemán, mientras uno de los pupilos que estaba por egresar estiraba la manga de pana oscura sujetada por un palo largo de madera lustrada recorriendo las filas de los reclinatorios esperando la limosna hecha moneda.
A muchos de mis compañeros venían a verlos sus padres, abuelos y parientes los sábados por la tarde y se reunían en el salón comedor. Yo era el encargado de servirles la merienda y de ayudar en la cocina, después del encuentro me ocupaba de la limpieza "Limpia el piso y limpiaras tu alma, Negrito" me decía el padre Juan.
En las fiestas patrias nos llevaban a la plaza principal del pueblo para participar de los actos conmemorativos y las autoridades nos presentaban por como un ejemplo de la solidaridad pueblerina. Disfrutaba mucho de esas visitas, del desfile militar del regimiento cercano, del chocolate con churros que nos servían en la intendencia y de algún regalito que nos hacían las damas de la caridad. Era mi oportunidad de ver a las mujeres del lugar, esas que me empezaban a inquietar por las noches en el pabellón del dormitorio. "También es pecado tocarse allí abajo y tener malos pensamientos". decía el cura.
El mayor placer de mis días de encierro era por las tardes, cuando terminada la clase teníamos un recreo largo antes de volver a la capilla donde rezábamos el rosario. Me subía a los techos del colegio sin que se dieran cuenta y contemplaba el sol que se desmayaba sobre los campos de maíz anaranjado, miraba las nubes buscando a mi madre y la encontraba tirándome un beso con un gesto de la mano, ese beso era el consuelo que me acompaño durante 12 años. Después del recreo nos acercábamos al aula vecina al comedor para anticipar la cena de sopa y guiso que nos calentaba la panza y de paso jugábamos a las cartas o a la lucha grecorromana.
En las noches, a través del ventanal del dormitorio miraba el cielo inundado de estrellas como nunca las he vuelto a ver. Las luces del pueblo se iban apagando poco a poco, yo iba cerrando mis ojos imaginando el ansiado día de mi partida, mientras la luz del cuarto del padre Juan permanecía siempre encendida.
El padre Juan era nuestro confesor, nuestro guía espiritual y nuestro amigo, aunque tenia sus hijos predilectos que le cebaban mate en la intimidad de su cuarto adornado con libros de lujosa encuadernación, mullidos sillones y alfombras orientales. Una noche de verano me pidió que le llevara la cena a su habitación pero, por alguna razón (creo que por miedo), inventé un dolor de muelas para eludir el compromiso, a partir de ese momento utilicé otras tantas excusas hasta que dejó de requerirme.
Mis años de pupilo pasaron rápidamente entre el estudio, los trapos de piso y el vapor de la cocina, hasta que cumplí la mayoría de edad y me vine a Buenos Aires.
Al padre Juan lo nombraron Obispo y se fue de la provincia para dirigir un Seminario. Maidana abandonó el colegio después de una rara enfermedad que contagió a otros muchachos y el colegio fue clausurado. Belomo entró en la Gendarmería y alguna vez en cuando nos carteamos.
A pesar de todo fueron buenos años, allí aprendí el oficio de carpintero, a ser humilde y obediente, supe del poder de la oración y de la virtud de callarme. Me casé con una buena mujer que es maestra, soy padre de 3 hijos. Del padre Juan y  de todo lo demás me enteré después de mucho tiempo por las noticias de los diarios.

AMELIA ARELLANO



A LA EULALIA LE FALTABAN 5 PAL'PESO 

Ha empezado a nevar y es primavera. Los copos se disuelven en la fonda oscura de la Eulalia. Claro, siempre se dijo a la Eulalia le faltaban 5 pal' peso.
Nació silvestre, como las verbenas, pero el hombre y sus circunstancias decidieron por ella.
Cuando quedó guacha, se la llevó el patrón, y como el trabajo en la Estancia era mucho, decidió que no fuera a la escuela.
Creció como los yuyos, a merced del tiempo.
Cuando el frío le llovía en los ojos se tapaba, toda, toda, con la cobija de lana de su abuela, única herencia de su pasado.
Cuando las ubres, comenzaron a hincharse, la cabrillona fue cabra.
Como caen los chañares maduros, fue pariendo hijos.
Hijos de la sed. Del viento. Del hastío.
Siempre se dijo que a la Eulalia le faltaba 5 pal' peso.
Su ley fue contraria a la de las bestias.
"Que nazcan hembras así aumenta la majada."
Esta era la ley del hombre:
"Que nazcan machos para que haya más fuerza de trabajo.
Cuando la única niña se anunció, el parto vino complicado; decidieron sacrificar la niña por la hembra reproductora.
Al poco tiempo el vientre fue creciendo como la luna llena.
-"Que se va en sangre"-
-"Que el aborto es pecado"-
Ahora las 40 primaveras yacen en una caja de madera.
Los copos se disuelven en la fronda ingrávida de la Eulalia.
Las cotorras rezan y murmuran. No hay lágrimas, ni congojas, ni un te extraño. Claro, a la Eulalia le faltaban 5 pal' peso.

