martes, 17 de marzo de 2015

Carlos Margiotta



Hace 20 años, primera editorial Carlos Margiotta

     Me encontré con Susana y fuimos a tomar un café. Mientras me contaba que estaba pintando para su próxima muestra, nos interrumpió el mozo. Le comenté que Laureano ensayaba para editar su primer compact y que su mujer ahorraba dinero para su edición. El gordo Carlos seguía escribiendo cuentos en la piecita de Banfield con la intención de publicarlos. Ella me habló de una paciente que le derivó a su amiga Sara y de que Silvia le estaba enseñando castellano a unos inmigrantes chinos. Me despedí de ella y apuré el paso porque tenía que volver al trabajo.

     En el camino pensaba en las conexiones que habíamos realizado durante la conversación, como dos chicos en la vereda cambiando figuritas. En la esquina de Viamonte y Paraná un afiche publicitaba una red celular y lo asocié con otros conceptos como: redes vinculares, neuronales, satelitales, etc.

     Sin embargo tres imágenes me atravesaron de pronto: una mujer haciendo nudos en un hilo grueso sentada en una playa; el pescador descargando el alimento para proveer de comida a la aldea y quizás la más emocionante, la del trapecista de circo haciendo su triple mortal sin red. Volví a casa y le conté a mi esposa la idea que estuve pergeñando toda la tarde.

     La revista se va llamar Redes de Papel, le dije. Y ella con su sentido crítico me contestó: "La idea es buena pero no muy original y el nombre me parece poético pero da la sensación de fragilidad". Tenía razón, era tan frágil y tan antiguo como el papel.


                                                20 años después


     En el transcurrir de los últimos 20 años de historia argentina nos hemos visto tentados, más de una vez, de abandonar el proyecto Redes de Papel. No ha sido fácil sostener una revista de carácter gratuito dentro de un contexto económico, social y político en permanente crisis que atravesó nuestra vida cotidiana y afectó sin compasión nuestra subjetividad.

     A la hora de repasar nuestra historia -la de ustedes y la nuestra- podemos decir que supimos sobrevivir activamente, no esperando sino creando, sin buscar un subsidio del estado, ni el reconocimiento del ámbito de cultura, ni el prestigio que otorga la sociedad de escritores, ni aplausos ni el bronce. Sólo nos impulsó el placer de escribir y ser leídos y en ese par escritor-lector, disfrutamos, crecimos, fuimos y somos.

     Hemos publicado 225 números, mes tras mes, repitiendo el ritual de la creación, nacer, morir y renacer en cada edición. Volviendo a empezar, renovando el deseo, alimentando las ganas día a día, en cada encuentro con otro que nos lee, que se comunica, que nos llama… la vida contra la muerte, en una historia llena de pérdidas y en cada pérdida una creación.

     Celebramos estos 20 años y pensamos seguir haciéndolo mientras el fuego aliente el deseo, ese deseo que puja como en un parto, que late detrás de cada acto de escribir, en cada palabra que nos hace humanos.

     Años de pérdidas y ganancias, menos papel y más de 10.000 suscriptores virtuales, menos barrio y más mundo, menos pluma y más tecnología, menos cercanía y más contactos. En esa dialéctica estamos y seguiremos aprendiendo a conocer y a conocernos, recorriendo los caminos internos de la escritura y de nuestras almas.

Muchas gracias.


María A. Escobar


El verano de los otros  María A. Escobar


Las fiestas habían terminado dejando un saldo desfavorable en su cuenta de ahorro y algunos destrozos que los niños habían perpetrado en sus plantas y en los pequeños adornos que no tuvo la previsión de esconder. La hija más pequeña de Julio, Malena, dio vuelta el costurero de mimbre y rodaron por el suelo botones e hilos para gran  algarabía del resto. Los padres se tiraron al suelo para juntar hilos y botones, aunque algunos habían rodado debajo de los muebles y ahí quedaron. Julio y su mujer, Juana, volvieron a sus asientos y a la charla con hermanos cuñados y cuñadas. Ella tuvo que contenerse para no darle a la nieta el pellizcón ciertamente bien merecido. Los más grandes tenían sus tablets y sus plays, pero la casa de la abuela era infinitamente más divertida. Por ejemplo, saltar en la enorme cama de bronce o jugar en el fondo, lleno de plantas con incipientes frutales que comieron aunque estaban agrios y calientes.

Fue difícil traerlos a la mesa. No tenían hambre, lógico. Pero sus padres no pensaban dejar de disfrutar de una cena opípara. Los chicos comenzaron a llorar de dolor de barriga. La fruta verde y caliente estaba haciendo estragos. Corridas al baño, pensar dónde encontrar un médico justamente ese día. La abuela preparó un té de manzanilla para rodos y, finalmente se durmieron en la gran cama de la abuela, luego que Ester encontrara un antiespasmódico en su cartera, en donde solía llevar toda una farmacia. La primorosa colcha de la abuela quedó olorosa a mierda, pero los padres, ya distendidos y luego de haber brindado con sidra y siguiendo con el vino, comenzaron a hacer planes para las vacaciones. Hubo acuerdo mayoritario por la playa.  (Viendo su desaprensión, la abuela temió que se ahogara alguno). Vos también  venís, vieja, dijo Gustavo. Ni loca, pensó ella. Sus vacaciones las pasaría ahí, en su casa y, tal vez, vendría Maruja que, como ella, vivía sola sin más verde que algunas macetitas en la ventana, en su pequeño departamentito capitalino.  Adoraba a sus nietos,

pero sólo los soportaba por un rato. Estaban muy mal criados y se los endilgarían a ella, que ya estaba vieja y tenía sus achaques. Hacía años que no se movía de su casa en donde se desplazaba como pez en el agua. Hacía años que el verano era de los otros.

