El padre Juan
Carlos Margiotta
La
última vez que vi a mi madre fue en la sacristía de aquel colegio de pupilos
donde el hermano Miguel nos recibió con urgencia mientras retorcía un trapo de
piso sobre el balde de metal. Allí transcurrió mi infancia y mi adolescencia
hasta que cumplí la mayoría de edad. Entonces tenía 6 años y mucho después supe
que mi madre había muerto en un hospital por un cáncer en el útero. "Es un
chico muy travieso hermano... de vez en cuando es necesario darle un buen
chirlo", había dicho mi madre al despedirse.
De
ella guardo algunas imágenes muy confusas como fotos desteñidas en la memoria,
sin embargo no le guardo rencor y siempre quise creer que desesperada por la
pobreza y por el abandono de mi padre, no tuvo mas remedio que dejarme allí
para que me haga un hombre de bien. Lo cierto es que el pasado se ha perdido
para siempre y no es lo que ocurrió en realidad sino lo que queremos recordar
de él.
"Portate
bien, Negrito, cuando me quieras ver mirá las nubes que allí me vas a
encontrar", dijo mientras salía con prisa de la iglesia, escondiendo la
cabeza entre los hombros ocultando las lágrimas como una vergüenza.
El
colegio ocupaba una manzana en las afueras de la pequeña ciudad. Era un edifico
viejo donde se educaban los hijos de buenas familias en el sector que daba a la
calle principal, separados por una pared del internado vivían los chicos de
hogares humildes ó a cargo de algún juzgado de menores, como el del juez
Portilla que finalmente se ocupó de tutelar mi crianza.
El
padre Juan era el responsable de nuestra formación. De él aprendí, entre tantos
valores cristianos, que la disciplina es la principal virtud para progresar en
la vida. "Humildes como las palomas y astutos como las serpientes",
solía decir. Era un hombre muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús cuya imagen
reinaba en la cima del altar de la capilla del colegio a la que ingresábamos
por la sacristía atravesando la puerta que daba al patio grande, donde
formábamos fila antes del desayuno. El padre Juan celebraba la misa cotidiana
con verdadera rapidez cristiana, mientras Jesús nos contemplaba resignadamente
con los brazos abiertos y el pecho estrellado de luz y sangre, como perdonando
nuestros pecados.
Los
domingos se abría la puerta del atrio sobre la calle Urquiza que desembocaba en
el río y los fieles del suburbio pueblerino asistían al acto religioso y
escuchaban la palabra del Evangelio interpretada por la ronca garganta del cura
con su sermón lleno de culpa y esperanza.
Casi
siempre, Belomo y Maidana, con los que compartí aquellos años, se vestían de
monaguillos y ayudaban en la misa (pronunciaban bien el latín) turnándose en el
hacer sonar las campanillas anunciadoras de: pararse, sentarse, arrodillarse.
Otros integraban el coro celestial acompañados por el profesor de música que se
llamaba Artemio, que tocaba un desdentado órgano alemán, mientras uno de los
pupilos que estaba por egresar estiraba la manga de pana oscura sujetada por un
palo largo de madera lustrada recorriendo las filas de los reclinatorios
esperando la limosna hecha moneda.
A
muchos de mis compañeros venían a verlos sus padres, abuelos y parientes los
sábados por la tarde y se reunían en el salón comedor. Yo era el encargado de
servirles la merienda y de ayudar en la cocina, después del encuentro me
ocupaba de la limpieza "Limpia el piso y limpiaras tu alma, Negrito"
me decía el padre Juan.
En
las fiestas patrias nos llevaban a la plaza principal del pueblo para participar
de los actos conmemorativos y las autoridades nos presentaban por como un
ejemplo de la solidaridad pueblerina. Disfrutaba mucho de esas visitas, del
desfile militar del regimiento cercano, del chocolate con churros que nos
servían en la intendencia y de algún regalito que nos hacían las damas de la
caridad.
Era
mi oportunidad de ver a las mujeres del lugar, esas que me empezaban a
inquietar por las noches en el pabellón del dormitorio. "También es pecado
tocarse allí abajo y tener malos pensamientos". decía el cura.
El
mayor placer de mis días de encierro era por las tardes, cuando terminada la
clase teníamos un recreo largo antes de volver a la capilla donde rezábamos el
rosario. Me subía a los techos del colegio sin que se dieran cuenta y contemplaba
el sol que se desmayaba sobre los campos de maíz anaranjado, miraba las nubes
buscando a mi madre y la encontraba tirándome un beso con un gesto de la mano,
ese beso era el consuelo que me acompaño durante 12 años. Después del recreo
nos acercábamos al aula vecina al comedor para anticipar la cena de sopa y
guiso que nos calentaba la panza y de paso jugábamos a las cartas o a la lucha
grecorromana.
En
las noches, a través del ventanal del dormitorio miraba el cielo inundado de
estrellas como nunca las he vuelto a ver. Las luces del pueblo se iban apagando
poco a poco, yo iba cerrando mis ojos imaginando el ansiado día de mi partida,
mientras la luz del cuarto del padre Juan permanecía siempre encendida.
El
padre Juan era nuestro confesor, nuestro guía espiritual y nuestro amigo,
aunque tenia sus hijos predilectos que le cebaban mate en la intimidad de su
cuarto adornado con libros de lujosa encuadernación, mullidos sillones y
alfombras orientales. Una noche de verano me pidió que le llevara la cena a su
habitación pero, por alguna razón (creo que por miedo), inventé un dolor de
muelas para eludir el compromiso, a partir de ese momento utilicé otras tantas
excusas hasta que dejó de requerirme.
Mis
años de pupilo pasaron rápidamente entre el estudio, los trapos de piso y el
vapor de la cocina, hasta que cumplí la mayoría de edad y me vine a Buenos
Aires.
Al
padre Juan lo nombraron Obispo y se fue de la provincia para dirigir un
Seminario. Maidana abandonó el colegio después de una rara enfermedad que contagió
a otros muchachos y el colegio fue clausurado. Belomo entró en la Gendarmería y
alguna vez en cuando nos carteamos.
A
pesar de todo fueron buenos años, allí aprendí el oficio de carpintero, a ser
humilde y obediente, supe del poder de la oración y de la virtud de callarme.
Me casé con una buena mujer que es maestra, soy padre de 3 hijos. Del padre
Juan y de todo lo demás me enteré
después de mucho tiempo por las noticias de los diarios.