CRISTINA PAILOS


LA LEY ES UN VIEJO ASCENSOR DE PUERTAS TIJERA 

 Los días pasaban rápido, rapidísimo y yo creía enloquecer. Pasaba de la más frenética hiperactividad a la dejadez  afiebrada. Me sentía fuera de mí, fuera del mundo. La gente que pasaba a mi lado me provocaba extrañeza. Eran diferentes. Quizás entre tantos habría alguno angustiado pero todos reían tranquilos, hasta los mendigos.  Mi búsqueda de trabajo no había dado resultado y la deuda contraída con aquellos usureros creo que crecía minuto a minuto. Como último impulso, casi sin esperanzas, decidí hablar con el abogado. Ante la gravedad de la situación, quizás me ofrecía alguna alternativa. Al fin y al cabo, él me había recomendado aquella oficina de hipotecas y préstamos.
La tenue ilusión se deshizo al llegar a la entrada del edificio. Empecé a temblar, a transpirar. Tuve miedo de desmayarme pero intenté sobreponerme y no pensar. Entonces descubrí  que estaba vacía, que sólo en apariencia era yo misma y que en realidad, era un ojo, una filmadora que me registraba a mí misma y a todo lo que me rodeaba.
El viejo edificio era casi idéntico a muchos otros en los alrededores del Palacio de Tribunales. Enceguecida por el sol del mediodía, al ingresar en la planta baja en penumbras, no podía enfocar bien el transparente donde figuraban oficinas de abogados, escribanos, contadores, agentes de bolsa, despachantes de aduana y prestamistas.
Me costó encontrar allí los datos del estudio jurídico que buscaba. En un momento, detrás de un mostrador oscuro que servía de conserjería surgió un hombre corpulento con el entrecejo arrugado de desconfianzas cuya voz atronó en todo el palier -¿Adonde va?-
El círculo de luz que apenas iluminaba su rincón de vigilancia lo destacaba con siniestra teatralidad. Vestía un traje negro que brillaba gastado y una camisa blanca arrugada. Me alcanzó un cuaderno para firmar mi ingreso y me retuvo el documento que me sería devuelto al salir del edificio.
Caminé unos pasos por el hall de entrada de altísimos zócalos de mármol veteado en blanco, negro y verde oscuro. Los peldaños de la escalera no me inspiraban confianza. Tantos años de tránsito incesante habían dejado hundimientos, ondulaciones o sospechosos balanceos, además de estar también, muy poco iluminada. La luz duraba tan sólo unos segundos y enseguida la más absoluta oscuridad. Se oían gritos provenientes de distintos pisos o tramos de la escalera: la luz, luuuuz, ¿donde se enciende?
¿Cómo dicen? Que me apure. Que resuma, que vaya al grano. No señores. Ahora esperen ustedes. Necesito recordar en voz alta todo el tiempo en que fui perdiendo la sombra y me convertí en ésto. Aguanten- Yo sigo.
 En el primer piso decidí tomar el viejo ascensor de puertas tijera a pesar del recelo que me producía su estruendosa decrepitud mecánica. Muy lento entre ruidos de roces y chirridos de metales y cada tanto con una fuerte sacudida -trocotrón, trocotrón- parecía que también él reclamaba su paz definitiva o que se vengaría en cualquier momento con un fatal desenlace.
El estampido de la puerta tijera al cerrarse y el eco inmediato que produjo me trajo imágenes y sonidos de cárcel que conocía por el cine o la televisión. -porque como sabrán, señores, quien espera el  veredicto de un Tribunal está viviendo una de las más serias situaciones límites que puede sobrellevar un ser humano .Las novelas de todos los tiempos, las series de televisión, las películas hace mucho que lo saben. Yo sigo
Cada uno de los pisos lúgubres e iguales por los que pasaba eran presagios malos pero indefinidos. Se demoró bastante hasta llegar al cuarto piso.
Ya en el palier, me fijé en las puertas numeradas y los datos correspondientes.
Oficina 158
Dr. Salvador Invierno
Estudio Jurídico
Una mujer de mediana edad, enteramente gris, dijo desganada: -El Dr. Invierno no está. Espérelo ahí, por favor.
Me señaló un sillón de cuero oscuro de tres cuerpos, tan vencido y desinflado que me resultaba difícil no resbalar hacia adelante. Las maderas del piso alguna vez sólido roble de Slavonia crujían lastimeras. La computadora parecía un adorno de graciosas líneas ante tantos muebles antiguos, oscuros y encerados para enmascarar la mugre. Mis ojos vagaban por todos los objetos para no reparar en el tiempo caprichoso que ahora se había detenido. Ante la justicia, los relojes de Dalí siguen chorreando, se derriten.
Finalmente llegó el Doctor.
Era un hombre más bien obeso, de baja estatura y aunque parecía muy satisfecho consigo mismo, a juzgar por sus gestos arrogantes, el traje oscuro algo pasado de moda le daba apariencia de contrahecho.
Entró a su escritorio y la secretaria fue tras él pero en unos segundos volvió a su lugar pequeño y casi a media luz en una esquina de la enorme sala de espera. Desde la puerta abierta el doctor me invitó a pasar. Supuse que me invitó a pasar porque no había nadie más. Su mirada errática parecía no dirigirse a nadie.
Me señaló la silla opuesta a la suya en el escritorio y ambos quedamos frente a frente. Él buscaba papeles en un cajón de la enorme mesa y estaba tan sumido en su mundo, que hasta me pareció una indiscreción mirarlo. Llegué a sentirme más invisible, aunque mi otro yo-ojo-cámara maniobraba el zoom, captaba primeros planos que me aterrorizaban y volvía a pasar tipo travelling por toda la habitación.
Empecé a exasperarme. Mi transformación en máquina filmadora ya no me estaba dando resultado. Me volvieron los mareos, el sudor frío, el temor a desvanecerme y el odio. -Basta. Ya es suficiente -quería gritar, agredir y desaparecer. Tenía pereza de hablar, de defenderme.
De pronto, se acomodó en el asiento y dijo, (ahora con voz pausada y fría): -Leí el informe y los antecedentes que usted me envió y antes que nada quiero aclararle que la ley es objetiva e igual para todos. No la podemos  adaptar a nuestro gusto. Puede ser que usted tenga razón y que la situación que está viviendo sea muy grave, pero las pruebas no son suficientes, la ley no está de su parte por más frío que le parezca lo que estoy diciendo. En el momento que usted dejó de pagar hace tres meses se habrá dado cuenta que las cosas serían así, y por más que haya pagado treinta cuotas anteriores, perderá la casa. No hay otra alternativa por más que sea la única casa que tiene y por falta de recursos no esté en condiciones ni siquiera de alquilar.-
Siguió hablando pero ya no escuché más. No sé si la desprotección tan próxima me ardía tanto en el pecho como aquella frialdad. El peligro para mí avanzaba ahora vertiginoso.
Volví a sentirme ojo-cámara pero a mí no me registraba, como lo espejos que no reflejan a los muertos en la literatura o en el cine, o como entre la gente de campo cuando dice: esa ya  no tiene sombra.
Toda esa lentitud aplastante desde el momento en que ingresé al edificio ¿habría sido una burla? ¿Una burla? Esa perversión me agravió más que el veredicto del abogado.
Al día siguiente, sentada en un banco de Plaza Lavalle, con un libro recién comprado cuyo título no recuerdo, mi ojo cámara enfocaba hacia la entrada del edificio y lo esperé.
Dr. Invierno- le dije en voz bien alta. Volteó la cabeza y me miró con desprecio -¿Usted otra vez?
Ya le dije como son las cosas. No se puede hacer nada ¿No entiende?¿Para que vino?
-Vine para esto- le dije. Y así, sin más, apreté el gatillo y lo maté.
Por suerte, Tribunales es un barrio donde se puede conseguir cualquier cosa: el libro lo compré en los puestos de la plaza y el arma en un negocio chiquito, muy cerca de allí. La oportunidad me tentó. No fue ese mi propósito al salir. No recuerdo bien.
-Ahora sí, hablen ustedes. Reciten la condena de una vez ya que están tan ansiosos. Adelante, señor Juez; lo escucho, señor fiscal. Yo sólo quiero descansar.El tiempo es de ustedes. Yo ya perdí la sombra.


