domingo, 17 de abril de 2016

Negro Hernández

El cumpleaños de Marta
Negro Hernández

Habíamos quedado en encontrarnos en Las Violetas a las 10 de la noche, Marta tenía una reunión política con sus compañeros de la UTN y no quería acostarse tarde porque al día siguiente era su cumpleaños, quería festejarlo con sus amigas y a la noche conmigo. “Charlamos un ratito y después me tomo el 132”, me había dicho por teléfono. Yo calculé salir a las 9 y 30 de la librería en la que trabajaba para irme caminado hacia la confitería por Medrano.
Hacía poco que nos conocíamos, un día entró al local buscando un libro técnico de la editorial Mir y reconocí en esos ojos celestes como dos flores grandotas que se abren en el atardecer del barrio, aquella otra mirada cotidiana que me acompaño en mi infancia. Pero su sonrisa era nueva para mí, desconocida, ajena, y me llevo tiempo darme cuenta de su contenido, era como un río donde desembocaban dos afluentes, uno era tierno y el otro salvaje. Fue esa ambivalencia, ahora me doy cuenta, lo que me atrajo para siempre.
Yo era nuevo en el oficio de vendedor y tenía que aprenderme los catálogos de libros de ingeniería mientras terminaba mi tesis sobre Leopoldo Marechal en Letras. Mi amigo Miguel, librero de profesión, me había conseguido ese trabajo por la tarde para que terminara mis estudios de una vez por todas y me fuera a dirigir una revista literaria que pensaba editar.
Marta venía día por medio a la facultad y entraba a chusmear libros, preguntar cosas y ojear algunos textos de estudio. Ella estaba en al mitad de la carrera y alquilaba con unas amigas un pehache cerca del Parque Chacabuco, me dijo en una de nuestras conversaciones. A veces cuidaba enfermos por la noche para sumar ingresos a los que le enviaba sus padres que vivían  en Pergamino. En esas ocasiones solía pedirme algún título para acompañarla. Yo generalmente le recomendaba libros de la colección Minotauro de ciencia ficción o los de mí preferido Isaac Asimof, que le parecieron muy buenos. “Tenés buen criterio para elegir, siempre me das lo que me gusta”, dijo una noche mientras cerraba el local, entonces la invité a tomar un café en el Cóndor.
A partir de allí nuestra relación fue avanzando rápidamente hacia otro lugar, ese que nace entre un hombre y una mujer cuando ambos se desean. A los dos nos gustaba pasar las tardes de lluvia en la cama. “¿Cómo te gusta?”, le pregunté la primera vez. “Empezá por los pies”, contestó. Y así fue como piel sobre piel, compartimos humedades, labios, olores, y nuestros cuerpos se fueron conociendo como si fueran uno.
Desde allí en adelante no podíamos estar el uno sin el otro, estudiábamos junto los fines en mi semana en mi bulín del barrio de Almagro, ella cocinaba muy bien y me preparaba la vera pasta italiana, yo me especializaba en los desayunos. Le gustaba que la besara en la triple frontera de su blanco cuerpo, “¿Que decís?”, “Es este lugar impreciso que esta entre el cuello el hombro y la espalda”, y no dejaba de besarla hasta agotarme de amor.
A mi se me ocurrió modificar el sótano de la librería haciendo un lugar de lectura para los clientes. Cuando le dije a Miguel  aceptó con gusto la iniciativa, pero en realidad era para estar mas tiempo con Marta.
Sin embargo ella estaba cada vez más ocupada con su militancia, cada vez le llevaba más tiempo y empezamos a vernos cada vez más espaciadamente. “Disculpame Negro no podemos estar todo el día cojiendo”, dijo una noche antes de irse a una asamblea de estudiantes. Ella tenía razón, no solo de pan vive el hombre, pensé. Fue entonces cuando empecé a escribir mis primeros poemas.
A fin de año presenté mi tesis y me recibí, ella aprobó sus exámenes y después de las fiestas nos fuimos a Gesell en carpa. Es un paréntesis, un respiro, una pausa de calor y arena  frente al destino que nos esperaba.
“Acordate que el 24 cumplo años”, me había dicho días antes. Yo le tenía preparado un regalo que le iba a gustar, era un tríptico con cinco poemas de amor dedicados a ella, “Desde las entrañas”, se llamaba. 
Cuando llegué a las Violetas me estaba esperando. “Se suspendió la reunión parece que esta noche los milicos toman el poder”, dijo asustada. “Lleváme a tu casa, tengo miedo”.  Allí festejamos su cumpleaños escuchando las  noticias del golpe cívico militar y escuchándo música. Pasamos la noche juntos haciendo el amor como si fuera la última vez y nos despedimos al amanecer. “No sé volveremos a vernos” dijo entre lágrimas, “Negro, te amo desde la entrañas”.

En eso entraron al café Sandoval, el Gordo y el Mirón, “Vamos a la plaza Negro”. Y me fui con ellos a recordar los 40 años de la tragedia. Una foto de Marta flameaba en un cartel junto al de con otros desparecidos. Sus ojos celestes se abrieron en atardecer de la plaza como dos flores y su sonrisa seguía siendo tan tierna como salvaje.

Lulú Colombo

POEMAS Lulú Colombo


NO HUBO ADIÓS (*)                        
     
Hoy el viento llora canciones acunando las hojas
Lágrimas de esmeralda titilan en la noche
Es el tiempo del maíz, del mistol y la algarroba
La cabeza negra se agita y en la mirada asoma
esa fina memoria de persona, de un “haber sido”;
Me mira y mira las alas fugando hacia el norte
Recuerda sus alegres paseos por el Veladero
La brisa fresca en las narinas ansiosas
Sus largas caminatas por los cerros y el valle
Acompañando jubilosa a los ávidos turistas
Sedientos de marcas, pinturas y restos
De aquellos que andan a la par con nosotros
por la orilla de los caminos y de las huellas
Un día yo perdí la lengua y enloquecí
Ella ha perdido la lengua y no lo sabe,
Sus ojos me hablan ahora directo al corazón
Sabe del corazón animal y del humano
De los fríos, del abandono y del miedo
De la crueldad grabada en su magrura letal
De la fealdad de sus heridas y de los gusanos
Que apagarán su mirada dulce y cariñosa
Hoy las piedras lloran finos hilos de plata
Los vermes se llevaron la gracia y la alegría
Los perros de la casa ya la andan extrañando.
Quedamos solos, esperándola. No hubo adiós.
(*) A la Nega Fuló, libre como el viento.
Partió el 16//2/16

