domingo, 18 de septiembre de 2016

Carlos Margiotta

Aquella tarde 
Carlos Margiotta

Mientras desciendo las escaleras de la estación Once del subte H, recuerdo el rostro con sus grandes ojos y las palabras de mi madre como hace dos años en este mismo lugar. Aquel día me había despertado a las cuatro de la mañana angustiado por una pesadilla: ¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!!, gritaba.
Me llevó un tiempo darme cuenta de lo que había ocurrido. Mi madre había fallecido hacía varios años en un accidente en la estación Hospitales de la misma línea, y yo me había mudado hacía pocos días a un departamentito de la calle Cabrera.
En el sueño, unos hombres armados venían a buscarme y yo escapaba a los saltos por las azoteas del barrio hasta que finalmente me atrapaban y me llevaban atado en un Falcón verde hasta una habitación oscura. Me sentaron desnudo debajo de una gran lámpara, y cuando empezaron a torturarme pasándome la picana eléctrica, me desperté acorralado por el dolor llamando a mi madre.
En los días siguientes pensé que el origen de lo soñado tenía que ver con temas que me preocupaban en ese momento: algunos problemas económicos, hacía poco me había separado de mi mujer y tenía fecha para operarme de mi vesícula perezosa.
No sé porque ahora puedo ponerlo en palabras, quizás por  el tiempo transcurrido hasta el presente, o porque he perdido el miedo de contarlo. Hoy como ayer tendré que hacer el mismo viaje en subte hacia la estación Caseros para visitar al mismo cliente que me debía un dinero por unas mercaderías. Entonces lo inexplicable y maravilloso ocurrió allí, debajo de la tierra, en las entrañas de Buenos Aires, donde otras almas transitan sus vidas a nuestro lado sin darnos cuenta.
Hoy, mi ansiedad crece cuando pienso que ella podría estar en el vagón sentada en el mismo lugar y esta vez me animaría a hablarle, y a tomarle la mano para preguntarle ¿Quién sos? ¿Cómo sabías?, mientras sus ojos grandes me inundarían de nuevo con su mirada tierna.
Aquella tarde esperé en el andén con cierta inquietud, “CON DEMORAS” decía el cartel en la entrada a los molinetes. Linda y moderna arquitectura la de la estación pero con viejos trenes, pensé. Unos adolescentes del colegio secundario coqueteaban entre ellos, se empujaban y hacían morisquetas en una eterna escena de seducción poniendo incómodos a muchos pasajeros. Cerca mío una anciana cargaba con una bolsa llena de ropa comprada en los puestos callejeros de la recova, tres hombres se paseaban inquietos por la tardanza, una monja acompañaba a un discapacitado, una madre hamacaba a su bebé en brazos, dos chiquilines al cuidado de un abuelo corrían sin detenerse y mucha gente seguía bajando por la combinación con la línea A.
Finalmente subimos apretados al tren, la mayoría de los pasajeros estaban con el celular en la mano extasiados en su intimidad, algunos me rozaban con sus mochilas voluminosas, otros trataban de sostenerse de pie mientras el vagón se tambaleaba en cualquier curva, y el olor a encierro complicaba mi respiración. Entonces fue que la ví sentada en el final del tren. Era joven y bonita, como esas criollas con la piel soleada y suave. La chica (¿23 años?) llamaba la atención de los hombres y su apariencia me resultaba familiar, sin dudas la conocida pero no recordaba de donde. 
Ella levantó la vista y dio con mis ojos, sostuvimos las miradas un rato como si nos
volviéramos a encontrar después de mucho tiempo. Andábamos buscando, pensé. 
Me dio vergüenza sentirme tan atraído por una mujer tan joven que podría ser mi hija pero insistí con el deseo de mirarla. Note que a ella no le molestaba sentirse seducida por hombre mayor, por el contrario empezó a sonreírme con sus labios grandes como un fruta colorada. En un momento llegue a imaginar que la vida me brindaba otra oportunidad de amar a una mujer y de ser amando sin condiciones. 
En la medida que el viaje iba llegando a mi destino decidí acercarme a su figura y quedarme hasta que ella se bajara. El vagón se fue desocupando y la intensidad de nuestro encuentro fue creciendo hasta convertirse en una locura que me dió miedo. La ví sacar su celular de la cartera, deslizar su dedo índice sobre la pantalla y escribir un mensaje, después de hacerlo lo guardó en un bolsillo del abrigo, me lanzó un beso con la mano y se paró para bajarse en la estación. En eso sonó mi celular y encontré un mensaje en un número desconocido. “Hijo, estás bien. ¿Me llamastes anoche?”. Marqué de inmediato al número recibido. “No pertenece a un abonado en servicio” dijo la voz. 
Levanté la vista y ella ya no estaba, me senté desconcertado y viajé hasta el final del recorrido. Volví a llamar varias veces sin resultado y traté olvidar el encuentro hasta el día de hoy.
Otra vez cuando subí al vagón  volvió a sonar mi celular “Hijo, me extrañaste” 

ANA ROMANO


POEMAS ANA ROMANO

Acertijo
En la inmediatez la elegida
señala
desolaciones
En el rito de la ingenuidad
tartamudea
silencios
Perpetúan desgarros
las miradas
Y en los umbrales
la mordaza almidonada
humilla a la muerte.

