sábado, 23 de julio de 2016

Carlos Margiotta


POEMAS DE ENCUENTROS Y OLVIDOS

Carlos Margiotta


 NOCHE

Cuando se vaya la noche
y deje tu piel mojada de luna
caminaré detrás de tu mirada
sobre las palabras del adiós
esas que nombras en silencio
en cada beso,
en cada temblor.
 
SÁBADO

No hay palabras en tu boca
amanecida de ausencias,
ni lágrimas rodando
por el lunar de tu mejilla.
El universo ha desaparecido
detrás de tu mirada mojada.
Los humanos huyeron del lugar
junto a los ángeles y los pájaros.
Sólo estamos tu y yo
como dos desconocidos
tan distantes y tan cerca
en la mañana del sábado.

EL BESO

Cuando éste papel no exista
y mi texto arrugado
ruede por tu lugar
ajeno.
Llamaré a cada una
de tus células ingenuas
para recordarte el beso


 ME ENCONTRARÁS

Me encontrarás en ese lugar impreciso
Entre la luz y la oscuridad
Entre la llegada y la partida
Entre al amor y el desamor
Entre el nunca y el siempre
Entre el pasado y el presente
Y cruzaré el puente que nos separa
Entre tu mirada y la mía.

HOY ES EL DÍA MÁS TRISTE DE MI VIDA

Hoy es el día más triste de mi vida.
Mi padre ha muerto.
Tendido en la cama parece dormido,
mi mano se posa en su frente con miedo
esta tibia todavía, agónica.
Demasiado tarde, pienso,
demasiado tarde.
La cruz cuelga de la cadenita de oro
atravesando su nuez prominente
como una mentira.
Su boca, en una mueca,
exhala el humo de un cigarrillo
dibujando secretos en el aire.
Esos que atados en el paquete
descansan sobre la mesita de luz
entre la boquilla negra y el cenicero,
entre la vergüenza y el remordimiento.
Tengo ganas de fumarme uno
y me contengo.
Tengo ganas de gritar
y no lo hago.
Tengo ganas de llorar
y lloro para adentro.
Cada gota de mis lágrimas
caen perforándome el corazón
y me lastiman, y me sangran,
y me tiemblan, y me dejan desamparado.
Hoy es el día más triste de mi vida
mi padre ha muerto, y todos los padres
y con él una parte mía
para siempre.

LA CITA

Te esperaré
en tu lugar desierto,
donde no hay palabras
sólo ausencias.
Te esperaré
en la orilla de tu herida
allí donde me dijiste
ven acaríciame.
Te esperaré
otra vez donde gimes
en el lugar de tu dolor
donde me distes la cita.


SIN OLVIDO

La piedra rueda
por tu lugar herido
entre el ayer y el mañana.
En su inocencia
no sabe, aún
que entre los dos
hay sólo presente,
tiempo eterno
sin memoria
sin olvido.
RENGLÓN
Llegará  el día
en que tu palabra escrita
se encuentre con la mía
en un estrecho
renglón de papel,
entonces no harán
otra cosa que besarse.

RENUNCIA

Podría renunciar a la gravedad
y dejar que una mariposa me lleve
atado en sus nervaduras
hasta posarme
en cualquier cielo.
Podría desprenderme como una hoja
echada al viento,
ser azul, rojo, amarillo,
si Ella lo quisiera.

TUS BESOS

Besos tibios, besos acurrucados, besos serenos, besos sucios, besos consuelo, besos araña, besos distraídos, besosausentes, besos malcriados, besos tristes, besos consumo, besos misericordiosos,
besos fugitivos, besos mojados,besos atormentados, besos casuales, besos adiós, besos invasores, besos emprendedores, besos trémulos, besos aburridos,besos asquerosos, besos mentirosos, besos maricones, besos iluminados,besos rigurosos, besos heridos, besos ansiosos, besos chicles, besos perdón,besos urgentes, besos oscuros, besos tumultuosos, besos simulados, besos amparo, besos parciales, besos trompita, besos amargos, besos tormentosos, besos idiotas, besos arrepentidos, besos olvidados, besos flor…Tus besos, siempre tus besos


Liliana Isabel González



SOMOS Liliana Isabel González

VIAJAN LAS PALABRAS

Viajan las palabras hechas texto, viajan las palabras que cuentan una historia dentro de otra, viajan las historias que me habitan, las que conozco y las que buscan una salida , viajan las palabras sonrientes melancólicas ¡apuradas!, viajan las palabras, viajan para ser leídas escuchadas y abrazadas.