                                 PATRIA                                                            

                                                         Al poeta riojano Ariel Ferraro (1925)
Yo vengo de una suma matriarcal de auroras
De Telmas y de Paulas, de Franciscas y Ramonas
De sombras intensas en borrosos  espejos
Yo vengo de ríos esquivos, de pérfidos juncales
De ignotos pedregales desangrándose al sol
Soy el porvenir y el presente de una ilegible historia
Tal vez me hayan soñado trajinar con el dulce
Estupor de la palabra que huye de mi sombra
Cuando el espíritu de las ollas agita la pulpa del verano
Y la tarde se satura con el dulzor de unas tunas
Yo vengo de traslúcidos mares de extrañeza
Interminables playas e idílicas palmeras
Tal vez deslumbren más que una tímida tarde
En este templo ancestral de los recuerdos
Tal vez me hayan soñado errada y errante
Quién sabe escribiendo historias acalladas
Arcanas historias, sutiles nervaduras del tiempo
El pañuelo blanco se descorre y llueven cenizas
Una niña llora en un cuarto perdido en el monte
Una niña llora en un cuarto perdido en una casa
Perdida en una ciudad también perdida
Hay algo de impreciso en ese llanto y esa niña
Hay algo de impreciso en esas voces antiguas
La voz ronca de un sueño de espinas y de canto
De la leña y la lana, del tortero y la paila
De esos nombres escritos en un viejo curato
Sombra soy entre esas pálidas sombras
Yo vengo de la entraña de fecundas hacedoras
Soy como la tarde: me envuelvo en sombras
Y me pierdo en viejos caseríos sublevados
Donde el temblor de un farol alumbra los adobes
Amanezco arropada en mi sombra y me pregunto:
¿Quién habrá templado nuestra sangre adversa?
Sangre mineral callada y escrita en la arenisca.


Yo vengo de esa suma matriarcal de auroras…

Ana María Donato

                         
                         CUANDO TE ALCANZA  
Ana María Donato



La llegada de la ambulancia sacó a Elena de su propia preocupación. Era su turno y hasta ese momento la situación estaba bajo control con la rutina de esas horas de la mañana. Se había dado un descanso tomando un café. Apoyada su frente contra el vidriado ventanal que daba al patio interno del hospital, daba vueltas al tema de su hija adolescente. Hacía pocos días había descubierto que estaba atrapada por la droga. Sola en el mundo, Elena presentaba combate a las circunstancias, pero ahora con Mariana en ese otro mundo siente que se ahonda esa soledad que la acompaña desde que el marido muriera en un absurdo accidente de tránsito cuando vivían en la capital. Como no sabe cómo actuar todavía no se ha confesado con nadie para descargar su angustia. Hoy sin embargo se quebró cuando se encontró con el rostro deformado de la joven que entró en urgencias La conocía, era alumna del único colegio del barrio. No tenía más de quince años, la edad de su Mariana. Un desconocido -contó- la había emboscado en la parada del colectivo y la había arrastrado hacia una calle lateral. La muchacha se resistió a pura patada pero el hombre más corpulento pudo dominarla. No sólo la violó sino que se vengó de su resistencia asestándole una certera trompada en el ojo izquierdo que la dejó desmayada y ensangrentada. La encontró un peón de obra. De inmediato la subió al camión y la entregó en el hospital. Elena vio el cuadro de absoluta indefensión de la chica y tuvo, por primera vez en su carrera, un temblor que la sacudió toda. Ahora sabía que la joven no sólo tenía un serio riesgo en el ojo sino también un embarazo de casi dos meses del cual todavía no tenía conciencia. Parada allí en el largo pasillo de verdes paredes azulejadas, Elena piensa que no basta con estar en el hospital, tiene que hacer algo más por estas chicas vejadas física y emocionalmente, chicas víctimas, confundidas, ausentes para la mirada de los otros, los adultos, los propios padres, las autoridades , incluso ausentes para la gente del hospital que no puede más con el tema de los abusos a menores y la droga. Elena sabe que tampoco aquí en provincia nadie está a salvo de nada. Cuando quedó viuda pidió el traslado al interior creyendo que criaría más tranquila a Mariana. Pero se equivocó. El mundo la alcanzó. En Cañadas casi no hay accidentes de tránsito pero sin darse cuenta, en poco tiempo, la droga se adueñó del lugar. En ella está atrapada su hija a pesar de sus cuidados. Elena mira la hora en su celular, llama a Mariana, le pide que la espere que va para allá. Releva su turno y sale. Mientras viaja en el colectivo decide que el primer paso será llamar a los padres de Andrés el novio de Mariana para pactar el cuidado de los chicos, más tarde hablará con la gente del barrio para armar una red de custodios de hijos. Ahora está decidida. Piensa y repite una y otra vez: responsabilidad sexual y droga...responsabilidad sexual y droga... Mientras ve pasar las hileras de casas que recortan su paisaje diario, siente que callando su drama no se ayuda ni ayuda a nadie. Imagina los momentos que vendrán y se fortalece.