Lázaro Covadlo



                  Llovían cuerpos desnudos Lázaro Covadlo

Le había sacudido un bofetón a su mujer a eso de las tres de la tarde. O a las tres y media, o a las cuatro, más o menos. ¿Quién puede controlar la hora cuando está un poco pasado con la bebida y algo alterado y no se le ocurre nada mejor que pegarle a la esposa? En todo caso había sido después de comer, seguro. Una comida opulenta de pescados y mariscos y tal vez un litro y medio de vino blanco de una comarca de Cataluña. Pero antes había bebido dos vasos de whisky. ¿O fueron tres? Después del café dos copas de coñac. ¿O fueron tres? No bebas tanto, Marcelo, había dicho ella. No era la primera vez, hacía más de diez años que se lo repetía. No bebas tanto, Marcelo; no comas tanto, Marcelo. Después venía el sermón: tanta comida y tanta bebida, por fuerza debían ser nocivas para su salud física y mental. Yo soy médico y sé muy bien qué es bueno y qué es malo para la salud física y para la salud mental, ¿entendés, María del Carmen?, ¿entendés lo que te digo? El diálogo renacía a diario, sin variaciones, desde hacía diez años hasta la fecha. Parecían actores en gira perpetua dedicados a representar en todas partes la misma pieza teatral. Él recordaba muy bien haber discutido sobre lo mismo en Mar Del Plata, en Villa Carlos Paz, en Punta Del Este, en el hotel de las Cataratas Del Iguazú. La última vez en Lisboa, el día anterior.

El vuelo de Lisboa a Barcelona en un aparato de la TAP había transcurrido por un cielo sin nubes, pero fecundo en cuanto a lluvia de cuerpos. Todos caían desnudos, como de costumbre. Reconoció algunos, la mayoría de aquellas caras las tenía muy acopladas a su memoria visual. De otros recordaba más que nada ciertos detalles del cuerpo: las cicatrices de determinadas operaciones, una pelambrera de excepcional abundancia, ciertas peculiaridades muy notorias de los genitales. Cada uno poseía su propia singularidad. Nunca faltaban dos o tres a quienes una vez que el avión rebasaba los seis mil metros les daba por pegar la nariz a la ventanilla para mirarlo a los ojos. Pareciera que por un rato se resistían a dejarse caer: se pegaban al fuselaje como moscas a las paredes y no aflojaban hasta que el aparato tomaba más altura, sólo entonces desaparecían de su vista. Ese era el momento en el que él podía intentar relajarse –sin consentirlo del todo– y llamaba a la azafata para pedir el primer whisky.

Como trataba de evitar que lo tomaran por loco hacía tiempo que había dejado de informar sobre la lluvia de cuerpos durante los vuelos, ya fueran éstos interprovinciales o internacionales. La primera vez que advirtió el fenómeno dio fuertes voces y se armó un tremendo alboroto en la cabina de pasajeros. Ocurrió en 1983, poco después de su alta en el Hospital Naval, donde había estado unos meses como paciente, en neuropsiquiatría. Él y María del Carmen viajaban a Mendoza con la excusa de visitar a la familia. Esa escapada era en realidad la primera de una serie de peregrinajes de intención terapéutica. Entonces aún no le habían dado el retiro -faltaba todavía un año para que dejara el Arma-, pero la superioridad tampoco le había designado un destino: lo consideraban un elemento psicológicamente inestable y por lo tanto fue relegado a una suerte de limbo hasta que decidieran qué hacer con él.

Ese vuelo entre el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires y El Potrerillo, en Mendoza, había resultado una excursión al centro mismo del infierno. Un infierno a gran altura, o no tanto: nada más rebasar los dos o tres mil metros comenzaron a llover cuerpos hasta hacer que el firmamento se oscureciera. Ya en el sur de la provincia de Córdoba el cielo cobró una consistencia sólida de pieles y huesos humanos. Uno de aquellos hombres al parecer golpeó en su caída el alerón derecho provocando una fuerte sacudida en el aparato. ¡Hay que aterrizar, hay que aterrizar!, gritó Marcelo; ¡avisen al piloto que ellos están cayendo! ¡Díganle que aterrice cuanto antes! Tranquilícese, señor, estamos pasando una zona de tormenta, pero el comandante tiene todo bajo su control, dijo la azafata. ¡Calmate, querido, por lo que más quieras!, le rogó María del Carmen.

Recordaba el tono de voz resignado, urgido y maternal con el que su esposa pretendió aplacarlo en aquel momento crítico. Con la misma apremiada paciencia, con idéntica sufrida dulzura, ella se empeñó en reconfortarlo cada vez que su obsesión volvía a brotar. No debió haberle pegado, se reprochó mientras contemplaba tras los ventanales de la habitación del decimosexto piso, en el hotel Princesa Sofía, el paisaje urbano surcado por la avenida Diagonal y más allá el Tibidabo con su iglesia en la cima. A tan baja altura nunca había observado que llovieran cuerpos desnudos. De todos modos ya estaba haciéndose de noche; jamás vio caer gente en la oscuridad, aunque sí entre la blancura gris de las nubes. Las tinieblas representan un descanso para la vista, se dijo. Miró la hora en la esfera de su reloj y se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que abofeteó a María del Carmen y ella abandonó el cuarto sin preocuparse por cerrar la puerta. Entonces pensó que no tardaría en volver, pero ya eran más de las siete y quién sabe dónde podría estar. Tal vez dando vueltas y más vueltas por los alrededores, igual que la última vez que a él se le fue la mano, en Mar Del Plata, y ella se pasó la tarde caminando entre la plaza Colón y las calles San Martín y Santa Fe y regresó al hotel cargada de compras –un montón de pulóveres innecesarios– cuyo importe total produjo un fuerte menoscabo en su economía de marino retirado. De cualquier manera no le afectaba demasiado que su esposa se resarciera de los malos tratos gastando dinero; algún día no muy lejano dejarían al fin de llover tantos cuerpos y pondría un consultorio en Buenos Aires y sería un médico próspero. Pero le inquietaba imaginarla deambulando por las calles inciertas, porque Mar Del Plata era una localidad familiar, pero Barcelona era una urbe desconocida y, aunque a través de esos ventanales todavía no viera caer a nadie, no por eso estaba tranquilo, sobre todo porque ya hacía mucho que ella había salido y pronto sería la hora de ir a cenar y otra vez tenía hambre. Lo que vos tenés es apetito, Marcelo, el hambre es otra cosa, solía decirle María del Carmen. Dejame tranquilo, ¿querés?, si te digo que tengo hambre es que tengo hambre... ¡y no se hable más! Pero ella tenía razón, lo sabía. Desde que empezaron a llover cuerpos y más cuerpos no había dejado de atiborrarse de comida y alcohol, así que terminó poniéndose muy gordo y tuvo que cambiar todo su vestuario, lo que sumado a las compras de María del Carmen, las facturas del hotel, los billetes de avión y las abultadas cuentas de los restoranes hacía que se agrandaran sin cesar los agujeros de los bolsillos. Las herencias familiares de ambos permitían demorar el inevitable quebranto, pero tantos y tantos gastos los acercaban con buen ritmo al derrumbe final. Menos mal que algún día, mejor pronto que tarde, dejarían de llover los cuerpos y entonces se acabarían los viajes y él instalaría en Buenos Aires su consultorio de médico endocrinólogo –la especialidad a la que había pensado dedicarse antes de entrar en la Marina– y ganaría bastante dinero, lo que unido a la paga del retiro permitiría rehacer la fortuna matrimonial, pensó.