SOMOS

Para mis queridos compañeros de mesa los abrazo con cariño y agradecimiento!!!
Somos un grupo atraídos por las palabras pronunciadas, íntimas, dialogadas escritas, y a veces susurradas, cuando el recuerdo o la emoción, las viste de gala.
Bajo un techo de cielo y una arboleda añosa, la mesa de madera inspira las almas.
Una tarjeta con frases recortadas despierta nuestro inconciente.
Su intencionalidad, opera como la mano del cerrajero, que conoce con precisión, la llave que libera el encierro.
Somos un grupo atraídos por las palabras pendientes, no dichas, y urgidas de llegar a quienes las han inspirado.
Acompañados por otras almas observadoras, desplegamos cada lunes. Nuestra vida en ese tiempo que es casi ráfaga. que barre los fantasmas. y escribe historias para ser leídas y contadas...

ODA AL TALLER DE ESCRITURA

Que la ausencia no sea una costumbre.
Que en presencia la mirada nos reencuentre.
Que el tiempo nos abrigue y nos libere del apuro aprendido.
Que la lluvia con sus infinitas gotas despeje la ira guardada.
Que el taller sea una cocina de ideas.
Que las palabras crezcan en las hornallas encendidas por cada uno de nosotros.
Que las historias, si quieren, se enamoren y decidan hacerse una, para contarlas a quien se anime a escucharlas.
Que la inspiración nos conmueva hasta hacerse vida en un relato.
Que la tinta el grafito y el papel desenvuelvan pasión para contagiar a otros.


Liliana Marengo


Los resignados Liliana Marengo  

Me he detenido a mirarte y te encontrado un poco viejo. Viejo, en la medida en que te cuesta acomodarte a las nuevas circunstancias. Estar viejo es no animarte a levantar el barrilete por falta de viento, o a desmoralizarte por dos gotas de lluvia. Me he quedado escuchándote y tus silencios caen por huecos desde donde no vuelven, como una pesadilla que lejos de olvidarse se intensifica, cada vez que vas dejando de lado tus proyectos, aún antes de ponerlos en marcha. Todo o casi todo te molesta. Traigo flores, cambio los muebles de lugar, y es como una trompada al orden que te instala en una seguridad mal entendida. He atribuido tu desesperanza a la falta de colores. Atribuyo a tus negros y a tus grises, ese vacío existencial que se presenta a la hora de pensar el mundo y que desvalija tu deseo de poner en juego los últimos cartuchos para hacer algo que por adelantado das por perdido. Estamos quietos al borde de una desidia en la que pasamos horas. Nada es imprevisto.
¿No tienes fuerzas? El estudiante universitario que se levantaba contra las murallas y las atravesaba, el Profesor que reñía convencido contra los molinos de viento, se ha quedado sentado mirando un noticiero, y tus escritos que antes conmovían a un grupo reducido pero selecto, se han vuelto tediosos. Hasta el papel en blanco, que ayer se te presentaba como una promesa, ahora se ha vuelto un obstáculo. Todo te incomoda. Miras el reloj cada segundo, y cumples con tus acostumbrados cometidos, como el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Son las cosas que se repiten las que nos resguardan de alguna manera. Pasa un minuto y observas inflexible los horarios antes innecesarios, porque la vida se hacía a la medida de nuestras pasiones.
Yo hago lo imposible por desbaratar tu guarida, porque es probable que si me dejo llevar por tu sentido, envejezca. Invito a gente joven y emprendedora a casa para que te renueve, te incomoda. Me río, y mi carcajada es desoída por el designio de tu pena, que hace de la felicidad una frivolidad sin sentido.
Estás triste. ¿La lucha está perdida? Un desencanto. Tus ojos, que antes fabricaban puentes con los míos, se dejan y observas un punto fijo por donde seguramente te pasa la película de esos años en que aún creíamos.
Tal vez, los culpables hayamos sido nosotros. De todas maneras intento como puedo traerte hasta mis brazos y te aprieto recordándote el vínculo, que nos salvó de la guerra.
Me cuesta hacerme cargo. Es cierto, algo de mí se va secando. Ya no pinto. Las murallas que me separan de la vida son cada vez más altas. Hay noches que me pongo a escalarlas con mi pensamiento y al otro día desisto. Me ahogo, no encuentro refugio. La casa que antes lo era, me resulta sórdida. Mis amigas las de siempre me han ido dejando.
Reconozco mi desaliento.
La música que ya no escucho. Todo es ruido. Bajo el volumen cuando antes lo subía. No canto. Antes bailaba.
Recuerdo cuando llegabas de improviso y me pescabas dando vueltas. Corríamos las sillas y la mesa y danzábamos en la cocina.
Me veo en el espejo y estoy ajada. Marchita, sin perfume. ¿Asusto? Unas ojeras despilfarran malos augurios y lo que se necesita es color. No quiero entregarme pero me entrego vaya a saber por qué las fuerzas se van agotando.
Los chicos hacen cada vez más su vida, y menos la nuestra. Cuando pasan están cada vez menos tiempo. Seguramente huyen de este lugar porque permanecemos callados. Nuestras conversaciones aliadas a las desgracias y a los infortunios provocan espanto.
Huimos de la calle porque se la agarran con los viejos. Dejamos de caminar porque buscamos excusas.
Tengo mi parte.
No sé si vamos a salir algún día. Probablemente estemos envejeciendo y no quiero darme cuenta.
Probablemente el tren nos haya dejado abandonados en el andén y sin recursos.
Reniego, pero también me abstengo.
No creo que seas feliz aunque me quieras.
Hemos tenido muchas oportunidades y nunca nos hemos ido. No creo que sea cobardía, pero tampoco es sano rondar por la casa y no encontrarnos.
Me imagino así eternamente, sin salida. Me resigno. ¿Te resignas? ¿Por qué lloro? Tengo miedo.