Mabel Pedrozo

                                                          Los perros 
Mabel Pedrozo

Una vez Cornelio lo echó en el piso. Pudo haberlo mordido, pero no lo hizo. Se quedó babeando sobre su cara hasta que el tío le pasó una piola por el cuello y a estirones lo sacó de la casa.
Su madre solía enojarse cuando recordaba la historia. Vos tuviste la culpa, Joaquín, le decía. El perro estaba comiendo y te fuiste a molestarle. ¿Te acordás que por eso tu papá lo regaló? Lloré mucho, Joaquín, ¿te acordás? Se acordaba de lo que ella decía, no de lo que pasó realmente, pero se callaba.
Después de todo era su madre la que reclamaba esos recuerdos. Era ella, entristecida por aquella vida donde hasta los sueños palidecían en el sopor de las interminables siestas de Santa Rosa, quien lo atormentaba con su memoria. 
Él no era malo, Joaquín. Antes, cuando vos no estabas, él era lo único que yo tenía. Fue mi regalo de bodas, Joaquín, el mejor regalo que me dieron cuando me casé con el padre de usted, insistía.
El primer aullido lo escuchó cuando la luz comenzó a irse del cielo. Fue con el segundo que recordó a Cornelio. Tu madrina lo vio un día, Joaquín. Al perro lo mandaron a la frontera, un lugar bueno para nadie. El perro se acercó y le lamió la mano. Tu madrina dijo que le miró a los ojos, Joaquín, y desde entonces no puede dejar de soñar con él. ¿Te das cuenta? Después de tantos años todavía la reconoció.
Nadie notó su desaparición hasta las seis de la tarde, cuando Ramón Elizalde, el encargado de la única cabina telefónica del pueblo, llegó a su casa. Acostumbrado a su desamor, no esperaba encontrar a su mujer esperándolo en la puerta, pero le extrañó que el niño no venga a alcanzarle. ¿Y Joaquín?, preguntó. El olor a cebollas de la cocina le hizo lagrimear. No sé, debe estar por allí, le respondió su mujer sin mirarlo a la cara. ¿A qué hora llegó de la escuela?, quiso saber. La mujer espantaba con una mano el humo blanco que flotaba sobre la cacerola. Frente a ella, en el hueco de la ventana, un sol ya muerto caía detrás de la calle 
Dejame de embromar, Ramón, que estoy sacando la espuma del puchero. No sé qué te extraña si tu hijo cuando se queda jugando con sus amigos se olvida de todo. ¿Pero no averiguaste?, quiso preguntar, aunque no lo hizo. Salió a la calle todavía con la ropa del trabajo y caminó hasta la despensa.
-Buenas tardes. ¿No vino mi hijo por aquí? -interrogó-. No. Tampoco lo vio el vecino, cuyo niño era compañero de Joaquín y estaba en la despensa cuando Ramón entró.
Cuando tuvo edad para el primer grado y su papá hizo los papeleos para inscribirle, se lamentó de que en Santa Rosa no hubiese escuela.
-Y qué esperabas de un lugar como éste -le dijo su mujer cuando lo escuchó quejarse.
A veinte minutos de allí, en Santa María, estaba la escuela más próxima. Los padres pagaban un transporte escolar para que sus niños no hiciesen a pie el camino de ida y vuelta. Mediodía la salida, cinco y media de la tarde el retorno. Ésos eran los horarios que Joaquín sabía, tenía que cumplir, por eso estaba tan preocupado. Por eso y por los ladridos que parecían acercarse.
¿Cuánto tiempo estuvo de pie, los dedos ahogándose en los zapatos acordonados, el guardapolvos empapado en sudor, las mangas almidonadas que, sabía de sobra, no podía ensuciar sin disgustar a su madre?
El portafolios le pesaba en la mano. Se lo pasó a la otra, aunque hizo eso varias veces y siempre terminaba doliendo, quemando, picando. Todavía no lo quiso bajar. No había dónde, tampoco. Metió una mano dentro. Sus cuadernos, colocados en hileras, le dieron esa tranquilidad de las cosas que permanecen en su sitio cuando nada más lo está.
Podía buscar una sombra si salía del camino, cosa que descartó enseguida porque no podía arriesgarse a que su papá no le vea. Pero ahora que el sol había desaparecido ya no era el calor o que lo atormentaba, sino el cansancio.
Convencido de que no podría mantenerse de pie mucho tiempo más, volvió a meter la mano en el portafolios, sacó el cuaderno de doble raya y arrancó una hoja. Cerró los ojos antes de hacerlo, convencido de que estaba cometiendo un sacrilegio.
Empujó con el mocasín una piedra, la cubrió con la hoja y puso encima el portafolios. Sus manos adormecidas se desperezaron causándole un dolor suave. Joaquín suspiró, miró el cielo. Las últimas luces de la tarde disgustaban a su madre. Me hacen doler la cabeza, le decía. 
Los sábados, cuando se quedaban juntos en la casa, le mandaba bajar la persiana de la sala para tirarse con él sobre el piso embaldosado. Ella cerraba los ojos y los dejaba así mientras hablaba de su vida en la capital, antes, cuando no estaba casada ni Ramón tenía que ver con ella. 
Nació en un barrio adornado de luces de colores cada 15 de agosto, día de Nuestra Señora de la Asunción. Las casas abrían sus puertas, le contaba, se colocaban manteles de encajes sobre una mesa donde la imagen de la santa, llevada en procesión, visitaba los hogares cristianos.
Ella juntaba las manos en esos momentos y le enseñaba las oraciones que recordaba de aquellos tiempos. Esas escenas, tan queridas por él, terminaban cuando, antes de ordenarle que prenda las luces, la mujer le decía con voz amarga que todo acabó el día que Ramón Elizalde la arrancó de su hogar para llevarla a aquel pueblo donde ni los atardeceres tenían sentido. 
Cuando la primera estrella apareció en el fondo del camino, Joaquín bebió el último sorbo de agua que quedaba en el termo del merendero. Envuelta en una servilleta de papel, todavía le quedaba una de las dos medialunas que su papá le metía en la cajita de plástico antes de mandarlo a la escuela.
Sus piernas desfallecían. Volvió a meter la mano en el portafolios, sacó de nuevo el cuaderno de doble raya, arrancó otra hoja, buscó otra piedra y, luego de forrarla con el papel, se sentó. Se sacó un mocasín, la media, luego el resto. ¿Dónde estaba su papá? Se le pasó por la cabeza hacer el camino de regreso a su casa de una vez, pero si él le mandó decir que lo espere allí no podía desobedecerlo. 
Ramón Elizalde pasó por la casa para sacarse la ropa del trabajo y sin dirigirle la palabra a su mujer fue a buscar al chofer del transporte escolar para preguntarle por su hijo. Lo conocía como a todos en el pueblo, pero no tenía intimidad con él.
Se trataba de un hombre obeso, de unos 40 años, a quien encontró sentado en la mesa para la cena. Dónde está mi hijo, le preguntó. Lo dejé donde usted dijo, don Elizalde. Dónde es eso, que yo no sé nada de lo que me está hablando. En el cruce, don Elizalde, como usted dejó dicho, insistió, tratando de sacarse la responsabilidad de encima. Ramón Elizalde miró sus zapatillas, sucias de polvo, mientras sentía cómo el corazón comenzaba a temblarle en el pecho. Eran las ocho de la noche cuando él y el chofer golpearon la mano en casa del niño que recibió el supuesto recado.
“Él me suele tentar también, señor, por eso le hice la broma, pero pensé que se iba a dar cuenta y que iba a venir caminando”. El chiquillo no miraba a nadie mientras hablaba. A su lado, su padre lo tenía prendido del brazo y de tanto en tanto le recordaba que era mejor que cuente todo si no quería aumentar los latigazos que ya se ganó.
Los perros, pensó Ramón mientras fue a su casa a buscar su rifle. El camino entre Santa María y Santa Rosa estaba atestado de ellos. La gente del pueblo arrojaba en el camino a los cachorros que sobraban en la casa, los abandonaban a su suerte, se olvidaban de ellos y cuando alguien hablaba de un ataque en el camino, nadie recordaba que algunas de esas bestias vagabundas podían ser aquellas que tiraron alguna vez. Cuando asaltaban las casas de los linderos del pueblo eran esparcidos a fuego de escopeta, lo que hizo que aprendieran a mantener su distancia. Cuando el hambre los atormentaba destrozaban los terrenos baldíos que servían de depósitos de basura, y cada tanto arrasaban gallineros y huertas, pero se cuidaban de estar Cuando la pequeña comitiva salía del pueblo para ir por fin a buscarlo, Joaquín, en mitad del camino, sentado sobre la hoja del cuaderno de doble raya, dejó de mordisquear su segunda medialuna. Algo se movía en torno suyo. Guardó las medias en el portafolios y se puso los mocasines. Una luna blanca iluminaba el camino. Tengo que volver a casa, dijo levantando el portafolios. Y entonces recordó, por tercera vez en aquel día, a Cornelio.
Su madre le mintió. Si aquella tarde su tío no se lo sacaba de encima, Cornelio lo hubiese destrozado. Cornelio sólo quería a su madre, y ella sólo lo quería a él. No caminó demasiado. Los perros lo tenían cercado desde hacía rato. Sólo que ahora estaban frente a él.

