Muerte natural
Raúl Prieto
Era
en los albores del tercer milenio cristiano, tiempo en que los homicidios, por
un raro capricho contra natura, habíanse distinguido entre primates, humanos y
una, por el momento imprecisa, escala intermedia.
Uno
de esos especimenes de taxonomía incierta yacía sobre la Mesa de Morgagni,
medido y pesado.
-Hembra,
cuarenta y seis kilos y trescientos treinta y ocho gramos, ciento cincuenta y
tres centímetros- anotó el obductor, sexo, peso y talla. Indiferente
ante el hedor, mezcla de formol y
putrefacción que impregnaba el ambiente, el forense se acercó a la mesa. Calzaba botas de goma y protegía su traje beige raído
con un delantal negro de hule, estilo carnicero. Luego de varios esfuerzos para
obtener perspectiva del cuerpo a través de unas antiparras rayadas por el uso,
se inclinó sobre el cadáver desnudo.
La
extensa y estratégica iluminación sobre la mesa de acero hacía que, a pesar del
volumen corporal del experto, éste no proyectara su sombra sobre el cuerpo
yacente. Con pericia rutinaria se calzó los guantes; casi de inmediato, el
látex humedecido por la transpiración traslució unas manos velludas, cuadradas,
toscas, habituadas a manipular objetos sin vida.
Con
destreza y sin esfuerzo comenzó a rotar el cuerpo de izquierda a derecha, a
examinar cada segmento de la piel moteada de mugre y livideces; con dificultad
por el rigor mortis extendía los miembros en busca de magulladuras, heridas,
contusiones, pinchazos ilícitos; luego pasaba a explorar sin respeto los
orificios, con los mismos dos dedos y en este orden: ano, vagina y boca. -No
hay objetos extraños- dedujo tras retirar y oler sus dedos vejadores -uno nunca
sabe que pueden esconder- dijo en repuesta a mi gesto de desagrado tras la
maniobra.
-Entre
catorce y… veintiún años. ¿Coincidimos? - preguntó.
El
obductor no objetó el dato, que situaba la edad de la occisa en una enorme
franja cronológica que la emplazaba en el centro de la Campana de Gauss de la
población femenina de Cuello de Águila –luego, como arrepentido de la vaguedad
de la afirmación, dijo:-En
la morgue judicial de la Capital podremos dar más precisión a la edad de la
difunta. -el ayudante anotó el dato.
-No
hay signos de violencia. -dedujo tras un rato de adusta y a la vez, profesional
observación, tras lo cual me dirigió una mirada de bulldog indiferente. No
por aparentemente cierta, la afirmación pareció menos chocante. -¿No
hay signos de violencia? -repetí el dictamen en forma de pregunta.
-No,
no los veo.-afirmó molesto pero con mayor convicción tras una re exploración
fugaz obligada por mi presencia.
-¿Qué
entenderá por violencia?. Me pregunté y procedí a examinar el cuerpo.
Tras mi primera inspección, debí reconocer que la vaga afirmación del
forense respecto a la edad de la muerta, se trataba de una lamentable verdad.
Era, a simple vista, imposible determinar si se trataba de una niña,
adolescente o mujer.
Con
una curiosa mezcla de repugnancia y ternura que azotó mis sentidos saturados de
fetidez, comencé a reconocer el
cuerpo.
El
cadáver, aún tras la rigidez, se mostraba como un estampado de postergaciones y
sufrimientos, de violencias seculares, sucesivas y continuas: improntas de una
desigual -y a las claras perdida- lucha por la supervivencia. Mi examen, sin la
pericia del tanatólogo, no procuraba detectar los indicios de la causa
inmediata del deceso, sino del lento, irremediable, histórico y anunciado
final, que comenzó en el momento mismo en que ese cuerpo anónimo vio la luz por
primera vez.
El
rostro aún virginal, era aindiado, moreno y cetrino a la vez, de pómulos
salientes, nariz chata y ancha, castigado por la intemperie, expuesto al viento
salitroso y al sol, surcado por las huellas que ambos dejaron de grietas y
manchas en variados tonos de pardo.
El
pelo, seco, duro y quebradizo, seguramente sometido al mismo castigo de sol y
sal, que, junto a una glándula tiroides deficiente que sobresalía inútil en el
cuello oscuro, fatigada de trabajar lejos del yodo y del mar, permitía ser
desprendido sin esfuerzo de un cuero cabelludo repleto de pústulas y claros. La piel, ya marmórea, dejaba ver
cicatrices -algunas profundas, otras no tanto- que alternaban con innumerables
huellas de picaduras y laceraciones de todo tipo.
El
rictus me obligó a emplear una abreboca para vencer la rigidez mortuoria de la
cavidad oral, pude comprobar inflamación crónica de encías por carencia
habitual de hierro y del abecedario vitamínico en pleno; con un separador ancho
hice a un lado la lengua, grotescamente grande y repleta de fisuras y úlceras
carenciales. El escenario no era más agradable. Tras soportar la agria
hediondez, comprobé la casi total ausencia de piezas dentarias, y las escasas,
tercamente sujetadas a los maxilares grises, manchadas por el arsénico del agua
no potable de la región. Ajeno
ya a la posibilidad de infringir una herida, quité con afectada precaución el
instrumental de la boca, quizás como manifestación de protesta frente a la
estética del trato hacia la “cosa” llamada cadáver por parte del forense.