Asfixia
Oropeles engomados
en los suspiros
Olisquean
cadavéricas mordazas
en las aureolas
Es en las gargantas calcinadas
la asfixia
Las madres
bordan rituales
desangrando hijos
que involucionan
en la placenta.

Atosigar
Los guantes farfullan
entre el ámbar de los dedos
y la recolección
de los vetustos papagayos
Bocanadas de melatonina
empalman o fustigan
las hilachas
El despertador descalzo
plastifica
los ronquidos
y la almohada arponea
la agonía
¿Quién embucha
el ultraje?

Avezado
Insubordinándose
en el juego
el rehén
troquela

Aunque bálsamo
impiadoso
invade
cuando moldea
la cercanía.
Barahúnda
Platinados espolones
delimitan
encubrimientos
Decoran
las palabras
gargantas
Es en la codicia
que las querellas
sobreviven relamidas
Y el vínculo
se desangra
en el sarcófago sonrojado.

Boqueando
El ombligo late
en la garganta
La radio opaca
los lazos
En los ángulos
                       ángeles
y astilladas señales
ciñen
el envoltorio
Qué madura la muerte.


































Orlando Mazeyra Guillén

Tras la puerta  
Orlando Mazeyra Guillén

Los alcancé a oír por detrás de la puerta. Es esquizofrénico, le dijeron a mi madre, casi recitando el diagnóstico. Esas alucinaciones no son producto de ninguna droga, señora, su hijo está perdiendo la cordura y lo que usted ha visto hasta hoy es nada, algo insignificante; puede tener reacciones aún peores, estos pacientes adquieren una fuerza brutal cuando alcanzan el pico de sus estados alterados. Si le contáramos todo lo visto en casos similares al de su hijo sólo la alarmaríamos y con eso no ganamos nada, ¿comprende?
Ahora decidían mi futuro sin contar con mi anuencia: ¿no era ésa una total falta de respeto? Hablaban de no perder el tiempo, de ser prolijos, internarme lo más pronto posible. “Lo mejor para su salud mental será una terapia electro–convulsiva, entiéndalo bien. Los resultados son notorios en un plazo prudencial, aunque no todos responden de la misma manera”. Establecían los pasos a seguir, escribían mi destino, ¡mi destino! ¿existía ahora tal cosa, a quién le pertenecía? Lo hacían pausadamente y con cierta amabilidad que, por un instante, me resultó hipócrita, repulsiva. Fue el interés, la curiosidad, lo único que me contuvo, atornilló mi oreja a la puerta. Porque sentía unas ganas tremendas de entrar a la habitación y darle un escarmiento a ese par de sabandijas parlanchinas.
Cuando cuchichean a tus espaldas -con mala fe, sin el menor decoro-, sientes dolores agudos en la boca del abdomen, náuseas que apremian y echan a andar una desesperación sin piernas, sudores que aparecen como venidos del averno, te empapan todo: las manos, los sobacos, la frente, el sexo; y luego se van, abriéndose paso entre tu zozobra. Pero los sujetos que le llenaban la cabeza de ideas a mamá, no se iban, seguían hablando de mí y de un problema que yo creía resuelto.
Sí, hace dos años, en Nochebuena, había querido ahorcar a papá por hacer sufrir a toda mi familia. Fue un ajuste de cuentas maquinado desde mi infancia: lo haría con su propio cinto, con el mismo con el que nos había golpeado hasta la súplica indigna del que se sabe maniatado. Y, mucho después, acosé a la esposa de mi hermano Víctor. Irrumpí en su baño mientras ella se duchaba y me puse a hacer “tontería y media”, como decía mi primo Marco cuando recordaba que él mismo me había encontrado mostrándole el miembro y pidiéndole, como en el vals, un poco de “cariño bonito”.
Luego vinieron las cápsulas amargas, seguidas de inyecciones periódicas; las charlas con ese psiquiatra insolente que decía ser mi amigo (mi mejor amigo). Me atiborraron de medicamentos que me tenían adormecido, somnoliento, perdido en mi presente, tironeado por un pasado que siempre me había reprochado a mí mismo. Me quedaba dormido en las bancas del parque, en los asientos del metro. No sólo eso. Al despertar me encontraba con mis babas alargándose sobre mi camisa y humedeciendo todo mi cuello. La gente no sabía ocultar sus burlas. Viejos mirándome absortos y niños señalando mi ridículo a vista y paciencia de madres compasivas. Nunca reaccioné. Jamás ataqué a gente ajena a mi casa. Sólo atinaba a pasarme el pañuelo, con fuerza, palmoteándome la cara para espantar ese endemoniado sopor.
Antes de dejar los medicamentos me sometí a una última hipnosis de la que desperté algo sobresaltado: un tren había arrollado a toda mi familia.
-Ese tren eres tú, Obdulio.
-No le entiendo, doctor -alegué atolondrado por esa experiencia que había tocado con mis propias manos-, ¿cómo yo voy a ser un tren? Dese cuenta de lo que me está diciendo.
-Es una metáfora -me aclaró convencido-, ¿entiendes lo que es una metáfora?
-Hágamelo saber usted -le ordené mientras me levantaba del diván-, ¿no dice que es mi mejor amigo? Los amigos siempre nos hacen entender las cosas...
-Obdulio, quédate sentado -me ordenó-. Tú sientes mucho odio, odias no sólo a tu padre sino a toda tu familia y estás buscando medios para deshacerte de ellos, inventando conflictos, tratando de romper vínculos.
-¿Inventando conflictos? ¿Ha vivido usted en mi casa? ¿Ha sufrido usted los maltratos de mi padre?
-No -reconoció, mientras tomaba apresuradas notas en mi historia clínica-, pero eso no viene al caso. Ese tren eres tú, es el medio que has escogido para aplastar a lo que consideras ofensivo.
-Entonces el tratamiento no sirvió de nada.
-Lo que pasa es que no me hiciste caso, Obdulio, seguramente siempre estuviste despierto. Te resistes a colaborar, te resistes a recibir mi ayuda. Tienes que volver en un par de días.
