Tras la puerta
Orlando Mazeyra Guillén
Los
alcancé a oír por detrás de la puerta. Es esquizofrénico, le dijeron a mi
madre, casi recitando el diagnóstico. Esas alucinaciones no son producto de
ninguna droga, señora, su hijo está perdiendo la cordura y lo que usted ha
visto hasta hoy es nada, algo insignificante; puede tener reacciones aún
peores, estos pacientes adquieren una fuerza brutal cuando alcanzan el pico de
sus estados alterados. Si le contáramos todo lo visto en casos similares al de
su hijo sólo la alarmaríamos y con eso no ganamos nada, ¿comprende?
Ahora
decidían mi futuro sin contar con mi anuencia: ¿no era ésa una total falta de
respeto? Hablaban de no perder el tiempo, de ser prolijos, internarme lo más
pronto posible. “Lo mejor para su salud mental será una terapia
electro–convulsiva, entiéndalo bien. Los resultados son notorios en un plazo
prudencial, aunque no todos responden de la misma manera”. Establecían los
pasos a seguir, escribían mi destino, ¡mi destino! ¿existía ahora tal cosa, a
quién le pertenecía? Lo hacían pausadamente y con cierta amabilidad que, por un
instante, me resultó hipócrita, repulsiva. Fue el interés, la curiosidad, lo
único que me contuvo, atornilló mi oreja a la puerta. Porque sentía unas ganas
tremendas de entrar a la habitación y darle un escarmiento a ese par de
sabandijas parlanchinas.
Cuando
cuchichean a tus espaldas -con mala fe, sin el menor decoro-, sientes dolores
agudos en la boca del abdomen, náuseas que apremian y echan a andar una
desesperación sin piernas, sudores que aparecen como venidos del averno, te
empapan todo: las manos, los sobacos, la frente, el sexo; y luego se van,
abriéndose paso entre tu zozobra. Pero los sujetos que le llenaban la cabeza de
ideas a mamá, no se iban, seguían hablando de mí y de un problema que yo creía
resuelto.
Sí,
hace dos años, en Nochebuena, había querido ahorcar a papá por hacer sufrir a
toda mi familia. Fue un ajuste de cuentas maquinado desde mi infancia: lo haría
con su propio cinto, con el mismo con el que nos había golpeado hasta la
súplica indigna del que se sabe maniatado. Y, mucho después, acosé a la esposa
de mi hermano Víctor. Irrumpí en su baño mientras ella se duchaba y me puse a
hacer “tontería y media”, como decía mi primo Marco cuando recordaba que él
mismo me había encontrado mostrándole el miembro y pidiéndole, como en el vals,
un poco de “cariño bonito”.
Luego
vinieron las cápsulas amargas, seguidas de inyecciones periódicas; las charlas
con ese psiquiatra insolente que decía ser mi amigo (mi mejor amigo). Me
atiborraron de medicamentos que me tenían adormecido, somnoliento, perdido en
mi presente, tironeado por un pasado que siempre me había reprochado a mí
mismo. Me quedaba dormido en las bancas del parque, en los asientos del metro.
No sólo eso. Al despertar me encontraba con mis babas alargándose sobre mi
camisa y humedeciendo todo mi cuello. La gente no sabía ocultar sus burlas.
Viejos mirándome absortos y niños señalando mi ridículo a vista y paciencia de
madres compasivas. Nunca reaccioné. Jamás ataqué a gente ajena a mi casa. Sólo
atinaba a pasarme el pañuelo, con fuerza, palmoteándome la cara para espantar
ese endemoniado sopor.
Antes
de dejar los medicamentos me sometí a una última hipnosis de la que desperté
algo sobresaltado: un tren había arrollado a toda mi familia.
-Ese
tren eres tú, Obdulio.
-No
le entiendo, doctor -alegué atolondrado por esa experiencia que había tocado
con mis propias manos-, ¿cómo yo voy a ser un tren? Dese cuenta de lo que me
está diciendo.
-Es
una metáfora -me aclaró convencido-, ¿entiendes lo que es una metáfora?
-Hágamelo
saber usted -le ordené mientras me levantaba del diván-, ¿no dice que es mi
mejor amigo? Los amigos siempre nos hacen entender las cosas...
-Obdulio,
quédate sentado -me ordenó-. Tú sientes mucho odio, odias no sólo a tu padre
sino a toda tu familia y estás buscando medios para deshacerte de ellos,
inventando conflictos, tratando de romper vínculos.
-¿Inventando
conflictos? ¿Ha vivido usted en mi casa? ¿Ha sufrido usted los maltratos de mi
padre?
-No
-reconoció, mientras tomaba apresuradas notas en mi historia clínica-, pero eso
no viene al caso. Ese tren eres tú, es el medio que has escogido para aplastar
a lo que consideras ofensivo.
-Entonces
el tratamiento no sirvió de nada.
-Lo
que pasa es que no me hiciste caso, Obdulio, seguramente siempre estuviste
despierto. Te resistes a colaborar, te resistes a recibir mi ayuda. Tienes que
volver en un par de días.
-¿Para
qué?
-Volveremos
a intentarlo.
No
volví. Le dije a mi madre que no volvería al psiquiatra y apoyó mi decisión sin
meditarlo. La odié por eso. Sentí que ella era mi cómplice. Se había rendido
tan rápido la infeliz, ¡qué sabía ella del dolor! Era una pobre mujer que nunca
había descendido a los abismos, ahí en donde los dolores son ecos que profanan
el vientre del pasado y escupen en la frente del futuro. Somos pocos los que
sabemos de dónde viene y hacia dónde va la gente, o lo que yo llamo, la carne
pútrida, esas hordas de individuos sin una pizca de sentido común, contagiados
de lo mismo. Vaguedades, no eran más que vaguedades andantes que se estrellaban
contra la rutina, la licuadora del alma.