María A. Escobar


La triste vida de Edith 
María  A. Escobar

Por la madrugada llegaba Edith a la pensión, introducía la llave en la puerta de madera que necesitaba una buena capa de barniz, se quitaba las sandalias doradas, de tacones altos y subía con sigilo las escaleras sucias de múltiples pisadas, abría la puerta de su cuarto con la llave que guardaba en el bolso e, inmediatamente encendía la luz central y la del vela-dor.  Luz, luz, luz, eso era lo que necesitaba, luego de toda una noche en penumbra, apenas un veladorcito con una opaca luz roja. También necesitaba meterse un buen rato bajo la ducha para quitarse toda esa baba de encima. Luego, sintiéndose una más entre los otros, con un sencillo vestido floreado, aprovechaba el silencio de la pensión, ya que a esa hora casi todos dormían y llevaba a la cocina la vajilla sucia, la lavaba y la secaba con su repasador.  Cuando regresaba a la pieza muchas veces tropezaba con su vecino de pieza, en pantalón pijama y camiseta mugrienta. Tenía una cabeza grande, el pelo ralo y el labio caído y la miraba de reojo con una mirada lasciva. Ella sentía repugnancia y miedo, entonces se encerraba con llave en su pieza y pensaba que haría algunas compras cuando se hubieran levantado todos y estuviera presente la dueña de la pensión, una mujerona morocha, de Santiago del Estero, igual que ella, que nunca había creído que ella era enfermera como le había dicho, pero que parecía sentir simpatía por ella, talvez porque había recorrido el mismo camino.
Cuando salió a hacer las compras, poca cosa, se sintió feliz. El sol calentaba y ella iba como una ama de casa, con su bolsa de red, el pelo sujeto y su vestido floreado, soñando con ser como las señoras que veía, que tendrían su casa y su marido y sus hijos. Ella tenía una hija, Anahí, vivía en Santiago, con la abuela y ella, cuando podía, iba a verla pero la despedida era siempre dolorosa, la chiquita se colgaba de su cuello y le pedía llorando que la llevara. También ella volvía llorando, pero no quería regresar a la miseria y se consolaba pensando que cuando pudiera se la traería, pero de qué vivirían, ¿limpiando casas?  Ya lo había hecho, pagaban una miseria pero exigían todo. No… un negocito en el Gran Buenos Aires… tal vez, en el sur que era más barato. 
Respiró hondo el aire del verano.  Aun no hacía calor, en la bolsa de red había dos tomates y unos huevos, fruta no.  Estaba muy cara. Debía comprar un lápiz de labios.  No podía seguir pidiéndole prestado a Ofelia. Esta sonreía y le decía “tenés el estómago delicado, muchacha. Para nuestra profesión no sirve”. Tenía razón, odiaba a esos babosos que iban a manosearlas al cabaret, como odiaba al que la espiaba en la pensión, como odiaba al hombre que la embarazó, siendo una chiquilina y luego desapareció como si lo hubiera tragado la tierra.  Con la bolsa en la mano caminó unas cuadras mirando vidrieras, viendo todo lo que no podía comprar, porque estaba Anahí y había que enviarle dinero a la abuela… ¿Dónde estaban los hombres? ¿Dónde  estaba su padre, al que no había conocido porque también abandonó a su madre? ¿Solo existían esos miserables que iban al cabaret y que –a veces- sólo buscaban a alguien para contarle sus pesares, que pagaban para ser escuchados?  Sentía asco y pena por ellos. También por ella. También por su madre. Dios, no todo podía ser así y, en secreto, ella esperaba conocer a un hombre bueno con el que poder formar una familia y traer con ella a Anahí. Ella podía tejer mantas, la abuela le había enseñado. Y así soñando regresó a la pensión.  Comería una ensalada de tomate y huevos duros y luego dormiría hasta que el sol comenzara a ocultarse.  Entonces pondría su disfraz de prostituta en un bolso y tomaría el colectivo hasta el bajo y si veía al idiota que la espiaba le gritaría, para que todos oyeran ¡Qué mirás imbécil. Que miras…!  Porque, repentinamente, un profundo sentimiento de rebelión la iba inundando como un agua turbia que le subía a la garganta, que la estaba ahogando poco a poco..



