jueves, 19 de diciembre de 2013

Carlos Margiotta








La última navidad con mi padre 
(Parte I) 
Carlos Margiotta
  

Cuando llegue a la terminal de trenes de Constitución me di cuenta que me había equivocado, que debía haber tomado un avión hasta Bariloche y hacer unos kilómetros en ómnibus por la vieja ruta de ripio hasta Ñorquinco. Sin embargo pudo más mi entusiasmo por volver a recorrer el desierto patagónico recordando aquellos años de mochilero cuando pasaba la noche durmiendo en los asientos de madrera para bajar por la mañana en Ingeniero Jacovachi y después hacer el trasbordo en la Trochita con destino Esquel. Además sabía que era una de las últimas oportunidades que tendría para hacer el recorrido aventurero antes que las autoridades del gobierno levantaran ese ramal del tren como ocurriera con muchos otros.
El andén que me correspondía estaba lleno de gente, mujeres con sus chicos, parejas,  jóvenes, ancianos, familias y algunos solitarios como yo dispuestos a viajar largas horas para visitar a los parientes por las fiestas.
No hubo que esperar mucho tiempo para que el tren frenara en el punto de partida. Dejé que la multitud subiera y acomodara sus bártulos para hacerlo después sin apretujones ni apuros. Equipajes, valijas, bolsos, cajas de cartón, paquetes, canastas, mochilas, subían por las escaleras y ventanillas como un ejército de hormigas cargando sus provisiones hasta el hormiguero.
Había comprado un pasaje de primera clase junto al pasillo, quería tener libertad de movimiento para pasearme por el vagón y descender  en cualquier estación para extender las piernas y fumar un cigarrillo. Finalmente subí por la puerta 32. El baño de caballeros parecía estar limpio y las piletas para higienizarse estaban en condiciones. Acomodé el bolso en el portaequipaje corriendo una pequeña valija de cuero esperando en vano el reclamo de su dueño. Me senté en un sillón verde medio vencido por el uso y los años cuando los pasajeros empezaron a saludar a los conocidos que habían ido a despedirlos.
Pasaron largos minutos después que la maquina diesel sacudiera la inercia de la hilera de vagones haciendo sonar su estruendo.
Los viajeros se fueron tranquilizando en la medida que el tren abandonaba la gran ciudad y se internaba en un paisaje suburbano de techos bajos y estaciones cada vez más lejanas y distantes unas de otras. Mi ansiedad también le fue dando lugar a mi propio viaje, a mi propio paisaje, el que me llevaría a encontrarme con mi padre.
Junto a mi asiento, al lado de la ventilla una mujer mayor había comenzado a comer pastelitos de dulce de membrillo mientras desplegaba sobre un repasador a cuadros sobre sus rodillas: un mate, una bombilla, yerba, azúcar, y un termo  en una de sus manos aguardaba para iniciar el ritual criollo. En los asientos de enfrente una pareja de jóvenes intentaban de entretener a su pequeño hijo de dos años. A mi derecha cruzando el pasillo viajaban dos mujeres de mi edad, parecían hermanas, una estaba leyendo la revista Gente y la otra observaba en campo incipiente que se perdía en el horizonte. Un señor vestido con un pantalón árabe, una camisa azul y un sombrero de ala ancha cabeceaba sobre el hombro izquierdo como queriendo caerse en el vacío. En el otro asiento un pibe de unos 17 años escuchaba música a través de sus auriculares conectados a la radio. Más adelante podía observar muchos chicos que habían empezado a corretear por el vagón, las madres se levantaban cada tanto para traerlos a sus lugares, más de uno recibía un tirón de orejas o una maldición a gritos. Lindas minas, pensé, lindas criollas. Los hombres permanecían sentados y algunos empezaban a conversar con sus vecinos, otros abrían sus equipajes sacando y guardando ropa. Detrás de mí dos parejitas de estudiantes hablaban del itinerario a recorrer cuando llegaran a destino. Cada tanto pasaba el vendedor de bebidas gaseosas y café con un carrito que goteaba agua de algún pedazo de hielo, lo seguía el que vendía sánguches, alfajores y golosinas, agregándole más ruidos al viaje, esos ruidos que me asustaban en la infancia.
