Retorno
Juan Carlos Peralta
Hay
un gran vacío en mi pasado. Hay lagunas en mi memoria, como un manto blanco
sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, dijo el doctor.
Después
del choque en la ruta 2, donde perdí a mi mujer y a mis padres, y tras una
prolongada internación en un hospital de Dolores, regresé a mi ciudad.
Sólo
recuerdo un estruendo, un grito (no podría asegurar si fue de Julieta o de mi
madre), un fogonazo, un profundo dolor en el pecho. Y luego, abrí los ojos. Una
gran sala de hospital. Enfermeras corriendo de acá para allá, un médico a un
costado de mi cama, puntadas por todo mi cuerpo, inmovilidad, desesperación.
Quería hacer preguntas, quería saber de ellos. De Julieta, de mis padres. No
podía hablar. El médico me auscultaba. Cuando percibió mi intranquilidad, trató
de calmarme acariciando mi hombro. Era uno de esos médicos que además de
ocuparse de las enfermedades, se preocupaba por los enfermos. Le susurró algo
al oído de una enfermera. “¡Todo va a salir bien, todo va a salir bien!”, me
dijo después.
Sentí
un acuciante deseo de fumar un cigarro. Había contraído ese hábito hacía poco.
Necesitaba el humo áspero inundando mis pulmones. Saber que seguía vivo.
Noto
cabos sueltos en mi pasado. Hay un gran vacío en mi memoria, como un manto
blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, explicó el doctor.
Dejé
el departamento que alquilábamos Julieta y yo, en Lomas de Zamora, y me mudé a
la casa de mis padres, la casa que heredé. Volví a las calles arboladas de
Banfield, a los barrios de antiguos y pintorescos chalets. Llegué a la puerta
de la casa, a la puerta de mi niñez. Ahora la casa está solitaria.
Recorrí
sus habitaciones, su patio, el jardín que tanto cuidaba mi vieja. Subí la
escalera que lleva al cuartito, una pequeña pieza donde mis padres
acostumbraban guardar todas aquellas cosas inservibles, pero útiles como
recuerdos. Una pieza cuyo orden, siempre fue postergado. Es un consuelo que
nuestros seres queridos se proyecten a través de los objetos. Las cosas me
hablan de mis padres, me hablan de Julieta. No es autocompasión, es lo único a
mi alcance.
Y,
en el cuartito, vi mi bicicleta verde de mis ocho o nueve años, vi unos patines
oxidados (nunca supe de quién eran), vi una pelota de goma color ladrillo con
rayas amarillas (en el potrero donde entrenábamos nuestro pobre fútbol, todavía
no usábamos pelota de cuero), vi mi álbum de estampillas (reconocí los exóticos
sellos de flores y animales, las de países lejanos y casi desconocidos, las de
Europa, Argentina, y toda América), vi una antología de cuentos fantásticos que
incluía “El Aleph” (siento especial
admiración por ese cuento de Borges), vi una gran caja repleta de fotos, vi una
fotografía de mis compañeros de primaria (la polaca Marcela, la mejor de la
clase; el gordo Castillo, impuntual y divertido; el loco Gimenez, el fabricante
de gomeras; la gallega Fernández, la más linda del grado ; el flaco Danielito,
el más generoso), vi la plaza de Banfield y en la plaza la calesita, vi a mi
viejo hamacándome (“¡ Más alto, más alto!”, le pedía siempre), vi la foto de la
casa de mis abuelos (los recordé llegando a mi casa, y yo corriendo a la de
ellos), vi a Mónica, mi novia de la adolescencia (una foto en blanco y negro,
ella sonriente, pecas sobre la nariz repingada, ojos rasgados acompañando su
sonrisa, polera, cabello castaño y ensortijado cayendo sobre sus hombros, la
cadenita que le regalé colgando del cuello. Bellísima, inolvidable), vi una y
otra vez a mis viejos y a Julieta, vi mis afectos y mis nostalgias.
Seguí
revolviendo aquella caja de fotografías. Al llegar al fondo, encontré un sobre.
No indicaba destinatario ni remitente. Lo abrí. En su interior: una foto y una
carta. Hablaré de la foto y de la carta en tiempo presente pues, aún hoy, las
conservo. La foto es en blanco y negro, algo amarillenta por el paso de los
años. Al dorso tiene una echa: 23 de noviembre de 1960. Es una fotografía de la
familia tomada en el patio de la casa de mis abuelos. De pie, aparecen mis
padres, mi tía Marta y el tío Javier, tía Carla y tío Luis (tiempo después, el
pobre tío moriría de leucemia), el abuelo y la abuela. Sentados en el piso,
nosotros, los primos, los que en esa época teníamos entre siete y nueve años:
Viviana, la mayor, la seriecita ; Mabel, la terrible, la eléctrica; Jorge, el
taciturno, el pensador; yo, que ese año había cumplido los siete; y Fernando,
cuya prematura muerte nuestros mayores nos ocultaron durante eses. Primero, fue
que Fernando había ido a visitar a otro parientes. Luego, nos dijeron que necesitaba
ser operado en un país lejano. Después, surgió la excusa del colegio pupilo.