martes, 23 de octubre de 2012

JULIO CORTÁZAR


EL DADO EGOCÉNTRICO 

Ése era un dado egocéntrico. Cayera como cayera, siempre caía de cara, y con la misma sonrisa entonaba: soy yo, soy yo. Le hacíamos las mil y una al pobre dado: lo lanzábamos desde el balcón, adentro del plato de sopa, o justo antes de que se sentara tía Albertina (105 kilos), lo poníamos sobre el banco. Los insultos de tía no nos incumbían, se los cargábamos al dado. Pero igual, volvíamos a arrojarlo y zácate, caía de cara y dale cantar: soy yo, soy yo, soy yo.
Una vez al Beto se le ocurrió limarle las aristas. Estuvimos como dos días sin parar hasta que quedó hecho una bolita. Vamos a ver si ahora cantás, dijo el Beto, y lo lanzó sobre las baldosas del patio. Apenas tocó el suelo, el dado empezó a decir: puta que te parió, puta que te parió. Y continuó rodando sin parar y meta cantar: puta que te parió, puta que te parió, puta que te parió...



CELIA MARTÍNEZ



HABÍA UNA VEZ…

Paseando por Villa la Angostura, compró un gnomo de los que se venden en los negocios  esas chucherías. Lo puso en la mesita de luz de su habitación  de la cabaña donde pasaba sus vacaciones. Cuando despertó a la mañana siguiente, lo encontró en la mesada de la pequeña cocinita. Le llamó le  la atención, pero pensó que tal vez lo había dejado allí cuando sacó los regalos de las bolsas. Esta vez lo  colocó sobre un mueble del comedorcito, a la noche mientras comía escuchó una risita, no se asustó pero le pareció extraña esta
pequeña vocecita, aguzó sus oídos y nada…
Se fue a descansar y otra vez escuchó esa risa que parecía de un niñito, por lo aguda, se levantó y vio al duendecito en el piso, pero no caído sino parado, entonces lo alzó y le dijo, que te pasa enano me estás haciendo bromas aún a sabiendas que éste era un muñequito y que no le iba a contestar, en cambio notó una mueca de burla en el enanito de madera, extrañamente no se asustó, sólo pensó que estaba fantaseando.
Temprano mientras se vestía, lo vio en su ropero, quieto en un estante. Dijo, bueno si te gusta pasear te voy a llevar conmigo a la excursión. Lo metió en su cartera y partió. Con sorpresa en el micro veía que su cartera saltaba, temiendo que los otros pasajeras se dieran cuenta lo introdujo en un bolsillo de su campera, pero el saquillo de su abrigo se revolvía, metió su mano para que  el temblequeo cesara, pegó un grito cuando creyó ser mordida, ante el estupor de la gente, con una sonrisa falsa se disculpó diciendo que se había apretado un dedo, ya se estaba inquietando. Cuando bajó de la combi, fue a un baño dispuesta a tirarlo en un cesto, pero éste volvía a sus manos, sin desprenderse. Bueno, hacés tanta magia, expresó, cumplime  un deseo, a ver, a ver...quiero esta noche salir y conseguirme un novio, le dio un besito al duende y lo tuvo en su mano derecha. El pequeñín esta vez no se movió,  esa noche salió a comer a un restaurante y conoció a un hombre encantador, ella pensó, me tendré que ir a las doce? pero no lo hizo y el hechizo no se rompió. Cada noche  le hacía un mimo a su diminuto amigo. Otro día le pidió tener un auto y se lo ganó en un sorteo en una comida. Siguió saliendo con este señor con quien se comprometió. Se casaron un tiempo después. Finalmente le pidió que le concediera un último deseo: ¡tener hijos, llegaron tres juntos, trillizos!
Una mañana no encontró a su criatura benefactora, halló pequeñas astillas en su lugar y una nota, "HE CUMPLIDO CON TUS REQUERIMIENTOS MÁS PRECIADOS, DEBO PARTIR"
Fue feliz, pero añoró a su compañero de sueños...
¿Tal vez todo llegó porque tenía que llegar y ella se aferró a su talismán?

NOLO VASA KRER


EL ANTICUARIO

(O DE CÓMO CORA L. NEGRO SE CRUZÓ CON  NOLO VASA KRER)