Traté de aislarme del bullicio y volví a arrepentirme de mi romántica decisión, aunque el viaje de regreso estaba previsto hacerlo de otra manera. Abrí las páginas de un libro de cuentos de Felisberto Hernández que me habían regalado mi amiga Marta: “Léelo es un escritor uruguayo de principios del siglo XX, te va a gustar”, me había dicho Marta.
El sol del atardecer atravesaba el interior del vagón como una daga anaranjada. Me dieron ganas bostezar y estiré los brazos tratando de no molestar a mi compañera de asiento y de pronto volví a escuchar esa voz cálida que despertó mi curiosidad:  “Soy Noemí, la mujer de tu padre. Él esta muy enfermo y me pidió que te invitara a pasar la navidad, quería verte antes de morir”, había dicho por teléfono días antes. Era una voz joven, aunque algo ronca, como atragantada de palabras no dichas, como la mi madre. Primero creí que era otra de las tantas mentiras de mi padre y prometí contestarle más tarde. Me dio un número de teléfono que anoté demorando la charla para seguir escuchándola. Creo que esa voz pudo más que las ganas de reencontrarme con mi padre a quien no veía desde la guerra de Malvinas. Más tarde llamé al número y me atendió otra mujer que prometió transmitirle la noticia. Tal vez era cierto lo su enfermedad y no quería desaprovechar la oportunidad de creerle.
Las luces del tren se encendieron anunciando la noche cuando el mozo del salón comedor pasó invitando al primer turno de la cena. Cerré el libro y lo guarde junto al apoyabrazos. Pensaba ir a comer mas tarde, después que el tren se detuviera en Olavarría. Me levante del asiento y fui al descanso donde se enganchan ambos vagones, prendí un cigarrillo y lo fume entre las manos. El paisaje encendido de pequeñas lamparitas brillaba a lo lejos y recordé las navidades de mi niñez cuando toda la familia se reunía en la casa de mis abuelos. Allí estaban mis padres juntos, mi hermana desaparecida, mis tíos, mis primos y los regalos que traía algún mayor disfrazado de Papa Noel.
Volví al asiento, la señora de al lado se había puesto a tejer, el nene de enfrente lloraba en los brazos de la madre que le hacía palmadas en la cola, el marido parecía nervioso y se comía las uñas. Las hermanas habían cambiado sus lugares y charlaban sobre una telenovela. El gaucho dormía sobre el hombro del pibe que seguía con los auriculares puestos. Las parejitas de atrás estaban dale que dale con los arrumacos. Algunas madres seguían luchando con sus críos mientras le pedían ayuda a sus maridos.
“No vayas, no seas boludo, te va a cagar otra vez” había dicho mi hermano mayor cuando le conté lo ocurrido. “No le creas esa historia del héroe, si algo de grande es el viejo es que es un gran hijo de puta”. Sabía que tenía razón pero a esta altura de mi vida necesitaba de ese encuentro, quería saldar las cuentas pendientes, terminar de una vez y para siempre con esa historia in-conclusa y perdonarlo como me lo había pedido mi madre.
El tren se fue deteniendo en el medio de la ciudad de Olavarría y me baje para estirar las piernas, fui al baño de la estación, compre cigarrillos y un paquete de galletitas Tita. Pensé en mis hijos, una viviendo en París, el otro enseñando antropología en la universidad de México y el más grande con su mujer y las nenas, acompañando a su madre en un lugar la costa. El viaje hacia la última navidad con mi padre había comenzado.
                                                                                                                                         (continuará)
 