Liliana González

Cortos 
Liliana González

El desierto de los cocos
Los cocos crecían con la libertad que lo desierto regala. Cientos de cocoteros ornamentaban la isla. Una garantía para tener al alcance del estómago su pulpa blanca, carnosa como pocas, y jugosa como un manantial de agua dulce. La exquisita pulpa se deshace en la boca hambrienta, y se hace agua fresca, para la garganta seca.
Los días, parecidos entre si, impresionan como si el tiempo, fuese una línea suspendida en un espacio que no conoce el reloj. El mar alternaba su cauce embravecido de amante enamorado, con la serenidad mansa, que recorre los cuerpos luego del encuentro amoroso.
La bienaventuranza los había acompañado siempre. La abundancia presente, enterró en lo más hondo de sus historias, el día en que el mar y la lluvia se adueñaron de su trabajo. Ese mar azul decidió por ellos. Borró de la faz de sus vidas, redes cajones sogas y peces. El mar se cansó de esperarlos, de advertirles, de cantarles que era tiempo de cambiar de oficio.  Ese mar que tragó de un bocado su barcaza pesquera, reparó el desván arrojándolos a tierra firme. Cuantas veces soñaron con ser otros. Cuantas veces el miedo les amordazó el cambio. Cuantas veces los intentos quedaron allí detenidos en la costumbre de lo seguro y aburrido. Pero cuando la línea del tiempo se arruga hasta hacerse un punto, la vida gira como en los relojes de arena. Y ellos cambiaron peces por cocos. Baldosas por arena. Relojes por tiempo. Rutina por desafío. Miedo por libertad.
Encontrar la nota
Intentaba acallarlo pero su persistencia día y noche lo atontaba sin pausa. El miedo a manejar el auto se le coló en la entraña. Llegó a aborrecerse preso de un temor que lo esclavizaba. Decidió desalojarlo. Hurgó en el baúl hasta encontrar el papel pentagramado. Quería deshacer esa rutina terrorífica que le subía desde el fondo del estómago cada vez que encendía el motor El lápiz se desesperó entre las cinco líneas hasta detenerse en el dibujo de la clave de sol. Escribió dos negras y un silencio. Otro de tres corcheas y un silencio. Uno más, un último intento: dos blancas y un silencio. Exhaló con una a abierta hasta que la voz se le quebró en dos. Vio la funda azul. Agarró la guitarra. Probó las notas que su hartazgo le había inspirado. La melodía lo bajó de la cúspide del espanto. Quedaba un eco, un recuerdo de la taquicardia, que se deshacía cada vez que se atrevía a desafiar su miedo.
Hoy era el día
Se levantó con bolsas bajo los párpados. La contractura en el hombro izquierdo insistía. Combinado con dolor de cabeza formaban un dúo de pesadilla. Se miró en el espejo del baño. La acidez le quemaba .Tuvo ganas de llorar. Contuvo con furia cada lágrima. El enojo las evaporó. Se afeitó con esmero casi con ternura. Abrió el placard y manoteó desganado el primer pantalón que con una prolijidad llamativa su empleada doméstica había colgado el viernes. Encontró el jugo las tostadas y la medicación preparadas. Estaba harto de su jefe dueño de una torpeza fuera de control. De inequidades y cobardías repetidas. De su tartamudeo en las reuniones .De su aliento a cebolla y de su transpiración maloliente. Ni el fin de semana había logrado deshacer la frustración que lo tenía amordazado. Se dijo a si mismo basta. El jugo lo llenó de coraje. La decisión le alivió el ardor estomacal. Hoy era el día.
Pérdida
Como cada mañana salí temprano. La noche aún permanecía. El colectivo ausente anunciaba demora. El frío y el viento envolvía la parada. Decidí meterme en el subte. Bajé las escaleras. El molinete no reconocía la tarjeta. Él me dejó pasar. Bajé otras escaleras La bocina del subte altera el andar. Apuro los pies. El mural del corredor me obliga a frenar. Lo perdí. Me pierdo en un recuerdo. La estación despierta. El olor a subte impregnaba todo. Me senté. Prendí el celular. Eran las 4:30 ,el despertador anunciaba el comienzo del día.




