viernes, 18 de enero de 2019

Carlos Margiotta



Esa mujer 
Carlos Margiotta

El hombre salió de su casa y tomó el colectivo que lo llevaría  a la estación Federico Lacroze, como todos los sábados.  Allí tomaría el tren para ir a visitar a su amigo que estaba internado en un hogar de adultos mayores hacía varios años. A pesar de la molestia que le ocasionaban esas visitas, sentía que no podía abandonarlo después de haber compartido la escuela, el barrio y la vida.
Cuando el tren se detuvo en la estación Lourdes había empezado a llover. Abrió el paraguas y descendió por al anden hasta la ancha avenida. Caminó las cuatro cuadras que lo separaban del lugar tratando de no mojarse los pies. Entró por la amplia puerta de rejas y atravesó el gran parque lleno de plantas y árboles que terminaban en la casa principal.
El recuerdo de aquella noche cuando Mercedes, la hija su amigo, lo llamó desesperada se Iba perdiendo poco a poco en su memoria. “… ¿Podes venir?, la policía lo encontró tirado en la calle… Ayudame, lo quiero llevar a casa”. Había dicho.
Las chicas de recepción lo saludaron con la amabilidad de siempre. “Buenos días, el señor lo está esperando en el comedor”.
Mientras se dirigía al gran salón rodeado de ventanas por las que veía el jardín creyó ver a una nueva habitante del lugar. La mujer estaba sentada en una silla de ruedas y su imagen llamó su atención. Alta, de pelo blanco y enrulado que caía sobre su espalda. El hombre se detuvo un instante para observarla mientras su amigo agitaba las manos para indicarle el donde se encontraba.
La cara de la mujer de unos 70 años estaba sembrada de pecas entre las cuales brillaban unos enormes ojos celestes. Era hermosa, como aquella, (pensó)  al ver esos ojos irrepetibles se le arrugó el corazón.
“Tiene un Alzheimer precoz para su edad, hay que medicarlo y contenerlo hasta que se de cuenta que no puede andar solo por las calles y de que necesita de la compañía de otros. Podrá mejorar un poco pero la enfermedad es progresiva”. Había dicho el médico después de los primeros análisis donde sus hijos decidieron la internación.
Detrás de la mesa se abrazaron y comenzaron una larga conversación entrecortada por la ausencia de palabras y los fragmentos incoherentes de los recuerdos mal recortados por el tiempo.
El hombre se sentó a varios metros de distancia frente esa mujer, y no dejó de mirarla. (¿Es ella?). Después compartirían el almuerzo con su amigo mientras la charla se iba desvaneciendo hasta el momento obligado de la siesta.
Frente a la ventana, ella veía como se escurría el agua por los vidrios. Hacía gestos con las manos y movía los labios como hablando. Él la siguió mirando por encima de los hombros de su amigo hasta que en un momento una mueca reconocida de sus labios parecíeron decirle como entonces: “Dame un beso”.
Terminaron de almorzar y después del café empezaron los bostezos. “Me voy a dormir Negrito, sos el único que me visita”. Le dio una palmada en la espalda y se acercó al hall de entrada para saber las novedades en el estado de salud de su compañero. “Todo normal, esta estable”, dijeron.
Se sentó en uno de los sillones del hall de entrada para adormecer el impacto inesperado de aquel encuentro y respiró hondo. Tenía la certeza que esa misteriosa y bella mujer había sido el amor de su vida. Nada es casual, todo el universo concurre en un instante cuando el deseo es muy fuerte.
Sabía que esa mujer le ocuparía el pensamiento y la pasión por  el resto de sus días.
En el viaje de regreso en tren la lluvia se convirtió en diluvio, y el ayer se le apareció de repente mojando sin compasión los años setenta, la facultad, la militancia, el regreso de Perón, y aquella enrulada cabellera  pelirroja desparramada sobre su espalda desnuda, tan bella y tan amada.
En la semana buscó noticias, antecedentes, fotos, testimonios, alguna pista que le devolviera la noche cuando se la llevaron detenida a la salida de la facultad. Pero todo fue en vano. A los pocos años la Justicia la dio por desaparecida.
Todavía conservaba la lapicera con la que escribió su número de teléfono y la bufanda color camello que ella le regalara aquella noche fría después de acostarse por primera vez.
El viernes no pudo dormir. La inquietud de volverse a encontrar con ella le hizo imaginar múltiples formas de acercarse, de tomarle la mano, de mirarla a los ojos para reconocerse, hasta de besarla.
El sábado amaneció luminoso, la primavera entraba en su apogeo. Cuando llegó al Hogar, su amigo estaba recostado sobre una reposera en el jardín de la casa. Miró alrededor buscándola pero no la vio. Trajo una silla de mimbre para sentarse  a su lado y le entregó el último número una revista de ciencias que le regalaba todos los meses. El amigo había sido un cotizado ingeniero electrónico especializado circuitos y decía que el Hogar era un sitio ideal elaborar diseños. En su pieza tenía una pequeña computadora donde, decía, trabajaba seis horas por día. El hombre no lo contradijo, siguiendo los consejos del médico.
Cuando sonó el timbre recogieron sus cosas y entraron a la casa para dirigirse al salón comedor. Allí, frente a la ventana estaba ella mirando el paisaje donde amanecían las flores. Buscaron la mesa de siempre y el hombre se sentó enfrente para volver a observarla como la última vez. La mujer gesticulaba y movía los labios y cada tanto parecía girar la cabeza para mirarlo. Después una asistente del Hogar se acercó con un plato con el almuerzo y le dio de comer en la boca con una cuchara. 
Antes de despedirse de su amigo el hombre saco el celular del bolsillo del pantalón y le mostró las imágenes de sus nietos. Después le saco fotos del lugar donde atravesaba el sol y de la mujer. Esperó que el salón se desocupara y se acercó a ella, giro la silla de ruedas para verla de frente. “Te acordás de mi”. Ella levanto la vista sin mirarlo. Él tomo sus manos entre las suyas y no pudo resistirse a darle un beso en la mejilla.
Así se quedaron un largo rato. Los ojos celestes se fueron empañando lentamente.
Cuando el hombre dejó su asiento para despedirse hasta el próximo sábado escuchó una voz que le decía. “Te extrañé mucho negrito” 