Marta Becker






Feliz año nuevo Marta Becker


Hoy es 31 de diciembre. Año Nuevo. Cómo recuerdo los festejos de los antiguos fines de año, hace ya mucho tiempo.
 En la casona tipo chorizo -hall de entrada, comedor con ventanal a la calle, dormitorios a lo largo de un lado de la edificación, un patio mediano, un pasillo que desembocaba en otro patio esta vez muy grande donde se ubicaban el baño principal y la cocina- se ponían varios tablones sobre caballetes y se armaban las mesas para la fiesta.
Nunca eran menos de cuarenta los invitados, entre familiares cercanos y lejanos y algunos vecinos. Mamá y sus dos hermanas entraban en la cocina el día anterior al 31 y no salían de allí hasta tener tanta comida que rebalsaba las mesas.
Una hermana y una cuñada de papá se encargaban de los dulces y los hombres se ocupaban de poner las luces, organizar la música y comprar los juegos artificiales.
Los chicos corríamos alborotados de un lado a otro, entusiasmados con sólo saber que estaríamos despiertos hasta tarde.
Después de la medianoche se armaba el baile y varias parejas surgieron de estas fiestas de Año Nuevo.
Pero ahora que lo pienso, no todo marchaba sobre ruedas en estas reuniones y ocurrían cosas. Recuerdo un año en que mis tíos invitaron a unos familiares del campo, primos que hacía mucho tiempo no veían. Ocurrió que el hijo mayor, de unos once años, se encerró con dos primitas en la cocina; al parecer tenía cierta tendencia piromaniaca y le prendió fuego a la cortina que cubría la puerta vidriada. Fue un susto mayúsculo, todos corrieron a apagar las llamas y el nene recibió una tremenda paliza.
Otra situación que viene a mi memoria fue cuando –yo ya era más grande y entendía más- mis tíos de parte de ambas familias tomaron demasiado y empezaron a hablar. Resultó que la tía Rosa (hermana de mamá) había salido con el tío José (hermano de papá), pero cuando los dos ya estaban casados. Primero se pelearon los respectivos cónyuges,  luego se armó entre los cuatro, y por último se sumó toda la familia presente. Todo terminó cuando sonaron las campanas de las 12 y decidieron reconciliarse y olvidar el asunto.
Y también recuerdo otra vez cuando, mientras todos comían y tomaban, la tía Pocha -la solterona- desapareció de golpe y detrás de ella mi papá. Cuando mamá se dio cuenta empezó a recorrer las piezas hasta que los encontró en el altillo festejando aparte el Año Nuevo. Casi casi se separan ahí mismo mis padres, pero finalmente mi madre se conformó con arrancarle el peinado a la tía y -eso lo supe mucho después- lo tuvo en cuarentena al papi como castigo ejemplar durante bastante tiempo.
Lo bueno es que todo se arreglaba cuando sonaba la sirena de las 12 y las campanadas y surgían los brindis y los besos y los abrazos y las promesas -que seguro luego no se cumplirían pero eran propias de ese momento.
Todo era algarabía y corría la sidra junto con el pan dulce y los chicos tirábamos cohetes, los más pequeños hacían girar temerosos las estrellitas y todo era burbujas de felicidad y amor.
¡Qué épocas! Pero de a poco las mesas se fueron achicando, eran menos los invitados, se habían formado familias de familias y éstas a su vez festejaban con los hijos y nietos en otras casas; el barullo de fin de año sonó cada vez menos.
Mis padres, que siempre fueron los que organizaron estas fiestas, fallecieron y ya nada fue igual.  La casa se vendió y en ese enorme terreno se construyó una torre de 20 pisos, una colmena donde casi nadie se conocía.
Yo me fui del barrio, me casé, tuve tres hijos y siete nietos, enviudé, dos de mis hijos residen en el exterior y el varón que vive en un country de Pilar está siempre ocupado.
Estos recuerdos que acuden a mi cabeza surgen mientras estoy sentada en un amplio comedor adornado con globos y guirnaldas, las lucecitas del deslucido árbol de Navidad brillan con lástima y ya están puestas las mesas.
La cena llegó como siempre a las 19, pero por ser un día especial el postre fue helado con dulce de leche. Luego brindamos con sidra sin alcohol y una porción de pan dulce. Turrones no hubo porque son muy peligrosos para nuestras dentaduras.
Al final, Gladys, que atiende el comedor, reparte a cada uno como siempre la pastilla para dormir. Jajaja la volví a engañar, no la tomé.
 Ya en el dormitorio la agregué a las muchas otras de otras tantas noches entre la bijou que guardo en una cajita. Le pedí a Marta -la cocinera- que me ponga una botellita con agua en la mesa de luz por si tenía sed.
 Miro el reloj pulsera que me regaló mi hija no me acuerdo en qué ocasión y son casi las 12. ¡Qué bueno! Voy a estar despierta para cuando suene la sirena en la radio que escuchan en la cocina Marta y la nochera, listas para brindar.
 Ya la oigo.
 Saco las pastillas y agarro la botella de agua.
 ¡FELIZ AÑO NUEVO!