-¿Para qué?
-Volveremos a intentarlo.
No volví. Le dije a mi madre que no volvería al psiquiatra y apoyó mi decisión sin meditarlo. La odié por eso. Sentí que ella era mi cómplice. Se había rendido tan rápido la infeliz, ¡qué sabía ella del dolor! Era una pobre mujer que nunca había descendido a los abismos, ahí en donde los dolores son ecos que profanan el vientre del pasado y escupen en la frente del futuro. Somos pocos los que sabemos de dónde viene y hacia dónde va la gente, o lo que yo llamo, la carne pútrida, esas hordas de individuos sin una pizca de sentido común, contagiados de lo mismo. Vaguedades, no eran más que vaguedades andantes que se estrellaban contra la rutina, la licuadora del alma.
Yo estaba por encima del resto, o sea, en la suela misma de sus zapatos. No toleraba tanta sabiduría. La locura es un peldaño peligroso, provoca violencia, desencadena sinsentidos atroces, por eso a veces rasguño mi pene con guijarros filosos. Y luego venía la paz, la liberación de todos mis deseos, en donde hasta entiendo a papá, o no necesito entenderlo. Nirvana, o algo que se le parezca.
Por eso me recosté al pie de la puerta y los dejé deliberando. Tomando las decisiones importantes. Porque siempre es mejor que otros decidan por uno mismo. Duele menos. Un suspiro es la antesala perfecta. Todo cuadra, se reduce, cabe en una baldosa y se exprime, desaparece.
Al poco rato, algo interrumpe la travesía onírica, siento los labios demasiado apretados, me arden. Freno por completo a mi mente y exploro el entorno: los libros de mi vida cimentando los rincones de la habitación, películas memorizadas y un póster rotoso de Pulp Fiction.
-Obdulio, ven a almorzar -grita mamá y ahora sé que estoy en casa.
Las voces vuelven mientras me calzo las pantuflas. Ahora, piden permiso, me dejan tomar nota, anotar detalles, imaginar el nudo de la historia. Las voces, vienen y se van, a veces maleables, a veces rebeldes, discuten, luchan y estallan. Hay un cónclave fugaz, todo se decide aleatoriamente:
-Esquizofrenia -les digo y todas callan-. Voy a hacerme internar luego del almuerzo.
Abro la puerta despacio. Veo a viejos, niños y gente como yo, todos vestidos de la misma manera, parecemos reos de una cárcel elitista: indumentaria blanca, zapatillas impecables o pantuflas confortables. Uno de ellos lleva babero, se aproxima y me besa los labios hasta humedecerlos. Lo tolero, no reacciono, parece estar mal de la cabeza. Una señora con bata lo llama por su nombre y lo jala, apresurada, sin violencia:
-No pasó nada, Obdulio, no pasó nada -me dice sonriente-. Sólo fue un beso.
-¿Y mi mamá? -le pregunto pasándome la mano sobre los labios. Quiero escupir pero me avergüenzo.
-Está allá -me dice señalando a una anciana fatigada, casi vencida por la adversidad y las malas horas que asediaron su vida-. Te trajo unas empanadas riquísimas, apúrate que hace rato te estuvo llamando. Todavía no has almorzado.
Corro y la abrazo, me aferro a ella.
-¡Ay, Obdulio, qué cariñoso estás hoy!
-Te escuché, mamá, te escuché detrás de la puerta.
-¿Qué te dije? ¿Cuéntame que te dije, hijito?
-Eso es lo peor de todo: no dijiste nada... no dijiste nada, ¡no me defendiste! Sólo hablaban ellos, tú no hacías más que escucharlos. No me defendiste, ni una sola palabra...
-Yo siempre te defiendo, siempre estoy contigo.
-¿Y papá? ¿Por qué papá no viene?
Y el silencio acusa, reclama. Todo parece tan real. Tengo el grueso cinto, se lo anudo al cuello mientras él duerme la siesta de la tarde. No hay nadie en casa. Lo estoy matando, zarandea, lucha, trata de zafarse pero soy fuerte. Ahora sí soy fuerte. Nunca tuve tanta fortaleza, me admiro de mí mismo. Disfruto.
-Estoy escribiendo todo lo que sueño, estoy anotando todo, mamá.
-¿Quieres más libros?
-No, nada de eso. Quiero que venga papá.
-Ya vendrá, ya vendrá...
-Mamá, ¿quiero saber cuándo empecé a escribir? ¿Fue antes o después de lo de papá?
La pregunta la parte en dos. Echa a llorar y la misma mujer de hace un rato se le aproxima. Le entrega un pañuelo y la tranquiliza. Saca unas pastillas de su bata y pienso que son para mamá.
-Abre la boca, Obdulio -me dice.
Y yo obedezco sorprendido. El viejo sabor amargo. Las trago con un poco de jugo de maracuyá.
Corro a mi habitación y tiro la puerta. Las voces vuelven, se sostienen entre ellas, se confunden con mamá y sus empanadas. La enfermera, desde el otro lado de la puerta, me pregunta si me siento bien y llaman al doctor, a mi mejor amigo. Seguramente utilizará esa palabreja: «metáfora». Nunca me dice nada acerca de esta gran soledad, esta situación que no varía, que se repite a diario; que no me gusta y me persigue. Ya me lo imagino a mi gran amigo, desparramado en su gran sillón, llenando papeles con sus ideas acerca de metáforas de una situación existencial de insatisfacción. ¡Hay que salir del hueco, Obdulio!, me dirá, tú que eres tan vital y alegre. Y nunca lo que necesito escuchar, lo que yo mismo sé: me apena que te sientas tan solo o atormentado por algo, Obdulio, me gustaría ayudarte a sobrellevar esa locura. Te entiendo, a mí me suele pasar lo mismo...
No escucho a papá, nunca dice nada, sólo habla cuando sostiene el cinto. Ésa siempre fue su única manera de expresarse. Dejando todo en claro. Un animal infinito. Lo miro cuando me veo en el espejo. Y cuando no lo veo, siento su presencia, ahí: tras la puerta.


