La escalera del patio
gris Irma Verolín
Vivíamos
todos en una casi tenía un patio tan grande, tan pero tan grande que casi
podría decirse que vivíamos en aquel patio. Era un patio de paredes altas y
pisos grises con incrustaciones blancas y negras, bordeado de macetas
despintadas por la lluvia y la mala voluntad. Nuestro pequeño mundo se extendía
entre la puerta cancel y la cocina, entre el baño minúsculo y la escalera de
pórtland. No éramos felices. Y la verdad es que eso no tenía demasiada
importancia. Para nosotros la felicidad era un agregado que podía estar o no
estar en la vida de la gente, no su esencia o su columna vertebral, ese
esqueleto hecho de espuma y cenizas. Sin embargo, nuestra infelicidad no
obstaculizaba el ir y venir de las ocupaciones, el ritmo de nuestra respiración
ni el horario de las comidas. Por otra parte hablábamos lo justo y necesario.
El sol se trasladaba por el cielo con esa pulcritud que sumaba una gota de
confianza a la costumbre de dejarse llevar por lo que acontece, por la historia
anterior de abuelos, bisabuelos y vecinos. Así que yo veía al sol trasladarse,
lento, llameante, y ni siquiera podía imaginarme que en realidad era nuestro
patio con sus paredes altas y sus grises baldosas el que se movía haciendo que,
de pronto, el copete del sol absorbiera las sombras para dejarnos toda una
noche a oscuras.
Yo
tenía catorce años. Creo que siempre he tenido catorce años. Y ellos eran
viejos, desde siempre también y no existía en el mundo nadie más que ellos para
mí. Además del gato de cola finita que mostraba un hastío especial hacia todo,
al extremo de que parecía andar diciendo con su silencio que la vida le
importaba un bledo. Yo amaba a aquel gato. Al gato y a la escalera de pórtland.
Y soñaba con viajar por la escalera, peldaño a peldaño para llegar hasta el haz
de luz rectangular que quedaba allá, en el fondo, un rectángulo perfecto que me
comía los ojos.
El
patio, solamente el patio nos pertenecía, era nuestro sitio en un mundo que
estaba lejos, lejísimos. Es muy probable que eso fuera lo que nos mantenía
unidos, vaya a saber para qué. Lo cierto es que respirando el aire del patio yo
imaginaba que al subir la escalera empezaba otro lugar que no era el mundo, que
no era el patio. De modo que subir aquella escalera significaba emprender un
viaje muy largo, para el que quizá yo no estuviese preparada.
Mi
abuela decía que los viajes eran peligrosos, al tiempo que masticaba la papilla
con zapallo haciendo muecas de asco y, por supuesto, sacando a relucir
ampulosamente antiguos recuerdos: el tranvía, sus mareos, el peligro de matar
un perro vagabundo, esas cosas terribles que, según ella, solían suceder
durante los viajes. Mi abuela había viajado mucho en tranvía y se enorgullecía
de ello. Mi abuelo, en cambio, prefería no hablar del tema, que se había
convertido en algo parecido a un tabú; el simple hecho de mencionarlo le ponía
la carne de gallina. Mi tía aseguraba haber viajado hasta el hartazgo; con esas
exactas palabras lo decía y, según mi modesto entendimiento, el hartazgo había
acabado con su paciencia y casi con su persona enteramente. Cuando se refería
al asunto adoptaba un gesto temerario, ponía los ojos en blanco y revoleaba por
el aire el tenedor hasta hacerlo girar infinitas veces, como si imitase el
girar de la tierra sobre su propio eje, alrededor del sol y acaso expandiéndose
con el Universo hacia la nada oscura donde inagotablemente el Universo se
expande.