Celia Elena Martínez



                                       Terminó el año Celia Elena Martínez


Fue un año fatigoso, El  micro centro  se llenó de papelitos que los empleados de oficina tiraban por las ventanas. Brindamos como  para esta festividad, todos los compañeros del estudio contable “Samburgo”. Ya empezábamos bien las vísperas de fin de año. Estábamos, para decirlo con discreción bastante embriagados. Por fin nos abrazamos todos nos deseamos lo mejor para el año siguiente. Domínguez fue al baño y dijo-  ya vuelvo- Nos fuimos todos cantando sería un largo festejo porque caía en lunes y martes, siendo viernes tendríamos un largo feriado.
 Como todos los años lo hicimos en mi casa que tenía una gran terraza, como siempre comeríamos hasta el hartazgo, quedábamos tendidos en los sillones, inflados de comida y bebidas, con una mezcla de alcohol que estábamos seguros que al otro día se nos partiría la cabeza, el tío Romualdo como era usual sería el de los chistes pesados por sus acostumbradas borracheras, su mujer intentaba calmarlo, pero era inútil.
 Hacia el final de la cena, siempre hacíamos una tómbola, cada uno ponía la misma cantidad de dinero, hacíamos el sorteo con papelitos y el ganador se llevaba toda la “fortuna”.Una vieja costumbre que había instituido el tío Carlitos hacía añares.
 Los chicos jugaban con los fuegos artificiales. Desde allí arriba se veían, las bengalas, los globos encendidos y las luces de colores de los juegos de artificio.
 Los grandes sin poder más tomábamos sales. Finalmente la abuela traía los dulces y el helado, no faltaban las nueces, almendras, las castañas venidas de Italia y las confituras italianas que la nona preparaba desde siempre.
 Poco a poco se fueron yendo, prometiendo volver el 1° al mediodía, nosotros sabíamos que llegarían pasadas las tres porque ya estaba amaneciendo, al tío Romualdo lo llevaban entre tres, los chicos dormidos lloraban. Cuando mi mujer y yo vimos los trastos sucios, suspiramos y nos fuimos a dormir. Al unísono dijimos -mañana será otro día- Por suerte nuestros niños dormían en sus camas. El perro se había sosegado y dormitaba a los pies de la nuestra Cuando le dije a mi esposa con picardía -¿estrenamos el año?- Ella ya dormía profundamente y masculló algo entre sueños.
 Recién el miércoles por la mañana se me ocurrió revisar los mensajes del teléfono suponiendo que esa enorme cantidad serían de saludos.
 Era la mujer de Domínguez que en tono desesperado nos preguntaba por su marido. No había regresado. Hablé con otros compañeros y tampoco sabían de él desde el viernes, pero como ya nos había comentado que iba a viajar con su amante para estas fiestas, lo presumimos pasándola bien en algún hotel de la costa.
 Por supuesto no llamamos a su mujer.
 Entramos a  la oficina todos con caras de cansancio y ojeras.
 Rossi fue al baño uno a uno fueron llegando  mientras preparábamos el café.
 Desde el baño llegó el grito de horror de Rossi, salió espantado y no podía emitir sonido.
 Fuimos al baño y también  con espanto lo vimos allí. Domínguez yacía en el piso muerto.
 No había terminado el año.

Analía Temín



La vaca lechera  Analía Temín


Y sí, el parto dolió, no voy a decir que no, valga la redundancia, fue un parto parir. ¡Ja ja !. Ahora estoy chistosa pero te quiero ver en mi lugar, esta mañana, pariendo. Por suerte ya pasó y estoy feliz con mi nenita linda de mamá, bonita, chiquitita. ¡Huy que coloradita es!. Me siento como con juguete nuevo. A ver esa bebita de mamá, ahora va a tomar la teta por primera vez. Che, que flacas tengo las tetas. ¿Tendré leche ?. A ver vamos a probar, upa bebé, abrí la boquita, así, muy bien, ay, así no que me duele, así sí. Huy cómo chupa esta bebita linda. ¡Ey! qué pasó, se durmió. Me parece que no tomó nada. Hola enfermera cómo te llamás. Zulma, vení fijate, la puse en la teta, chupó treinta segundos y se durmió. Me parece que no tengo leche porque tengo los pechos flacos y blandos. Sí, voy a insistir, como decís vos, hasta que baje el calostro. Gracias Zulma, en un rato pruebo de nuevo. Sí, te hago caso, voy a dormir un poco y después insisto. Huy cómo dormí, qué bien. ¡Epa! Qué pasó, me aprieta el camisón, me duelen las tetas. Qué suerte que viniste ma-mita, ayudame, se me inflaron los pechos de golpe y me aprieta el camisón. Sí, mañana me traes otro pero ahora pedile una tijera a la enfermera y lo cortamos acá en el escote. Ay sí, me duelen, a ver alcanzame a la bebé que le doy de mamar, necesito urgente vaciar los pechos. Huy cómo duelen. Ves, no toma casi nada, se llena enseguida y se duerme. Llamá a la enfermera. Zulma, Zulmita ayudame qué hago, las tengo como dos pelotas de futbol número cinco, la bebé toma poquito y se duerme. Bueno dale enseñame los masajes así me saco un poco. Mamita me dijo Zulma que hay un bebé que no toma la teta porque la mamá no tiene leche, me ofreció que yo le dé así se me vacían un poco, la mamá estuvo de acuerdo y yo acepté. ¡Qué alivio! Este bebé tan bonito me salvó, tenía un hambre bárbara. ¡Ahhhh! qué alivio. Pero al rato otra vez como dos piñatas de látex. Zulma perdoná que te moleste pero el masaje es doloroso, le di a mi nena y al bebé de la mamá que no tiene leche pero no es suficiente, no se me terminan de vaciar. Me enteré que hay una chica de 17 años detenida con custodia policial que tuvo un bebé y está en shock y no lo quiere amamantar, por qué no te fijás si es posible que me lo traigas y yo le doy de mamar. ¿Te dijo que sí? Venga para acá ese nenito lindo, qué chiquitito es, no llores bebé, yo te voy a dar de comer. Gracias Zulma, me siento como una sucursal de La Martona pero ahora sí, ya estoy mejor. No se si habré hecho bien, una abuela que vió to-do este movimiento de contrabando de leche materna me contó que a la hija le hicieron cesárea y se siente muy dolorida para darle la teta a su hijita y me pidió si yo le daría de mamar. Ya estoy jugada, no le puedo decir que no, total donde comen tres, comen cuatro. Dale abuela traémela, la mesa está puesta y en definitiva es una solución para tu nieta y para mis tetas. Dale que va. Por suerte mañana me voy de alta y se cierra el comedor infantil. ¡Qué felicidad!, de vuelta en casita. A ver, a ver, papito le va a cambiar los pañales a la nena mientras mamita va a estrenar este aparatito sacaleche para dejar de parecerme a la mulatona. Por estos días mi canción favorita es: "Tengo una vaca lechera..." Yo atiendo. Hola Silvita, si mi reina estoy muy feliz, todo bien. ¿Ytu bebe... llorá... tiene hambre...ah no tenés casi leche...? No te angusties amiga, venite para casa que yo le voy a dar la teta....¡Glup!
 