Era cierto que habría salido más barato consentir que lo ingresaran en una buena clínica en la que acaso a fuerza de descanso, electroshocks y adecuados consejos, lograrían que cesara el diluvio de cuerpos, pero su colega y superior en el Arma, el capitán de fragata médico –psiquiatra– Leoncio Devalle, sugirió la alternativa de los viajes. Váyase de viaje, Publiani, hágame caso. Viaje mucho, suele ser la mejor cura. Llévela a su mujer, que es una buena compañera. Ya verá que en poco tiempo se convencerá de que cuando llueve sólo cae agua... como mucho, granizo.

Buen tipo el doctor Devalle, lástima que no hubiera estado presente la primera vez, en ese vuelo entre Buenos Aires y Mendoza. Creyó volverse loco. Lo sujetaron entre cuatro y resultó que entre el pasaje se encontraba un colega de Rosario que casualmente llevaba consigo unas dosis de sedante inyectable. Pretendieron pincharlo y hasta llegaron a subirle la manga de la camisa, pero él la emprendió a patadas. ¡Soy el teniente de navío médico Marcelo Publiani, de la Armada Argentina, y a mí no me pincha nadie, carajo! ¡Calmate, mi vida, por favor, calmate!, le rogaba María del Carmen. La verdad contribuir con la lluvia de cuerpos. No pudo dejar de relacionar la situación con aquellos vuelos a seiscientos metros de altura, cuando él mismo inyectaba sedantes a esos pobres diablos desnudos que unos minutos más tarde serían lanzados al Río de la Plata. Por suerte no los veía caer: para evitar el espectáculo y a fin de no vulnerar el principio hipocrático de asistencia a los pacientes iba a esconderse en el retrete, pero los rostros de aquellos infelices se le habían pegado al recuerdo, y era muy extraño; nunca había sido buen fisonomista y algunos días hasta le costaba recordar la cara de su propia madre. Sin embargo esas caras eran inolvidables, algunas mostraban expresiones desesperadas, otras estaban habitadas por el pánico, otras veladas de fúnebre resignación. El tono sermoneante del cura sólo servía para tensar sus nervios más de lo que ya lo estaban: que ésta es una guerra al servicio de Dios y la Patria, que hay que tener coraje, que hay que saber separar el grano de la paja. Tampoco conseguía olvidarse de esa voz. ¡El cura!

Sí, ya lo sé, doctor, le dijo a Devalle. Yo sé perfectamente que ellos ya no llueven desde el cielo. Me hago cargo de que son visiones mías; conozco muy bien la sintomatología alucinatoria, pero es un saber intelectual que no me consuela. Es que no logro sacármelos de la cabeza, créame. No puedo dejar de ver cómo caen, aun cuando entonces no los vi caer. ¿Sabe usted, doctor, lo que fue aquello? ¿Se imagina lo que significaba salir del retrete y comprobar que esos hombres, que un momento antes estaban tan vivos como ahora lo estamos usted y yo, a esas horas quizá serían alimento de los peces?

El capitán de fragata médico Leoncio Devalle compuso un gesto severo llevándose el dedo índice a los labios, que previamente había juntado muy prietos. No, yo no sé nada ni quiero saberlo, afirmó con acento destemplado. No tengo la menor idea de qué me habla. Y se lo vuelvo a decir, no sé nada de nada. Olvídese de todo aquello, hágame el favor, y hágaselo a usted mismo, añadió suavizando la voz, y volvió a aconsejarle que viajara, que viajara mucho en compañía de su mujer, a menos que prefiriera internarse. A él le tocaba decidir.

Estaba claro que prefería viajar; viajar mucho y en compañía de su esposa, como le había recomendado su colega y superior. Pero ¿por qué en avión, querido?, protestó María del Carmen. Ella argumentaba que lo mejor sería desplazarse por tierra, ir en tren o utilizar el coche, para que así él no se viera obligado a contemplar la inevitable caída de tantos cuerpos desnudos. No, tiene que ser por avión, porfió Marcelo. Seguiremos volando hasta que ellos se cansen de llover y yo pueda mirar tranquilo por la ventanilla. Entendelo, María del Carmen, no puedo pasarme la vida huyendo de la realidad. ¡Pero, Marcelo!, esos cuerpos que ves caer no son la realidad real, son meros espejismos. ¡Ya lo sé, ya lo sé, María del Carmen!, le contestó con un suspiro de hastío; pero lo sé sólo intelectualmente. Tengo que convencerme... ¿cómo te diría? Tengo que convencerme con el espíritu. Ella no insistió: se dio cuenta de que, de hacerlo, acabaría recibiendo otra bofetada.