Silvia Loustau

Carta al Cronopio Mayor  
Silvia Loustau

1984. 12 de febrero. La piel me arde después de todo un día de sol.
En París nieva. A la noche una voz me informa: murió Julio Cortázar. Y se me congela la respiración. Como si estuviese corriendo por las calles heladas de París hacia el Hospital Saint Lazare para estar junto a La Maga , Talita, Manuel y los Cronopios.
Con Cortázar se va un pedazo de adolescencia fascinada por los fuegos literarios y toda la pasión política.
Julio, el Cronopio Mayor , mira la vida como por un caleidoscopio al revés. Se va a París en 1951 y se pasa mirando al Sur. Nadie como él recupera la magia porteña. Y pocos como él se comprometen por la liberación americana. Apoya la Revolución Cubana , acompaña al Chicho Allende en Chile.
En 1973 está en Buenos Aires y dona los derechos del LIBRO DE MANUEL para los movimientos y organizaciones políticas argentinas. Dirige talleres de poesía en Nicaragua, la tan violentamente dulce. Durante la dictadura se prohíben algunos de sus libros y él escribe ARGENTINA ALAMBRADA CULTURAL. Su casa de París es un punto de referencia para todo sudamericano exiliado.
Ama como vive. Incendiándose. En 1982 muere de cáncer su última compañera: Carol Dunlop. Él sabe que también está enfermo. Que la muerte lo espera. Y como un elefante sabio viene a despedirse.
1983. Plena primavera democrática. Julio, Cronopio Mayor, gestiona una entrevista con el presidente Alfonsín. La respuesta no llega. Julio está con amigos. Camina la calle Corrientes. Acompaña a Las Madres un jueves de Plaza de Mayo. Después se va. Después se muere. Un 12 de febrero de l984. En un París nevado. Y algunos lloramos escuchando un cassette en el que Julio lee, con voz gutural: _ “estoy en París, tengo puesto un polo negro, afuera nieva…”.
 Pero Julio, Cronopio Mayor, no te cansaré con más palabras, juguemos a que te susurro: nubes, rayuela, autopista, Ché, crepúsculo, fuegos, revolución, utopía, y vos… vos sonreís.

                

Joan Mateu


Eclipse de artesanía 
Joan Mateu

Estaba absorto mirando al cielo con una mano ejerciendo de visera, protegiendo los ojos de los fuertes rayos solares. Al preguntarle qué hacía, me respondió lo obvio:
- Ya ves, mirando al sol.
- Eso ya lo veo, pero ¿qué miras realmente?
- El eclipse - respondió lacónicamente.
- Pero, hoy no hay eclipse - respondí - de haberlo, yo lo sabría por los periódicos o por alguna de las revistas de astronomía a las que estoy suscrito.
- Tú observa y lo verás…
Puse la mano de forma que no me cegara la luz y oteé el cielo sin ningún resultado.
- Lo siento, pero no veo ningún eclipse.
- Es que lo haces mal. No pones bien la mano.
- No entiendo nada - dije mientras me contorsionaba con la mano en alto.
- Debes sostener la mano recta y la vas corriendo muy despacio de forma que vaya tapando el sol, primero con los dedos y luego con la palma. De esta manera consigues un eclipse perfecto.
Al ver mi mirada de sorpresa y mi semblante en el que se podía leer que creía que se había vuelto loco, me dijo muy serio y circunspecto, mientras desplazaba la mano sobre sus ojos:


- Estamos en una época en la que se valora mucho la artesanía. No sería de recibo que los eclipses no se pudieran manufacturar. Yo acabo de conseguir uno, realmente espectacular, y además, hecho a mano.