ALBERTO ESPINOZA








Vuelve (que no te espero) 


Hay un antes y un después   
Que divide mi existencia 
 No es que ofrezca resistencia

 A tu inesperada partida,

La verdad es que yo quería

Que tú sigas a mi lado

Pero en algo habré fallado

Pues te fuiste de mi vida.


Y pensar querida mía

Que eras todo para mí

El mundo yo te ofrecí

Pero veo que fue en vano,

Amarte como te he amado

Si sonrisas clandestinas

Fueron tapando las mías

Y de a poco te fue llevando.


No pienses que estoy rogando

No te equivoques mujer

Solo quiero hacerte ver

De todo lo que dejaste,

El cariño que un día aceptaste

Que fue sincero y puro

Y que no hallaras ninguno

Con tanto amor para darte.


Vamos a ver si ganaste

Con el cambio que has hecho

Si los ojos celestes esos

Brillan como los míos

O el calor que te he ofrecido

Él te lo puede brindar;

Veras no serás capas

De llevarte a tu punto divino.


Quizás yo hubiese preferido

Que te fueras calladita

Y no haciéndote la cocorita

Tú conquista presumiendo,

Espera que pase el tiempo

Y comience a avivarse

Que se compro un buen envase

Pero es veneno por dentro.


Todo es bonito al comienzo

Pero después hay que aguantarte

Hay que ver, tu carita al levantarte

O comer eso, que llamas comida

Suplicarte que me planches la camisa

Y puedo cansarme de enumerar

Sin faltar a la verdad:

Sos un desastre querida.


Pensándolo bien te diría

Que siento lastima por él

Tiene todas las de perder

Pero en el fondo agradezco,

Dejarme respirar un momento

De tu fatídica compañía

Aunque sé que en un par de días

Te fleta pa’ca  de nuevo.