Marta Becker

MIRADAS 
Marta Becker

Corro por el andén y subo al tren justo en el momento en que se cierran las puertas.
Todavía agitado, contemplo a los pasajeros, escasos a esta hora. Ellos también me miran, algunos con señal de desaprobación por entrar de esa forma y todos con una curiosidad mal disimulada, de desagrado.
Inspiro disgusto.
No me preocupa, no es mi tema.
Entrecierro los ojos y paso revista a cada uno de ellos, ahora con más detenimiento.
Una mujer mayor, diminuta, canosa y despeinada, vestida con ropas fuera de moda, una cartera vieja que protege con sus dos manos como si llevara en ella una fortuna, me mira con temor. Lo noto en sus ojos.
Más allá, en el asiento de la ventana, una mina –porque seguro no es una señora de su casa- se acomoda la pollera super corta -un gesto absurdo- pienso y me río, en un intento por cubrir sus largas piernas enfundadas en medias negras. La remera con algunos brillos y muy escotada deja a la vista un busto generoso que se mueve cadencioso con el traqueteo del tren. Sabe que la miro y no tiene vergüenza en devolverme la mirada, en señal de desafío. Igual no me gusta, demasiada pintura, rostro y actitud vulgares, decididamente no es mi tipo, aunque ella me supone un potencial cliente.
Una parejita joven, él de cabeza rapada y un aro en la nariz, ella con el cabello teñido de rojo, ambos vestidos de negro total, disimulan y alternan sus miradas entre el paisaje que va pasando por la ventanilla y mi persona. Son dos personajes que no me caen bien, odio los disfraces que representan una tribu, algo que no logro comprender.
Un viejo de traje y corbata, portafolio de cuero –supongo- lee el diario y cada tanto me mira de reojo a través de unos lentes culo de botella –no sé cómo alcanza a verme-  y me río de solo imaginarme cómo vería la vida si se quitara los anteojos.
Casi al fondo medio oculta, una muchacha menuda, sobriamente vestida, sostiene en sus brazos un niño dormido. Absorta, tal vez esté pensando en el padre de su hijo, qué estará haciendo, si la espera o no en la estación, o tal vez ni siquiera sabe quién es ese padre. Cuando nuestras miradas se cruzan noto una cierta inquietud y al mismo tiempo una tristeza infinita.
Pienso en mi madre. ¡Qué tontería!
Suena irónico, casi podría formar una familia con todos los pasajeros: mamá, papá, hermanos, una esposa, un hijo…
El tren sigue monótono, la luz mortecina del vagón ilumina los rostros y me alegra pensar que soy el centro de atención.
Percibo que puedo leer cada una de sus mentes, pero no ocurre a la recíproca, sólo ven un indeseable que irrumpió en escena. En realidad, deberían agradecerme por romper su monotonía. Seres grises que viven a diario en mundos grises, con futuros grises, no hay matices que alimenten su existencia.
Pobres, de cuerpo y alma.
Saco del bolsillo el revólver que le robé a mi padre –no, a mi supuesto padre, porque mamá nunca me confirmó que lo era- y lo muestro en alto para que todos lo vean.
La señora mayor lanza un grito, la parejita se abraza asustada, la mina se achica en el asiento,  la madre estrecha con fuerza al niño, el viejo deja el diario. Huelo un enjambre de seres temerosos.
Me siento poderoso, domino la situación. Y les daré condimento, alegraré sus vidas, será un día que no olvidarán jamás. Un quiebre.
Cuando el tren arriba a la estación todos los pasajeros bajan mudos, consternados, no dan explicaciones.
El bebé llora.
Mi mamá también va a llorar.


Viviana Walczak

                                           Augusto Viviana Walczak

El viento soplaba fuerte y sus ráfagas parecían querer arrebatarle el gorro que, con dificultad, intentaba sostener con una de sus manos porque con la otra, aferraba la cartera y el paraguas. Cruzó con rapidez la avenida y se introdujo en el edificio de oficinas donde trabajaba desde hacía tiempo. Le faltaban pocos años para jubilarse y por ese motivo, tenía sensaciones contradictorias. Sentía alivio por la calma que traería la vida ociosa pero también percibía la angustia de la cercana vejez no sólo por el deterioro físico, sino porque presentía la indiferencia con la que la rodearían sus congéneres.
Lo sabía no porque fuese inteligente o intuitiva, sino porque había experimentado el doloroso abandono que habían padecido por parte de sus semejantes, sus abuelos, sus tíos y sus padres.
Fernanda era la única hija de un matrimonio mayor y tuvo que hacer innumerables peripecias para atenderlos de la mejor manera posible. Había nacido en un hogar humilde y no contaba con los medios necesarios para obtener ayuda. Fue el único sustento moral y económico de sus progenitores hasta que el destino los separó. Sabía que pertenecía a la porción del mapa donde se vituperaba a los ancianos y que se encontraba a distancias siderales del respeto y la devoción que en el otro lado del continente, en Oriente, se profesaba desde tiempo inmemorial a los mayores. En su tierra, la mayor parte de la sociedad estaba compuesta por una mixtura de razas que habían parido a gente débil, de carácter sumiso que no sabían rebelarse contra las injusticias y que, en el fuero íntimo, rehusaban verse en el espejo de la propia finitud. Comprobando el abandono por el que transitaban los viejos trató, dentro de sus limitadas posibilidades, de ayudarlos. Recorría, incansable, geriátricos y asilos, brindándoles su compañía y su enorme caudal de afecto. Los fines de semana se divertía preparando panecillos, empanadas y tortas. Apenas llegaba, comenzaba a sacar de su cesta, como un mago de su galera, dulces, fotos y refrescantes colonias. Cada cual, esperaba con ansiedad su paquete sorpresa: José, algún libro de historia, Ana, sus revistas, Ofelia, su talco favorito… Después, se apoltronaban en el jardín de invierno y la nostalgia impregnaba el ambiente de lejanas remembranzas. Desfilaban nombres, recuerdos, fechas e historias de hijos ausentes y nietos ocupados.
Luego, Fernanda les resumía los sucesos diarios y les pedía los consejos que añoraba y que, la mayoría, le brindaban con asombrosa lucidez.
A veces, les hablaba de su infancia, de su juventud, de sus estudios truncos o de sus fugaces romances y del motivo por el cual no había podido encontrar al hombre ideal. Durante las largas tertulias, les hablaba sobre sus romances inconclusos. Les contaba cómo había conocido a Heriberto, el fugaz encuentro con el orgulloso Atilio y cómo se había alejado de Plácido, después de un extenso noviazgo, al descubrir sus infidelidades. Los gerontes escuchaban, airados, cómo se engrosaba la lista amorosa de varones narcisistas, celosos, egoístas, autoritarios, exhibicionistas y demandantes. Resignados, comprendían las razones por las cuales había abandonado su infructuosa búsqueda y porqué ellos eran el paliativo de sus horas vacías.
Fue por ese entonces que Augusto apareció en la vida de Fernanda. Al principio, lo miró con recelo pero, al poco tiempo, tuvo que admitir que había logrado conquistar su corazón. Era alegre, leal, compañero, afectuoso y vivía para demostrarle su amor. Tenía un sinfín de atributos y, además, siempre la acompañaba, atento, con su bella y profunda mirada. Era dueño de los ojos más hermosos que jamás había visto. Un perfecto círculo oscuro rodeaba las glaucas pupilas que, según el reflejo de la luz, mostraban imperceptibles destellos dorados.