Ricardo Piglia




                                                            LA NENA 
                                                  Ricardo Piglia

Los dos primeros hijos del matrimonio hicieron una vida normal, con las dificultades que significa en un pueblo chico tener una hermana como ella. La nena (Laura) había nacido sana y recién al tiempo empezaron a notar signos extraños. Su sistema de alucinaciones fue objeto de un complicado informe aparecido en una revista científica, pero mucho antes su padre ya lo había descifrado. Yves Fonagy lo había llamado «extravagancias de la referencia». En esos casos, muy poco frecuentes, el paciente imagina que todo lo que sucede a su alrededor es una proyección de su personalidad. Excluye de su experiencia a las personas reales, porque se considera muchísimo más inteligente que los demás. El mundo era una extensión de sí misma y su cuerpo se desplazaba y se reproducía. La preocupaban continuamente las maquinarias, sobre todo las bombitas eléctricas. Las veía como palabras, cada vez que se encendían alguien empezaba a hablar. Consideraba entonces la oscuridad una forma del pensamiento silencioso. Una tarde de verano (a los cinco años) se fijó en un ventilador eléctrico que giraba sobre un armario. Consideró que era un objeto vivo, de la especie de las hembras. La nena del aire, con el alma enjaulada. Laura dijo que vivía «ahí», y levantó la mano para mostrar el techo. Ahí, dijo, y movía la cabeza de izquierda a derecha. La madre apagó el ventilador. En ese momento empezó a tener dificultades con el lenguaje. Perdió la capacidad de usar correctamente los pronombres personales y al tiempo casi dejó de usarlos y después escondió en el recuerdo las palabras que conocía. Sólo emitía un pequeño cloqueo y abría y cerraba los ojos. La madre separó a los chicos de la hermana por temor al contagio, cosas de los pueblos. La locura no se puede contagiar y la nena no era loca. Lo cierto es que mandaron a los dos hermanos internos a un colegio de curas en Del Valle y la familia se recluyó en el caserón de Bolívar. El padre enseñaba matemáticas en el colegio nacional y era un músico frustrado. La madre era maestra y había llegado a directora de escuela, pero decidió jubilarse para cuidar a su hija. No querían internarla. La llevaban dos veces por mes a un instituto en La Plata y seguían las indicaciones del doctor Arana, que la sometía a una cura eléctrica. Le explicó que la nena vivía en un vacío emocional extremo. Por eso el lenguaje de Laura poco a poco se iba volviendo abstracto y despersonalizado. Al principio nombraba correctamente la comida; decía «manteca», «azúcar», «agua», pero después empezó a referirse a los alimentos en grupos desconectados de su carácter nutritivo. El azúcar pasó a ser «arena blanca», la manteca, «barro suave», el agua, «aire húmedo». Era claro que al trastrocar los nombres y al abandonar los pronombres personales estaba creando un lenguaje que convenía a su experiencia emocional. Lejos de no saber cómo usar las palabras correctamente, se veía ahí una decisión espontánea de crear un lenguaje funcional a su experiencia del mundo. El doctor Arana no estuvo de acuerdo, pero el padre partió de esa comprobación y decidió entrar en el mundo verbal de su hija. Ella era una máquina lógica conectada a una interfase equivocada. La niña funcionaba según el modelo del ventilador; un eje fijo de rotación era su esquema sintáctico, al hablar movía la cabeza y hacía sentir el viento de sus pensamientos inarticulados. La decisión de enseñarle a usar el lenguaje suponía explicarle el modo de almacenar las palabras. Se le perdían como moléculas en el aire cálido y su memoria era la brisa que agitaba las cortinas blancas en la sala de una casa vacía. Había que lograr llevar ese velero al aire quieto. El padre abandonó la clínica del doctor Arana y comenzó a tratar a la niña con un profesor de canto. Necesitaba incorporarle una secuencia temporal y pensó que la música era un modelo abstracto del orden del mundo. Cantaba arias de Mozart en alemán, con Madame Silenzky, una pianista polaca que dirigía el coro de la iglesia luterana en Carhué. La nena, sentada en una banqueta, aullaba siguiendo el ritmo y Madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la chica era un monstruo. Tenía doce años y era gorda y bella como una madonna, pero sus ojos parecían de vidrio y cloqueaba antes de cantar. Era un híbrido, la nena, para Madame Silenzky, una muñeca de goma-pluma, una máquina humana, sin sentimientos y sin esperanzas. Cantaba a los gritos y desafinaba, pero empezó a ser capaz de seguir una línea melódica. El padre estaba tratando de incorporarle una memoria temporal, una forma vacía, hecha de secuencias rítmicas y de modulaciones. La nena carecía de sintaxis (carecía de la noción misma de sintaxis). Vivía en un universo húmedo, para ella el tiempo era una sábana recién lavada a la que se retuerce en el centro. Se ha reservado un territorio
en una banqueta, aullaba siguiendo el ritmo y Madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la chica era un monstruo. Tenía doce años y era gorda y bella como una madonna, pero sus ojos parecían de vidrio y cloqueaba antes de cantar. Era un híbrido, la nena, para Madame Silenzky, una muñeca de goma-pluma, una máquina humana, sin sentimientos y sin esperanzas. Cantaba a los gritos y desafinaba, pero empezó a ser capaz de seguir una línea melódica. El padre estaba tratando de incorporarle una memoria temporal, una forma vacía, hecha de secuencias rítmicas y de modulaciones. La nena carecía de sintaxis (carecía de la noción misma de sintaxis). Vivía en un universo húmedo, para ella el tiempo era una sábana recién lavada a la que se retuerce en el centro. Se ha reservado un territorio propio, decía su padre, del que quiere ahuyentar toda experiencia. Todo lo nuevo, cualquier acontecimiento no vivido y aún por vivir se le aparece como una amenaza y un sufrimiento y se le transforma en terror. El presente petrificado, la monstruosa y viscosa detención, la nada cronológica sólo puede ser alterada por la música. No es una experiencia, es la forma pura de la vida, no tiene contenido, no la puede asustar, decía su padre, y Madame Silenzky (aterrorizada) agitaba su cabecita