Durante muchos años recorrió el mismo camino que lo llevaba de regreso a su casa. Cada día encontraba ocupaciones y entretenimientos diversos que lo alejaban en muchas direcciones, pero siempre volvía a su reducto. Los vecinos y amigos lo reconocían a la distancia porque su forma de andar era muy especial. Mantenía la cabeza erguida pero sin altanería y sus pasos eran firmes pero con suave taconeo. Al cruzarlo, te miraba directamente a los ojos y mostraba un semblante distendido y casi sonriente. Rara vez intercambiaba palabras aunque no dejaba de saludar amablemente. Todos sabían que era crítico de arte y lo llamaban El Anticuario. Como tal, atesoraba en su casa algunas obras de valor que había adquirido en épocas de bonanza. En los últimos años se mantuvo alejado de las subastas aunque sabía reconocer el valor de las piezas que estaban en oferta. Simplemente no le interesaban y pocas veces levantaba la vista para apreciarlas mejor. Su meta era mantener y cuidar sus posesiones hasta que llegara el fin.
Hace poco más de un año abrieron un comercio de exposición y venta de pinturas y esculturas en una de las calles que El Anticuario recorría. Se interesó en las obras expuestas en los escaparates y comenzó a visitar el negocio casi a diario. Mantenía entusiastas conversaciones con su propietario y con otros colegas que compartían su mismo interés. Evaluaban juntos cada pieza y daban sus opiniones sobre el real valor comercial y artístico. Había quienes gustaban de la pintura renacentista y por ello la sobrevaluaban; otros eran fanáticos de las pequeñas esculturas, y así cada uno con sus preferencias. El Anticuario trataba de mantenerse objetivo, pero había una obra que, por alguna razón, lo atraía sobremanera. Nunca evidenció esta preferencia y buscaba estar a solas para contemplarla arrobado.
Algo extraño pasó una tarde de primavera. Parece que un rayo de sol impactó sobre esa delicada Náyade de porcelana y su reflejo le dio directo en los ojos. Por supuesto que, siendo su preferida, este simple hecho lo conmovió. Trató de no pensar en ello recordándose que las obras de arte que poseía eran más que suficientes a esta altura de su vida. Además, se trataba de una diosa esculpida hacía pocos años, lo cual la hacía incompatible con las apetencias lógicas de un anticuario. En una segunda oportunidad, ya sin rayo de sol, el fenómeno se repitió pocos días después y por un lapso más prolongado de tiempo. Aquí ya no pudo, ni quiso, encontrar explicación lógica a estos hechos. Interpretó que la figura de porcelana se estaba comunicando con él y pedía que le demostrara abiertamente que era su favorita.
A partir de ese momento la vida de El Anticuario cambió totalmente. Tomó coraje y, cuidando que nadie lo viera, acarició el preciado tesoro. Nuevamente, sorprendentemente, resplandeció. Con mucho miedo repitió varios días la experiencia y siempre con el mismo resultado: la porcelana se hacía más translúcida y mostraba su perfección y armonía.
Debía apropiarse de esa mágica obra de arte!!! Y era realmente mágica porque tenía sobre él un poder transformador. Ocupaba su mente durante gran parte del día. Lo impulsaba a inventar mil excusas para acercarse a ella. Su rostro, otrora casi adusto, reflejaba una alegría interior difícil de disimular. Sus amistades le confesaron que había cambiado hasta su forma de andar, casi se deslizaba sobre el piso.
Nunca antes pensó poseer una pieza tan valiosa, pero su locura lo llevó a creer en los milagros y que la ninfa del agua quería ser de su propiedad.
Comenzó una investigación sobre la procedencia de esa obra y descubrió, para su pesar, que estaba en exhibición pero su dueño no pensaba venderla. Tuvo oportunidad de conocer al propietario y vio que, cuando éste la tomaba entre sus manos, la porcelana se mantenía opaca, al igual que con todos quienes se le acercaban.
Con el transcurso de los días, el anticuario soñó muchas estratagemas para poseer la escultura y tenerla todo el tiempo a su lado. Locuras, como esconderse entre los escaparates y permanecer encerrado toda la noche en el atelier. En una oportunidad logró a medias su objetivo aprovechando que el propietario salió por una diligencia, pero un cliente inoportuno enfrió la magia. Alucinaba con robarla. Pensó canjear su colección privada, esa que le costara muchos años de amoroso esfuerzo. Sin duda, ese deseo arrollador y desconocido lo mantenía al borde del éxtasis y la locura.
Esto duró un corto tiempo. Encuentros ocasionales, esporádicos, cargados de nerviosismo y miedo por la culpa de estar acariciando una obra maestra que no era de su propiedad pero le pertenecía. A pesar de ello, la intensidad de esos encuentros transformó las noches en día y los sueños en realidad. Su mente recibía sólo órdenes del corazón y su raciocinio estaba ligado al deseo. Deseo que lo acompañaba cada segundo de su vida y le impedía pensar en otras cosas.
Una mañana, que aparentaba ser como cualquiera de las anteriores, El Anticuario visitó el atelier muy temprano. No recuerda, nunca entendió, cuál fue el detonante para que las cosas cambiaran tan radicalmente. Lo cierto es que, al mirarla, la hija de Júpiter no respondió con su acostumbrado brillo. Por el contrario, sorprendentemente, mostró fisuras y grietas nunca evidenciadas. Allí comenzó el calvario! Dedicó muchos días tratando de resolver las fallas que se habían manifestado. Apeló a sus conocimientos y, fundamentalmente, a sus sentimientos, pero el resultado no fue satisfactorio.
No podía preguntar a sus colegas, ya que ellos nunca habían visto esa luminosidad. El propietario del atelier le había recordado que la porcelana, al igual que el cristal, puede agrietarse por ondas de alta frecuencia provenientes de un sonido, o por mal manejo de las piezas. Ese comentario aumentó su turbación y desconcierto. Pensó que, por su descuido, inadvertidamente, causó daños a esa creación, transformándola en una figura más del escaparate. Intentó mil maniobras para lograr que resplandezca y que se esfumen las grietas. Fracaso tras fracaso y días de turbación y desasosiego que lo fueron desmoronando. Era impensable que ésta, la madre de las Sirenas, le negara rotundamente su luz.
Agobiado por la pena, comenzó a espaciar sus visitas al atelier. Cuando asistía a reuniones, trataba que sus ojos no buscaran la escultura de la Náyade. Volvió a su vieja rutina, sólo que ahora lo hacía con un desgano notorio. Su andar perdió ritmo y sus pies rozaban el piso más de lo necesario. Su rostro tenía un rictus de amargura y su cabeza se inclinaba hacia el suelo. Algunos amigos preguntaron por su cambio y él lo atribuyó, mintiendo con vergüenza, a los achaques propios de un hombre entrado en años.
Hasta el día de hoy conserva una tristeza agradecida. Pena, con el corazón quebrado ante la pérdida. Agradecimiento a Dios, ya que le dio la oportunidad de conocer ese maravilloso sentimiento con el que pudo hacer brillar una estatua.


lunes, 22 de octubre de 2012

JUANA ROSA SCHUSTER


MICROFICCIONES

Estatua
No, Sr. Guardián. Jamás pensé en molestar al "Pensador" con mis sugerencias. Sólo le pregunté si ya había hallado la verdad que estuvo buscando durante tanto tiempo. Lo siento, él también me dijo que le cuesta volver a la misma posición.

Razonamiento
El dinosaurio tomó asiento en el sillón del dentista.
-Abra la boca amigo. ¡No, tanto, no! Acá hay que hacer una corona, para salvar el diente. La muela del juicio hay que sacarla. Antes va a tomar una cápsula de Trifacilina 1000 cada ocho horas.
-No sea deshonesto doctor, todavía no se inventaron los antibióticos.

El Final
Lleva mucho peso sobre la espalda. Igual avanza, es muy trabajadora y tenaz. La sigo. Veo la entrada. Admiro su entereza, su laboriosidad, su perseverancia. Mi rosal ha quedado en harapos. La aplasto con el pie.

Inevitable
Me atrae. Sé que es peligroso. Pero ejerce en mí una fascinación poderosa. Me espera. Yo, pobre mariposa nocturna, me acerco cada vez más al farol cuyos cristales me quemarán viva.