Mi
hermana gemela no decía ni mu, Ninguna cosa podía decir porque ella, igual que
yo, conocía únicamente aquel patio de altas paredes y macetas descoloridas. Sin
embargo mi hermana no tenía ningún plan, ningún deseo secreto como yo. Ella no
miraba la escalera de pórtland. Ella no miraba absolutamente nada, ella
simplemente se dejaba estar. Y así pasaban los días por el patio mientras mi
escalera iba siempre hacia arriba desplegando sus igualdades y sus ocultas
perfecciones. Que la escalera resbalara sin contradicción hacia lo alto para
culminar en un rectángulo de luz, a mí me estremecía de la cabeza a los pies y
me llenaba de ilusión. Pero era un secreto, porque, como ya dije, tenía catorce
años y a esa edad se tienen secretos o un novio. Yo tenía secretos. Entre
ellos, el mejor era el de viajar por esa escalera, salir del patio para no
volverlo a ver nunca, para hacerlo desaparecer y con él a la familia en pleno.
Imaginaba que del otro lado de la placa rectangular de luz existía lo
inconcebible. Naturalmente, por tratarse de un secreto, no lo comenté con nadie,
sólo dejé escapar la palabra “viaje”, así, muy al pasar, con bastante desgano.
Enseguida sentí que la palabra al ser dicha en voz alta era capaz de
desenganchar estructuras en el aire hasta desatar mis piernas obligándolas a
trepar por los escalones,
vertiginosamente, vertiginosamente.
-¿Qué
manía te ha agarrado a vos que estás hablando sin parar de lo mismo?- dijo mi
abuela cuando juntaba la papilla amarillenta con el tenedor.
Fue
durante la cena y, desde ya, se dirigía a mí. Su tono de voz y sus ojos
saltones me acusaron. Mientras miraba el plato blanco, liso y blanco que
recortaba el mantel a cuadros, yo había estado hablando de Simbad, el marino, y
de Gulliver. A mi abuela no le había gustado nada. En su opinión nuestro patio
con las paredes altas y el cielo chato y deslucido sobre nuestras cabezas era
irreprochable. Y otra vez se acordó del tranvía: un ciempiés gigante engullendo
el cuerpo gordo de mi abuela. Un rato después el brazo de mi abuelo, doblado y
sosteniendo el tenedor con la papilla, me causó mucha gracia.
Ante
la menor alusión a un viaje mi tía suspiraba hondo, con fastidio, sin dejar de
mirar para otro lado. Por su parte el abuelo hacía crecer su desinterés como a
una planta medicinal con espinas y flores. Así que no me quedó otro remedio que
omitir la mención más insignificante a viajes o cosa parecida. Mientras tanto
la escalera nacía ancha para mí y se enangostaba apenas al llegar a esa
culminación de luz rectangular, donde mis ojos se aflojaban y entraban en el
sueño. Del otro lado de la puerta cancel proliferaban ruidos de calle y una luz
diferente. No recordaba haberla traspasado; en mi memoria existía el patio,
nada más, con la tía y la abuela y el abuelo yendo y viniendo bajo la lluvia o
en la sequía de la siesta. Y, por supuesto, mi hermana y el gato.
Con
el correr del tiempo me crecieron la pollera y la melena y nadie preguntaba por
mí del otro lado de la puerta cancel y nada era diferente a lo del día anterior
y, sin embargo, algo me hacía sentir que todo era traicionado, aunque se
repitiera hasta el cansancio lo que se repetía una y otra vez, porque la vida
necesita calcarse a sí misma, poner espejos delante para seguir avanzando. Lo
único que no variaba y daba la impresión de mantenerse en un estado de
fidelidad era la escalera de pórtland, parca, interminable, lista para que mis
ojos quedaran fijos en ella. Altos mis ojos hacían el viaje que mis piernas se
negaban a emprender. Por lo visto mis piernas estaban hechas para caminar por
el patio, tapar cada tanto la delgadísima línea que unía las baldosas y el
salpicado en negros y blancos que interrumpía el gris y, a veces, la sombra de
mis pies que crecía como una melena hacia atrás o hacia delante y que mis pies,
mis propios pies, pisaban y pisaban hasta que los vestigios del sol se
borroneaban en el cielo del patio.