gris y relajaba sus manos sobre las teclas antes de empezar con una cantata de Haydn. Cuando por fin logró que la nena entrara en una secuencia temporal, la madre se enfermó y hubo que internarla. La nena asociaba la desaparición de su madre (que murió a los dos meses) con un lied de Schubert. Cantaba la música como quien llora a un muerto y recuerda el pasado perdido. Entonces el padre se apoyó en la sintaxis musical de su hija y comenzó a trabajar con el léxico. La nena carecía de referencias, era como enseñarle una lengua extranjera a un muerto. (Como enseñarle una lengua muerta a un extranjero.) Decidió empezar a contarle relatos breves. La nena estaba inmóvil, cerca de la luz, en la galería que daba al patio. El padre se sentaba en un sillón y le narraba una historia igual que si estuviera cantando. Esperaba que las frases entraran en la memoria de su hija como bloques de sentido. Por eso eligió contarle siempre la misma historia y variar las versiones. De ese modo, el argumento era un modelo único del mundo y las frases se convertían en modulaciones de una experiencia posible. El relato era sencillo. En su Chronicle of the Kings of England (siglo XII), William de Malmesbury refiere la historia de un joven y potentado noble romano que acaba de casarse. Tras los festejos de la celebración, el joven y sus amigos salen a jugar a las bochas en el jardín. En el transcurso del juego, el joven pone su anillo de casado, porque teme perderlo, en el dedo apenas abierto de una estatua de bronce que está junto al cerco del fondo. Al volver a buscarlo, se encuentra con que el dedo de la estatua está cerrado y que no puede sacar el anillo. Sin decirle nada a nadie, vuelve al anochecer con antorchas y criados y descubre que la estatua ha desaparecido. Le esconde la verdad a la recién casada y, al meterse en la cama esa noche, advierte que algo se interpone entre los dos, algo denso y nebuloso que les impide abrazarse. Paralizado de terror, oye una voz que susurra en su oído:
–Abrázame, hoy te uniste conmigo en matrimonio. Soy Venus y me has entregado el anillo del amor.
La nena, la primera vez, pareció haberse dormido. Estaban al fresco, frente al jardín del fondo. No parecía haber cambios, a la noche se arrastró hacia la pieza y se acurrucó en la oscuridad con su cloqueo de siempre. Al día siguiente, a la misma hora, el padre la sentó en la galería y le contó otra versión de la historia. La primera variante de importancia había aparecido unos veinte años después, en una recopilación alemana de mediados del siglo XII de fábulas y leyendas conocidas con el nombre de Kaiserchronik. Según esta versión, la estatua en cuyo dedo el joven coloca su anillo es una figura de la Virgen María y no de Venus. Cuando trata de unirse con la recién casada, la Madre de Dios se interpone castamente entre los cónyuges, suscitando la pasión mística del joven. Tras abandonar a su mujer, el joven se hace monje y entrega el resto de su vida al servicio de Nuestra Señora. En un cuadro anónimo del siglo XII, se ve a la Virgen María con el anillo en el anular izquierdo y una enigmática sonrisa en los labios.
Todos los días, al caer la tarde, el padre le contaba la misma historia en sus múltiples versiones. La nena que cloqueaba era la anti-Scheherezade que en la noche recibía, de su padre, el relato del anillo contado una y mil veces. Al año la nena ya sonríe, porque sabe cómo sigue la historia y ajoven se hace monje y entrega el resto de su vida al servicio de Nuestra Señora. En un cuadro anónimo del siglo XII, se ve a la Virgen María con el anillo en el anular izquierdo y una enigmática sonrisa en los labios.
Todos los días, al caer la tarde, el padre le contaba la misma historia en sus múltiples versiones. La nena que cloqueaba era la anti-Scheherezade que en la noche recibía, de su padre, el relato del anillo contado una y mil veces. Al año la nena ya sonríe, porque sabe cómo sigue la historia y a veces se mira la mano y mueve los dedos, como si ella fuera la estatua. Una tarde, cuando el padre la sienta en el sillón de la galería, la nena empieza a contar ella misma el relato. Mira el jardín y, con un murmullo suave, da por primera vez su versión de los hechos. «Mouvo miró la noche. Donde había estado su cara apareció otra, la de Kenia. De nuevo la extraña risa. De pronto Mouvo estuvo en un costado de la casa y Kenia en el jardín y los círculos sensorios del anillo eran muy tristes», dijo. A partir de ahí, con el repertorio de palabras que había aprendido y con la estructura circular de la historia, fue construyendo un lenguaje, una serie ininterrumpida de frases que le permitieron comunicarse con su padre. Durante los meses siguientes fue ella la que contó la historia, todas las tardes, en la galería que daba al patio del fondo. Llegó a ser capaz de repetir palabra por palabra la versión de Henry James, quizá porque ese relato, The Last of the Valerii, era el último de la serie. (La acción se ha trasladado a la Roma del Risorgimento, en donde una joven y rica heredera americana, en uno de esos típicos enlaces jamesianos, contrae matrimonio con un noble italiano de distinguida alcurnia, pero venido a menos. Una tarde unos obreros que realizan excavaciones en los jardines de la Villa desentierran una estatua de Juno, el Signor Conte siente una extraña fascinación ante esa obra maestra del mejor período de la escultura griega. Traslada la estatua a un invernadero abandonado y la oculta celosamente a la vista de todos. En los días siguientes transfiere gran parte de la pasión que siente por su bella mujer a la estatua de mármol y pasa cada vez más tiempo en el salón de vidrio. Al final la contessa, para liberar a su marido del hechizo, arranca el anillo que adorna el anular de la diosa y lo entierra en los fondos del jardín. Entonces la felicidad vuelve a su vida.) Una llovizna suave caía en el patio y el padre se hamacaba en el sillón. Esa tarde por primera vez la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del círculo cerrado del relato y le pidió a su padre que comprara un anillo (anello) de oro para ella. Estaba ahí, canturreando y cloqueando, una máquina triste, musical. Tenía dieciséis años, era pálida y soñadora como una estatua griega. Tenía la fijeza de los ángeles.

Nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires en 1941. Autor, entre otras obras, de Respiración artificial (1980), novela; Plata quemada (1997), novela; Cuentos morales (1995), relatos; La ciudad ausente (1992), novela; Crítica y ficción (1986; ampliado en 2001), ensayo; Formas breves, ensayos (1999); El último lector (2005).


Sergio Bporao Llop



Boletos 
Sergio Bporao Llo

A mi amigo Miguel,
que despertó estas palabras.


No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos. Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada. Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía. No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco. Una voz suave me despertó. -Señor… Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes. Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así. -El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras. Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo de lo que por derecho le corresponde. No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guardé el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela. 
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar. Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquél fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos. Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra («El número es lindo») como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.


JUANA ROSA SCHUSTER



POEMAS
JUANA ROSA SCHUSTER

 NIEBLA DE AMOR 
  
Raudos jirones malvas por el cielo.
Grisáceo brillo del ocaso esquivo.
Helada soledad siempre a mi vera.
Pura hojarasca yerma por el suelo.
Niebla esponjosa del otoño vivo
Ceguera en el alma. Noche. Llueve fuera.
Y me transformo en cadenciosas olas.
Que llegan, cercenadas por la espuma,
A acariciar tu litoral desnudo.
Como el mar, inundando caracolas,
Vengo envuelta y oculta por la bruma,
Y a tu llamada, pleamar, acudo.

TORMENTO

Tengo moretones en mi alma
sumergidos al fondo de mi abismo
 aprendí a resistir.
Fui como una nave en su bautismo
dispuesta a enfrentar los vendavale
Más no pude ensamblar las piezas
de mi presente que ya es perturbador.
No te hablo desde la cicatriz
sino desde la herida sangrante.
Y ahora te enfrento, sí, te enfrento.
Jamás llegarás a saber qué esconden
mis ojos perdidos
por tu desamor y tu soberbia
No que hoy lloran y secan fronteras.
  
INVIERNO 

Cuajado está de nieve mi tejado
 y el pájaro anida en mi ventana.
El frío viento azota, esta mañana,
mi fachada, esquivo y despiadado.
Sólo estoy a la lumbre acurrucado
escuchando el grito de la campana
que con su doble anuncia, ya cercana,
que otro moral el mundo ha abandonado.
Sentado estoy, cubierto hasta los ojos,
observando las ascuas de la lumbre,
mientras a mis espaldas, destemplado,
el aire mueve puertas y cerrojos.
Sólo estoy ya, aunque no me acostumbre:
sólo sin ti… y mi corazón helado.