Felisa Gliksman



POEMAS Felisa Gliksman

                                                            UNA MUJER
UNA MUJER……DEBE SER…..
        DEBE SER ?……QUE MUJER?......
LA CAMPESINA….. LA OBRERA…..
ES SOÑADORA….. DE QUE?
    LA EMPLEADA… LA  PROFESIONAL…..
ES COQUETA….. PARA QUIEN?
     LA QUE ESTUDIA, TRABAJA,
          HACE LOS QUEHACERES DOMÉSTICOS,
             CRÍA Y CUIDA A SUS HIJOS,
                 COCINA PARA LOS SUYOS
ES ARDIENTE…… EN QUE SE CONSUME ?
    MUJER…MUJER…MUJER…..
DESPUES DE TODO LO QUE HACE………
  ES SOÑADORA, COQUETA Y ARDIENTE   
SIEMPRE TIENE UN RATITO MAS…..
     PARA SOÑAR….CON UN MUNDO MEJOR
     PARA COQUETEAR…EN UN MUNDO MEJOR
     PARA ARDER……POR ESE MUNDO MEJOR
ESA MUJER LLEVA EN SU PUÑO
       UNA ROSA ROJA!!!!!!!!!!!
                                              
EN MEMORIA Y HOMENAJE A LAS OBRERAS TEXTILES DE NEW YORK. 8 DE MARZO “DIA INTERNACIONAL DE LA MUJER”
                                        
24 DE MARZO - REAPARECIDO


Que se puede decir

     De una fecha………

 Nacen bebes,

      Cumplen años niños,

Jóvenes…Padres…Abuelos…


También en ese 24 de Marzo

          Comienza una gran tragedia…….


Nacen bebes en cautiverio

           Que apropiados por…quien sabe quien?

Desaparecen jóvenes

            Que son flores arrancadas salvajemente…..


Las madres los buscan

            Deambulando……..buscando……

Esas flores de su jardín,

             Tan amorosamente cuidadas………


Y las abuelas buscando

             Los retoños de esas flores

                 Que se llevaron…….

                         sus bebes…..


Algunos aparecieron….. hechos flor,

                Y de ellos serán nuevos retoños……



    ASI ES LA FUERZA DE LA VIDA!!!!!!!!!!!!


En homenaje a los hijos, las madres, las abuelas  luchadores y luchadoras  incansables !!!!!!!!

          

Norberto Pannone



Papá Noel y los Reyes Magos Norberto Pannone
Publicado en la revista virtual “Con voz propia” dirigida por Analía Pescaner

¿De que vale el famoso regalo de papá Noel? ¿De qué le sirve a nuestros hijos? 
Se me ocurre que esto representa algo así como un sentimiento de infracción de los padres para con los hijos y que manifiestan así la necesidad de pedirles disculpas por la carga que le impusieron al haberlos traído al mundo. Un sentimiento de culpa, digo yo. No sé, de qué sirve entonces?
¡He visto en casi todos los hogares el afán de comprar, de consumir, de gastar para que el señor Noel llene sus bolsillos flacos después de un año de mishiadura!
He visto desde hace mucho tiempo la indiferencia de generaciones de niños hastiados, parece ser, de tamaña tontería de los adultos que, de paso, regodea al comercio de lo que venga. El asunto es vender y comprar “algo”.
Para el niño de esta época, todo este asunto es como un instante de luz que… al toque, pierde la energía y el “foquito” se apaga.
Pequeños monstruos insaciables. Reciben un juguete y a los pocos minutos ya no juegan más con el. Ha pasado la euforia de la novedad. Fueron segundos, si. Al otro día, el trasto pasa a formar parte del inmenso cementerio de chatarra jugueteril y deambula por la casa hasta ponerse viejo, hasta perder el alma, y agonice en el olvido sin haber sido de utilidad alguna.
Nosotros, los adultos (?), cuando niños, adorábamos nuestros juguetes y por ende, jugábamos con ellos. En aquella inocente fantasía los cambiábamos de colores, de olores, de formas.
¡Hoy, después de tantos años, aún recuerdo el olor y los colores de las bolitas de vidrio (canicas de lujo) que un cinco de enero por la noche, dejaron en mi casa!
¡Fantasías de pibes!
Hacíamos juguetes con maderas de algún cajón de manzana, que le hurtábamos a la despensa de la vieja, dejando los cacharros que allí guardaba desparramados por el piso. Los mejores modelos de autos y camiones salían de aquel taller de los sueños. Les poníamos ruedas groseramente cortadas de los palos de escoba que, muchas veces, al clavarlas sobre el eje, del mismo material, se partían rompiendo nuestras ilusiones pero no nuestra voluntad.
Recuerdo cuando los reyes magos me dejaron la bolsita de canicas de vidrio. ¡Qué tesoro, mi Dios! Me habían traído las joyas más hermosas del universo! Y cómo las cuidaba! ¡Cuidadito con jugar al chanta cuatro con esas!!! ¡Para eso se usaban las de mármol! Te acordás?
Alguna vez, mi padre me decía que los reyes me iban a traer una herramienta para trabajar, para que supiera lo que era ganarse el sustento, o algún tipo de útil para la escuela, así tendría más posibilidad de hacerme un hombre con buena educación.
Ayer me enteré que hay padres que agreden a los maestros que ponen malas notas a sus hijos. –“¡Mi hijo es el mejor de la escuela!” –“¡Que nadie me lo toque al nene!!!” –“¡Es un santo mi hijo!” y aparece un batatón con aretes por toda la cara y tatuajes del Ché Guevara en los hombros. Que intelectuales los nenes… Sus hijos… ¡pequeños monstruos!
¡Hasta conozco maestros que no aplazan a los alumnos porque de esa manera, el próximo año no lidiaran con ellos. También se de padres que en connivencia con las directoras/es del colegio, acuerdan la aprobación del grado!
Es por eso que ahora a nada se le da el valor que merece. Así también son los afectos. Sólo un rato. Después, se corre en busca de otra simpatía porque esta que tenía se puso vieja, no sirve más. Se ha perdido el interés que quizá nunca tuvo.
Yo conocí al Sr. papá Noel cuando ya tenía mucho más de veinte años. Por aquel entonces, sólo estábamos al tanto de los famosos reyes magos. Recuerdo ahora los versos de Gagliardi: “Si no te portás bien/ les digo a los reyes magos/ que te dejen sin regalo/ y te quedás sin el tren”. Te aseguro que la semana anterior al seis de enero, hasta le pelábamos las papas a la vieja y le lavábamos los platos por la noche.
Hoy, al caer la tarde de la vida me pregunto: ¿Los niños pobres también reciben a papá Noel? Los niños de la franja de Gaza, esperarán algún juguete este año, o papá Noel por allí no pasa? Claro, reflexiono, puede que su trineo sólo sirva para la nieve y no actúe por los arenales del desierto o que sus renos se asusten por el ruido de las bombas de la guerra. ¿Pasará por las campiñas de la vieja y desmembrada Yugoslavia? ¿Andará por nuestro Jujuy donde un cura recibió pedradas y un balazo por bregar en pos de un pedazo de pan o una moneda más para los comedores escolares?
Generación sin alma, sin sentimientos, sin solidaridad. Con egoísmo, sin piel ni corazón.
Esa generación en la que ahora muchos, cometen la mala praxis, el prevaricato, el cohecho, permiten la impunidad, no aplican las leyes, dejando a los violadores y a los asesinos en libertad, son corruptos, etc etc. Cómo no voy a llorar por: la deserción escolar, el alcoholismo, la drogadicción, el desprecio por la vida del otro, la falta de respeto, la muerte de las instituciones, etc, etc.
Todo eso se está difundiendo con el consumismo estúpido. ¿No se dan cuenta del mal que están produciendo con los niños al consentirlos tanto?
Hoy: el desprecio a un juguete, mañana: el desprecio a la vida. Total, todo es tan efímero que no vale la pena preocuparse. Vendrá otro día y habrá otra cosa para jugar.