Cuando salió de la oficina, se apagaba la tarde y hacía mucho frío. Aunque estaba cansada, tuvo la sensación irrefrenable de ir a visitar a sus adorados viejitos. En el trayecto, compró un chocolate para Ofelia, por quien sentía una ternura y un agradecimiento especial. La anciana le había devuelto la sonrisa y la alegría de vivir al regalarle, antes de alojarse en el geriátrico, a su encantador gato Augusto.

Cora Stábile

                          BREVES Cora Stábile


Nunca aflojar
Una vez leí que “el sueño más lejano del hombre es su alegría”, y ¿porqué no acercarlo y hacerlo florecer?.
No alegría ficticia ignorando miserias u oscuros nubarrones sobre la realidad, alegría de estar vivo, aceptar la verdad, no correr cortinados para ocultar miserias, enfrentar los problemas, resistir y luchar.
El mañana que espera debemos construirlo con valor, con coraje, no aflojar y pelear. Todo está en nuestras manos, podemos realizarlo, la lucha será dura, adelante y en paz.
  
Mirada
"¿De qué aurora descolgaste" ese brillo en tu mirada? y esa risa cristalina
¿Fue un regalo de los pájaros?
Te miro andar por la vida tan serena, tan calmada, como esperando segura, la felicidad: mañana.
Nunca dejes de reir y no apagues tu mirada. No es tan difícil creer en los hombres, las palabras, los colores, los sonidos, el mundo que te reclama.
  
Melancolía 
"Quiero a veces bajar de la melancolía" para sentir la tibieza de los rayos del sol y aspirar el perfume de las flores de los tilos que, mecidas por el viento, me acarician al pasar. 
Miro el buzón rojo con su boca abierta esperando las cartas que hasta él llegarán. Sigo caminando lenta, lentamente, y desde el puesto de flores me sonríen los jazmines exhalando ese aroma tan particular.
Tardecita de primavera en Buenos Aires, un puñado de pibes correteando felices, dos perros que juegan, varios jubilados tomando café y contándose cosas ¿ del pasado tal vez? O hablando de fútbol - todo puede ser -.
Y aquella pareja, van muy abrazados sonrientes los dos ¿charlando de amor?
Si bien la melancolía es un estado de ánimo que me es muy afín, hoy he  decidido bajarme de ella y conectarme con el mundo que me circunda, ese de todos los días que casi nunca observo por volar y volar.

A través de un velo azul 
                                                  … para vos Troilo

Yo también cierro los ojos y lo veo, soñando, disfrutando cada nota, entregado a ese placer cadencioso que le acaricia el alma. 
Y me dejo llevar, me trepo a la maravilla de ese bandoneón y escucho sus quejas misteriosas, vuelvo al viejo álbum familiar y releo la historia del casamiento de una de las hermanas de papá en el que un gordito de pantaló corto toca el fuelle y me digo con orgullo: “Él estuvo allí… “, y pienso en el tío querido que hace poco tiempo partió y que amaba a este “gordo triste”.



Celia Elena Martínez

                                      
 AGHATA 
Celia Elena Martínez

Llegaron mi hija y sus amigas. Yo estaba  en el campo hacía ya un mes. Era un verano de mucho calor. Se acomodaron y con la alegría de las jóvenes, pronto estaban en la pileta. Nos pusimos al sol.
De pronto mi hija dijo.-Entremos rápido con todas las cosas y los perros, viene un tornado-.
Nada presagiaba lo que venía. Cuando miré al sur vi el remolino negro.
No pudimos llevar a una de las perras a la casa. Ésta estaba atada y no hacíamos a tiempo porque ya se sentía el fuerte viento y nos iba a arrastrar a nosotras.
Yo lloraba, amaba a esa ovejera que era mi compañera más fiel pero era mala con los extraños. Forcejeé con mi hija. no me dejaba ir, ganó.
Desde adentro veíamos el remolino negro y como volaba todo .Chapas de techos vecinos, los juegos de jardín de los chicos vecinos, los triciclos de plástico.
De pronto cayó el árbol donde esta Ágata, mi fiel amiga. Yo gritaba y lloraba como loca. 
Andrea  trataba de calmarme aunque también la sentí sollozar, todos amábamos al animal. A los cinco minutos todo era calma, el sol y bajo el calor seguían, como si nada hubiera pasado.
Salimos, corrí hacia el árbol caído y vi a Ághata agazapada y temblorosa, ella también quiso correr hacia nosotras. Estaba viva bajo el feroz enemigo que la había cobijado, lejos de aplastarla, en realidad la había salvado. Con la ayuda de Andrea la sacamos, la abrazamos, la besamos y reíamos de felicidad.
Después fuimos a ver los destrozos  que había dejado en la casona, sólo se había doblado un techo que hacía de alero. Pero diseminados por doquier había sillas plásticas, un tobogán de los chicos de al lado , techos de chapa de casas cercanas, plantas arrancadas de cuajo, árboles ,gallinas muertas. Lo extraño es que no había nada nuestro. El cono negro del tornado había pasado a cien metros. Justo por el salvador de mi amada perra.
Había llegado la calma