MARCOS RODRIGO RAMOS


HOMBRE SUBURBANO

Y mientras tanto, los borrachos de las 3 de la mañana del universo, yacerían en sus lechos intentando conciliar el sueño,
que tanto merecían, e intentándolo en vano.
                          Charles Bukowski

Camino tranquilo por Pueyrredón en dirección a Once. Hoy fue un día pesado en la fábrica, demasiadas horas extra. Por suerte ya es viernes, mañana a descansar. Quizás lo llevo al chango a pescar y el domingo vamos a la cancha a ver al "rojo". Es una hermosa noche de primavera. Hay poco tránsito a esta hora. Me alegra pensar que la Fany me va a estar esperando con la comida y el mate. La vereda está desierta. De vez en cuando pasa un colectivo, algún que otro taxi.
Miro del otro de la calle. Una piba con unas gomas impresionantes cruza para mi lado. El buzo azul desteñido no hace más que resaltar sus tetas gigantes. Ahora camina delante de mí. Me acerco. Es petisa, tiene un culo medio flaco y caído. Mientras avanza se acomoda, levantándolo, el pantalón de tela blanco con rayas celestes. No tiene lindo culo, decididamente su virtud está en el frente. Camino un poco más rápido y me pongo a la par para verla mejor. Se da cuenta que la miro. Me sonríe. Por Dios, ¡qué sifón tiene!  Negra, de dientes grandes y amarillos, rulos marrones despeinados pero… ¡Qué buenas tetas! Me mira sonriendo.
Le digo: "Que linda noche"
-Cierto- me contesta.
Seguimos caminando. El corazón me late con todo. Tomo aire. A la cuadra nuestras miradas vuelven a cruzarse. Excitado, mostrándole mis colmillos de galán le digo: "Linda como vos"
-Gracias.
Dobla por Corrientes. Camino unos metros. Un colectivo pasa rápido. Me decido, doy media vuelta y voy a buscarla. La encuentro parada en una esquina, está acompañada por otras chicas en minifalda. Otra vez las sonrisas. Sé que ella siente el mismo calor que siento yo.
-Sos hermosa.
-Gracias.
Me voy caminando. Una cupé roja estaciona y ella se acerca. Enfilo para Once. Todavía hay trenes. ¡Qué linda noche! Me siento feliz. Seguro que la Fany me está esperando con la comida y el mate.



ALICIA FONTECILLA ARAVENA (CHILE)




PUESTA EN ESCENA

Trató de concentrarse mientras inspiraba profundamente. Algo se le escapaba, no lograba introducirse en el espíritu del personaje. Volvió a repasar el guión.  No era su  primera  vez, ya  había  tenido que representar a un asesino anteriormente y con excelentes resultados, solo  tenía que dejar  salir  tantas  sombras  que  le  bullían  por dentro. La pasión y  la  ira cobraban vida de manera  intensa en su  rostro anguloso de rasgos tallados  a  cuchillo,  en  los ojos negros de mirada  incisiva, oscurecidos por siniestras ojeras, resaltadas diestramente con el maquillaje.
Poco a poco lo invadió el desaliento que estos últimos meses se había vuelto habitual. Suspiró  mientras  los  pensamientos  que  trataba  de  evitar  a  toda  costa  lo sumían en una espiral de angustia. No pudo dejar de recordar los sacrificios que había hecho por dedicarse a  su profesión. Cuando  tuvo que decidir,  siempre había optado por su carrera, dejando de lado el amor y la familia.
Cuando la depresión parecía alargar sus garras, destrozando la última partícula de voluntad que  le quedaba, una  idea salvadora acudió a su rescate.   ¿Cómo no se le había ocurrido  antes? La manera  más  óptima  de  introducirse en  el alma  de  un personaje, era conociéndolo en persona. Tendría que  investigar de qué forma podría entrevistarse con algún recluso que estuviera purgando condena por asesinato en la cárcel.
Con el tesón y la maña que lo caracterizaban, consultó canales  regulares y no tan regulares  hasta  conseguir su objetivo. Al  término de tres  semanas  se  las  había amañado para concertar la tan anhelada cita.
Al enfrentar al presidiario, le  llamó fuertemente la atención el  gélido azul grisáceo de los ojos, que proyectaban una mirada de penetrante frialdad. Cuando le expuso el motivo de la entrevista,  el asesino esbozó una mueca  que podría haber parecido una sonrisilla irónica, pero su respuesta fue amable.
El tiempo transcurrió lentamente. Su idea original de que iba enfrentarse con un hombre rudo, un sangriento homicida, se diluyó ante la inteligencia y educación de la que hacía gala el recluso, el que parecía más bien un  intelectual universitario que estuviera pagando las culpas de otro en ese lugar.
A medida que  los días  pasaban,  se  producía un fluido intercambio de información entre  los dos. Averiguó muchas cosas de la  vida pasada del hombre, su familia, su  infancia, el delito que había perpetrado y que  le había valido el castigo de cadena  perpetua. Se enteró  que, para  aligerar el aburrimiento crónico de  las horas vacías en la cárcel,  se  dedicaba a diversos estudios,  entre otros, había leído varios textos sobre ocultismo y magia negra, que había encontrado muy interesantes. 
Sutilmente el asesino le sonsacó, casi sin que se diera cuenta, muchos detalles sobre su vida,  su  carrera  como actor, su  familia,  la que, después de la muerte de  su padre, era casi inexistente: se había divorciado y la relación con su hija era tirante. En ocasiones, cuando el ciclo depresivo lo hundía en la negrura más espesa, pensaba que nadie lo echaría de menos si muriera.
Cuando llegó el último día de visita, al levantarse de su asiento para despedirse, el asesino le ofreció amistosamente la mano derecha, que permanecía encadenada a la izquierda, y,  aunque  sabía que no  debía hacerlo  -le habían advertido sobre la prohibición del contacto físico-  no  quiso parecer reticente ante este  hombre que le había prestado una ayuda tan valiosa, alargó la suya emulando ese gesto fraternal con que el ser humano ha manifestado camaradería desde el principio de los tiempos.
Cuando sus dedos hicieron contacto, el homicida le  sujetó fuertemente  la mano, en ese instante el actor sintió como si una descarga eléctrica lo recorriera de extremo a extremo,  distorsionando  la  realidad  al  tiempo  que  la  respiración  se  le agostaba en un silbido de urgencias. Su cerebro comenzó a ser invadido por una densa neblina, mientras su  cuerpo convulsionaba. Se horrorizó  al ver que el  asesino  se inclinaba sobre él succionándole vorazmente la mente a través de los fríos ojos azules que le perforaban el alma.
Todavía le quedaba un hálito de  conciencia cuando el guardia  carcelario le propinó un brutal golpe en el cráneo. Alcanzó a levantar las manos, unidas entre sí por una gruesa cadena, en un instintivo e inútil gesto de autoprotección, antes de caer sin sentido al suelo.