Adela Leonor Carabelli



          Con la vida a cuestas Adela Leonor Carabelli

Desde hace años, desde entonces..., anda por el barrio. Se sienta en el mármol de una casa vieja, hundido en su decir, en discusión quién sabe con quién.
La ropa, una fajina eterna del negro hasta el verde grasiento, digna como todo él. De incorpora mascullando soliloquios. Alto, delgado, anda a zancadas.
Lenta esa manera suya  de pedirle otro día a la vida. Con miradas se comunica con el mundo, salvo cuando estira apenas su mano para pedir algo a un hombre que pasa. Diría que es tímido, o no. Más bien lo pensaba antes. No nos hablábamos, y yo no sabía de esos enormes ojos azules en una piel rojiza de soles y soles. La pelada, igual. Cabello, un solo rulo. Bah, dos matas a los costados de las sienes.
Alguna vez me hablaron sobre él. Me dijeron de su pasado de ingeniero o de abogado, de (No me acuerdo cómo me lo dijeron.) su desequilibrio mental desde la muerte de su madre... Hace unos días me enteré, un accidente. murió toda la familia menos él.
Un día, de pronto... desapareció. Lo imaginé muerto. Pero regresó. Y le dije, cómo no hacerlo, que  qué buen aspecto tenía.
-¿Qué me van a decir? Si yo lo sabía... Si no había solución. Si no queda nada. No tenía salida. No había cómo... Se me fue la vieja, se me fueron los míos. La casa... El perro duró un tiempo. Hasta que quedó acostado, duro... Y mire que lo abracé para darle calor... Pero no hubo caso. Lo llevé al parque, cuando todavía no había rejas, y lo enterré cavando con mis propias manos. Y ahora es puro pasto y florcitas, debajo de ese árbol bien forzudo.
-Pero me miran. Para qué me mira la gente... Muero de calor debajo de este saco grueso. Sudo sin parar. Sudo tanto que por momentos no veo por dónde camino. me siento.
¿Y si la cosa hubiera sido distinta? Pero es así, nomás. Y no pienso, porque el calor me borra la casa en que viví. Y de lo que fui..., ¿a quién le importa?
-Hay una abeja que visita yuyos, pero hay moscas que me siguen. Hay recuerdos. Hambre. El sol en la pelada. Madre mía... Y ya no pienso más. Voy a ver si alguien me da unas monedas. Las voy juntando cuando supero la vergüenza de pedir. Pido a algún hombre, pero no a cualquiera. Tengo dignidad, y cuando me sale, estiro la mano.
Lo esencial, tener puchos y yerba para el mate. A la mañana queda más de una montañita verde de yerba seca. Doy vuelta el mate cuando no da más, y la vieja del negocio de al lado me grita porque ensucio. Como los chicos, doy vuelta el mate, pero aquí no hay arena ni mar. Y ya no soy un chico.
-¿Cómo me van a sacar la casa? Ya sé, porque no pago. ¿Y si no puedo? Pilas de sobres de servicios sin pagar. Pilas de cosas que envejecen en el pasillo, y yo tomando mate.
Mientras pueda, me voy a quedar en mi casa. La casa de mis padres... La cosa es que estoy solo. Y me lo banco más o menos bien. Aunque para eso tenga que haber olvidado mi título colgado en la pared de mi pieza. Y despacio, sin apuro, haya empezado a alejarme del centro de la casa. Porque ahora vivo... en el zaguán. Al principio, con colchón. Después, sobre las baldosas. Les conozco el dibujo como si las hubiera parido. Así son las cosas.
Sé que cuando salga, y cierra esa puerta de roble que rechina, no va a haber vuelta atrás. Y que la casa será del Estado, de otros., Y a mí, ¿qué? Si ya no hay nadie que tenga encima un documento que recuerde quién soy. Quién fui. De dónde vengo. Qué importarán los años de estudio, si ése no seré yo.
Seré una hojita en el aire, caminando.
¿Quién soy? Dicen que merodeo por este barrio. Que me siento sobre un mármol. Que aparezco siempre con la cara y el cuerpo limpios. Que no me rasco jamás.
Dicen... Pero yo, mujer, familia, casa, madre, trabajo, pasado, PASADO. Quién soy. Cuando me ven gritando como un loco.
Despierto. La cabeza en sordina. Miro. Miro el techo. Acostado. ¿Quién me trajo a este lugar? Hay otros y otros y otros. Medio dormidos como yo. Medio gritando alguno.
Esto tiene cara de hospital. ¿Cómo es mi cara? Me palpo la barba crecida, enloquecida. La cabeza sin pelo. Y a los costados, ásperos como la barba, dos manojos enrulados.
¿Quién soy? ¿Alguien podrá decírmelo? Estoy acostado, pero algo en mí busca el mármol de cualquier casa, busca la casa de mi madre. Busca voces que me digan quién soy.
Vienen a verme dos de blanco. Hacen gestos. Uno anota. Al fin me entero de que estoy en el Hospital Borda. ¿Quién habrá bordado esto que soy? Quiero saber algo más. Dejar de ser un nadie. Quién me pondrá nombre, aunque no sea el que me pusieron cuando nací. Poder escuchar ese nombre, y dar vuelta la cabeza y responder, y abrir la boca y decir hola, cómo está. Cómo se llama.
Hace poco he vuelto a mi mármol. Muy cansado, pero medio entero. Yo diría que endeble. ¿Qué haré con mi vida? Ahora que me reconocen y me hablan. ¿Qué hará de mí la vida, o yo con ella? Pero tanto me habitué a estar fuera de una casa, que del parador escapaba apenas podía. Y yiro sin parar. Y vuelvo a lo mismo. A este modo de estar de a ratos acostado. De a ratos, caminando. Yo sé que es un círculo en el que me metí... Hasta que un día... No sé. Hasta que un día pueda pararme sobre mis pies, o me llevará la muerte... Caminando.
Ayer me pregunté por qué a este hombre no lo acompaña algún perrito. Y se acuesta junto a él. Tal vez es tanto lo que rumia su cabeza. Y está tan sumergido en sus propias historias, que no hay lugar. No hay sitio por dónde entre la luz.
Cercado y solo. Opaco, se le adivina la risa bajo el bigote y la barba, pero sus ojos hablan. ¿Qué será de él? Los golpes, los recuerdos, la soledad, hicieron que fuera un ser... con la vida a cuestas.
-Camino. Con mis cosas al hombro. me siento. Me preparo un mate. Sigo pensando. Me río. Fumo.