Juan Marsé



Ayudante de laboratorio 
Juan Marsé

Cierro los ojos. Intento rescatar, entre la vorágine de 66 veranos vividos, el peor verano de mi vida. Casi no conservo recuerdos de los cuatro o cinco primeros, lamentablemente. Pero estoy totalmente seguro de que mi peor verano no se cuenta entre ellos. Cierro los ojos para ver si entre ese cegador laberinto de veranos distingo el más penoso, el que se torció, y para mi sorpresa, la primera pulsión de aquel negrísimo estío me llega a través de los sentidos. De repente, me invade una ola de calor sofocante y pegajoso, un calor más próximo y real que cualquiera de los recuerdos que arrastra el sofoco reconocido. Sin ninguna duda estoy en París, en julio de 1961. Vivo en un hotelucho de pomposo nombre, en el 19 de la Rue du Pont-Neuf, Hotel Duc de Bourgogne, enfrente de Les Halles, el vientre de París hoy convertido en delirante galimatías comercial. Todos los días cruzo el legendario puente y almuerzo en algún restaurante barato del barrio latino o en el self-service del Foyer des Etudiants, o simplemente me compro un cucurucho de patatas fritas. El verano en París está resultando una pesadilla a ambos lados del Sena, pero estoy dispuesto a aguantar como sea en espera de un golpe de suerte. Malvivo con algunos francos que me gano dando clases de español a la bellísima Teresa Casadesus, hija del pianista Robert Casadesus (ella me inspirará el título de la novela que ya tengo en mente, Últimas tardes con Teresa) y también al poeta Pierre Emmanuel, que gentilmente se deja enseñar para echarme una mano: Emmanuel habla español casi a la perfección. El poeta preside el llamado Congrès pour la Liberté de lal Culture en el 104 del Boulevard Hausmann, organismo que, por recomendación de Josep Mª Castellet y Carlos Barral, me otorgó una bolsa de viaje de 1.000 nuevos francos para visitar París. Pero la bolsa se vació enseguida. Ahora busco un trabajo con horario regular que me deje tiempo libre para escribir. Busco y busco, pero no encuentro. Frecuento la Librería Española de Soriano, en Rue de la Seine, donde a menudo contertulian Tuñón de Lara, Juan Goytisolo, los pintores Díaz y Ortega, Corrales Egea, Manolo Ballesteros, mi amigo Antonio Pérez, etc. Algunas noches ceno en casa de Monique Lange y Juan Goytisolo, pero más frecuentemente me dejo caer por casa de María y Alejo Lluhansí, un joven y animoso matrimonio de Girona, casi siempre en compañía de Antonio Pérez y Enric Marqués, el pintor, también de Girona. Rue des Canettes 16, entre Saint Germain des Près y la Place Saint Sulpice. Formidable su ayuda, y su compañía, pero el tiempo pasa y sigo sin encontrar trabajo. Me angustia la idea de verme obligado a rendirme y tener que regresar a Barcelona. Alejo o Antonio, no recuerdo cuál de los dos, me aconseja acercarme al Institut Pasteur, 25 Rue du Docteur Roux. Al parecer, allí siempre hay trabajo para desesperados como yo. En efecto, necesitan un garçon de laboratoire. Me recibe el jefe de pesonal y seguidamente me envía al mismísimo Jacques Monod, el eminente biólogo, para que me examine y apruebe mi ingreso, o no lo apruebe... Entro en su despacho de la planta baja del Institut con el alma en vilo. Monod, que dirige el departamento de Biochimie Celulaire, es futuro premio Nobel y autor de un libro, "El azar y la necesidad", que años después la casualidad querrá que en España lo publique mi propio editor, Carlos Barral.

Secretamente esperanzado, confiando en que Jacques Monod -un hombre con un gran encanto personal, muy culto y de mirada inteligente, muy atractivo y seductor- me acepte sin exigir demasiados requisitos como garçon de laboratoire, una especie de chico de los recados en los laboratorios, me presto encantado a contestar a sus preguntas: ¿De dónde vengo? De Barcelona. ¿A qué me dedicaba en Barcelona? Fui operario de joyería, ahora soy, o mejor, quiero ser, escritor... Hepublicado mi primera novela en España hace muy poco (aquí, el ilustre biólogo empieza a mirarme con verdadera curiosidad, y yo diría que también con cierta admiración, o eso me parece) y Maurice Edgar Coindreau, el famoso introductor de William Faulkner y de John Dos Passos en Francia me la está traduciendo al francés y se publicará en chez Gallimard y bla bla bla. Tan asombrado e interesante se muestra Monod, que me digo: "Ya es mío. Soy el nuevo garçon de laboratoire". Sigue una larga entrevista que no hace más que aumentar mi confianza y mi euforia: el puesto es mío. Monod, por su parte, no acaba de entender que un joven novelista que acaba de publicar su primer libro esté tan firmemente dispuesto a trabajar de garçon. Le explico que, bueno, yo no vivo precisamente de rentas, monsieur, aquí en París no tengo trabajo, ni dinero, y mi intención es quedarme a vivir un par de años en la ciudad y aprender bien el idioma, etc. Le hablo del famoso pianista Robert Casadesus y del poeta Pierre Emmanuel, del hispanista Jean Cassou y de su hija Isabel, todos ellos buenos amigos (su asombro va en aumento, también mi convicción de que el puesto ya es mío) que me han ayudado amablemente hasta hoy, le digo, pero ahora quiero ganarme la vida por mi cuenta. Monsieur Monod lo comprende, es más, le parece muy bien. Finalmente decide dar por terminada la entrevista y me anuncia que va a presentarme al personal de su departamento. En el pasillo nos cruzamos con el biólogo François Jacob, que andando el tiempo será también premio Nobel y director del Pasteur. Monod me introduce en lo que parece una cocina muy amplia y llena de vapor, donde unas 30 muchachas vestidas con uniforme blanco impoluto esterilizan toda clase de cachivaches de cristal, sobre todo probetas y tubos de ensayo y jeringuillas metidas en grandes cazuelas donde hierve el agua. Nada más entrar el gran jefe Monod, las mujeres suspenden en el acto sus labores y se alinean hombro con hombro al lado de las calderas. Monod, muy ceremonioso y circunspecto, con ese ritual tan exquisitamente francés, las saluda con una elegante inclinación de cabeza. "Va a presentarme, ya está hecho", me digo. Pero lo que sale de los labios de Monod no es exactamente lo que yo espero. Dice con su bella y parsimoniosa dicción: "Madame, je vous presente le candidat a garçon de laboratoire". ¡¿He oído bien?! ¡¿Ha dicho le candidat?! ¡El candidato! ¡De modo que después de todo, no soy más que un candidato! ¿0 no es más que otra cortesía verbal típicamente francesa, una, digamos, licencia poética? Me hundo en una depresión que me dura hasta el día que me llaman para informarme que, finalmente, el candidato catalán ha sido aceptado. Han sido siete días de pesadilla, pero al octavo ya estoy trabajando en el Pasteur con Jacques Monod y François Jacob; me levanto temprano y trabajo duro, pero antes de las cinco de la tarde ya estoy libre y de vuelta al barrio latino. Me pagan 640 nuevos francos con 17 céntimos al mes, y tengo tiempo libre para leer y escribir el primer esbozo de lo que será Últimas tardes con Teresa. Es septiembre y ya no siento calor. Creo que ha terminado el peor verano de mi vida.