II

Una semana después, el día transcurría con lentitud en las salas de enfermería de la cárcel.  Al  lado  de  una  ventana  protegida  por  gruesos  barrotes,  un  hombre encadenado  a  su  cama  gemía  y  se  retorcía    de manera  alternada.  Tenía  un  grueso vendaje en la cabeza que le cubría parcialmente el rostro. 
Sin mostrar mayor interés, la enfermera a cargo  lo  vigilaba displicentemente, mientras seguía al detalle la noticia que entregaba a esa hora la  televisión: se había producido un extraño incidente  durante  una  función  de  teatro, al  parecer, un  actor que  debía  encarnar a un  asesino  había  utilizado  un  arma  verdadera, en  vez  de  la pistola de utilería que le habían entregado, provocando la muerte del protagonista de la obra.
Posteriormente se había dado a la fuga y toda la policía lo estaba buscando.
Un gemido que fue casi un grito  llamó  la atención de  la enfermera, se acercó con cautela  al  prisionero  que abrió los ojos desmesuradamente  fijándolos en la pantalla de  la televisión, la mujer  se asustó ante la expresión de absoluto  terror que detectó en su mirada. Súbitamente, el monitor cardíaco comenzó a emitir un agudo y angustioso chirrido que tomó por asalto el antiséptico silencio del recinto asistencial.
Apartándose con rapidez, la enfermera apretó el botón rojo de emergencias. 
Pero ya era demasiado tarde para el hombre encadenado. Cuando el equipo médico se  hizo  cargo,  el cerebro tableteaba  sus  últimas  pulsiones eléctricas, boqueando como pez fuera del agua  por  falta de oxígeno, mientras el alma se le deslizaba a borbotones fuera del cuerpo. Finalmente desconectaron las máquinas y el silencio volvió a imponerse bruscamente en la escena.
Tarde en la noche, cuando el cuerpo del presidiario se enfriaba en la morgue de la prisión, la enfermera, al ordenar las fichas se topó con la del fallecido. Al revisarla se sintió confundida: estaba muy segura de que el hombre que acababa de morir  tenía una mirada profunda y  oscura como noche sin luna,  sombreada aún más  por  las violáceas ojeras que le endurecían el rostro. Pero en los antecedentes que acababa de leer se indicaba que el recluso tenía los ojos azules.  
La mujer reflexionó unos instantes ante esta  paradoja, pero,  sin ahondar demasiado, se encogió de hombros, y devolvió los papeles a su lugar, lo más probable es que hubiera habido un  error  en  el ingreso de  los datos.
Encendió nuevamente la televisión, no podía perderse su telenovela favorita que comenzaba a esa hora.