Pero, un Fin de Año, a las doce de la noche cuando todos los mayores brindaban,
mis primos y yo nos dimos cuenta de que las lágrimas de nuestra tía estaban
despidiendo a Fernando para siempre.
La
foto contiene un detalle asombroso. Parado,
al lado de la abuela, se entrevé a un hombre. Su figura aparece algo
borroneada. Es el único que no mira al frente. Su vista se orienta un poco
hacia la izquierda. La mano derecha se apoya en el hombro de la abuela; la
otra, cayendo al costado del cuerpo, da
la sensación de sostener un cigarro. Una
nebulosa desdibuja su cara ; sin
embargo, se advierte su barba oscura, su piel blanca, su seriedad. Sus ojos no
se distinguen, son como dos sombras. Alto y rígido, con su edad imposible de determinar,
el extraño personaje parece vestido con una camisa clara de mangas cortas y un
pantalón de igual tonalidad. A sus pies, sentado sobre el mosaico, Fernando. A
pesar de integrarse bien al grupo, a pesar del correcto encuadre de la
toma (descarto la posibilidad de fotos superpuestas), lo
curioso es que al desconocido se lo ve transparente. Eso hace más confusa aún
la imagen del enigmático sujeto. Detrás de él, puedo divisar una parte de los
jardines de la casa. La mano derecha no impide ver el hombro de la abuela, como
si no hubiera ninguna mano sobre su hombro.
Leí
la carta que acompaña a la foto .
Estoy
bien, soy feliz. Acá nos tratan con afecto.
No nos falta nada. La carta la está escribiendo un compañero, a mi pedido. Como
recordarán, nunca fui bueno para la redacción y la caligrafía.
Mandé
cartas similares a toda la familia y a los amigos. Sin embargo, creo que es la
primera y la última vez. Acá se nos restringen las comunicaciones, de toda
índole, con ustedes. Y en el mejor de los casos, cuando nos permiten hacerlo,
no debemos indicar destinatarios ni formular referencias acerca de nuestras
identidades. Se imaginarán cuál es la razón. Más excepcionales son las
autorizaciones para los traslados. Hace poco presenté una solicitud de viaje.
¡Si supieran cómo los extraño! ¡Cuánto me alegraría reunirme con ustedes !
No
puedo invitarlos a que vengan. Aunque lo deseo, soy consciente del tremendo sacrificio
que ello implicaría. Eso lo dejo librado a
su voluntad. Vengan o no vengan, los seguiré queriendo.
Busquen
la foto del 23 de noviembre de 1960.
Siempre
suyo,...
La
foto la encontré junto a la carta, en el mismo sobre. Significa que alguien ya
había leído la carta antes que yo. Alguien buscó esa foto y la guardó con la
carta en el sobre.¿Cuál sería el motivo de mis padres para ocultarme este
hecho? Quizás pensaron en una broma, un anónimo de algún chistoso. Sí... pero,
¿y la foto ? ¿Tal vez un truco?
La
carta está escrita con pluma, tinta azul y trazos gruesos. No reconozco la letra. No es de Julieta ni de mi padre ni de
mi madre. Tampoco es la letra de ningún amigo (“La carta la escribió un
compañero, a mi pedido”). Como se aclara en el texto, no hay referencias
directas del remitente ni de los destinatarios. No se indican lugares, carece
de firma y de fecha (sólo se señala la fecha de la foto).
Al
día siguiente del hallazgo quise comunicarme con mis primos, con mis tíos, con
mis suegros y amigos. “Mandé cartas similares a toda la familia y a los
amigos”, se afirma en un párrafo.
Les
hablé por teléfono. No me contestó nadie. Fui a sus casas. No me recibió nadie.
Ahora
estoy solo, sin Julieta. Sin mis padres, sin familia. Recorro las habitaciones
de la casa con la única compañía de un montón de objetos amados. Leo y releo la
misteriosa carta. Miro y vuelvo a mirar la enigmática foto. Intento descubrir
algún significado. ¡Todo me resulta tan ambiguo ! Mi vida se ha convertido en
un desconcierto. Hay lagunas en mis recuerdos. Hay un gran vacío en mi memoria,
como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, explicó el
doctor.
Paseo
por el jardín, contemplo las flores. Camino y, a cada metro, en cada detalle,
veo añoranzas, imágenes lejanas y confusas. Las cosas hablan por sí mismas.
Me senté en la mesa del living, prendí un
cigarro y redacté esta historia. Decidí esconderla, junto con la carta y la
fotografía, en un rincón de la casa. Opté por no darles divulgación. Qué diría
la gente su supiera que a mi edad, todavía creo en fantasmas.