EL AMANTE DE BARRACAS
El verano en Barracas trascurría entre la agobiante sensación térmica derritiendo mis sentidos y los intensos chaparrones que me hicieron recordar aquella sudestada de fin de siglo cuando el café se sumergía en el agua toda una noche con nosotros adentro.
Yo había regresado de mis pequeñas vacaciones con Marta en un lugar de la costa que sirvió para apuntalar una relación que venía viento en popa. Ella no dejaba de mimarme ni de darme todos los gustos mientras la calentura que nos unía se iba trasformando en amor.
El Tres amigos era un paraíso refrigerado gracias al Gallego que compró un enorme esplí invitándonos en los atardeceres de enero a tomar una copa mientras los muchachos iban y venían de sus licencias anuales interrumpiendo la frecuencia de nuestros encuentros.
Como era mi costumbre, yo iba a tomar un cortado con una medialuna de grasa por la mañana y a escribir los borradores de mis notas para el periódico antes que llegaran los amigos del atardecer. Después pasaba a buscar a Marta por el negocio de antigüedades, nos íbamos cenar a algún lado y terminábamos la noche en mi departamento.
Por esos días el Gordo había desaparecido sin aviso de los lugares que solía frecuentar, nadie sabía de su paradero desde la última navidad. El Mirón no se había tomado vacaciones por un problema en la cadera y lo andaba buscando al Gordo para que le devolviera unos libros sobre las campañas militares en el Imperio Romano. Sandoval, que pasó llevando el muestrario de invierno, me dejó dos short de baño que el ausente le había encargado para las fiestas y nunca vino a retirar. También me enteré que Jorge le había entregado a Joaquín en el mostrador un sobre con recetas varias, algunas de viagra, dijo el Gallego.
Yo, que estaba acostumbrado a las borratinas del Gordo no me calenté tanto, pero a mediados de febrero empecé a preocuparme cuando descubrí que su celular estaba siempre apagado. No quería pasar por su casa para no levantar la perdiz y menos hablar con su señora por temor a mandarlo en cana. Mi discreción se desvaneció rápidamente cuando me enteré que la mujer se había ido a México con una beca de estudio. Recién allí me cayó la ficha y tuve la certeza que el Gordo andaba en algún balurdo, y para él balurdo es hablar de minas.
Me acuerdo que hace varios años me asusté cuando lo vi llegar al café tambaleando y con la cara desencajada.
-¿Qué te pasa?...
Él tardó un rato en contestar, yo no sabía si era para recuperar la voz o para pensar lo que me iba a decir.
-Estoy a la miseria físicamente Negro, pero soy el tipo más feliz del mundo, dijo.
-¿En qué andás?
-Ando con tres minas a la vez... y bajo la mirada. Traéme un café doble y una aspirina Gallego, dijo.
Al principio pensé que estaba bolaceando, que había tomado de más, pero su discurso se hizo cada vez más coherente y terminé creyéndole.
-Te la hago corta, las quiero a las tres y las tres me quieren a mí. Me despierto a la mañana sin saber donde estoy ni con quién estoy, y trato de buscar un punto de referencia para no equivocarme de lugar y de mujer. Ninguna sabe de la existencia de las otras y ahora las tres me están planteando la convivencia.
-¿Vas a decidirlo ahora?
-No me queda otra, yo trato de estirar el tiempo pero tarde o temprano tendré que hacerlo... vos sabés cuanto me cuesta decidir... además como decía Sócrates elijas la que elijas te arrepentirás.
En esa época el Gordo era un gran seductor, las mujeres trataban de acercársele con cualquier excusa, y a él le gustaban todas, de cualquier edad, tamaño, etnia, ideología y color. Una vez me confesó que el sueño que no había podido cumplir era el de conquistar a una sueca rubia como Anita Ekberg en la película La dolce vita.
En Barracas no hubo mina que no hubiera suspirado con una mirada suya, muchas venían al café a buscarlo a la hora de la siesta o temprano a la mañana con la bolsa de la feria. En la milonga era un rey, bailarín de primera, buen compadrito, el “Amante de Barracas”, le decían. Yo estaba orgulloso de mi amigo y recibía de su amistad el enorme placer de acompañarlo, además de ligar algún rebote en el bailongo.
Sin embargo a partir del casamiento su pasión se fue domesticando, se notaba que su jermu lo complacía sexualmente aunque nunca le bastaba, en sus palabras seguía sosteniendo que un hombre puede amar a más de una mujer a la vez, que su capacidad amatoria era tan grande que no podía limitarse a una sola persona. En fin, podría recordar mil anécdotas del Gordo pero estaba preocupado por tan larga ausencia.
Esa noche Marta me propuso ir a bailar unos tanguitos al Viejo Correo, yo acepté con gusto sabiendo que no soy un buen bailarín pero confiando en ella que era casi una profesional del baile, años atrás, cuando todavía no la conocía, había participado en varios concurso obteniendo una mención especial.
Entramos al local y nos acercamos a la pista, tenía la impresión que todos nos miraban pero había tanta gente que muy pocos podían reparar en nuestra presencia. Marta bailaba apretada a mi cuerpo y yo la tomaba de la cintura contra mi cadera. Ella se lucía entre todos y yo la acompañaba dignamente. En eso sonó La Yumba y nos mandamos decididos al centro de la pista cuando lo veo al Gordo con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en las tetas de una rubia grandota, parecida a Anita Ekberg.