SIMÓN ESAIN


PARAÍSO

Como un tambor.
Oí el galope como a un tambor.
Casi corriendo salí al patio, porque también oí que me nombraba cierto apodo en desuso, olvidado:
- ¡Chulengo! ¡Chulengo! -
La voz del hermano menor de mi madre, su voz joven, entusiasta como cuando se preparaba a contarnos una gran mentira, me anunciaba junto con su presencia, visos de lo que encontraría al salir; inmediato; cierto o no.
En cuanto terminara de abrir los ojos.
Pude disfrutarlo viéndolo sofrenar su 'tostado' al borde de la penumbra de los paraísos, alta la mano del rebenque, pañuelito verde ondeando, camisa a cuadros, riendas y apero sacudidos bravamente hasta rozar las orejas del animal. Lo vi saltar al piso, sonriente, tomarme por la cintura, levantarme sobre el recado caliente con algunos abrojos en la lana del cuero, urgiéndome a seguirlo sin soltar palabra. Le brillaba la punta de la nariz tanto como las pupilas. El bigote rubio relucía encima de su sonrisa de delfín; no le faltaban dientes en la boca ni un solo cabello a su cabeza (su cabeza rojiza que las muchachas solían acariciar ante mí).
Otro caballo tostado, idéntico al que acababa de prestarme, se nos puso a la par, listo, resoplando de contento. Me dejó montado, pasó por debajo del cogote del animal y estribó al paso, haciéndolo caracolear entre los postes de la tranquera de la estancia, abierta a la callecita hacia el campo.
Al final del giro se acercó y sentí que me metía entre las manos unas boleadoras avestruceras recién engrasadas.
Soplaba la brisa del norte. Lo primero que noté al salir. El viento del galope era otro. Era como si la brisa abriera un claro más claro frente a la casa, soplando desde el bajo con todos sus olores a laguna, y allá fuimos, a todo galope, transportados por la alegría de los caballos, seguidos por tres o cuatros perros caseros que esta vez no se quedaron atrás.
Cruzamos un maizal de soles repetidos, desgranados y extendidos sobre el potrero del molino de las casas, mientras otro sol, más hundido en el cielo, empapaba el oeste de la bóveda, inmenso y anaranjado, como si allá fueran eternamente las seis de la tarde, deshojadas en un día de verano. La brisa del norte, perfumada por la menta de los declives y las flores de los cardos negros, nos acarició la piel. Abría surcos retorcidos pero blandos en las cercanías. Permitía contemplar las lomas como nunca antes, a pesar del vértigo que montábamos y nos arrebataba.
Ya no existían los alambrados. Los hombres de la familia los había deshecho. Vi que habían quedado sonriendo sólo las filas de álamos, espinillos y aromos que se amparaban junto a los hilos mientras unos crecían y los otros eran extendidos y atendidos cada año.
Una manada de ñandúes como nunca había visto, en alto cientos de sus alas despeinadas, corría entre los pastizales por delante de nosotros, y entre sus patas y gambetas lucidas, cantidad de liebres y charabones se esforzaban por imitarlos o seguirlos en la carrera. Mi padre, inclinado sobre el tuce de su doradillo Chimango, me sonrió con una felicidad tranquila que nunca me había demostrado ser capaz de gozar. Revoleó sus 'tres marías' al vernos, con renovada fuerza, y las soltó. No hacia algún macho elegido ni al bulto de unas hembras que escapaban apareadas, sino hacia el cielo, hacia lo alto incendiado que invitaba. Y las bolas, lentamente girando, se unieron allá a la serenidad de la luz, sin caer, para asombrarme. Para dejarme asombrado en múltiples sentidos que me despreocupaban.
Mis otros tíos, juntos como antes, haciendo actuar sus caballos al unísono, y mis otros hermanos varones a los que me reuní instintivamente, también mis amigos montados en feroces petisos del pelaje que pidieran, revoleaban bolas por sobre sus hombros, a quien más y mejor.
Así me descubrí a mí mismo, con mayor edad que ahora, corriendo a la par de un padre también mayor, con naturalidad más echado hacia atrás en el recado, lo que no por señorial es más fácil.
Ñandúes y ciervos colorados saltaban y volaban sobre aquel brazo del Chelforó metido, que entraba por los potreros del fondo, formando como un puente sobre el agua plateada, enrojecida. Nuestros caballos, entusiasmados por la repercusión contagiosa del ámbito, a los que no nos resultaba necesario guiar, pecharon el arroyo con tal ímpetu que modificamos el dibujo que tenían sus barranquitas entre la cebadilla bruñida, intocada, recién peinada y protegida del tiempo por la luz. Una blanda nube de mariposas blancas, anaranjadas y amarillas, escapó del estruendo de los cascos en el agua como otra gran salpicadura silenciosa.
Alcancé a ver niños desnudos bañándose en otra panza del cauce. Otros que jugaban con muñequitos de barro nos alzaron en brazos como si fuésemos de juguete, nos depositaron más allá, entre los duraznillos florecidos, y volvieron a tomar sus mazacotes de greda, que hubiéramos podido aplastarles.
Al otro lado del escenario del arroyito, hundidas hasta el ruedo de sus polleras en la flor morada, muchas madres, hermanas y tías, nos alcanzaron mate dulce y bandejas de tortas fritas calientes.
Nuestros ranchos ya no estaban separados, como vigilantes de cada propiedad. Los patios se juntaban y acomodaban fondo con fondo, árboles con árboles, cercos con cercos, retamas con ligustros, huerta con huerta, chiqueros con corrales y gallineros con galpones. Nuestro patio ¡por fin! daba al patio de los Arrechea, al de los Artignano, al de los Camino, de los Anza, de lo Farías, a los tres patios de los Arce con el aljibe y las hortensias de la abuela, al patio secreto de los García, de los Etchelet, los De Vincenti y al querido patio de la mismísima Escuela Gral. Belgrano. Donde al pasar volando a caballo no me sorprendí, sino que nos sorprendí a todos, todavía jugando a la bolilla, hasta la maestra arrodillada, entusiasmada, buscando culminar en hoyo.
Vi algo que me gustó unos minutos después de verlo. Nuestra troja, siempre torcida o vencida por el peso porque papá le ponía pocos palos o la hacía demasiado alta, no parecía tan tosca al formar una rueda con las otras trojas, unas petisas, otras gordas, no tan altas, redondeadas o cuadradas y panzonas, repletas de maíz. Ninguna estaba bien hecha pero se veían hermosas, como siempre las habían visto cada uno de sus dueños.
El potrero del fondo en lo de Abuela, había recuperado su antigua condición de mar, como cuando recién lo conocí. Así, abarcaba toda la luz del sol y los resplandores de los soles menores que aparecían y rebotaban por donde mirase.
Los montes de acacias y eucaliptos y las nubes estiradas, se mezclaban poco a poco, de modo que toda clase de lunas manchaban los bamboleos del horizonte. Sin volverme yo sabía que una luna casi llena, casi transparente, casi humana, flotaba en el este aparecida por encima del aire y sus temblores, y que esa noche nos reflejaría otra vez en las paredes amarillentas de la casa.
Pedazos de cielos combinados venían a mirarnos como espejos cordiales.
Todo cuanto había ido siendo destruido y perdido mientras tratábamos de vivir nuestras vidas, aparecía recuperado y mezclado, aquí y ahora.
Adivinaba y me reía. Sabía quiénes eran aquellos paisanos que corrían y gritaban a lo lejos, aunque ningún ñandú cayera ni se derramara sangre alguna. Los conocía a todos, reconocía sus caballos domingueros y hasta su manera de galopar.
Vi las espaldas de Rafael Cortés. Por las espaldas y el pañuelo colorado supe que era él. Reconocí entre la gritería su guturalidad indiana. Como si las arreara, como si las desafiara, animaba a las manadas por delante de su brazo diestro, cargado de boleadoras, lazos, lanzas y sogas paleteadas
Vi al tío abuelo Alejandro montado en su 'Analcahuito', resurrectos ambos, ganosos todavía.
Recién entonces comprendí.
Detrás de nosotros, frente a cada casa, la luz se arquearía para acariciarnos moralmente al volver del paseo, al apearnos y desensillar, para recibirnos de nuevo como merecíamos.
Uno a uno habíamos ido alcanzando la novedad consagratoria. Habíamos venido agregándonos entre el festejo mutuo, igual que sucedió en cada principio. No queríamos que ninguno quedara afuera. Hoy apenas había sido el momento de mi turno.
De mi confortamiento.
Tuve ganas de que esa noche asáramos corderos enteros bajo los paraísos. Pensé que mientras la comida estaba lista, jugaríamos a las escondidas entre esquinas y chispas. Esta vez agregaría mis propios cuentos a los de los demás hombres. Sí. Me animaría.
Más tarde, niño y no niño, risas y puteadas, jugaría a la lotería de cartones sentado a una mesa muy larga, más larga aun que la de los abuelos. Allá, en las cabeceras de humo y penumbra, cerca del brasero, estarían ellos, en irrenunciables parejas, convidados con el primer mate, con la primera tajada de todo.
Esa noche podría gritarles o hacerles una señal cuando me nombraran. Cuando supieran de mí, me recordaran y preguntaran por mí. Tal vez me pidieran que me pusiese de pie para verme mejor.
Sentí que me brotaba el primer aullido de alegría, pero que ¡por fin! no pudo despertarme.
¡Por fin! Este era nuestro paraíso.