Tengo mucho miedo.

Cristina Civale


Santa Narcótica  Cristina Civale


Ese día interminable fue viernes santo. Había llovido hasta la hora del té, luego de que un sol hiriente atravesara las nubes grises de una mañana tan diáfana como despiadada. No había que ilusionarse. Luego contrastó con una noche rotunda y sin promesas.
La fecha fue apenas un detalle para Andrea porque ella era atea, pero a pesar de su falta de fe y de su ignorancia hacia el calendario ecuménico, se sintió impresionada por la coincidencia: la conmemoración cristiana coincidía con su cumpleaños número veinticinco, donde el festejo -lo tenía bien pensado- sería desplazado por el sacrificio, a menos que alguien, por fin, le contestara el teléfono y aceptara su propuesta.
Desde su cumpleaños anterior venía discando sin suerte y también, desde entonces, una única idea le daba vueltas en la cabeza: estaba cansada de que la considerasen una enferma. Su aspecto era rebozante y su piel blanca reconocía la textura de la buena salud. Lo mismo que el brillo de sus ojos negros, la suavidad de su melena color caramelo y un olor fresco que emanaba de su cuerpo a cualquier hora del día, sin necesidad de perfumes, cremas o algún otro tipo de loción.
Ese empecinamiento con la enfermedad tenía que ver con que Andrea se había pasado prácticamente la mitad de su vida en grupos de autoayuda -desde anoréxicas anónimas hasta mujeres que aman demasiado pasando por narcóticos anónimos y adolescentes golpeadas, entre otros muchos- y ahora sólo quería armar un grupo de sanos sin nombre, donde nadie necesitase de otra persona, donde se pudiese vivir sin contar los días en los que se había logrado vencer a la patología de turno, donde cada medianoche fuese algo más que una frontera ganada al dolor y a la supervivencia. En definitiva, un lugar donde la vida pudiese celebrarse, simplemente.
Andrea estaba agotada de la planicie en la que se había vendido deslizando, sin querer, de comunidad en comunidad. Por eso, desde el mediodía de ese viernes santo, se metió en la cama, una plaza y media que reinaba sola en el único ambiente que tenía como casa y se puso un pijama blanco y de lino, comprado para la ocasión.
Hacía media hora que había vuelto de hacer el reparto. Desde los veinte trabajaba en un servicio puerta a puerta para el que hacía deliveries en su moto de baja cilindrada. Entregaba lo que le pidieran: desde pizzas hasta documentos secretos; desde sushis que jamás había probado hasta cartas de amor.
Antes de meterse entre las sábanas, se desnudó en el baño, se encremó el cuerpo por primera vez con una leche de pepinos que había comprado de oferta en el supermercado; se cepilló el pelo y los dientes, se hizo buches con un líquido mentolado color azul, se lavó la cara con agua y jabón de glicerina, se roció la piel con un perfume agrio - también comprado en el supermercado- y recién entonces se deslizó por el pijama. Quería aplacar el frescor. Ese olor a flores la irritaba tanto como su estado. Recién entonces estuvo lista para empezar a hacer los llamados. Tomó su inalámbrico de plástico gris con ansiedad, la misma de siempre, ésa que delataban los mordiscones que arruinaban la antena, y con la mano libre pasó, de una en una, las hojas de su agenda ajada buscando un nombre que quisiera ser su aliado.
Andrea se relajó y llegó cierto alivio inesperado. Ya estaba cerca de debelar el misterio de ese día. Y quizá fue por ese estado de serenidad que empezaron a arrinconarse en su cabeza con la voracidad intermitente de un taladro, todos los recuerdos dolorosos que siempre intentó expulsar. Por primera vez, los dejó venir y hasta aceptó los detalles que empezaban a destilarse desde su memoria adormecida. Creyó que si lograba verlos de una vez con su impertinencia microscópica, quizá encontraría alguna posibilidad para exorcizarlos.
Lo primero que se estancó ante sus ojos fue la imagen de su padre tal cual se la había relatado su abuela Natalia. Su padre, transpirado y fuera de sí, con el pelo sucio y completamente desaliñado, gritaba, desconsolado, alrededor de su cuna, mientras ella lloraba, como toda recién nacida Su padre -siempre según el relato de su abuela- la levantó y la zarandeó como a una muñeca de trapo barata, mientras le gritaba que era una asesina.