Susana Fernández


LA SOGA  
Susana Fernández



Otra vez se había quedado dormido. La ducha fue rápida, el desayuno no existió; tomó la valija, las llaves y el teléfono celular. Abrió la puerta del departamento, bajó corriendo las escaleras y se encontró con el portero en el hall de entrada; ¡buenos días!; ¡buenos días, parece que otra vez se quedó dormido!; así parece, dijo Ernesto y puso la llave en la puerta que da a la calle. Media vuelta; la puerta cede y se abre dejándolo pasar. En el preciso momento en que Ernesto siente que se vuelve a cerrar, su mente queda en blanco. Mira a un lado y al otro sin reconocer dónde está ni quién és. En su mano derecha un maletín; en la izquierda unas llaves. Alza la vista encontrándose con la numeración y el nombre de la calle; y nada, su mente no le da ninguna orden. Desconfiado asoma la cabeza, luego el torso y por fin se decide a bajar el escalón que separa esa irreconocible entrada de la vereda, sin saber hacia donde tiene que ir. Ciento treinta y cuatro pasos y llega a una avenida; un semáforo y la gente que lo empuja, lo mira con desconfianza, murmuran vaya uno a saber qué cosa, un paso mas y la multitud lo lleva hacia el otro lado de la calle, ciento treinta, ciento cuarenta, se pierde en el conteo de los pasos. Se para en la esquina de enfrente; espera a que el semáforo esté en rojo y con un ímpetu casi irreconocible vuelve a cruzar la avenida parándose en el lugar ciento treinta y cuatro. Respira hondo; una leve sonrisa se dibuja en la cara, los ojos atentos, las miradas que lo traspasan y él que no sabe qué es lo que hace ahí, ni de donde viene ni a donde va. Otra vez el semáforo en rojo; ciento treinta y cinco, ciento treinta y seis y sigue la cuenta hasta que con orgullo da el ultimo paso que lo dejara por fin en la vereda de enfrente; ciento cincuenta y dos y la cuenta esta perfecta, no hay error. Mira hacia adelante y sin pensarlo comienza a caminar, ciento cincuenta y tres, ciento cincuenta y cuatro y sigue; pasa por una ferretería, ciento ochenta y siete, un hombre lo saluda; Ernesto, que no sabe quién es lo mira sin decir una palabra.-¡Ey!, ¿Cómo anduvo la cuerda que se llevó ayer?.-Bien, dijo sin saber de qué le hablaba.-¡nos vemos jefe!, y desapareció. La gente seguía pasando a su lado y él, sin rumbo, sin memoria y sin saber quién es. Casas viejas, edificios semi nuevos, negocios, esquinas olvidadas, gente que lo mira, manos que se mueven en algo parecido al saludo, bocas que gesticulan y Ernesto que no sabe que hace parado enfrente de esa ferretería.-Señor; disculpe, pero... ¿para qué le dije que necesitaba la soga?.El hombre que lo mira, frunce el entrecejo, una duda pasa como un fantasma por sus ojos, y le dice: -Me pidió una soga resistente, fuerte y segura.-¿Segura para qué?. -Si no lo sabe usted...Una soga, ¿para qué una soga?, ¿y por qué?. Vuelve sobre sus pasos ciento setenta y cuatro, ciento setenta y tres y así hasta el ciento cincuenta y dos. De nuevo el semáforo. Los autos pasan: marrones, verdes, azules, blancos; una mujer que se para a su lado, lo mira y le sonríe. Amarillo, rojo; los autos frenan, el dibujo ilumina a un transeúnte caminando, señal que ahora sí se puede cruzar. Ciento treinta y cinco, ciento treinta y cuatro y llegó. No le queda otra que descubrir el motivo por el que un hombre dice que en el día de ayer, él compró una soga. Mira hacia adelante, toma aire y el conteo sigue bajando, cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro y cada vez falta menos. Un cartel: kiosco abierto las 24 horas; cuatro, tres, dos, uno. Un escalón y el hombre que lo mira:-¿Se olvidó algo?, pregunta; -No sé, es la respuesta. Busca unas llaves; tiene que ser esta. Media vuelta; la puerta cede y se abre dejándolo pasar; esta se cierra detrás de él. Mira el hall de entrada; su reloj le indica nueve y veinticinco; parece que voy a llegar más tarde que nunca, piensa y vuelve a salir.