MARTA BECKER


UNA TARDE

El edificio de oficinas estaba en funcionamiento, cada uno en su lugar, ocupados todos en sus trabajos, cuando se escuchó un timbre. Era la alarma contra incendios, sonido que ya  conocían por haber hecho un simulacro de evacuación meses atrás, cuando instalaron el nuevo equipo.
Para sorpresa de todos, ahora era una realidad. Un incendio amenazaba al edificio. Abandonaron los puestos y una muchedumbre avanzó por los pasillos hacia las escaleras.
Yo trabajaba en una oficina en el décimo piso, y cuando escuché el timbre miré inmediatamente hacia la chica motivo de mis desvelos, sentada unos escritorios más allá que, con cara de susto, dejó todo y giró la cabeza  hacia ambos lados, desorientada, sin saber qué hacer. De pronto, tomó conciencia de la situación y se unió al grupo que corría hacia las escaleras. Me acerqué para darle confianza y ofrecer mi ayuda. La tomé de la mano y la arrastré, casi, hacia abajo, mientras los demás corrían y gritaban.
La muchacha, muda y con un temblor no disimulado, me apretaba la mano a medida que descendíamos, como si sólo yo pudiera salvarla. En ese momento me sentí un Superman, y hubiera podido saltar por el aire y vencer mil vallas únicamente para protegerla.
Al llegar a la calle, luego de respirar hondo para limpiar nuestros pulmones llenos de humo, pasamos a través de los camiones de bomberos, que ya estaban en plena labor, aunque con pocos resultados. Nos encaminamos hacia la otra vereda, siempre tomados de la mano, y seguimos así, sin rumbo fijo hasta que, sin darme cuenta, llegamos al frente de mi casa.
Me armé de coraje y la invité a subir, con el pretexto de descansar un poco y salir del estado de shock por el momento vivido. Fue sentarnos, charlar, contar anécdotas y reír como dos conocidos de largo tiempo, y tomar algo, y estudiar nuestros cuerpos con la mirada, y volver a reír, y a medida que la penumbra invadió el ambiente, nos fusionamos como dos adolescentes hambrientos.
Lo nuestro duró muy poco, pero nunca imaginé que aquella tarde iba a quedar grabada en mi memoria por muchos años. Sí fue tan intensa y apasionada como el calor del incendio, de tal modo que dejó cenizas en mí,  y aún hoy sigo pensando en ella cada vez que estoy con una mujer.


miércoles, 17 de octubre de 2012

JUAN MANUEL PÉREZ ÁLVAREZ



TELEGRAMA

Por la presente le informamos de que hemos estimado su solicitud de administrar la curación al primer turista de nuestro territorio. Se trata de un acto de soberanía porque así resulta ser y así lo hemos establecido nosotros a través de la consulta a todos aquellos que carecen del derecho de la existencia, y ellos lo han ratificado presencialmente. Nuestra asamblea reunida por separado ha llegado a esta conclusión después de haber llegado a otras anteriormente, y no de mayor, igual o menor importancia que las anteriores y posteriores, registradas en nuestro archivo actualmente extraviado. Los extranjeros que visitan nuestro país tienen la posibilidad de encontrarse enfermos o moribundos, y de curarse si así lo deciden. La Asamblea de los Muertos no se opone a la Ley de la Naturaleza ni tampoco la deroga por otra necesariamente idéntica aunque reformada en los circunloquios de su redacción. Lo único que demanda es cautela en lo que se refiere al procedimiento, cautela para evitar posibles conflictos entre los muertos y los vivos que podrían desembocar en una guerra civil produciéndose numerosas bajas en ambos bandos. Otra recomendación es que haga exactamente lo que usted le venga en gana cuando quiera y como quiera, siempre que su actuación no colisione con los intereses ajenos, para lo cual se recomienda prudencia, eliminando al titular de todo interés opuesto antes de que el conflicto pueda terminar violentamente. Por lo demás, cuídese con lo que tenga a mano y preocupe molestar lo menos posible a quienes trabajamos por la comunidad no haciendo nada por ella, permitiendo que sus iniciativas no colisionen con las nuestras, que son ningunas. El amor que nos une a nuestro pueblo, el interés por que progrese y se desarrolle, es completamente nulo, y esto nos permite escribir un comunicado tan tedioso, tan prolijo y tan cursi. De modo que, acongojado chamán, arréglese como pueda y como quiera, que nosotros haremos lo mismo por nuestra parte, manteniendo una relación constante de incomunicación entre los vivos y los muertos -aunque esta distinción en poco tiempo no resulta necesaria- mientras dure nuestro mandato, que será por siempre hasta nueva orden, que será por nunca.
Suyos hasta la muerte y después de ella.


ROBERTO ROMEO DI VITA


POEMAS

EL GUERRILLERO HEROICO

Dicen que no murió
Dicen que no sabían su nombre
vino del sur, del norte,
del este y del oeste.
Pero es cierto que vino del Sur
con su corazón anclado en Rosario.
"Corazón, coraza", de acero y de ternura
mirada de luz, con ojos de horizonte,
manos de dar, con espigas de maíz.
de zafra, de tabaco y de caña.

Manos de apretar, dedos de accionar
"El gatillo de la luna" y del cielo.
Pies para caminar, haciendo caminos
de la América toda.
Sin que los senderos del mundo
lo detengan.
Va su legendaria boina,
las cinco puntas de su estrella justiciera
su inconfundible barba
sus ojos negros
su ancha frente, su Argentina voz
su acento cubano
lo llano de su sonrisa eterna.
Va por los senderos del canto y la alegría
él que forjó valor para la Victoria.

Dicen que no murió.
Pero ahora dicen,
que todos saben su dulce nombre,
el nombre con nombran con esperanza
todos los pueblos de la tierra
(A Ernesto CHE Guevara)

A LOS DESAPARECIDOS

para el 24 de marzo

Un socavón de ruinas
atenaza Buenos Aires.

Somos los hijos de la desesperación
los hijos de los hijos que desaparecieron
los hermanos de los secuestrados.

Los padres anónimos
de las simientes que hoy caminan
por las calles.

Será por siempre
y a cada instante
que debamos dar cuenta
de dónde se paró cada uno.

Si le puso alas al asombro
coraza al terror de los terrores
una cascada de hiel
                       a la indiferencia
una gota de amor a la ternura
una pesada luz de parto
al sendero del Nunca Más.

Hoy estamos parados y maltrechos
con viejas cicatrices
arrugas en los párpados.

Podemos conocernos y tocarnos
en la vuelta global de las heridas
en las diminutas poses cotidianas.

Como largas caravanas de espectros
aquí estamos y estaremos.

Los descendientes de la flor
los militantes de las hojas
los ilusionistas, malabares
equilibristas y titiriteros.

Buenos Aires nos golpea nuevamente,
con otras ruinas y recodos
en el precio de estar vivos
en la razón de la existencia.

Mordiéndonos los miedos
para tratar de matar la angustia,
uniendo las ganas y la bronca.


INDEPENDIENTE

Semblanza                                        
Grato es tu nombre
Rojo universal
Del firmamento

Tremolaste tu fútbol
Y tu bandera
En toda la tierra
Y en el espacio

No hay hincha
No hay jugador
No hay partidos
Que el rojo
Amanecer de tu casaca
No les llene los ojos
De alegría y de esperanza

Por todas tus victorias
Rojo vivo
Por toda tu mística y entrega
En el campo, en la tierra, el universo.