 -Tu madre murió para dejarte nacer -recuerda que su abuela le contó que su padre gritó. -Huérfana, éso mereces ser-. Fue lo último que dijo y nunca más lo vio. Según su abuela Natalia, que luego la crió, él desapareció de sus vidas y las dos perdieron algo para siempre. Natalia a su único hijo; Andrea, a su único padre.
 Andrea dejó el teléfono a un lado y se abrazó a una almohada, agotada porque sentía la fuerza miserable con que su cabeza le mandaba señales de su pasado. Todo prometía que habría más detalles y también más dolor. No se equivocaba. Enseguida se vio escondida en un rincón del almacén de su barrio de la infancia. Comía, desaforada, el quinto paquete de galletitas saladas que se había robado de uno de los estantes bajos. Esta vez la almacenera -que según después supo la venía observando- la denunció a su abuela Natalia inmediatamente fue a buscarla y le pegó con su palma gruesa sobre la cara pero tardó más de media hora en alzarla. Andrea pesaba demasiados kilos para sus ochos años, en realidad pesaba demasiado en términos absolutos como para que la pudiese levantar una anciana. Su cuerpo amorfo de esparcìa por el piso y en él no se distinguían pecho, cintura o caderas. Sólo un gran pedazo de carne sufriente. Con la ayuda de la almacenera y de su marido, Natalia se llevó a Andrea y la ató a la cama y sobre todo, le tapó la boca con una cinta adhesiva blanca cuyo olor a goma Andrea jamás pudo olvidar. Tampoco pudo olvidar el terrible ardor en el estómago y la sequedad de su boca que delataban su hambre compulsivo. Un vacío de amor.
 Lo de la cama duró poco, Andrea sin poder soltar la almohada a la que se abrazaba, hizo fuerza para no llorar. Ya venía otra imagen a atacarla. Se vio sentada en círculo entre un grupo de chicas como ella donde conoció la palabra bulimia. Recordó su primer vómito en público y se sonrojó por su tristeza y por la vergüenza de su hambre . Vio sus dedos tratando de destrabar su garganta y recordó la primera caricia de su vida, la de una nena, Manuela, que la ayudó a limpiarse la boca. Fueron íntimas hasta que Natalia decidió que ya estaba curada y la sacó de los grupos y le prohibió seguir viendo a Manuela, con quien la había encontrado tanteándose en el baño y dándose besos impúdicos. Era verdad. Manuela fue el primer amor de su vida. Andrea nunca perdonó a Natalia por esa separación. Sin embargo, por miedo, nunca se lo demostró. Se tragó esa decepción hasta el último día cuando la encontró, recién llegada del colegio, colgada con una media de seda de la araña de caireles del comedor. Andrea la desató y lloró sobre su cuerpo mustio. Ya era una adolescente Luego del entierro buscó desesperadamente alguna carta de Natalia donde le diese una explicación. En cambio, encontró en un libro de tapas negras un secreto escrito con letra prolija y aplicada: cientos de recetas de tragos exóticos, todos creados y probados por Natalia en sus horas de silente soledad. Andrea lo tomó como un legado. Iba a preparar cada una de esas recetas y a beberlas. Quizá en ellas encontrara algo misterioso y revelador.
 Con la imagen del cuaderno en la cabeza, sintió el mismo mareo de su primera borrachera, luego de haber bebido con fervor de homenaje alguna de las combinaciones, exactamente las mezclas número dieciocho y la número veintiséis, champagne con cassis y nuez moscada y vodka con jugo de uva negra y pimienta blanca. Como si el recuerdo de la ebriedad no pudiese sacarla del pasado, volvió a sentir el primer sacudón, inolvidable y vertiginoso, de la primera raya de cocaína que la ayudó a no estar más borracha. Se vio nuevamente sentada en círculo entre un grupo de gente como ella -ahora eran todos adultos, ella ya tenía veinte- mientras repetían la oración de la serenidad como un mantra. Dios concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar. Valor para cambiar aquéllas que puedo puedo y sabiduría para reconocer la diferencia. Todavía le funcionaba. Empezó a decirla y de inmediato se encontró en la noche en la que le dieron un llavero de plástico negro por haber cumplido seis meses de abstinencia. Volvió a sentir la saliva de los besos que le dio su mejor compañero de los grupos de narcóticos, Favio. Suspiró largamente cuando se vio haciendo el amor con una pasión que no había conocido y a un nuevo suspiro sumó una lágrima, la primera de ese día, cuando se le vino encima toda la oscuridad de un domingo más o menos cercano en el que Favio la abandonó sin ninguna razón, al menos ella no había encontrado ninguna. Quizá había sido su amor pegajoso.
