Golden Boy
Cris Fernández
Miraba
por la ventana como la lluvia reverdecía el jazmín cuando sonó el teléfono.
-¡Aló,
nena! ¿Sos vos? - una voz aguda de mujer se desprendió del aparato y rebotó
contra el cristal de la ventana.
-Hola
Corita, soy yo, sí ¿cómo andás?
-Si
no fuera por el reuma que con éste tiempo me tiene loca... Pero no es de eso
que quería hablar -las palabras de Corita se atropellaban a los gritos.
-Estuve
charlando con las chicas, sobre ese espectáculo que viene de Buenos Aires, y
hemos decidido ir a divertirnos un rato. ¿Venís con nosotras, no?
Milagros
suspiró imperceptiblemente. ¡Estas mujeres! ¿Se habían vuelto locas? ¿Tenían
idea de qué clase de espectáculo era?
-Mirá
Corita, no creo que señoras como nosotras deban ir a divertirse viendo hombres...
bueno... ya sabés... casi sin ropa. Es una indignidad y muy poco apropiado.
¿Qué va a decir la familia? ¿Y los amigos? Disculpame pero no, decididamente no.
-Pero
Milagritos, tenemos edad suficiente para que nadie vaya a pensar mal. ¡Hay que
ser moderna, che!- insistió Corita, que no era de las que aceptaban fácilmente
un "no". Y siguió machacando hasta arrancarle una promesa: lo
pensaría y la llamaría.
La
mujer colgó el teléfono con una expresión de fastidio y retomó su labor de
"petit point".
Cualquier
observador imparcial diría que ostentaba muchas buenas cualidades, pero la belleza
no era su rasgo destacado. Alta, flaca, con esa elegancia innata de las señoras
"bien", un gesto permanentemente serio oscurecía su semblante y
opacaba la belleza de sus ojos celestes. Quizá por eso había arribado a los
setenta invicta: solterona y virgen.
¡Y
las chicas!: Corita, Nené, Daisy y Amalia. ¡ Juntas sumaban casi trescientos
años !. Habiendo todas enterrado a sus respectivos maridos, se dedicaban a la
vida regalada: bridge y canasta, los tés de caridad, concurrencia a la iglesia,
periódicas visitas a las amistades porteñas, partidos de polo, vacaciones en
Europa...
Sucesivas
llamadas de sus amigas signaron los días siguientes. Y Milagros, mujer al fin,
dió el esperado "sí". Pensó, para consolarse, que nunca es tarde para
conocer lo que nunca se pudo apreciar personalmente, y que el buen Dios y el
padre Ramón, su confesor, sabrían entender la situación. Después de todo, su
edad era una garantía para no caer en las
tentaciones de la carne.
La
noche se presentaba cálida y estrellada. Las amigas arribaron a la confitería
puntualmente, en el auto de Corita, y se sorprendieron de la escasa cantidad de
vehículos estacionados en la cuadra. Los mismos de todos los días. ¿Se habrían
equivocado de fecha?. La llegada simultánea de varios remises despejó la
incógnita.
-Parece
que ninguna mujer quiere ser vista - aventuró Nené
-Vos
sabés lo que es este pueblo para el chismerío - retrucó Daisy. Y ante un gesto
imperativo de Cora las cinco entraron en el local.
La
media luz dificultaba la visión, pero a
los tropezones y con la colaboración del mozo, por fin pudieron ubicarse. Una
nutrida concurrencia femenina, cuyas edades oscilaban entre los veinte y
ochenta años colmaba el local.
-Corita
¿vos reservaste la mesa? - la voz de Milagros, incrédula y temblorosa, apenas
se escuchaba entre el fragor de Luis Miguel sonando a todo volumen.
-Sí,
¿porqué?- respondió la interpelada.
-¿Pero
estás loca? ¡Estamos junto al escenario!- y el rubor encendió la cara flacucha
de la solterona.
-¡Chicas!
¡Chicas! Vinimos aquí a divertirnos y no a pelear. Al menos en ésta ubicación nadie
nos molestará cruzándose por delante - Amalia trataba de aquietar las aguas.
La
llegada providencial del mozo, trayendo los tragos, cerró la disputa. Y acto
seguido, mientras el salón quedaba a oscuras, un potente haz de uz iluminó la
tarima central que hacía las veces de escenario. Y el desfile masculino
comenzó.
Un
rubio, de traje y maletín, con aspecto de "yuppie" fugado de la
Bolsa, comenzó parsimoniosamente a despojarse de la ropa, realzando la tarea
con sugestivos movimientos de torso y de caderas. Julio Iglesias estaba por
finalizar el tema cuando el rubio dio fin al trabajoso destape (cosa
comprensible dada su indumentaria) y posó con cara de satisfacción en un breve
slip sugestivamente rojo.
-¡No
es para tanto, che! - la voz de Corita tronó por sobre los aullidos de la
concurrencia
-Mi
pobre marido estaba mejor provisto que este flaquito - concluyó sentenciosa.
Al
"yuppie" siguieron un deportista, con la camiseta de la Selección y
la número cinco rebotando graciosamente en sus manos, un señor vestido de
cartero que, como despedida, metió la mano en la bolsa del correo y revoleó
hacia la concurrencia media docena de calzoncillos multicolores, y un seudo
mecánico con un precioso overol que jamás había conocido una mancha de grasa.