Cansada
de hablar a regañadientes en los horarios de las comidas sobre los grandes viajes,
una tarde tuve el coraje de arrimarme al borde del último escalón de la
escalera. Y temblé. Me dio la impresión de que aquel filo grisáceo era el
océano que separaba dos continentes. Y ahí, en el borde, la luz rectangular me
encegueció. Un aluvión opaco surgió desde mi estómago y me envolvió la cabeza.
Caí hacia atrás. Fue un duro golpe aceptar el fracaso, el viaje no había
comenzado y yo había sido tragada una vez más por el vacío del patio.
Si
pensaba que viajar era ir de lo conocido a lo desconocido, subir esa escalera
podía ser el viaje más importante de todos. Al parecer se trataba tan sólo de
una idea mía, ya que en casa nadie mostraba el menor interés por esa suma de
escalones a los que tía consideraba ásperos, pura rusticidad, y a la que el
resto de la gente de la casa mataba con su indiferencia. Menos mal que, en una
suerte de acto solidario, el gato utilizaba la escalera para limarse las uñas.
Bueno, a la escalera no, sino a su baranda construida con vaya a saber qué
clase de árboles añosos que casi no se dejaban tocar. De cualquier forma el
gato insistía, subía al primer escalón y se estiraba y se estiraba mostrando
las uñas. Salvo mis ojos y las uñas del gato nadie había incluido a la escalera
en su vida particular, como si aquella escalera no existiese y en el patio no
desembocara nada, como si el patio no tuviera esa gran cola de reina, gris,
áspera y presuntuosa.
Alguna
vez, entre los silbidos apagados de la siesta, al subir por aquella escalera,
las polleras de mi madre se arremolinaron sobre sus piernas blancas. Pero ahora
mi madre estaba en un lugar que no era el mundo ni era el patio. Y no se había
vuelto a hablar de ella. Ninguno la recordaba ni mi hermana que, dos por tres y
sin el menor disimulo, se dedicaba a espiarme. Yo entonces desviaba la vista o
simulaba jugar con el gato. No pasaba un segundo antes de que mi abuela me
retara diciendo que dejara de alborotar el aire. Al rato estábamos todos tan
quietos, tan horriblemente quietos, que la vida pasaba por el patio
deslizándose sobre patines. Y pasaba. Era una ráfaga, cuando nos descuidábamos,
ya se había ido.
En
muchas ocasiones me sorprendí mirando la escalera como a algo definitivamente perdido,
como si fuese un mar, un espacio infinito, no un rincón del patio donde la luz
se comportaba con excelencia. Por desgracia, al darme cuenta de esto, la
escalera se me volvía inaccesible, dejaba de ser aquel puente entre el
escenario de baldosas grises y el rectángulo de luz. Era entonces cuando creía
renunciar al sencillo taconeo de escalón sobre escalón. E inmediatamente la
escalera se transformaba en una montaña empinada o, a lo mejor, en una
cartulina, una superficie chata, sin profundidad, imposible de ser transitada.
De modo que no tuve más escapatoria que girar sobre mis talones para darle la
espalda. Podía pasarme toda la tarde dándole la espalda a la escalera, sin
embargo, giraba la cabeza, me parecía verla por primera vez y, de repente, la descubría
de nuevo: era un mar, era un puente larguísimo, una montaña en extremo elevada,
un terreno ingrato que prometía viajes irrealizables, una travesía de sueños.
Por eso evité darle la espalda. Quizá porque la atracción que sentía por la
escalera más el correr del tiempo o de la vida en el patio me hicieron
descuidar el resto de las cosas y de la gente, poco y nada puedo decir de mis
abuelos, de mi hermana, de mi tía y hasta del gato. O tal vez porque la imagen
de la escalera empezó a crecer dentro de mí día a día, igual que los malvones
en las macetas despintadas, lo cierto es que en mi recuerdo la escalera se
agigantaba y se agigantaba como si estuviese viva. Solamente los rasguños del
gato en la baranda me arrancaban de la memoria esa sensación de descomunal
crecimiento.