Gregorio Echeverría

Todos los gatos son pardos  
Gregorio Echeverría

Sombras calladas en medio de la madrugada en medio de una humedad pegajosa en medio del silencio en medio de calles y veredas embarradas. Un animal de múltiples tentáculos reptando zigzagueando hacia la guarida ajena que es necesario asaltar demoler conquistar destruir para satisfacción de los instintos de los distintos de los tintos en su propia sangre siempre que no llegan nunca. Nunca llegaron y una oscura consciencia tan oscura como la calle en la madrugada les sopla al oído que hoy tampoco que es inútil porque siempre estuvieron afuera son los eternos del otro lado los del costado opuesto los del campo contrario. En la humedad pegajosa de la madrugada murmullos algunas órdenes sigilosas llanto de las guaguas voces perentorias de hagan silencio de cállense carajo nadie hable nadie piense nadie respire hasta que estemos adentro pedazo de hijos de puta. El ingeniero dice que el gilastrún ya está liquidado y que vamos por más. Acordate que el ingeniero no tiene nombre infeliz si se llega a enterar que lo nombramos somos boleta pelotudo. Claro nosotros siempre dando la cara y poniendo el lomo y ellos tranqui con sus buenos tintos y el whiscacho total para nosotros con el tetrabric alcanza porque es- 2 tos negros de mierda solo tienen paladar para el vinagre y orejas para lo que no tienen que escuchar. Fumá tranquilo y andá pensando cómo juntar a la gente para una movida grosa eso dijo el quía una movida grosa y las próximas elecciones papá adentro dicen que el ingeniero paga tres mangos por boleto en este nacional. Si seguís botoneando no vas a llegar a las próximas elecciones imbécil ya te dije que hace falta mucha memoria para laburar con el ingeniero y no acordarse ni en pedo de las cosas que te dijeron que tenías que olvidarte minga de los kilombos en la cancha minga de los aprietes a los coreanos minga de las bengalas en la bailanta. Ya les dije que en el Riachuelo hay mierda suficiente pero qué le puede hacer una raya más al tigre. Hay un par de canas en la entrada pero sigan callados manga de boludos que la cana está arreglada el rengo no es ningún pelotudo y cuando dice que está todo arreglado está todo arreglado qué joder. Ahí atrás vienen los camiones con las piquetas y las grinfas y en los autos hay algunos fierros por si las moscas pero el concejal aseguró que no pasa nada porque la yuta sabe lo que le conviene y los capos no quieren otro fiambre ahora que se sacaron de encima al infeliz que pretendía depurar la fuerza. Ese va a ir a depurar el Riachuelo eso es lo que va a depurar dijo un comisario de la pesada tres días antes de que el capo se fuera a la mierda con el auto contra una acoplado cargado de bolsas de cemento. Ustedes metanlé para adelante cada uno sabe lo que tiene que hacer y todo rapidito y en silencio antes que se aviven y caigan los de la otra seccional a embarrar la cancha. El concejal dio una hora justita para levantar todo y cargarlo en los camiones y cuando digo levantar todo quiero decir levantar hasta los cagaderos no sé mi me entendieron pedazo de boludos. Preparen las comunicaciones a los medios antes que algún hijo de puta se adelante con versiones improvisadas el jefe ya explicó cómo es la cosa y si alguno mete la gamba no va a chocar con un acoplado sino va ir de cabeza al Riachuelo metido en un bloque de cemento nada de pasarle facturas a la cana ya saben que cada uno hizo lo que tenía que hacer. La cagada fue del intendente con las adjudicaciones a los bolita habiendo tantos argentinos sin hogar esa es la madre de Dorrego que les quede bien claro a todos y sobre todo mucho micrófono y bastante cámara a la gente de la calle que para eso los mantenemos como potrancas ganadoras para que hagan bien su papel gritando viva la patria y repartiendo escarapelas que a fin de cuentas todos estos indocumentados vienen a  matarse el hambre y a sacarnos el trabajo y ni siquiera pagan impuestos y hay que regalarles casas con baños instalados si ellos están acostumbrados a mear en la calle y cagar en las veredas. Que los de contaduría vayan preparando el presupuesto para reinstalar todo lo que rompieron los muchachos y vayan separando todo lo que sirva para volverlo a utilizar y si vuelven a usar un acoplado con el logo de la planta la próxima necrológica va a ser la de ustedes. Todavía sobran fleteros desocupados gracias a Dios. Un cabrón filmó todo la madrugada de las torres del Fonavi y andan los zurdos de la tele metiendo el hocico tienen las patentes de todos los vehículos del operativo y las caras de dos punteros y más de treinta de los muchachos. Ya pasaron el bardo a los fiscales y el paquete va derecho a una cámara federal así que no quiero imaginar la cara del ingeniero mejor que ni lo nombres porque si llegan a llamarlo para una indagatoria vamos todos en cana y más de uno fondeado en el Riachuelo. Uno de los fiscales está caliente porque dos de las camionetas eran de fleteros de la fábrica y quieren agregar esta causa a la muerte del jefe de la federal mejor que se guarden todos por un tiempo y avisen a la oficina de la planta para que movilicen a todos los que intervinieron en la licitación de las torres porque los municipales son flojos de lengua y alguno va a revolear la media en cuanto lo aprieten un tantito así. Y para rematarla termina de cagarme a puteadas el secretario del sindicato porque dejamos que estos hijos de puta escracharan a dos delegados de la planta que la otra noche manejaban los autos que hacían el aguante. Filmaron con infrarrojos si será boludo el que dijo que de noche todos los gatos son pardos.



Adela Distéffano

                        Mi cobardía  Adela Distéffano

El rosal completo llamo a la tentación, al desorden y al castigo, mis manos sin dudarlo la tomaron del tallo y en un quiebre pudiente  la arrancaron.
La venganza del rosal fue repentina incrustando una espina sobre mi dedo índice.
Ligeramente un color púrpura se desprendía de un dolor inaguantable, la vulgaridad del corte era la existencia de la vida ya perdida. Las venas y arterias comenzaron su drenaje liberando en ello mis locuras, hoy vagarán por las calles libremente en gotas de sangre sobre el césped.
Apoyo mi dedo sobre los labios y una ligera gustación salada empaña mi vista con agravios. Tal vez rompa la angustia estremecida muriendo la quietud sobre el regazo.
Un conjuro de sangre y sentimientos se mezclan entre glóbulos, plaquetas,  alegrías y tristezas. Subsiste el daño que yo hice, y es la amnesia quien recorre la pequeñez de esta herida abierta.
La epidermis cansada de tantos apretones suaviza los sabores del pasado, los pétalos rojos desprenden de mi mano sentires encontrados.
Espinas que desangran por la llaga, lágrimas brotando por el suceso cobarde de esta niña. Me creí dueña de esta maravilla, por mi acto, una rosa se halla ahora agonizando con mi sangre vertida.
Soy un alma luchando por su espacio entre el cielo y la tierra, corpúsculos en suspensión, plaquetas y leucocitos fertilizaban la tierra, donde permanecíamos formando un espejo de fronteras alambradas.
La piel, reflujo de la ira y de las reglas, ceguera en las sombras que reclaman, desesperanzas y aventuras nuevas son el sosiego en la intriga que complace.
La coagulación culmina en este instante su cometido, espíritu de lucha inalcanzable. Un dedo sellado de nostalgia. Es un río de sangre espesa comenzando a  secarse.