Marta Becker



                                                       Todos los  jueves   
                       Marta Becker                                   

La conocí en un baile una noche de abril.  No era muy alta, de formas generosas y bien proporcionadas, cabello abundante color caoba que caía sobre sus hombros, rostro ovalado de mentón prominente, nariz aguileña y pómulos marcados. En realidad, me llamó la atención  no porque fuese linda, exactamente, sino por la mirada. Sus ojos, oscuros y profundos, se perdían en una distancia indefinida  y, cuando me miraron, ambos supimos al instante que éramos complemento. Toda ella se envolvía en una nube de misterio. Sus gestos, sus palabras cuando conversamos, su falta de pasado. Desde un principio estableció que no tenía nombre, era una desconocida y así debía mantenerse y mantenerme, en una relación con alguien anónimo y subyugante. Porque me atrapó desde el principio. Estar en su compañía era como tocar el cielo, transportarme, vivir en una nebulosa, algo que nunca soñé me ocurriría, yo, que justamente era rápido para el enamoramiento y más rápido para el abandono. Establecimos vernos todos los jueves. Después del baile nos íbamos a un hotel o a mi departamento, nunca a su casa. Tampoco sabía dónde vivía. Desnudarla lentamente, extasiarme con su perfume, acariciar su piel de seda, sentir que todo su cuerpo se tensaba ante mi roce, abrirse en todo su esplendor y sin negaciones  me cambió la vida. Yo era otro a su lado. Cada encuentro era diferente, con el mismo sabor de la aventura y al mismo tiempo como si nos conociéramos de siempre. Irradiaba una extraña belleza, pero nunca pude interpretar el lenguaje de sus ojos, de su mirada, a veces  alegre, otras de llanto sin lágrimas, impenetrable. Por mi cabeza pasaban mil historias respecto a su vida, y obtenía sólo silencio cuando, sutilmente, la indagaba. Supongo que sus secretos eran parte de su atractivo, que la hacían tan especial. Cierto día estábamos charlando en el bar cuando su expresión se transformó. Perdió color, se le borró la sonrisa y enmudeció. ¿Qué pasa, a quién viste? le pregunté y ante su silencio  yo también callé. Pasé la vista por entre los presentes pero no pude darme cuenta de qué o quién se trataba para que ella cambiara de esa manera. Se levantó de inmediato y con un gesto rápido se despidió. No la volví a ver.
Sentí su ausencia en todo, en el cuerpo, en la mente, en el alma. Se me había penetrado como un vicio. Todos los jueves la esperaba sentado a la misma mesa, impaciente, dolorido e intrigado.
El tiempo cubrió las heridas pero ya nada fue lo mismo. Pasaron diez años y yo seguía fiel a un recuerdo que me mantenía vivo pero solitario.
Regresó un jueves de lluvia.
Había ganado algunos kilos, llevaba el cabello corto y sólo su mirada profunda y misteriosa seguía igual.
Se sentó y comenzamos a conversar como si nos hubiéramos visto la semana anterior. No hice preguntas, me limité a contemplarla como un adolescente embelesado. Pero de golpe sentí que algo se quebró. Se vinieron encima los años de ausencia, la curiosidad ya no tuvo el mismo sabor, mi piel no buscó su piel. Y desperté.  No volví más al lugar.