Juana Schuster



Recuerdo a Juan Ramón  
Juana Schuster

¿Viste platero? la simetría de los pinos en el centro del villorrio. Obsérvala bien. Parece que la mano de dios los ubicó de esa manera. Fíjate. Los más jóvenes están adelante. Tus ojazos curiosos me miran y entienden. Porque tú, borrico
mío, comprendes todo aquello que digo.
Avancemos un trecho más. ¡Qué bien luces con la cinta que até a tu cuello!
Ya sé. Quieres otra manzana.
Tengo el bolso lleno. Cuando emites ese ronroneo, es porque pides fruta,.una pera madura, un durazno jugoso como los de la quinta de don Fermín.¡ mira lo goloso que eres!
Te daré una roja ni bien lleguemos a esa laguna. ¡Ah! ¡Ese embalse con los patos!
No, es imposible llevarnos uno a tu establo. Necesitan estar en su ambiente. Además, ¿qué haría yo con un burro y un pato?
Debería aprender el idioma de ellos.
Ya se percibe la franja azulada. Unos metros más y llegaremos. ¡mira platero! las niñitas del pueblo juegan en la orilla. Es grato verlas. Chapotean, gritan, cantan, sus voces se mezclan con la suave brisa invitada a la cañada.
Toma, aquí tienes tu merecida manzana.
Mientras platero le clava los blancos dientes, y la gratitud se refleja en su mirada, me pregunto qué sería de mí, sin él; qué sería de este borriquillo sin mí.

Jenara García Martín



Entre sombras   
Jenara García Martín


Sus acariciadoras y suaves palabras, pronunciadas a su oído a través de la tecnología moderna, cuando ya dormitaba, penetraron en su piel y recorrieron la pendiente de su cuerpo y la hizo estremecerse ante el contacto de esa voz varonil. Era una persona  totalmente desconocida, si es que existía. Cuando le preguntaba ¿quién habla? La respuesta era un profundo silencio. Ni siquiera una leve respiración agitada. ¿Quién eres? ¿Quién eres? Ante tanta insistencia, por fin escuchó esa voz misteriosa, profunda, como si saliera de entre unas paredes aprisionado: Soy tu pensamiento que sorprende tu sueño. Yo vivo entre las sombras de la noche, porque ni siquiera las sombras son visibles. Entre carne tibia como tu cuerpo, deslumbrado por tu belleza. Te robo hasta el sol que te ilumina y así te robo hasta tu sombra, cuando caminas.
Y ésa, era la verdad. Ella pretendía ver lo que no podía, si es que existía. Era como un todo que no era nada y llegó a tener una crisis nerviosa, pues presentía que tras esas frases inquietantes, en la noche, alguien existía. Se había apoderado de su voluntad y sentía que de su alma salía una llama que la aturdía. Ya era de un deseo, cautiva. Esperaba con ansiedad que llegara la noche para escuchar esa voz susurrante. Era una caricia. Él no pedía nada, pero llegó hasta perder la libertad de su vida. Le llegó a suplicar  en sus gritos silenciosos,  su presencia o su inmediata ausencia.
Y surgió lo inesperado. Una noche era un ¡Te amo! Con esa voz varonil que la trastornaba. Y  dejaba de llamarla unos días para que su ansiedad fuera más sensitiva. Y volvía a interrumpir su sueño murmurando “tus ansiados besos, los percibo con una pasión febril y me conformo cuando me  miras, porque son las únicas caricias  que puedo percibir de ti”.
Entonces, la conocía. ¿Quién  eres? ¿Por qué la perseguía y la perturbaba el sueño? Y esa noche, su voz susurrante la dijo: “hoy te pido que sueñes conmigo: hasta mañana, querida”.
Sus palabras la arrastraban a un abismo. Ya en sus sueños sentía sus besos. Esos besos que no existían. Esos brazos que no abrazaban. La trasladaban a otra dimensión, a esa otra vida, que no era vida, pues las noches que él llamaba, las trascurría en un insomnio hasta el amanecer.
Una noche ya desesperada, le gritó. “¡Basta! ¡Basta! No juegues conmigo. Déjame vivir mi simple vida como la vivía antes de que tú aparecieras, mejor dicho de que aparecieras  entre las sombras de la noche o del día. Por qué no sé si existes entre los vivos o entre los muertos. Sólo sé que eres cruel”. Y la brotó un llanto desgarrador y esa voz susurrante se apagó.
No hubo un adiós. Ella se quedó sumergida en un vacío profundo escuchando por las noches en lugar del teléfono, el tic-tac del reloj de pared retumbando en sus oídos hasta que el cansancio y la soledad la vencían. Pero entre sueños, aún creía escuchar esa voz, ya inconfundible,  susurrando al oído, ¡no esperes que ya no llamará!
Las palabras y promesas de amor fueron enterradas en el tiempo. Nunca jamás las volvió a escuchar,  ni entre sueños, ni entre sombras.  Mas la dejaron una herida demasiado profunda. Esa clase de heridas que no cicatrizan fácilmente,  porque al desconocer de qué ser salían esas palabras que tanto alteraron su existencia, se preguntaba ¿Fueron
LIBRERÍA Thesis
Grupo suma
Autoservicio Asistido Integral
Artística - Papelería - Comercial - Escolar
Computación - Técnica - Fotocopias - Heliografías
Scalabrini Ortiz 1828  TE: 4831-9323
 