Cecilia Courtoisie Nin


Almas con olor a cebolla  
Cecilia Courtoisie Nin

Esta mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus uñas negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel.
Aprieta el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo. Pedazos chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura en juliana.
Buen día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por unidad es más caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias.
Detrás de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se oculta bajo la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento.
Lejos quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente igual, pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca.
Los anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por lágrimas imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad del aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de la lucha imperecedera.
La victoria descalza deja huellas en la planta del pie.
La angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda intolerancia.
Los huesos sufren, pero se callan.
¡Deja las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor? ¿un kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a tu hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino bueno. ¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha acabado, tiene esos a cuatro pesos. ¡Gabriel!
Muchos siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña distinto, se lucha distinto, la dignidad es posible.
El día empieza mucho antes si se hacen trámites.
Filas eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por obligación. Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una identidad legal. Prueba indeleble del exilio.
Madrugadas enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una aparente vida nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la utopía disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno de quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos?
La Patria Grande.
Falta la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la partida legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A ver, ¿de dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para que le hagan el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la partida, señora! Vuelva otro día, hoy no puedo hacer nada.
Otra vez el silencio.
Las manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia.
Llega a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El más pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas adentro, donde todo está en calma.
La familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van llegando.
La esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano, hombres y mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que allá están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres que explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales. Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales compartidos a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los trajo. Pacha al rojo vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados.


Puertas adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de casa, y del país que una vez fue nuevo.

Martín Alvarenga

                    Árbol sagrado  Martín Alvarenga

El lapacho, profecía de la primavera correntina, el árbol de la celebración fugaz del instante y la melancolía de lo efímero. En su fronda armoniosa, refulge con timidez la hegemonía del rosado, con la levedad que se expresa en la palpitación visual del lila, mimetizándose en su orgullosa cabellera, en su ondulante y cautelosa silueta, en su raíz tan metida en la tierra como los amantes fusionados en sobredosis de pasión y locura, de castidad y hedonismo.
Este árbol representa la elegía de la femenidad, ésa que la mujer posee en la juventud y la madurez y que, al llegar al ciclo otoñal, languidece parsimoniosamente. Pero la significación de esa arborencencia en cada una de sus hojas aglutinadas en un punto dinámico, se extiende al hombre y a la vida toda, pues su poder semántico alcanza a cubrir el horizonte de todo el andamiaje de la arquitectura del cosmos, en simbiosos de aniquilación y renovación.


El lapacho no es más que la síntesis de la precariedad y la vulnerabilidad del universo. Por eso, cuando anuncia la primavera nos advierte, con franqueza y generosidad:

Jerónimo Castillo

Voto cantado 
Jerónimo Castillo

Caía la tarde pegajosa, distinta, del 30 de octubre.
Se había vivido una jornada cívica, según decían las proclamas, aunque para nosotros no tenía más significado que haber llevado por primera vez nuestra opinión a un sobre con firmas entre orgullosos y desconcertados, opinión desde luego relativa, ya que muy dentro nuestro, y hablo del grupo de amigos con quienes habíamos cambiado tantos pareceres, nos hubiera gustado cortar la boleta en partes más pequeñas que las indicadas, poniendo un concejal de este partido, otro del otro, el presidente aquél con el vicepresidente contrario, y un diputado departamental que vive en Buenos Aires y lo sabemos más capaz que todos los que lograron encaramarse en la lista a fuerza de vaquillonas con cuero y promesas de puestos en Vialidad de la Provincia.
En ese momento no sabíamos que la más valedera de las opiniones era la del Fondo Monetario Internacional.
Se había vivido, como dije, una jornada cívica tan igual para algunos como aquéllas del voto marcado de los cantonistas, o el: -¡Vos ya votaste! ¡Andá nomás!-, de los gansos de la otra provincia.
¿Qué diferencia había? Antes se ganaban las elecciones por el voto o el facón. Ahora, por los condicionamientos de la banca externa. Antes se ganaban. Ahora…
El comicio había transcurrido sin incidentes, y las seis de la tarde indicaron la apertura de las urnas que desde hacía varias horas no recibían más que nuestras miradas ansiosas.
Los pocos vecinos del lugar se hallaban en la casa que oficiaba de cantina terminando otro asado "sin vino", decía el reglamento, pero por el tono de las voces no hacía falta ir a verificar si se cumplía o no. La escuela nos contenía y los soldados montaban una innecesaria guardia en la galería.
De pronto se golpean las manos, de lejos, pidiendo un permiso que el oficial concede, para hablar con la mesa electoral.
-¿Qué anda buscando, Don Jofré? - El presidente de mesa conocía todos los vecinos.
-Es que… voté por el MACHO -
Nos miramos presintiendo que la sobriedad del votante no era tanta, y vendría a proclamar su voto por el General.
-¿Cómo dice, Don Jofré? -


- Sabe que el dotor me dio el voto y lo puse en este bolsillo, y como no traje los lentes, en el cuarto oscuro saqué de este otro bolsillo el certificado del mular que le tengo vendido a Don Correa -

