Como un retrato
Negro Hernández
La
reconocí cuando entró al café porque su pequeña figura coincidía con la que
imaginé en nuestra conversación telefónica. Se fue acercando despacito como
dudando de la señal que habíamos acordado: un ejemplar de Los Siete Locos sobre
la mesa. Entonces apuró el paso y pude verla mejor desde el lugar elegido junto
a la ventana adonde el sol de invierno la iluminaba de frente.
Vestía
un largo tapado bordó mostrando apenas sus tobillos finos, y un sombrero tipo
cosaco del mismo color abrigándole su cabeza enrulada. Se presentó levantando
sus gruesas cejas (me gustaron) que se abrieron como una boca amenazando un
beso. No era precisamente una bella mujer, pero no desentonaba con el paisaje
del café refugio de hombres, poco habituado a recibir a damas finas y misteriosas.
En
un gesto desabrochó el tapado sujetando en la otra mano un sobre de papel
madera, y cuando terminó de acomodarse en la silla, sacó una agenda de su
cartera y una lapicera del bolsillo. Su cuello emergió del suéter azul con
rombos, (¿o era con dibujos de una cultura aborigen?). Su piel, blanca,
demasiado blanca para esos ojazos celestes ocupándole la totalidad de la cara,
algo aniñada, casi ingenua, aunque su mentón apuntando al cielo le daba un
toque atractivo de malicia. Una delgada línea negra dibujada en sus párpados
era todo el maquillaje (eso creo), enmarcando una mirada intensa que poco a
poco fue haciéndose más lenta hasta posarse sobre sus palabras llevadas por una
voz ronca, incapaz de ser contenida en su breve cuerpo.
Hablaba
moviendo sus manos con pasión como dirigiendo una sinfonía. No llevaba anillos
ni pulseras, sólo un reloj plateado alrededor de su muñeca huesuda. La escuché
con atención (tengo esa virtud), de a ratos distraído, hasta que perdí el hilo
de la charla tendida entre los dos como si alguna imperceptible violencia
hubiera atravesado el recorrido de mis pensamientos. Ella se inquietó
percibiendo mi fuga y habló del tiempo. A partir de ese momento algo familiar y
a la vez ajeno nos fue rodeando como una esfera cálida colgando del cielo, en
esa tarde de agosto que se escurría entre su pocillo de lágrima y mi café
cortado.
"Es tarde" dijo amagando llamar al
mozo para pagar la consumición, pero la detuve. Nos levantamos para despedirnos
y le di un beso cerca de la comisura de los labios, prometiéndole llamarla
después de haber leído los poemas que descansaban dentro del sobre de papel
madera, como un puente. Su imagen desolada cruzó el empedrado tanguero buscando
la parada del colectivo. Con impaciencia abrí el sobre (contenía varias hojas
escritas en computadora) mientras trataba de ubicarme sin ansiedad frente a
ellas.
No
eran los detalles de su vestuario, ni su voz, ni su mirada, ni siquiera la suma
de las partes. Era su totalidad unida con hebras invisibles volviendo como un
retrato. Tomé el primero de sus escritos y leí:
Tu
mirada se posa
sobre
mis palabras
y
me lleva en una tarde
de
agosto
hacia
la esfera
colgada
del cielo
como
un retrato.