CONFIDENCIAS Jenara García Martín
Fermín
me había citado en el café ORIENTE, que
él frecuentaba, dado que pertenecía a la aristocracia madrileña. Acababa de llegar a Madrid, y me dijo necesitaba verme. Yo no
me rehusé y a las diecisiete horas asistí a la cita con puntualidad, como era
mi costumbre. Ya me estaba esperando. Ninguno de los dos dejamos de
emocionarnos, pues hacía años que no nos
veíamos.
-
Carlos, querido amigo, ¿cuánto agradezco que hayas aceptado esta entrevista? -
Me decía Fermín mientras nos dábamos el abrazo de sincera amistad.
Su
aspecto, como de costumbre, era impecable. Y su porte elegante. Fuimos juntos al Colegio y nos hicimos
inseparables mientras vivieron en Madrid. Cuando terminó sus estudios
completos, hizo lo que su madre al morir le había aconsejado. Terminar la
carrera de Filosofía y Letras y viajar.
Recorrer el mundo beneficia en muchos
factores -, me relataba como para empezar el diálogo -. Conocer otras culturas;
sus principios espirituales; los dogmas religiosos; sus costumbres, (…) Ahora regresaba de Italia, luego de dos años
del deceso de su madre y aunque su pasión era la música, terminó la carrera y
recorrió los países que más le atraían, cumpliendo con ese consejo maternal.
También me dijo que había escrito, pero nunca publicó nada. Decía que escribía
para él. Así quedaría para el recuerdo todo lo que fue su vida, que no muchos
conocían.
Me
sorprendió su estado melancólico, con el cual se expresaba. Mas como era de
carácter introvertido no me atreví a preguntarle para no quebrar la alegría que provocó nuestro reencuentro. Él se dio cuenta
de mi inquietud, y me dijo que me iba a relatar el motivo de su tristeza,
rogándome que no le interrumpiera. Mi curiosidad iba a ser complacida, sin yo
requerírselo.
Así comenzó Fermín su relato:
“Estoy demasiado abatido. Demasiada angustia
la que siento dentro de mí. No puedo expresar su dimensión. Nadie lo
entendería. Vivo ajeno a todo lo que me
rodea. Como si no existiera. Es inexplicable. Yo estoy siempre observando todo
lo que me rodea. Presiento el magnetismo
que transmiten las personas. La naturaleza. Los espacios llenos o vacíos. No me
detengo a mirar por mirar. Observo a los seres humanos que caminan, a veces,
como autómatas. Para otros, pasarán inadvertidos. Para mí, no. Doy vida a su figura, a su caminar, a su aspecto. Los retengo en mi cerebro y me
acompañan como seres invisibles. No ocupan espacio, pero ahí están. Mi
consciente prepara la composición con la que puedo ir comenzando la novela que
yo presiento puede haber en torno a ese ser humano, o a ese lugar, o a ese
“algo” que me cautivó y que tenía vida. Y minuto a minuto la temática fluye sola. Y ahora, te repito,
me falta motivación. Y me niego a creer que esté relacionado con estas
situaciones aparentes que transmito, que tú aprecias en mí, aquí y ahora. Es
algo más profundo, más ligado a mi existencia espiritual. Me falta ella. Mi
“Musa”. ¡Qué torpe e ignorante fui! La tuve siempre a mi lado. Nunca me di
cuenta que era ella. Ella. ¡Amelia¡ la que
inspiraba mis creaciones.
Compartíamos, sin que yo lo percibiera los mismos placeres que nos brindaba la
vida. Hasta el pisar de las hojas secas de los parques en aquellos atardeceres del Otoño, era algo
especial. Nos provocaba música y poesía. Me incitaban a crear algún poema, que
ella siempre aplaudía, como una niña encantada con un nuevo juguete. ¡Era un
sentimiento tan puro! Ahora entenderás mi abatimiento y mi remordimiento…
Cuando
llegué a conocerla, en la casa del Capitán Maltés, del cual era sobrina.
Tendría unos quince o dieciséis años y su esposa Cloty treinta y…, de una
belleza deslumbrante”.
-
Podía ser tu hija – le dijo Carlos, interrumpiéndole.
“¡No
me interrumpas! Era una encantadora criatura y parecía agobiada bajo un
idealismo puramente espiritual. Sin embargo, esa clara pureza de su alma fue el
indicio de lo que pronto llegó a
cautivarme. A pesar de su carita cubierta de pecas había en ella una belleza
expresiva, oculta por su comportamiento infantil. Ya se expresaba desde el alma
y cautivaba más los corazones. Era ingeniosa. Destacaba por su buena
educación, moral y social. Por su
angelical inocencia, su espontánea y
reposada alegría. A pesar de que me
cautivó, la primera impresión que sentí
al verla fue de desazón. De un sentimiento desconcertante parecido al
que produce la luminosidad excesiva que hace temer a las personas, como si
fuera el anuncio de una rara fenomenología.
–
Tú estás desvariando - le interrumpió de nuevo Carlos.