 Andrea se vio otra vez en la puerta del departamento de Favio esperándolo con desesperación-hacía días que no le atendía el teléfono- y en esa ocasión Favio no la esquivó. Cuando bajó para comprar pan, se detuvo, la miró a los ojos, la agarró de la mandíbula y le dijo con frialdad y firmeza, como si se tratase de una desconocida: "Estás enferma, no me persigas más. Necesitás ayuda". No era cierto. No necesitaba ayuda. Lo necesitaba a él, pero igual pidió auxilio y se acordó de todas la veces en que asistió a grupos donde estaba rodeada de mujeres que lloraban sus amores locos y perdidos y de como, de tanto hablar de Favio, lo convirtió en una montaña de palabras aturdidas, en un hombre cargado de adjetivos y por eso, se le hizo invisible.
 Andrea clavó las uñas en la almohada y se mordió el labio hasta sangrarlo. Se tragó su sangre. No pudo controlarse. Volvió a sentir el rechazo y el miedo que le daba la idea de no poder vivir su vida si no estaba en un grupo. Recordó como todos sus compañeros, todos y cada uno, se negaban a formar su grupo de sanos sin nombre. "Nadie se cura, le decía uno. "La recuperación no existe. Vivimos en una ilusión. -insistía otro- Un margen sereno hasta la próxima recaída". Sus dos únicas amigas sanas, Mabel y Silvia, ellas nunca habían concurrido a grupos de ninguna clase, también se negaron: Vos todavía estas enferma, estabilizada eso sí, pero tu enfermedad es para siempre, le dijeron sin ninguna piedad, por separado con las mismas palabras, como si se hubiesen puesto de acuerdo.
 Así habían sido su pasado lejano y su pasado reciente. Había pasado horas recordando. Estaba agotada y convencida. Ya era medianoche cuando por fin logró discar. Llamó a su amigo Tomás, un protestante fanático que acababa de llegar de un oficio religioso donde se había lucido cantando El evangelista en una de las Pasiones de Bach.
 Andrea lo había llamado con la idea que venía empuñando. A Tomás lo había conocido en un grupo de alcohólicos anónimos, cuando él empezó a recuperarse de su adicción al anís turco.
 -No me rompas más las pelotas -le contestó Tomás que atendió al décimo timbre del teléfono-. Igual te deseo un muy feliz cumpleaños pero ahora me voy a dormir, mañana me levanto temprano.
 Sin más explicaciones le cortó.
 Andrea supo que sólo si reconocía que era una enferma incurable iba a tener su lugar en el mundo y ese lugar no le gustaba. No quería poner su cuerpo alrededor de otros cuerpos y contar miserias y sentir pena de sí misma y pedir todo el tiempo perdón.
 No sin dolor esa noche decidió atravesar el rito de su adicción favorita. Primero se comió cuatro paltas con aceite de oliva griego y mayonesa. Siguió con tres platos de agnelottis rellenos con ricotta y rociados con crema de hongos. Se tomó tres platos de sopas de verduras -zapallo, zapallito y cebolla- y terminó con dos postres. Primero un flan para cuatro con crema y dulce de leche, luego frutillas -un kilo- con azúcar y jugo de naranja. No tomó líquidos. Terminó de tragar la última frutilla y fue al baño. Se agachó sobre el inodoro y se puso dos dedos de su mano izquierda -Andrea era zurda- en la boca hasta acariciar la garganta. El vómito ácido asomó por la laringe y se desvió hacia la nariz. Andrea se ahogó. Hizo esfuerzos para reencausarlo por la boca pero fue en vano. Trató y trató hasta que se le acabó el aire y con la panza llena y revuelta, así, atragantada y excluida del mundo, pálidamente morada, jadeó hasta que el silencio la desvaneció. Ya no pudo escuchar el timbre del teléfono y la voz de Tomás, breve y rotunda, grabándose en el contestador automático: Lo estuve pensando. Acepto. ■