La prenda tuvo la mala ocurrencia de tener trabado uno de sus broches, lo que
demandó no pocos forcejeos del usuario para completar su tarea y poder mostrar
a la concurrencia sus interiores.
-Si
ésto va a ser todo, tenemos que pensar que hombres eran los de antes -
reflexionó Daisy, que había sobrevivido a
dos maridos, y que por lo visto esperaba ver algo nunca antes
contemplado en materia de atributos masculinos.
-Sin
embargo, a las demás el espectáculo les
parece bárbaro - acotó Nené, a punto de quedar sorda por los aullidos de dos
cuarentonas vecinas de mesa.
Interrumpiendo
sus disquisiciones hizo su aparición en escena un ejemplar que padecía el
"síndrome del cuero". Campera, pantalones, botas, tiradores, hebillas
y cadenas sobre la piel desnuda del pecho, y una gorra con visera: todo el
conjunto en cuero renegrido. Un ritmo de "heavy metal" matizaba el
momento. El morocho lucía muy buen
físico, producto de años de darle a los fierros. En los brazos profusamente
tatuados resaltaban brillosos los músculos, y cuando terminó de sacarse los
pantalones fue claro para las presentes que las protuberancias musculares
alcanzaban todas las zonas de su cuerpo, incluso las más recónditas.
A
ésta altura la masa femenina estaba casi afónica de gritar y en un estado de
efervescencia total.
-Parece
que no hubieran visto a un hombre semidesnudo en años- se asombró Amalia.
-Pero
querida, no es lo mismo ver como se te cae el marido en pedazos a medida que pasan
los años que contemplar esta exhibición juvenil - el tono tajante de Corita no
aceptaba debate sobre el asunto.
La
pobre Milagros, que no había pronunciado casi palabra desde que comenzara el
desfile varonil, ya no sabía adonde mirar. Su cara había recorrido todos los
matices del rojo, el violeta y el morado, y era incapaz de arrimar alguna
opinión al diálogo de las chicas. Tenía las manos fuertemente cruzadas sobre su
falda y rezaba para que la función acabara de una vez por todas.
Un
sonido de tambores estremeció los vidrios y un negro imponente se deslizó sobre
el escenario. Su andar felino, su estatura monumental y su físico trabajado
hasta la exasperación lograron silenciar momentáneamente el cotorrerío
femenino. Solo por un instante... Cuando comenzó a mover su cuerpo, ejecutando
movimientos que parecían imposibles de ser realizados por un ser humano, y a
despojarse sensualmente de sus ropas, la confitería trepidó, por los suspiros
primero, y los gritos después, de trescientas gargantas femeninas que ¡al fin!
disfrutaban de la esplendorosa visión por la que habían pagado, soñado y
delirado. Hasta las cinco amigas, Milagros incluída, no pudieron contener sus
expresiones de asombro.
-¡Este
tipo no puede ser real! - exclamó Corita, con voz sobresaltada.
-Me
recuerda al barman de la playa, en Buzios - musitó Daisy con ojos soñadores y
recordando quien sabe que vieja historia.
-¡Estos
sí que son hombres ! - se admiró Nené.
-¿Por qué no habré conocido un macho así, hace
hace cuarenta años? - pensó Amalia.
Milagros
nada decía, sólo miraba fijamente el escenario.
Cuando
el negro quedó vestido sólo con un escuetísimo slip dorado, sus atributos se
hicieron patentes, sin discusión ni dudas. Las mujeres, que masivamente ya se
habían puesto de pie, se desgañitaban pidiendo que también la última prenda
desapareciera. Y su deseo fue cumplido. Cuando el negro quedó totalmente
desnudo, una locura colectiva se apoderó de la concurrencia. Una oleada de
mujeres se volcó sobre el escenario tratando de tocar, palpar, acariciar,
cotejar medidas y grosores. La víctima se defendió con mucha gracia, aprovechando
la volada para meter mano en cuanta dama en edad de merecer se le puso a tiro.
A ésta altura estaba arrinconado sobre el borde del escenario, justo al lado de
Milagros quien, despavorida, quería huir, pese a que una fuerza misteriosa la
mantenía pegada a la silla.
Una
gorda cincuentona, a fuerza de codazos y empujones, había conseguido quedar
poco menos que adosada al protagonista de la batahola. Según declaraciones de
los testigos, la fémina, en su afán de palpar y verificar ese increíble miembro
clavó las uñas en una zona altamente sensible de la anatomía masculina. El
pobre negro trastabilló, pisó el borde de la tarima, y cayó sobre Milagros. La
silla se rompió con estrépito mientras la solterona quedaba tendida en el suelo
con el cuerpo desnudo del varón extendido sobre su virgen humanidad.
Se
encendieron las luces, dos forzudos guardaespaldas rescataron al negro, y
cuando las chicas se acercaron a Milagros la encontraron exánime.
La
sirena de la ambulancia perforó la quietud de la noche.
El
dictamen del forense fue concluyente: paro cardíaco provocado por emoción
extrema.
Corita resumió, durante el funeral, el sentir
unánime de las amigas:
-Pobre
Milagritos, al fin se dió el gusto de tener un hombre. Lástima que le duró tan
poco...