“-Perdón
pero tengo que seguir. Mi conciencia me lo pide. Hacía ya unos dos meses que me
encontraba en París, casi el mismo tiempo que ella. Yo estaba involurelaciones
amorosas con Cloty, la esposa del Capitán Maltés, quien me quería con un amor
que yo lo consi raba pecaminoso, pero me
negaba a rechazarlo. Yo estaba solo y
huérfano en esa tierra, y en ese hogar aristocrático, que se parecía en muchos aspectos y costumbres, al
que dejé en Italia Ni puedo precisar cuándo y cómo empezó el
asedio de Cloty y yo aceptándolo y ocultándonos de todo y de todos. ¡Qué
vergüenza siento recordándolo! Disfrutaba de ese calor de hogar robado pero
perdí mi libertad. Amelia, inexperta
jovencita, se interesó por mí presencia y un día le hizo a Cloty la pregunta
esperada y que yo tanto temía: ¿qué parentesco me unía a ellos? La respuesta, de la hábil Cloty a una
criatura tan inocente en esos enredos amorosos, fue la más vil mentira:
Considérale como un integrante de mi familia. Hasta puede ser como una especie
de tío tuyo. Observo que tenéis una fluida amistad. Su madre era mi mejor amiga
y a su muerte me encomendó que le cuidara como a un hijo, si algún día se
acercaba a nosotros, pues ya ves que en
mi matrimonio no hemos podido
concebirlos. . ¡Amelia! La ingenua Amelia se conformó con esa respuesta. El
trato entre ellas, en apariencias, era como madre e hija, pero no en la realidad,
pues su padre, hermano del Capitán Maltés, la había enviado a París para
estudiar, de lo cual Cloty aún no se había ocupado. Cuando conocí, por boca de Amelia, esta clase de mentiras,
tuve que confirmarlas. Ahora sí que me veía ante un laberinto sin salida y
debía de demostrar esa relación ante el capitán y todas las amistades de la
alta sociedad que frecuentaban la mansión. En las reuniones sociales, yo era
el centro de atracción y Amelia (con la verdad) una sobrina llegada de la campiña
del Oeste de Francia y agregaba, que la querían como a una hija. Con Amelia continuaba una bella y sana amistad de una “sobrina con
su tío postizo”. Así empezó a llamarme.
Se conectó la candidez de una niña con un hombre de experiencia que se
convertía en otro niño, en su compañía. Cloty supo preparar con mucho tacto el
terreno para cuando llegara su esposo.
Esa celestial criatura, ignorante del odioso
papel que yo representaba en esa casa, comenzó a profesarme una franca
idolatría, de cuyos sentimientos me avergonzaba al compararlos con la pureza de
su alma. Llegué a ver con aversión, con tedio, y hasta con asco el amor impuro
con Cloty”.
Antes de continuar, Carlos le interrumpió
nuevamente.
-Fermín,
llevaste la situación a un extremo demasiado vergonzoso.
-
Sí, lo comprendí demasiado tarde. Yo había despertado en Amelia otro tipo de
sentimientos, aunque el trato entre nosotros siempre era el de costumbre, pero
ya no eran los juegos de una niña. Yo significaba mucho para ella. Hata que se
produjo el regreso del capitán Maltés y escuchó una discusión entre los esposos y me lo comentó asustada. Y
con una gran incertidumbre, me refirió que se habían dicho cosas desagradables
y entre ellas que yo estaba enamorado de tía Cloty. Tuve que resolver esas
dudas con un sin fin de mentiras que ella en su inocencia me creyó y me pidió que
tratara de aclararlo con su tío, pues no era agradable escuchar esos
comentarios entre la servidumbre y ella se sentía muy apenada cuando discutían.
A partir de esos sucesos, sentí que su mirada era diferente. Ya no existía en
ella esa sonrisa fácil. Su distanciamiento fue comprensible para mí. Cloty, que
también lo percibió llegó a preguntarme y me enrojecí al explicarla el por qué
el cambio de la conducta de la dulce y querida Amelia. Me atormentaba con sus
interrogatorios. Empecé a comprender su adoración por mí y yo a sentir por ella
algo especial que podía llegar a ser amor. No se merecía ese cariño. Era un
amor sucio por un barro negro como una noche obscura. Y ella era tan pura como
una azucena de las que se destacaban con su blancura en el jardín. Tuve que decirla parte de la verdad, que no
era merecedor ni a su cariño de niña, ni a su amor como mujer. No lloró, me dio
un beso en la mejilla y se fue de mi lado
corriendo”.
- Era comprensible – le dijo Carlos -, y cuál
fue su reacción.
“Este
fue el epílogo de esta historia que tanto me atormenta, amigo Carlos.
Se
fue de nuestras vidas, sin decir una palabra. Sólo dejó escritas unas líneas
dirigidas a mí:
”He
descubierto lo que significa la palabra AMOR y que también se puede ser feliz
amando, y viviendo junto a Jesús. Te amo demasiado para no poder amarte,
Amelia”.
Se
refugió en un convento para no tener más contacto con el mundo material.”
¿Comprendes
ahora por qué este estado de ánimo? He tenido que desaparecer de la vida de Cloty y el Capitán Maltés como
si fuera un ladrón, y es cierto, que eso he sido. No podré pagar con nada las lágrimas
derramadas por la nobleza y bondadosa
familia de Amelia, al perderla de esta vida terrenal. Nadie se acerca a
saludarme. Me he convertido en un ser
despreciable.
-Te
comprendo, Fermín – le dijo Carlos -. Trata de limpiar tu conciencia y rehacer
tu vida decentemente.
-Tengo
que pensar qué hacer con mi futuro, Carlos -, le respondí -. Continuaré
viviendo, como si la esperara. Será mi penitencia.