Marta Becker

                                 SUDESTADA  
                                                    Marta Becker

Hace más de 20 horas que la Juana comenzó su trabajo de parto. Toda sudorosa, se retuerce en el camastro ante cada contracción. Tomás ya trajo a la comadrona, que pone compresas frías en la frente de la parturienta.
- Vaya a buscar al médico – dice doña María, que no ve bueno el nacimiento.
- ¿Cómo voy, con esta tormenta? pregunta un hombre consternado frente a la escena. No sabe qué hacer, es su primer hijo y una experiencia desconocida.
Juana lanza un grito desgarrador, se toma de las manos de doña María y pide ayuda.
- Juerza, mi´ja, el niño está ahí nomás, con unos cuantos pujos sale, dice la mujer, aunque no está tan convencida que será así. - El chico viene de nalgas-  le comenta al padre en un susurro, y éste no sabe bien de qué se trata.
- ¿Está todo bien?, consulta con un hilo de voz. No soporta más ver a la Juana con tanto sufrimiento, pero no puede separarse de la escena.
- Corra, traiga al médico, insiste la vieja, con experiencia suficiente como para dar órdenes.
La tormenta que arrecia desde hace varios días hizo subir el río al máximo nivel. El agua corre con fuerza y arrastra todo lo que encuentra en su camino. Ramas, camalotes, troncos, animales muertos, todo forma una capa sobre la superficie del río y sigue su curso a toda velocidad.
- Apúrese, hombre, con este tiempo va a demorar más, salga ya y traiga al doctor- vocifera doña María.
Tomás se calza unas botas gastadas que le llegan hasta las rodillas, se cubre con una manta vieja y sobre la cabeza un sombrero que no cumplirá ninguna función práctica y corre hasta el bote amarrado a uno de los postes del embarcadero.
La precaria embarcación baila al compás de las aguas de aquí para allá. Tomás agarra con fuerza un remo, desata el bote y se incorpora a la corriente.
- No te vayas - grita Juana – y se sacude con una nueva contracción.
- No le haga caso, hombre, apúrese – grita a su vez doña María con tono imperioso.
Ambas voces se pierden en medio de la tormenta.
La sudestada tan temida por los isleños arma su historia.
Tomás consigue llegar hasta el doctor en el mismo momento que doña María acuna en sus brazos un guachito.


Silvia Urtubey

Encerrarla en su cajita 
Silvia Urtubey

Pensó que llamar al gasista para que revisara  y retocara la instalación antes de la mudanza era una buena idea.
Por fin, Don Pablo Medina, el carpintero, había conseguido una novia; una mujer cuyo rostro nos fue negado definitivamente.
Quizás el gasista, un hombre instruido y de rápidos reflejos, tendría el privilegio de ver con sus propios ojos a la enigmática anciana.
-No sé si voy a poder avanzar en esto hoy, Don Pablo. Si quiere que le deje la cocina económica instalada va a tener que agregar un tramo de caño por acá y una "T" para la unión- El viejo pícaro lo interrumpió con un chiste vulgar a propósito de "la unión". No podía dejar de relacionar todo lo que cualquiera dijera, con su soñado acto sexual y además hacerlo público para beneficio de su propio estímulo.
El bueno de Esteban le siguió la corriente.
-Sí, sí, Don Pablo, "la unión"- mientras acompañaba sus palabras con un gesto rioplatense de complicidad masculina que consiste en agarrarse con una mano la entrepierna y al mismo tiempo, mover ligeramente la pelvis hacia adelante y hacia atrás dos o tres veces.
Don Medina había difundido su calentura durante todo el verano con orgullo como cada despojo de su soledad; una especie de patético Rey Momo que paseaba jueves tras jueves su chifladura por los puestos del Mercado Municipal.
Por momentos era un caballero y en ocasiones se refería a las mujeres como si el Concilio de Trento jamás hubiera existido: seres sin alma. Sorprendió a todos el anuncio y sobre todo la urgencia de su casamiento.  Aunque muchas veces las cosas se relatan con tal síntesis que es imposible dimensionar el tiempo real. Como cuando millones de años de esfuerzo biológico y evolución,  se narran en un tris pasando de la posición erguida de la humanidad, al pulgar oponible y el uso de herramientas, para llegar al lenguaje en un abrir y cerrar de ojos.
 -Me caso el sábado- dijo don Pablo Medina, frotando nerviosamente una cajita diminuta de madera como a una tosca Lámpara de Aladino. 
Llegó el sábado esperado con la promesa de una excusa social para un brindis. Quizás algunos vinos, hacerse amigos del hogar a leña, o entre todos madurar el perfil acariciado de un nuevo y delirante proyecto vecinal, como siempre. Arrojar un poco de arroz y verlo caer, perdiendo por un instante la noción del ridículo; pero sobre todo verle la cara a la novia. Después de todo, que la había conocido en un centro de jubilados era un rumor y nuestro informante, el gasista, apenas si había alcanzado a ver en su fugaz visita de trabajo unos colchones maltrechos enrollados, un termo junto a la almohada que tenía una de sus mitades apoyada sobre la mesa, mientras la otra mitad flotaba en el aire con equilibrio y simetría maravillosos; una lámpara de fabricación casera construida con un botellón verde de cuello fino, tres o cuatro cobijas de estampado escocés todavía humeantes por el polvo de un viaje arrancado al fletero de favor, y algunas cajitas de madera de variados tamaños que parecían obsesionar a don Pablo. Una tras otra las lustraba, se iluminaba su mirada frente a esas pobres lámparas maravillosas: la más pequeña del tamaño de un dedal, la más grande casi un ataúd.
Esteban enseguida sintió piedad por aquella mujer. Tampoco la conocía, pero sin duda se aproximó bastante a Ella, al sentir el contraste de su presencia denunciada a gritos por su ausencia.
Sin embargo, sobre la hora, alguien sentenció:
 - Don Medina no se casa.
Tras el lapidario anuncio un genuino silencio llenó el vacío gigante que entre todos cuidábamos como a un cachorro de bestia fuera de su hábitat, entró Esteban y palabras más, palabras menos, dijo que Don Pablo está destrozado, que parece que la novia está mal, que habían tomado mate hasta las dos de la mañana y que ella se acostó un poco descompuesta. Que amaneció con dificultades para respirar y medio cuerpo paralizado -Don Pablo había llamado a eso semiplegia, sin saber que condensaba algunos conceptos con genialidad-. Que se la llevaron al pueblo en ambulancia y que le practicaron una traqueotomía de urgencia.
Hubo comentarios y suposiciones acerca de un accidente cerebrovascular, terapia intensiva, pronóstico reservado, pero todos conjeturamos que Don Medina habría querido saciar su deseo estrechando por demás a la mujer sin alma, y que la habría tal vez matado en el abrazo.
El flete de la mudanza volvió esa misma tarde a la casa de Don Pablo en busca de los pocos cacharros de la novia. El casamiento estaba oficialmente suspendido por razones de salud, y Don Pablo se acercó a la fiesta sin fiesta para sentir al menos unas palmadas en el hombro. 
-Don Medina, quédese con nosotros a tomar unos mates. De paso se distrae un poco- le dijo Esteban a toda velocidad.
Don Pablo se puso de pie. Sus ojos eran entonces transparentes y tuvo un temblor general en el cuerpo, parecido al que se produce en los lactantes cuando se los deja un instante desnudos. Me conmovió la simpleza con que su mirada nos suplicaba, como quien  confiesa un crimen que cometerá esa misma tarde, pero sacudí la cabeza negando mi intuición y
sintiéndome exageradamente involucrado con el viejo que -a decir verdad- me repugnaba ostensiblemente.
Todo fue tan deprisa que ni extremas unciones hubo. Pocos fueron al velatorio. El rostro de la difunta estaba literalmente destrozado. Un insecto diminuto caminó por su mano en el momento preciso en que el empleado de la funeraria, con señales de estar dramáticamente acostumbrado a tratar con cadáveres, le acomodaba la cabellera -sólo por costumbre- un instante antes de encerrarla en su cajita. 