Susana Zazzetti




SIMÓN 
Susana Zazzetti

Dónde estarás. Me pregunto. Ahora que es enero, sufre  Haití, hay viento, colorea el sol la piel  pero no llueve. Dónde estarás, con tus ojos de cielo que a lo mejor ya no son tanto como cuando toda la infancia te regalaba solamente a vos, a vos, su inocencia y su luz.
Y es esta luz, -la tuya, digo - ahora sin geografía cercana la que me devuelve los días que están siempre a contranube del recuerdo.
Crecimos juntos. Nuestras familias veraneaban juntas. Anduvimos juntos por las siestas de calor de muchos veranos, allá, en Alta Gracia, entre sapos, mariposas y barriletes.  Vos, con tus primos. Yo, con mis seis hermanos.  Cercanía de cuerpos tibios ignorantes de esa tibieza.
Siempre fue como un tácito acuerdo entre padres.  Como si estuviera escrito en el arroyo - más piedras que agua -, que debíamos amarnos, vivir juntos, tener hijos.  Vos, delgado, manso, con tu ondulado cabello rubio guerreando contra el viento. Yo, menuda, con mi risa de plata.
- Dale la mano a Lara para cruzar, Simón- decía tu madre o la mía, era lo mismo.
- Te mando a Simón para que Lara practique con él las tablas- decían.
Y ahí estábamos los dos. Lejos del dos por dos son cuatro ¿ no es cinco? repetido por automatismo.
Se colgaba una mirada de otra, y las manos siempre cerca, electrizadas, sin tocarse, al filo de la caricia que anónimamente rasgaba el aire.
Después, la vida. Creo. Con vos, el vals de los quince años, la tarjeta de egresado desde Bariloche, la mirada que desnudaba las vías cuando al irte a estudiar subiste al tren que te llevaba distante.
Y otra vez la vida. Creo. O me parece. O nosotros, que tal vez preferimos la nostalgia tonta de un buen recuerdo porque no cruzamos ningún puente, porque no hicimos repiquetear el timbre del teléfono a la madrugada, me muero por vos, quiero verte.
Después, el tiempo. Yo me casé, tuve hijos. Me devoró la ausencia. Te quedaste en otra ciudad. Te devoró el silencio.
Pero hoy, cuando no sé porqué una fuerza me empujó a abrir justamente este libro, me recibió aquella ramita de trébol que me regalaste una navidad junto al arroyo y que yo no recordaba haberla ocultado entre   las hojas de" Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", justito en la página que dice:"(Será) como el resurgir de un rostro muerto/ como escuchar unos labios cerrados/. Mudos, descenderemos en el remolino". 
La culpa es de Pavese, aunque él no sabe que me devolvió un montón de años en un instante.  Tampoco sabe - ni lo sabrás vos -, que también en un instante me hizo sentir que con urgencia te reclamaban mi cuerpo y mi boca. Pero a destiempo. Simón.
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Silvia Bennoun




                                              Despierta ya 
                                                Silvia Bennoun

Escúchame, te voy a contar una historia para que cuando nos volvamos a ver, no estés tan perdida y sientas cómo una parte del alma escapó al abismo de lo imposible.
Era una niña; todavía jugaba con muñecas y andaba abrazada a una almohadita sin lavar para poder dormir.
Creció entre las paredes de su hogar y la escuela, entretenida con sus juguetes y sus libritos románticos como mujercita, Heidi y no recuerdo los demás.
Desde la pubertad tuvo varios niños rondándola como mosquitos que su madre mantenía distanciándolos porque no correspondían a su nivel social.
Le compraban perfumes y se lo daban por el vidrio abierto de la puerta de su casa. Y cuando su mamá los veía los espantaba haciéndole devolver el regalo. Coqueteos inocentes de esos tiempos que colmaban el alma de fantasías de amor.
Una mujercita estaba floreciendo con el encanto y la frescura que a esa edad relucía sin maquillaje. Belleza natural. Alguien muy especial.
En esa época Buenos Aires era un lugar de trabajadores, de fábricas y de "Mi hijo el Dotor". Se requería esfuerzo sostenido, estudio, trabajo y así se lograba subir en la jerarquía social.
Me gustaría mostrarte una foto de esa época, pero eso será cuando la encuentre y cuando nos volvamos a ver.
La niña crecía pero con una madre que luego de una separación, entró en un estado donde miraba a través de la ventana sin ver. Había emprendido un viaje por el mundo de la inconsciencia, dejándola huérfana de amor.
La escuela era para ella un lugar para estudiar y para drenar esos dolores que la horfandad le producía. Resguardo del alma que no quería caer en el abismo de la soledad.
Allí lo conoció. Era el menor de una familia pobre, muy pobre. Vivía en una casa precaria del suburbano bonaerense. Estudiante, loco y soñador. Un año mayor que ella. Ojos claros y piel oscura.
Ella adivinó su estado de ánimo antes que él pudiera ver su mirada profunda, y con la sabiduría del mundo contenida en cada parpadeo, le dijo: -Hola, soy Isis. -Hola, soy Hernán, le contestó.
Ahí, en ese momento, con 14 años una corriente de aire fresco hizo que aspire y sienta estremecer el cuerpo. Algo que nunca antes había vivido. Algo llamado a convertirse en amor adolescente que rompe con toda las normas, con toda la ortodoxia, con todos los códigos existentes. Como todo amor.
Al día siguiente, Hernán la invitó a salir después de la escuela. Nerviosa, radiante y bella.
Se encontraron a la vuelta de la escuela, bajo un frondoso árbol de hojas verdes que fue testigo fehaciente de ese primer beso cargado del placer de la juventud que traía toda la esperanza de un futuro prometedor.
-Hay un cielo azul lleno de estrellas jamás vista, dijo Isis.
-Una de esas estrellas brillantes sos vos, dijo Hernán. Mientras volvía su cara para descubrir esos labios llenos de placer.
Sintió el perfume encantador de su piel y lentamente hundió su boca en su cuello. Luego siguieron caminando tomados de la mano.
Quedaron en encontrarse al día siguiente.
Isis, brillaba como el sol recordando ese instante mágico donde le era casi imposible separarse de él y dando alguna forma a su devastación.
Hernán, soñó con un reencuentro amoroso, con el extrañar y no saber porque.
Se había creado entre ellos un espacio único, donde más allá de las palabras, sus cuerpos se atraían gritando por un abrazo y algo más.
Se volvieron a ver y todo lo imaginado se hizo realidad bajo la luna y sin más.
Despacito fueron conociendo sus cuerpos que se encendieron en deseo. Sus manos sembraban dulces caricias. Y dispuestos gozaron juntos en un primer placer interminable.
A la mañana siguiente ya en la escuela, su cabeza daba vueltas emborrachada de amor.
 Imposible entender las explicaciones que la profesora de matemáticas daba. Día tras día continuaron encontrándose en ese lugar que vio luego de unos meses, crecer en sus entrañas infantiles aún, el producto de ese amor intenso adolescente único en la vida de Isis y Hernán.
Isis, bajo la ducha tomó la más importante decisión a sus 14 años, continuar con ese embarazo a pesar de las amenazas de su madre de no quererla más sino abortaba.
Huyó de ella y fue a vivir a esa casa precaria pero llena de alegría, que Hernán compartía con su madre y su hermana.
Apaciguada su orfandad en una nueva familia que la recibió y la alojó junto con su embarazo.
Pasado el tiempo, nació Tiago. Para Isis fue lo más bello que vio jamás, enamorándose en ese mismo instante de quien sería su amor eterno.
Al nacer Tiago presentó un virus que lo tuvo internado durante dos meses. Isis con sus 15 años recién cumplidos pero ya con esa capacidad innata de ser madre deseante, permaneció junto a él noche y día. Cuidando, abrazando, protegiendo a ese bebé pequeño vulnerable, tanto como ella.
Juntando todas sus partes rotas por el dolor de ver a su hijo enfermo, abrazándolo, acunándolo y acunándose cual criatura que decidió crecer rápidamente. Pasando de sus muñecas de trapo a la responsabilidad de su vida y de otra, orfandad por medio que se hizo presente con toda la fuerza de la primera vez. Pero ahora con la esperanza de un futuro mejor.
Esta es la historia que quería contarte para que sepas, con ese saber que sólo el dolor da, que es posible superar todos los obstáculos porque sólo lo que necesitas es Amor.
Cuando despiertes vas a ver la foto y vas a leer esta historia. Esto va a ser cuando nos volvamos a ver. Despierta ya.

