Días de Enero Negro Hernández
Enero
se estira como un chicle en la boca. Las interminables horas de calor se pegan
contra las húmedas paredes del café Tres amigos chorreando ausencias. Estoy de
vacaciones obligadas, mi trabajo de periodista de cultura está en decadencia.
“Tomáte enero y febrero, Negro, en esta época nadie lee ni se calienta en
pensar”, dijo el jefe de redacción del periódico en el que trabajo. Y me acordé
de la respuesta de un célebre director del cine cuando le preguntaron si estaba
por filmar una película sobre la historia del cine italiano. “No tiene sentido,
a los jóvenes de hoy ya no les interesa la historia”, contestó.
En
algún sentido, mi jefe y Bertolucci, tenían razón, la cultura va cambiando con
el quehacer de los hombres y cuesta adaptarse a los cambios, sobretodo aquellos
que involucran a los vínculos entre las personas. Hoy predomina la forma por
sobre el contenido, lo individual sobre lo colectivo, la imagen reemplaza a la
palabra, el tener vale más que el ser, el olvido supera a la memoria, lo
urgente en lugar de lo importante, lo virtual desplazó a lo real.
Estaba
anotando esos conceptos en mi libreta de apuntes cuando los veo a mis padres entrar
al café tomados de las manos y dirigiéndose hacia mi mesa. “Hola hijo” dijeron
al unísono, y se sentaron frente a mí. Mi padre la tomó del hombro y mi madre
se recostó sobre su pecho hasta que se dieron un largo beso en los labios. Me
dio mucha vergüenza verlos tan acaramelados (creo que fue la primera vez que
los vi besarse en la boca), que no tuve más remedio que mirar el paisaje
desolado de Barracas a través de la ventana.
El
Gordo se había ido a Brasil, Sandoval estaba arreglando su casa, el Mirón y
Jorge estaban en la costa y los demás muchachos habían desaparecido después de
las últimas medidas económicas del nuevo gobierno. Miré el reloj que colgaba
engrasado detrás del mostrador del boliche, eran las ocho y empezaba a
anochecer.
¿Qué
hacían allí mis viejos?, después de tantos años sin vernos, me pregunté.
Últimamente
había logrado que mi hermano y mis sobrinos varones se juntaran en el Tres
Amigos con mis dos hijos una vez por mes, era una manera de transmitir la
herencia cultural de la familia y de recuperar parte de la masculinidad perdida.
Más tarde se sumaron algunos hijos de los muchachos. “Solo para hombres, las
mujeres no te dejan hablar y te interrumpen constantemente”, había dicho el
Gordo cuando aceptó mi invitación, refiriéndose a su compañera de toda la vida.
Es cierto, pensé, las mujeres vienen cargadas de palabras y nosotros de
silencios… silencios que nos llevan a la muerte antes que a ellas.
Mis
viejos seguían franeleándose como dos adolescentes y yo tenía ganas de mandarme
a mudar. “Estuvimos con tu hermano y venimos a traerte la invitación”, dijo mi
padre. ¿Qué invitación? Pregunté. “Nos casamos hijo, nos casamos en Abril. Yo
no podía creer lo que escuchaba. “Si hijo, en realidad nunca nos casamos y
aprovechamos los 50 años de convivencia para hacerlo en la iglesia del Carmen
con la bendición del padre Francisco”, dijo mi madre con sus ojos enamorados.
Despertate
Negro, dijo Joaquín mientras me sacudía tomándome del hombro. Yo cabeceaba
abrumado por la pesadilla y me golpeé la frente contra la mesa.
Mis
padres habían muerto hacía varios años y mi desconcierto continuó por varios
minutos. Me levanté y fui al baño para refrescarme la cara, en el camino las
imágenes interiores se entrecortaban como en una película mal compaginada.
Todavía no podía creer la razón del sueño
Joaquín
me trajo un café doble y una botella de agua mineral. Es el calor, pensé, es
enero y su modorra eterna y yo sin trabajar.
Tenia
fiaca, mucha fiaca, no quería quedarme en el café, ni volver a casa donde nadie
me esperaba. Mi estado de inmovilidad me asustaba como si me hubiera convertido
en un hombre sin deseo pero a la vez a la vez era placentero. ¿Por qué no
disfrutar de no hacer nada, de no pensar en nada?.El infierno debe ser un lugar
sin deseo, pensé.
Finalmente
decidí quedarme en el café hasta que cerrara. Dejé correr los eneros de mi infancia
por las entrañas, mis padres jóvenes, las visitas a las casas de mis tías con
mis hermosas primas, los atardeceres en la azotea con los juguetes que habían
traído los reyes magos, los juegos en la calle con los pibes vecinos, las
noches comiendo en el patio de la casa bajo las estrellas, y mis padres
amándose delante nuestro sin pudor, besándose en la boca, enseñándonos todos
los días eso que llaman amor.