María Rosa Leoni

Insomnio María Rosa Leoni


Uno… dos… tres.
No, no hay caso no me puedo dormir.
¿Qué me dijo el flaco? Que rezara, sí pero como era… Padre nuestro que vives… No, me parece que así no era… y el otro, Dios te salve madre… no, no me los acuerdo.
¿Cuánto hace que tomé la comunión? Como un siglo, que me voy acordar… y con lo nervioso que estoy. 
El Flaco dice que todo va a ser fácil, que arregló al de seguridad, que le va a dar una parte, que con el toco grande nos quedamos nosotros y nos salvamos.
Esto es en serio, me trajo un arma y todo.
Uno… dos… tres, tengo que dormir, mañana hay que estar bien lúcido, si no me voy a confundir las consignas que me dio el flaco. 
¿Pero por qué no me puedo acordar de rezar? Padre nuestro que…
Dijo que no me preocupara porque ellos eran peores que nosotros, esa plata es para pagar la “merca” que le traen, para después repartirla y matarnos de a poco.
Sí, me tengo que dormir. Uno, dos…tres…cuat…
No puedo no hay caso, si me acordara de rezar, ¿cómo decía el catecismo?
Padre nuestro que… ¿quién era el Padre, Dios o Jesús?? pucha que no me acuerdo.
¿Y si me matan?
Algo decía el catecismo, “No matarás” ¿y si me matan?
La puerta. Es el flaco, ya es la hora y yo no pude pegar un ojo, mejor ni le cuento.
Todo va a estar bien, el de “seguridad” está con nosotros.
Después de esto, prometo aprenderme el Padre nuestro y el otro y el otro… ¿Dónde estará ese librito qué leíamos?
Me acomodo el arma, respiro hondo, el aire fresco de la calle me despeja un poco.
No hay nadie por ningún lado, sólo nosotros dos.
Y yo sin acordarme si Dios era el padre o el hijo. Tengo miedo.
El de seguridad dejó la puerta del portón sin llave. Entramos, primero el flaco, después yo, está oscuro no se ve ni se escucha nada.  
Como en un relámpago se escuchan dos disparos.
Me dieron. El flaco grita, yo no puedo gritar, la bala entró justo en la frente arriba de los ojos. 
Nos sacan a la calle, llega la policía. 
Traen una bolsa negra, me meten ahí, me cierran.
Yo quiero acordarme del Padre nuestro que estás en los cielos…