Isabel Ali



La Timba  Isabel Ali

La casa del Ñato se erigía sobre la calle Niceto Vega. Un portón de hierro forjado permitía el acceso a un pasillo de unos cuarenta metros de largo, sobre el cual cinco apliques en forma de tortuga dispersaban una paupérrima luz biliosa. A la izquierda, la pared lindaba con la propiedad vecina. A la derecha, había dos departamentos habitados: el primero por el Ñato y sus padres, el segundo por la hermana del Ñato, su marido y sus hijos. Al final del pasillo, una puerta de chapa daba entrada a lo que nosotros llamábamos: el “garito”, apenas una sala amplia con dos ventanas que daban a la galería de un patio minúsculo, una cocina bien equipada y un baño pequeño. A simple vista parecía un “bulín”, pero era algo más sagrado que eso. Durante la semana, se organizaban partidas de siete y medio o de mosca, en las que se apostaba fuerte frente a invitados especiales. Más de una vez, vi sobre la mesa títulos de propiedad y cheques siderales en juego. Pero los domingos, invariablemente, se jugaba al pase inglés entre amigos por pocos pesos. La heladera estaba siempre aprovisionada para estos menesteres, rebosante de aperitivos y vituallas. Los discos giraban sus espirales de milongas y valsecitos a horcajadas del Winco. Unas macetas, llenas de arena húmeda en vinagre, que sostenían varas de helechos artificiales, desempeñaban la función de ceniceros y mitigaban el olor a tabaco que se aglutinaba en el ambiente. Sobre una de las paredes del salón se apoyaba el respaldar de un diván; debajo, residía semioculta una caja de zapatos, forrada en papel de seda negro, a la que todos llamaban “camouflage” (y que en esa oportunidad, después de mucho tiempo de ignorancia al respecto, pude averiguar qué contenía).
Nos turnábamos para jugar, servir el cinzano y ejercer vigilancia sobre la penumbra temeraria del pasillo. Esa noche, el centinela en el techo era Cafrune.
Los dados castañeteaban sobre el paño color verde esmeralda. De repente, la voz de Cafrune llegó sólida desde lo alto.
-¡Cana con casco!- y bajó de un salto, para mezclarse entre nosotros.
-“Camouflage”- ordenó Battaglia en un murmullo.
Juani se llevó algo a la boca. La guita desapareció, repartiéndose en los bolsillos. El Tano y Barajita dieron vuelta el mantel Plavinil, dejando a la vista un plastificado a cuadros sobre el que deposité un plato lleno de maníes y aceitunas. Battaglia vacío la caja sobre la mesa: cayeron, de una vez, seis mil piezas de rompecabezas. El Ñato agarró un puñado y comenzó a ensamblar. Me pregunté a quién convencería Listorti con sus anteojos negros, el bastón blanco sobre su regazo y las manos llenas de trocitos de un paisaje alpino. Golpearon la puerta.
-Está abierta- gritó el Tano.
Vimos entrar al Pelado Santoro, que sonriendo interrogó:
-¿No hay timba hoy? ¡Qué “caripelas”! ¿Se murió alguno?
Las miradas feroces se clavaron como dardos en el entrecejo de Cafrune.
-¡Bueno, che! A cualquiera le pudo pasar... Por la sombra parecía un casco...-excusó- No es para tanto, fue un susto nomás... Sigan timbeando y listo...
Y de inmediato echó a correr en huída por el pasillo hacia la calle; porque tras él corría el Gordo Juani blandiendo en el aire una botella vacía y vociferando iracundo a los cuatro vientos:


-¿Con qué querés que juguemos, gil, si me morfé los dados?

Juana Rosa Schuster

                 MIS ABUELOS   Juana Rosa Schuster

Al amanecer, en alta mar, el abuelo Pablo estaba aún despierto. El barco se movía hacia arriba para descender luego en un empujón desesperado.
La abuela Catalina tampoco podía conciliar el sueño,: un ofrecimiento de dos hombres, estaba  vivo en sus cabezas. Se escuchaban los acordeones de otros viajeros, canciones conocidas que podían haberlos colmado de nostalgia, pero ellos no los percibían.
Sólo la nena, Clarita, dormía ajena a los avatares. Ya tendría tiempo de ser una muchachita hecha mujer en el dolor y la alegría del vivir.
Conversaron acerca de la propuesta, mientras tenían la sensación que el buque subía y bajaba respirando.
Dos hombres le dijeron a Pablo que en Argentina no se conocían los inviernos. Ellos solían hacer el trayecto desde Rusia y jamás habían usado ropa de lana en Buenos Aires. Parecían dominar todo tema referente al clima durante las cuatro estaciones.
Los padres de Clarita, debían hacer frente al pago de la pensión, comidas, medicamentos para el asma. Estos individuos se ofrecieron a comprarles los abrigos de piel que llevaban puestos y los que guardaban en los baúles.
Las prendas habían sido cosidas en una pequeña ciudad rusa por el padre de Catalina. Ofrecían menos de la mitad de su valor.
La decisión no era fácil. Cierto fue que atrás quedaron las persecuciones de los soldados del zar y el horror de la guerra donde Tánatos se presentaba todos los días. El nuevo enemigo era entonces la carencia de dinero.
Al día siguiente, la abuela se desprendió de la mayor parte de sus ropas, producto de noches y noches de costura del mejor sastre de aquella zona.
No conociendo las proporciones exactas, fueron víctimas de un juego macabro.
En la larga cola en el puerto, antes de entrar al hotel de los inmigrantes, donde estuvieron tres días, notaron el engaño: el frío era cruel. Los cabellos de Catalina despeinaban los vientos.
No tuvieron acceso durante horas a tomar algo caliente.
Los buscaron. Habían desaparecido. Se dedicaban a este tipo de estafas.
Ellos sufrieron. No supieron expresarse en castellano. Sus palabras a las autoridades chocaron contra paredones y se estrellaron como las mariposas nocturnas atraídas por la luz de un faro.