frases pronunciadas por el alma de un vivo, o por un vivo sin alma?

Stella Maris Taboro



              Alabando a la palabra Stella Maris Taboro
             
La palabra se corporiza cuando está escrita o se la pronuncia. Tiene el sello de cada cultura. Es el puente más notable de la comunicación en el mundo humano. Desde la cuna entraron a nosotros cientos de palabras y nunca nos detenemos a analizarla, pero ellas están cargadas de sentimientos, de pensamientos, de deseos y pueden ser puñales o caricias. Las palabras tienen un poder indiscutible como transmisor de cultura, como llave de intercambio con los demás, pero puede ser además el arma más destructiva, o la que abre al ser hombre a la libertad. La palabra y cada palabra es la herramienta más poderosa que tenemos. Las malas palabras también son palabras.
Las palabras siempre viajan, escondida en los libros, bien ocultas entre sus hojas vuelan a los ojos del lector quedando en su imaginación como un dibujo indeleble.
Su itinerario es inmenso, viajan en barcos, aviones hacia otros lares, en trenes, y a veces en alguna bicicleta y en las manos del que camina.
Nunca sufren frío pero la tibieza de las miradas es lo que más les gusta.
Y esas palabras que van a los oídos, se graban como un cincel en la piedra.
Viven, viajan , alegran o entristecen pero nunca mueren las palabras. No se cansan por las distancias, ni las guerras las destruyen .
Su vuelo es imperceptible como un halo transparente, cruza fronteras sin documentación . Palabras que dejan pensamientos. desde tiempos lejanos . Palabra primera que el niño pronuncia o el orador enuncia.
La palabra está en cada acontecer de la vida y hasta la muerte tiene sus palabras, en las frías lápidas .Todas están selladas por la cultura del lugar donde vive. Tienen un espíritu cargado de destellos por su vida propia . Hay palabras que caen en su uso, pero no desfallecen.  A veces una sola palabra significa tanto y otras veces muchas palabras significan poco. Son como flores cuando expresan ternura y son como espinas cuando lastiman...
                                                         PALABRA
Que la palabra tenga el poder del sol naciente. Que su riqueza destruya la miseria.
Eleve tu presencia, sea aliento ante el desconsuelo.
Palabra, fruto del pensamiento
encarcelando al terror posible.
Que tú, yo, nosotros  
hagamos de la palabra
un vínculo burbujean te que nos una
Palabras, dagas ante la injusticia,
árbol rico en frutos, luminosidad en oscuros huecos,
Palabras vertidas en arte,
cuando en el papel formas surcos
inundados de amor y esperanza