Y no pienses que te espero

Pero se que volverás

Tarde o temprano veras

Que no hay otro que te aguante

Y tantos años pasaste

 A lado de este gil

Que con paciencia aprendí

Que he nacido para amarte

Allets Siram









Presente continuo  
Allets Siram


Se sentó un rato al borde del arroyo. Un pie como al descuido cae en el agua. Un sol irreverente y el añoso árbol de memoria infinita,  la invitan a detenerse.
Es que  tenía la necesidad de buscar un refugio. Para si misma, para ocultar lo que había hecho, para ocultarse del mundo.
No era vergüenza, ni arrepentimiento, mucho menos temor lo que sentía.  Sabía que iba a ser juzgada. Un crimen es un crimen. Pero Cira sabia que era justicia, o al menos era justo para ella. No podía aguantarlo mas, y  el no dejaría de perseguirla. Se le aparecía aún cuando cerraba los ojos, se le metía en los sueños, en el aroma del café, en la ducha al levantarse. Tantas veces lo pensó,… si tan solo pudiera… ¡si tuviera el coraje! Buscó entre la gente, en los  paisajes urbanos, en las calles colmadas de pies y cabezas que parecen moverse al compás de una única melodía. Buscó en el pitar de los trenes que mecen y adormecen. En los sube y baja, en las hamacas del parque que despeinan, en los bodegones de viejas comidas. Buscó entre los colores brillantes y ocres, en los pañuelos mojados de ausencias, en la mapeada  piel  de la vejez. Se hundió apretada entre cada letra de cientos de libros. Quiso ser pájaro, ballena, caballo o mariposa. Se adentró en la boca de una carcajada, en el surco de una lágrima salina, en el agujero de una media, en la cuerda rota de la vieja guitarra. Algo o alguien que le diera el perfecto camuflaje para que no la alcance. Para despistarlo, para distraerlo. Tiene que existir ese lugar. Tiene que haber un no lugar. ¿Adonde van las palabras que no se dijeron? ¿Y las caricias huérfanas de cuerpo? ¿Y el perfume de la piel en celo? ¿y el sabor y  el aroma de la copa que hace brindar? ¿Donde se esconde la esperanza? ¿Donde espera el mañana?
Ella no podía dejar de buscar y el no podía dejar de encontrarla.
Entonces no tuvo mas remedio, después de todo era en defensa propia. Lo podía acusar de acoso al pensamiento, de atropello de vivencias, de imposición de sensaciones, de trafico de ilusiones, de secuestro de tiempos y formas, de privación de la moral y las buenas costumbres, de deformación creativa, de promiscuidades consentidas.
Entonces lo decidió. Tenía que deshacerse de él. Supo que debía darse una buena estrategia, que tenia que hacerlo sin miramientos. Seria lento, largo, opondría resistencia, tenia la fuerza para hacerlo y la doblegaba en poder.  Cuido cada detalle.
Comenzó a quedarse en las formas precisas, en los envoltorios con moños, en las luces de neón, en los anuncios de TV, en las explicaciones y las justificaciones,  naturalizó la inequidad,  humanizó la naturaleza, y perdió el asombro. Compró envases, vació la casa, dejó de mirar el cielo y unifico el sabor. Conservo la misma piel, se vacuno contra el sentir y aturdió sus oídos.
No supo cuando pasó, pero sabía que estaba herido de muerte, no lo vió caer, tampoco hacer ruido, ni lanzar algún aullido. Simplemente dejó de estar.
Entonces tuvo la certeza de haberlo logrado. Cira había asesinado a su Recuerdo,  y supo también que en ese mismo acto, había matado el futuro, era ahora sólo un presente continuo, fantasmal,  que  andaba entre la gente sin ser vista, ni oída, ni olida, y que la lluvia nunca más la mojaría. 
 