Marta Becker

QUIZÁS…  Marta Becker 

QUIZÁS

Un desapacible sábado a la noche estaba necesitado de compañía. Después de dar vueltas, entré en un bar desconocido alejado del centro. Allí la vi. Estaba sentada en un taburete alto, al final de la barra.
Me acerqué. Sin preámbulos, la invité con un trago.
Lo aceptó de inmediato. La charla se alargó más allá de mi gusto, pero estaba dispuesto a soportarlo. La muchacha me gustaba y comencé a fantasear con ella.
Nos contamos cosas, como viejos amigos. Decidido, después de hablar mucho y tomar más, la invité a mi casa.
Al principio, rechazó la oferta. Con cierto misterio, bajó los ojos para no mirarme de frente, temerosa.
Luego, en voz baja, dijo -vamos- y no habló más.
Cuando entramos, pidió que baje las luces para crear clima. Puse música de fondo, tomamos otra copa y la orienté hacia el dormitorio.
A media luz, comencé a desvestirla lentamente, y en ese momento me entró una duda aterradora.
Quizás no era ella… pensé… quizás era él…

¿QUIEN SOY?

Estoy aquí, encerrado entre cuatro paredes, león enjaulado pájaro herido hombre despojo, aquí, aquí o allí, no sé dónde estoy, allí me pierdo, aquí no respiro y una cucaracha desaparece por uno de los agujeros frente a mis ojos y supongo que me puedo ir con ella, elegir el agujero por donde sumergirme, o tal vez decida estar en otro lugar y una escalera oxidada me lleva hasta la mismísima puerta del infierno, en donde no quiero entrar porque ya estoy en él, aquí, aquí o allí, es igual y sigo dando vueltas, trepo por las paredes el techo baja cada vez más y me oprime, empujo, la cucaracha vuelve y me mira, goza, se sabe libre, largo un manotazo inútil, se escapa por otro orificio, uno más de cientos marcados en las paredes  que hablan de desesperación, de soledad, de silencios, cuando ya no hablo ni conmigo mismo, no reconozco mi humanidad, huelo a animal, por favor cucaracha volvé te necesito aquí o allí pero cerca, algo viviente, algo que me conecte con el otro lugar, ese lejano, inexistente y entrañable que no volveré a ver porque estoy aquí, una cucaracha más.

RECOMPENSA

Padre, vengo a hablar con usted porque es con el único que puedo hacerlo. ¿Vio el anuncio que se publicó en todos lados solicitando datos del homicidio de Maximiliano González, el hijo de doña Carmina, y el ofrecimiento de una recompensa de doscientos mil pesos por alguna información que ayude a encontrar al o los culpables? Yo lo vi y enseguida comencé a poner en una lista todo lo que podría hacer con esa cantidad de plata, como arreglar el techo de la casilla, que cuando llueve es un colador, comprar una cocina nueva, emparejar el piso con otra capa de cemento y también comprarme un par de zapatillas y algo de ropa. Igual, me sobrarían unas monedas para guardar. Porque yo, Padre, vi quién lo mató. Fue un ajuste de cuentas, porque el Maxi estaba en la droga, empezó de a poquito y fue ganando clientes porque se los sacó a otros y eso le juntó muchos enemigos. Le avisaron que se abriera, que no canchereara, que estaba jugando con fuego. Pero no hizo caso, siguió. Yo estaba en la pieza cuando escuché los gritos, me fui hasta la ventana, corrí un poco la cortinita y los vi, al Maxi y a su atacante, que peleaban y se decían cosas, gritaban… cuántas cosas podría comprar con esa plata… y dicen que hay reserva de identidad, no van a decir quién contó si vio algo, eso me dejaría tranquila, pero igual Padre, le pregunto a usted que sabe ¿Diosito no me va a castigar si le digo a la Policía que el asesino es mi hijo?