Nechi Dorado



Los símbolos de Toño Nechi Dorado

El pueblo era tranquilo hasta la noche en que la fatalidad comenzara a descargar su furia sobre el caserío pobre. Esa mayoría siempre silenciada, naturalizada, que se convierte en la imagen de lo sucio, despreciable, vergonzante para el ideario colectivo en cualquier sociedad pseudo civilizada.
Cuando estalló la absurda Guerra Civil, la abuela Digna, tuvo la posibilidad de salir del país buscando un horizonte inexistente. Partía rumbo al lugar donde los sueños prometían hacerse realidad y la mentira tenía instalada su corte palaciega.
Expulsados de su tierra, salieron con ella en una barcaza herrumbrada su hija Bernarda y dos nietos, Toñito y José, ambos hijos de su otra hija asesinada cuando el odio se compara a clavos enmohecidos en la columna vertebral del olvido, perforando desde el corazón hasta los talones. Salieron como crudos sobrevivientes del espanto huyendo hacia lo que sería la nada.
En la crianza de los niños, Bernarda, hacía mucho tiempo que cumplía dos roles, madre-abuela, tumba humana del dolor entremezclado con mil por qué sin respuesta. Esa tarea cayó sobre su humanidad el día que violaron, para seguidamente asesinar a su hija, María de la Cruz, abriéndole el vientre para arrojar a los perros esa figura amorfa que latía en su seno casi adolescente, cuando un escuadrón de la muerte dispuesto a implantar el orden a punta de bayoneta entró al pueblo desatando la masacre. Orden que ordenaba ser ordenados, ordenándose ordenadamente y asumiendo como algo natural el despojo, el asalto contra la dignidad y la justicia que se dibuja asequible para todos.
La diáspora se produjo una noche, luego que tres de los hijos de Digna rumbearan al monte, desordenando el dogma establecido, mientras otros dos ordenadamente se enrolaran en las filas militares. Ninguno pensó que les tocaría matarse entre ellos, el hambre tiene la facultad de enredar las raíces de la razón enterrándolas bajo la misma tierra que los viera nacer, ignorando el mandato de las venas que comparten sangre.
La desmembrada familia, cargó sólo con los recuerdos. Lejos de la patria, Digna, continuó con la crianza de los niños en condiciones de extrema pobreza, con la muerte pisándoles los talones pero de otra manera, sin bayonetas, sin gritos amedrentadores. El sicario, allí, era el abandono más cruel que justificaba su accionar dando lugar al pensamiento indicativo que el asesino era el pasado y sus secuelas.
Toñito creció lleno de resentimientos. Él fue quien vio cuando asesinaron a su madre y vio ese pedacito de carne volando hasta caer en las fauces de la manada. Y vio a María de la Cruz, madre, tendida en el polvo de la calle, con sus ojos de noche con forma de almendra mirando hacia la nada. Y vio a su abuela pegadita a ellos y vio el rostro del odio y vio a los monstruos riendo, disputándose el trofeo yaciente en el piso, boca arriba. Vio el adiós para siempre, no deseado.
No escuchó más a su madre recitando a Roque Dalton “siempre vieron al pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/ fracturado/ tumefacto/ asfixiado/ violado…” Nunca olvidó esa estampa del horror, así como tampoco el paso de los años borrara de su recuerdo los rostros de esas bestias. Toñito se convirtió en un muchacho difícil. Las noticias que recibían desde la patria numeraban nuevos muertos, causando el dolor de los otros asilados por las mismas circunstancias.
Así crecieron esos niños entre lágrimas, odio, dolor. Confundidos al punto de no saber cuál era la alquimia de los sentimientos que pujaban desgarrando el seno de las familias expulsadas.
Una noche, un auto policial se detuvo frente a la puerta de la humilde casa de la familia desmembrada. Digna daba vueltas en su cama, algo la inquietaba sin saber a qué se debía su sobresalto
Cuando sintió los golpes sobre la puerta, se abalanzó hacia allí. Una voz inquirió – ¿Buscamos a los padres de Toño Funes.
-Fueron asesinados, señor, soy su abuela ¿ocurrió algo con él?, respondió la mujer en medio de un temblor helado por la premonición que susurraba que algo feo había sucedido nuevamente.
-Debe acompañarnos, ordenó el ordenado.
Al llegar al sitio donde estaba detenido Toño, el muchacho miró a su abuela antes de dirigir su mirada hacia el piso sucio del calabozo, tragándose una lágrima. Resaltaban en su piel morena los tatuajes que cubrían casi todo su cuerpo, cono si cifraran una historia. Uno de ellos estaba compuesto por cinco letras que resumían todo el dolor del muchacho: Madre.
Compartían espacio en ese cuerpo esmirriado, números, símbolos, figuras contradictorias donde coincidía un ángel con las alas rotas y un demonio sonriendo dejando al descubierto sus colmillos. Debajo del primero se leía “hermano”.
Digna intuía que algo estaba diciendo sin voz, su muchachito adorado, rebelde como fuera su padre, con los ojos aindiados de su madre. Verlo la retrotraía a la visión de su hija partida en dos en el mismo pueblo que la viera nacer.
-Mire señora, su nieto pertenece a una pandilla donde son todos escoria, basura, faltó que alguien pusiera orden en su vida, gritaba un oficial mientras miraba con asco la negritud de esa abuela con raíces indígenas y el dolor instalado en sus ojos tristes de tanto llorar ausencias definitivas.
-Supiera usted, señor, el dolor que carga mi muchacho y sin dudas todos ellos a los que llama escorias. Supiera que ser indígena no es humillante, es la brasa que ilumina a nuestra historia pisoteada.
-¡Estos indios no se domestican más! Que se pudran acá, lo hubiera cuidado antes, gritó con ira el supuesto ordenador de vidas, asalariado de la fuerza con armas en la cintura.
-No pude hacer alguien de su gusto, exclamó Digna, tampoco ustedes nos ayudaron. Desde que pisó esta tierra sólo sintió la vergüenza por su raza en este mundo donde el bien se pinta con colores claros. Nosotros no elegimos estar acá, fuimos expulsados por la incomprensión que toma forma de guerra que los pueblos no deseamos. Mi niño es el resultado de la tragedia humana que muy pocos quieren asumir.
-Ustedes tenían, entre otros, el poder para insertarlo, pero prefirieron cerrarles las puertas de la escuela tanto a Toñito como a sus amigos. ¿Será que buscaron sostenerse unos a otros en este mundo hostil? Siguió respondiendo Digna.
La abuela salió del lugar, el muchacho, “escoria pandillera” quedó detenido, el odio ganó su enésima batalla. A la mañana siguiente, volvieron a golpear la puerta de la humilde vivienda.
-¿La familia Funes? Somos del Hospital del estado, venimos a avisarle que Toño murió. Esos jóvenes siempre terminan matándose entre ellos, señora. Lo sentimos mucho. Buenos días, dijo un hombre antes de retirarse del lugar.
Digna se desparramó sobre lo que alguna vez encontrara en la calle y se dijera sillón. Algo iba dibujando una telaraña en su cabeza y nuevas arrugas en su rostro arrugado. Volvía la imagen de su hija, el pequeño pedacito de carne en las fauces de los mastines y Toño, su Toñito, con esos tatuajes hasta en la cara como tapando su agonía infinita.
Sintió la voz de María de la Cruz recitando desde muy lejos, en el tiempo, a Dalton: “siempre vieron al pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/ fracturado/ tumefacto/ asfixiado/ violado.
-Ya deben estar juntos los tres, murmuró Digna, mientras las lágrimas corrían como granos de sal sobre las heridas del alma. Bernarda abrazó a José mientras el llanto iba golpeando las puertas de las casas vecinas.