Fernanda García Lao









                         Bisturí Fernanda García Lao

No quiero que me llamen por mi nombre. Prefiero que me digan señor. Así no me desgasto. Tampoco voy a decir el tuyo. Y no pensemos en tu estado actual: destruido. En esas bolsas hay otros en las mismas condiciones. Algunos vuelven. Suena arriesgado, pero he creído reconocer algunos cabellos. Después prefiero pensar que son invenciones. Como yo. Nada es simple y no es una frase. Yo he visto a la muerte en persona paseándose por ahí como una putita en celo.
No anoto. Trabajo de memoria.
Me da una sensación asquerosa de realidad sacar una lapicera; abrir un cuadernito es asqueroso. No me gusta dejar constancia. Si uno piensa que todas estas bolsas eran gente con familia, se inmoviliza. Al llegar, lo primero que te dicen es que se resuelven como un crucigrama, sin psicología. Los sentimientos por un lado y las bolsas por otro.
Me gusta sentirme parte de algo grande.
Voy detrás de un objetivo enorme. Siento la necesidad imperiosa de modificar. No soporto ser un elemento pasivo, quiero sentir que estoy participando. Cuando iba a la montaña tenía por costumbre cambiar un par de piedras de lugar. Esa sutil diferencia me hacía bien. Yo estuve ahí, me decía. No hay que destruir, hay que ayudar al movimiento. Un objeto inmóvil es una derrota de Dios. Esto es lo mismo, pero a gran escala.
Las viudas vienen preparadas para hacer escándalo.
Yo les abro la bolsa y les muestro los pies muertos. Cuando empiezan a dudar, cuando se dan cuenta de que nunca les conocieron los pies, les enseño el resto. Me entretengo estudiando cada forma de dolor. Hay diez o doce.
Hace un rato, trajeron a una chiquita.
Tenía las manos apretadas. Tuve que lavarla y entonces entendí que estoy muy enfermo. No me importó limpiarla con el trapo. Después de la autopsia, como nadie venía a reclamarla, le desenredé el cabello.
Me acordé de mí, cuando era chico. Quería trabajar en el circo. Un día dibujé que me disparaban de un cañón y las caras de asombro de los espectadores, vistas desde arriba. Mi padre se rió y me llamó infeliz. Observé el dibujo y lo rompí lentamente en tiras perfectas. Gracias a mi padre soy un profesional. No hay nada más real que la muerte.
Miro a mi asistente y lo imagino sobre la mesa de disecciones. Abro su camisita gris, corto la cadena. Es sumamente peludo y correcto. Parece normal. Pero eso es imposible. Qué miserias lo aguardan. Su tórax es un cuadrado perfecto, atravesado por músculos en tensión. Dice que está enamorado. Canta y siempre se las arregla para sonreír, aunque no haya motivos. Mientras se saca una bala de un maxilar con el bisturí manchado, no se puede ser feliz.
Cuando llegué esta mañana había una cartita de Salta.
La pisé. Era una carta oscura, olorosa y palpitante. No era para mí. Era para él. Abrió tiernamente el sobre y sacó una foto. Había poca luz y me dio miedo. Pensé que podría matarlo y ella no se daría cuenta. Fumé un cigarrillo y entonces me mostró a su novia. Una niña con la dentadura perfecta y los ojos hundidos. Me hizo bien verla, tan normal y relajada.
A veces en la calle me da vergüenza estar tan solo y sigo a alguien. Me da ganas de llorar que seamos tantos y nadie me conozca. El viejo del bar es igual que yo dentro de cien años. Sedentario y sediento, con ganas de estrellarse contra una boca abierta.
Siempre hablaron del calor del infierno
Pero acá, hace frío. Todavía no resolvieron el asunto de la temperatura. Resulta que no, que el infierno podría ser muy frío, gélido. El diablo seguro que usa abrigo de piel.
Me ha salido una cana junto a la oreja derecha.
Estuve absorto contemplándola. Llegué tarde, con la cana en el bolsillo. He estado todo el día pensando en ella. Decidí incorporarla a otro cuerpo. Tu pelo es tan negro y largo que mi cana brilla. Parece una luna. Después hice una foto, de nosotros. Estaremos unidos capilarmente para siempre.
Hoy mi asistente llegó tarde y habló de felicidad.
Presentó su renuncia. Después tomamos café y yo me sentía agobiado. Sentí el peso del delantal blanco. Él me invitó a acompañarlo a Salta. Entonces decidí que sí. Merezco unas vacaciones. Coloqué tu corazón en una heladerita de viaje. No podía dejarte. Seguro que estarías de acuerdo. Subimos al tren y era fantástico estar vestido como los demás. Confundido en los vagones como la gente común, temerosa. Mi asistente pasó a llamarse Enrique.
Te coloqué debajo del asiento. A medida que pasaban las horas, él comenzaba a tomar más entidad. Fuera de la morgue resultaba ser una persona participativa. Compró gaseosas y bromeaba con todo el mundo. La camisa entreabierta mostraba su pelambrera cabría, y la cadenita brillaba. Incluso al masticar era hiperactivo. Cambiaba el bocado varias veces de lugar, bebía y comentaba. Yo estaba sensibilizado, fuera de lugar.
Sentí sus manazas sobre mi cuerpo.
Me tapó durante la noche. Abrí los ojos y vi todo en blanco y negro. El sonido del tren me recordó el amor.