Teresa Godoy



¿Por qué escribo? 
Teresa Godoy

Siempre fui muy observadora de los objetos, de las personas, de sus dichos, de la naturaleza y su belleza. Sabía que no podía quedar en esa simpleza: la de observar. Necesitaba responder, describir, opinar, hacer una crítica. No únicamente pensarlo, sino de alguna manera decírselo “ante quién corresponda”, que sepa, lo que siento, lo que pienso de las distintas situaciones que me movilizaban. Mi mente explotaba de contener esas expresiones amontonadas deseosas de filtrarse de alguna manera, y que llegue al destino correspondiente. ¿Por qué no las decía? Muchas veces lo intenté. Pero siempre había un impedimento. Me sentía como una fuente que estaba  llena de agua en su interior, con la llave de paso abierta, pero que una gran mano la tapaba para que no fluya.  Y al final  hallé el punto, mi meta era que salga fuese como sea y  encontré una fuerza interior que arrasó con ese obstáculo. ¿Quienes me ayudaron? Especialmente mis amistades que me escuchaban, que leían mis trabajos, y ponderaban mi modo de hacerlo: “Amiga, escribí un libro, o mirándome a los ojos me decían muy seriamente: “qué bien que escribís”. Y yo pensaba ¡sí, es lo que deseo! Es la forma de hacer salir lo que guardaba mi cerebro y  todo ese empujoncito que tuve, pasó por mi  corazón y ahí me di cuenta que sentía felicidad con sólo imaginarlo. Fue así que comprobé que mi plan para ser feliz era éste: que conozcan tanto lo que siento como aquello que quiero que sepan, y que no lo tengo que guardar en mi mente, tiene que pasar por mi alma y por fin, lo tengo que escribir.

Gabriela Carrera




Recital  
Gabriela Carrera

Alejandra me pidió el auto en fin de semana. Iría con los chicos y Sergio al festival de Jesús María. Tenían que tocar el sábado y de paso visitarían a la tía de no sé quién, sacrificios familiares, buena ocasión para no pagar hospedaje.
Ayer me lo trajo.
El tanque vacío, como era de esperar, y los vidrios sucios como si volvieran del Rally y cuando acomodé el asiento encontré unas medias y algunos papeles de caramelos y un par de juguetes y yerba tirada por todos lados y los ceniceros llenos de pañuelos de papel tisú usados y en el baúl dejaron olvidados un par de instrumentos y una manta de polar y un par de vasos sucios con jugo y un paquete de caramelos gomita un tanto baboseados y los asientos traseros con barro y una zapatilla en la luneta.
Para el próximo recital, les compro los pasajes.