Varias
noches soñé con el acto audaz y arriesgado de subirme a ella. Aunque los sueños
podían comenzar de las maneras más estrafalarias, en su mayoría terminaban de
la misma forma. Yo subía la escalera en monopatín o corriendo, casi flotando en
el aire o montada en una escoba, despacio o apuradísima, la cuestión es que lo
que sucedía después no cambiaba jamás: me precipitaba con violencia hacia
abajo, caía en un abismo o desde la azotea de una torre de departamentos, caía,
caía sin cesar y el patio me tragaba. No eran sueños sino pesadillas, no eran
viajes sino accidentes. Desmelenada, cubierta de moretones y con los huesos
rotos, amanecía en mi sueño justo en el centro de un patio con baldosas grises,
el mismo patio blanco por el sol del mediodía en el que desembocaba mi escalera
de verdad, la que no era subida ni bajada, la que yo sólo miraba a la distancia
en el centro del gran patio de paredes muy altas, la que trazaba para mi un
camino sin viaje.
Después
vino un tiempo en el que no sucedió realmente nada, mucho menos de lo que hasta
entonces casi no había sucedido y, en medio de este son suceder, ocurrió que el
gato con sus uñas ya afiladas continuó estirándose y estirándose por la
escalera y yo, que seguía teniendo como siempre catorce años, vi el cuerpecito
del gato atraído por el rectángulo de luz o por lo que fuera, ir hacia arriba,
subir largo y tendido uno a uno los escalones de pórtland. “Ya está”, pensé y
al decirlo me pareció mentira. Allí adelante, el gato continuaba estirándose.
Yo también estiré la mano, el brazo y sin querer se me fueron los pies. Mis
pies veloces me arrastraron hacia arriba, por la escalera tras el gato. Casi
sin que me diera cuenta subíamos el gato y yo con un lejano aire de
hipnotizados. Giré la vista hacia atrás y el patio empequeñecido fue una suma
de cuadrados grises que, ante mi estupor, también podían ser mirados desde un
lugar diferente. Allí estaba yo, casi pisando las patas del gato, casi
atravesando el aire luminoso con forma de rectángulo. Di unos pocos pasos más,
con sorpresa comprendí que me esperaba otro patio, muy grande, igual al de
abajo, con las paredes altas y las baldosas grises y las macetas sin colores.
Por arriba nada: la oscuridad, el borde del Universo. Sí, era un patio igual al
de abajo, pero en el que no desembocaba ninguna escalera, en el que no había
nada para mirar. Un patio sin gente, calcado de otro, la sombra, el fantasma de
un patio real. Ya no sé cuántas vueltas di rozando las paredes filosas ni
cuántos ángulos me obligaron a girar para seguir dando vueltas. La noche se
veía grande, muy grande, sin luna, sólo noche: un espacio hueco donde podía
proliferar mundos y estrellas, un sitio por el que los patios del mundo
dejarían crecer sus tentáculos, sus filamentos, sus rústicas líneas. Pensé que
el patio de abajo tenía raíces que se incrustaban en la tierra negra buscando
algún centro y que este patio alto estaría cubierto, hasta el fin de los
finales, por la noche oscura y que cada uno de estos dos patios era la cara de
una moneda que la escalera de pórtland unía con cierta delicadeza, de ese modo
frágil en el que dos cosas demasiados semejantes se unen. De pronto sentí miedo
de que mi escalera pudiera volverse invisible entre semejante desparramo de
negruras. Entonces bajé los párpados, aflojé las piernas y me figuré una luna
llena, plateada, densa, a la que nadie, ni siquiera el gato, se pudiera trepar.