Yo
estaba por encima del resto, o sea, en la suela misma de sus zapatos. No
toleraba tanta sabiduría. La locura es un peldaño peligroso, provoca violencia,
desencadena sinsentidos atroces, por eso a veces rasguño mi pene con guijarros
filosos. Y luego venía la paz, la liberación de todos mis deseos, en donde
hasta entiendo a papá, o no necesito entenderlo. Nirvana, o algo que se le
parezca.
Por
eso me recosté al pie de la puerta y los dejé deliberando. Tomando las
decisiones importantes. Porque siempre es mejor que otros decidan por uno
mismo. Duele menos. Un suspiro es la antesala perfecta. Todo cuadra, se reduce,
cabe en una baldosa y se exprime, desaparece.
Al
poco rato, algo interrumpe la travesía onírica, siento los labios demasiado
apretados, me arden. Freno por completo a mi mente y exploro el entorno: los
libros de mi vida cimentando los rincones de la habitación, películas
memorizadas y un póster rotoso de Pulp Fiction.
-Obdulio,
ven a almorzar -grita mamá y ahora sé que estoy en casa.
Las
voces vuelven mientras me calzo las pantuflas. Ahora, piden permiso, me dejan
tomar nota, anotar detalles, imaginar el nudo de la historia. Las voces, vienen
y se van, a veces maleables, a veces rebeldes, discuten, luchan y estallan. Hay
un cónclave fugaz, todo se decide aleatoriamente:
-Esquizofrenia
-les digo y todas callan-. Voy a hacerme internar luego del almuerzo.
Abro
la puerta despacio. Veo a viejos, niños y gente como yo, todos vestidos de la
misma manera, parecemos reos de una cárcel elitista: indumentaria blanca,
zapatillas impecables o pantuflas confortables. Uno de ellos lleva babero, se
aproxima y me besa los labios hasta humedecerlos. Lo tolero, no reacciono,
parece estar mal de la cabeza. Una señora con bata lo llama por su nombre y lo
jala, apresurada, sin violencia:
-No
pasó nada, Obdulio, no pasó nada -me dice sonriente-. Sólo fue un beso.
-¿Y
mi mamá? -le pregunto pasándome la mano sobre los labios. Quiero escupir pero
me avergüenzo.
-Está
allá -me dice señalando a una anciana fatigada, casi vencida por la adversidad
y las malas horas que asediaron su vida-. Te trajo unas empanadas riquísimas,
apúrate que hace rato te estuvo llamando. Todavía no has almorzado.
Corro
y la abrazo, me aferro a ella.
-¡Ay,
Obdulio, qué cariñoso estás hoy!
-Te
escuché, mamá, te escuché detrás de la puerta.
-¿Qué
te dije? ¿Cuéntame que te dije, hijito?
-Eso
es lo peor de todo: no dijiste nada... no dijiste nada, ¡no me defendiste! Sólo
hablaban ellos, tú no hacías más que escucharlos. No me defendiste, ni una sola
palabra...
-Yo
siempre te defiendo, siempre estoy contigo.
-¿Y
papá? ¿Por qué papá no viene?
Y
el silencio acusa, reclama. Todo parece tan real. Tengo el grueso cinto, se lo
anudo al cuello mientras él duerme la siesta de la tarde. No hay nadie en casa.
Lo estoy matando, zarandea, lucha, trata de zafarse pero soy fuerte. Ahora sí
soy fuerte. Nunca tuve tanta fortaleza, me admiro de mí mismo. Disfruto.
-Estoy
escribiendo todo lo que sueño, estoy anotando todo, mamá.
-¿Quieres
más libros?
-No,
nada de eso. Quiero que venga papá.
-Ya
vendrá, ya vendrá...
-Mamá,
¿quiero saber cuándo empecé a escribir? ¿Fue antes o después de lo de papá?
La
pregunta la parte en dos. Echa a llorar y la misma mujer de hace un rato se le
aproxima. Le entrega un pañuelo y la tranquiliza. Saca unas pastillas de su
bata y pienso que son para mamá.
-Abre
la boca, Obdulio -me dice.
Y
yo obedezco sorprendido. El viejo sabor amargo. Las trago con un poco de jugo
de maracuyá.
Corro
a mi habitación y tiro la puerta. Las voces vuelven, se sostienen entre ellas,
se confunden con mamá y sus empanadas. La enfermera, desde el otro lado de la
puerta, me pregunta si me siento bien y llaman al doctor, a mi mejor amigo.
Seguramente utilizará esa palabreja: «metáfora». Nunca me dice nada acerca de
esta gran soledad, esta situación que no varía, que se repite a diario; que no
me gusta y me persigue. Ya me lo imagino a mi gran amigo, desparramado en su
gran sillón, llenando papeles con sus ideas acerca de metáforas de una
situación existencial de insatisfacción. ¡Hay que salir del hueco, Obdulio!, me
dirá, tú que eres tan vital y alegre. Y nunca lo que necesito escuchar, lo que
yo mismo sé: me apena que te sientas tan solo o atormentado por algo, Obdulio,
me gustaría ayudarte a sobrellevar esa locura. Te entiendo, a mí me suele pasar
lo mismo...
No
escucho a papá, nunca dice nada, sólo habla cuando sostiene el cinto. Ésa siempre
fue su única manera de expresarse. Dejando todo en claro. Un animal infinito.
Lo miro cuando me veo en el espejo. Y cuando no lo veo, siento su presencia,
ahí: tras la puerta.