Tras un alto casi forzoso
para atenuar la repugnancia que me producía la impregnación de putrefacción,
miseria y muerte, retomé el examen en el abdomen adolescente: era llamativamente
flácido y, a pesar de la distensión mortuoria, excesivamente excavado. La prominencia
de los huesos de la pelvis, junto a la delgadez de muslos y pantorrillas,
delataban desnutrición; las múltiples estrías pigmentadas y senos pequeños
señalaban uno o varios embarazos pasados sin lactancia. Continué con el ritual
del recorrido céfalo-caudal, pasé la mano por las plantas de los pies: su grosor
y aspereza mostraban que probablemente no conocían el calzado.
No
sin dificultad pude abrir sus manos: las uñas habían dejado su impronta en las
carnes mugrientas de las palmas, las explicaciones podían ser dos: el rigor
había llevado a esos dedos a una flexión forzosa y el tiempo hizo lo demás, o
bien, se trataba de un postrer acto de fuerza y rebeldía contra el cercano e
ineludible final. En honor a la vida me aferré a esta última posibilidad. -Hija
del monte- pensé, cópula espontánea entre otros dos hijos del monte, retoño
abandonado de a poco después de la teta, a sabiendas de que el hábitat proveerá
todo lo necesario para subsistir, al menos hasta que ella alcance la edad
suficiente para que, a través de otra cópula no planeada, pueda preservar la
especie.
El
perito forense no había faltado a la verdad: no habían signos de violencia.
¡Qué dictamen! Naturaleza,
historia y sociedad habían dejado marcas de saña indeleble en ese cadáver,
encarnizamiento que la perseguía aún después de muerta, ya que de las escasas
once mil trescientas diez almas que pueblan Cuello de Águila, después de casi
veinticuatro horas de hallado su cuerpo semidesnudo a la vera de la ruta que
une Laguna Salada con la Capital, ninguna la extrañaba ni preguntaba por ella.
No sólo muerta sino también ignorada.
-Fue
muerte natural- afirmó el forense tras aceptar el mate que le ofrecía el
oficial.
-¿Muerte
natural?- repetí el dictamen con
irritante tono inquisidor.
-¡Si,
hombre! Paro cardio-respiratorio no traumático- insistió el legista.
-Tiene
razón, doctor, no hay violencia, no hay trauma, y es completamente natural que
una mujer sea hallada muerta a la orilla del camino. -No,
no es natural, digo simplemente que…-intentó en vano aclarar el concepto, el
médico enviado por la policía de la provincia.
-Sí,
comprendo su idea, simplemente murió -lo interrumpí.
-Bueno,
veo que nos entendemos -dijo aliviado---Vayamos a comer algo que ya es hora.
-propuso el colega, feliz de haber sido interpretada su intención y de creer
que había concluido el trabajo.
-¿No
le van a practicar la autopsia? -pregunté.
-Por
supuesto, es una “NN”; aunque no sean evidentes signos externos de agresión, el
informe debe ser rotulado como ”muerte
dudosa”.
Pero hacemos la “necro” después de comer
-insistió el forense mientras le guiñaba un ojo al médico obductor.
-Lleva
mucho de muerta- se lamentó el ayudante. Inmediatamente observé con
indisimulada repulsión los ojos de aquel hombrecillo cuya decepción provenía de
la imposibilidad de lucrar con las corneas de la difunta, negocio habitual con
los hijos del monte, generalmente no reclamados, ya que el resto de los
órganos, por su grado de deterioro, no cotizaban, eran desechables.
Cubrimos
el cuerpo tan repleto como carente de signos de violencia con una sábana blanca
de tela interrumpida por agujeros que nadie se había ocupado en remendar. El
oficial inspector dio unas órdenes al adormilado milico parado en la puerta y
los cuatro abandonamos la morgue en busca de algún bodegón abierto en el
tórrido mediodía de Cuello de Águila.
En los
escasos cincuenta metros que median entre la morgue anexada a la comisaría y la
ampulosamente llamada “Confitería Palace”, que no pasaba de ser un figón de
mala muerte con atención prostibularia en los fondos, fuimos interceptados por
una miríada de pequeños, la mayoría hijos del monte, que desafiaban con sus
pies descalzos la temperatura del asfalto impregnado de salitre y mejorado para
la campaña electoral. Una multitud de manos morenas se extendían
caprichosamente y sin esperanza en procura de alguna limosna. Hurgué en mis
bolsillos y extraje varias monedas que procedí a repartir entre los
mendicantes. Mis tres acompañantes, incómodos por mi “magno gesto” hicieron lo propio. La muchedumbre de
párvulos se retiró feliz en medio de una algarabía en las que se mezclaban
corridas y gritos. Reflexionó el
forense -Seguramente corren a buscar droga. -afirmó.
-¿Droga?
es verdad, esos chicos representan el “Cartel de Cuello de Águila” -respondí
-¿Realmente
cree que cambiarían un sándwich o un pan compartido por droga? -Sí
hombre, estos cholitos se “dan” desde chicos -respondió el forense con
seguridad insultante.
No
respondí, simplemente reflexioné sobre cuántos prejuicios similares
aguijonearon “sin violencia” desde su infancia y durante su existencia a la
joven yacente en la sala de autopsias, fallecida por “causas naturales”.