Llegamos a la hora de la siesta.
La provincia dormía y el sol se había adueñado de todo. Pensé que habría que gastar para conseguir un taxi, pero nos estaban esperando. Un tipo delgado, con una cicatriz en el cuello bajó del auto y nos hizo señales. Yo estaba nervioso por el nivel de la temperatura. Era tórrido. Pedí unos hielos en el bar de la estación y en el baño abrí la heladerita. Tu corazón estaba sobre un charquito de agua sucia. No sé cuánto tiempo podré conservarte.
Mi palidez contrastaba.
La familia de la novia era de color rojizo. A ella no la vimos por que dormía hasta las siete. Yo esperaba un rancho y me encontré con una casa bien armada con patio, aljibe, y cuartos con persianas importantes. Te puse en el ropero.
Como el sol se debilitaba, la familia se acumuló en el patio.
Pasaban varios mates y me miraban torcido. Gente amable pero desconfiada. Enrique jugaba con los perros. En un descuido me introduje en la cocina para buscar cubitos. Me tenías preocupado.
Entonces la vi a Mercedes. Todavía en camisón, el pelo largo y fino, la cara redonda. Parecía el rostro oculto de la luna. Los dientes blancos como el camisón. La mirada negra. Me preguntó quién era y tardé un instante en responder. Realmente no me acordaba.
Olvidé el hielo.
Después del primer pudor, hablé como un hombre culto. Mercedes se sentó y me invitó a un vaso de limonada. Sin darme cuenta, esquivé mi profesión. Pasé a contarle acerca de mi infancia. La casa de mi abuela, las tortugas, el limonero. Enrique gritó su nombre. Ella me miró, con complicidad, y dijo que debía vestirse. Desapareció como había llegado, a una velocidad sobrehumana. Yo había tenido el privilegio de verla en camisón.
Me acomodé en una silla bajo la parra.
Algo había cambiado en mi cara. Sonreía sin motivo. La abuela de Mercedes fumaba unos cigarrillos que ella misma armaba y me mostró sus juanetes. La gente viva es fantástica. Creo que los había malinterpretado. Cenamos en el patio. Mercedes vestida era otra cosa. Si fuera mía la obligaría a vivir en camisón. Ahora parecía una muchachita común. Enrique se comportaba como un hermano con ella. Yo los observaba mientras la abuela me mostraba el clavo que tenía en la rodilla.
Después fumé y me descompuse.
Enrique me llevó hasta la habitación que nos habían asignado. Me recosté y escuchaba las conversaciones a través de la ventana abierta. Entonces me acordé. Abrí la heladerita, pero no tuve ánimo para mirarte. Me quedé dormido.
Habrán pasado veinte minutos cuando me despertó un gruñido.
Los perros se peleaban por algo. Prendí la luz con una opresión insoportable. Tu corazón estaba siendo disputado. No pude detenerlos. El más grande consiguió el mejor pedazo. El blanquito se conformó con una pequeña parte y se metió debajo de la cama de Enrique. Yo no me moví; escuché como te devoraban hasta el final.
No conseguí dormir esa noche. Estaba desconcertado.
Enrique apareció sonriente a eso de las dos. Tras él, los perros. Se instalaron amablemente a su alrededor. Evidentemente trabajaban para Enrique. Pensé en lo sucedido. Había rencor en las fauces de esos salvajes. Una personal ponzoña.
A las seis no pude soportar más en la habitación.
Me bañé y salí sin desayunar. Caminé lentamente por la ciudad. Me detuve en la iglesia de San Bernardo. Nombre de perro. Había una lista en la puerta. La boda de Mercedes y tu asesino sería al día siguiente. Yo te debía una venganza.
Volví a la hora del desayuno.
Mercedes en camisón, cebaba mate. La tomé de la cintura. Enrique durmió hasta el mediodía. A la hora del almuerzo Mercedes ya era mía. Me sobraron dieciséis minutos. Almorzamos con naturalidad. Después, Enrique salió a buscar los anillos. Tomé a Mercedes dulcemente y la introduje en el auto del tío. Manejó ella, en dirección a la montaña.
Dejamos el auto al costado de la ruta y seguimos ascendiendo.
Yo tenía el bisturí en el bolsillo interno. Llegados a la cumbre, me faltaba el aire. Me sentí insignificante y un poco buitre. Mercedes estaba mágica. La miré recordando la saliva densa de los perros. La sonrisa de Enrique. Mi delantal blanco. La senté sobre una piedra. El viento aullaba.
Tomé el bisturí. No creas que no dudé.
Regresé a la ciudad visiblemente oxigenado. La abuela se afeitaba en el patio. Dijo algo sobre el brillo de mis ojos. El resto de la familia dormía la siesta.
Nunca más pensé en la morgue.
También borré tu forma y seguí viviendo. Miento. Nací aquel día en la montaña. Mercedes lanzó muy lejos mi antigua herramienta. Los pedazos de seres que  había atesorado. Después hicimos el amor. Volví a sentirme un poco buitre, sobre ella. No volvimos a hablar después de aquello. Tampoco me importó su boda. No se venga un corazón tomando otro.
Al día siguiente, muy temprano, volví a subirme al auto.
Pero solo. Manejé hasta que la ruta fue parte de mis venas. Subí lomas, crucé ríos y pueblos. Cuando empezó a refrescar bajé la ventanilla, detuve el auto. Y lloré.
Una paloma estaba devorando un pedazo de carne.