María Alicia Escobar

Doña Matilde María Alicia Escobar

Desde el balcón de nuestra casa, en el primer piso, podíamos vislumbrar la de Doña Matilde, una casa casi en ruinas, de las que tienen una galería que abarca las habitaciones que dan al patio. Pero esto no lo veíamos desde el balcón, sino cuando pasábamos frente a su casa, visteando el resto. La galería estaba a punto de derrumbarse, estaba a punto pero no se derrumbaba y esto nosotras se lo atribuíamos a las aptitudes brujeriles de la anciana, porque en el barrio se la tenía por bruja, cuando la razón era que vivía sola, que estaba sola y no parecía necesitar de la compañía de nadie .  Sin embargo en las tardes cálidas de la primavera o el verano, sacaba un viejo sillón de mimbre a la vereda, su cabello atrapado en una eterna redecilla y, si refrescaba un poco, una apolillada mañanita sobre los hombros, sus pies siempre calzados en zapatillas de paño.  Con las únicas que hablaba era con nosotras.  Lo hacía para reconvenirnos cuando pasábamos frente a su casa con la bicicleta.
Protestaba porque aflojábamos las baldosas. Lo cierto es que las baldosas eran tan viejas como la casa y hacía tiempo que estaban flojas y necesitaban un cambio, lo mismo que la casa. Por cierto, no le hacíamos mucho caso, pero nunca nos burlábamos porque nos inspiraba un cierto temor. La soledad y el silencio de la anciana  generaban todo tipo de leyendas: que era bruja, que estaba loca porque había escapado de la guerra, etc. Nadie se acercaba a ella y ella no se acercaba a nadie.
Entre el temor y la piedad prevaleció ésta última y un día, por la tarde, mi hermana y yo nos acercamos a ella, alabando el intenso perfume de los jazmines, única planta que había en su jardín, peleándole a la maleza que la rodeaba. ¿Les gusta? Preguntó. –Nos encanta, dijimos al unísono. –Esperen un momento, dijo y se levantó con dificultad porque parecía que las piernas ya no le respondían como debían. Nosotras nos quedamos esperando mientras ella se dirigía a la primera pieza.  Al rato volvió con unas tijeras y cortó cuatro jazmines. –Dos para cada una dijo, lo demás es   para mis santitos. –Gracias, gracias, Doña Matilde, nosotras no tenemos jardín…es una pena, solo macetas con malvones… y corrimos hacia donde estaba nuestra madre –la cocina- y le dijimos -agitadas-  -Mamá, doña Matilde no es mala, mirá, nos regaló jazmines. -Nunca dije que fuera mala, solo creo que es una pobre mujer sola. Es verdad, nuestra madre tenía siempre una actitud piadosa ante los que consideraba desgraciados.
Jamás se prestaba a la maledicencia. Los jazmines perfumaron toda la casa hasta que se marchitaron.  Con mi hermana tomamos la costumbre de detenernos frente a ella, cada vez que sacaba el viejo sillón a la vereda. Entonces hablaba de Don Félix, su marido, al que no habíamos visto más desde hacía mucho tiempo.
-Se murió, preguntó mi hermana. –Anda por la casa, contestó de una manera vaga haciendo un gesto con la mano. ¿Y porqué no lo vemos? Pregunté yo. –Ustedes no lo ven, sólo yo lo veo.  Nos miramos sin decir nada.¿ Realmente estaría loca? De cualquier forma, la tarde que nos invitó a entrar, lo
hicimos, no sin cierto temor. Nos llevó a la cocina en donde había un Primus sobre la mesa y estantes con unos pocos platos, vasos y una cacerola. También tenía algunas pequeñas copas que enjoyaban un pobre conjunto.  Doña Matilde fue hasta lo que sería el comedor y trajo  una licorera.  –Les voy a convidar un poco de licor de mandarina. Lo hago yo. Nuevamente nos miramos…qué hacer, no queríamos ser descorteses. –Recién tomamos la leche, Doña Matilde…Un poquito no les va a hacer mal-.
¿Y si quería envenenarnos…? Pese al miedo, nos tomamos el licor. Estaba delicioso y no parecía tener veneno. Luego nos invitó a pasar al comedor.  Notamos que en toda la casa había santos y vírgenes, algunos de ellos conocidos.  Prendió la luz del comedor.  Sobre un sofá destripado había muchas muñecas, muñecas antiguas, de esas con cabeza  de porcelana.  A algunas les faltaba el pelo, otras estaban tuertas, pero lo que más impresionaba es que el color había huido de sus mejillas.
Parecían muertas, muertas sin enterrar, como, imaginábamos que estaba Don Félix. Nos dijo que eligiéramos una, pero ésta vez dijimos no, no, no, con una energía que no sabíamos de dónde salía. –Tenemos muchas muñecas- (lo que era una flagrante mentira)- Nos tenemos que ir, Doña Matilde, mamá debe estar preocupada (lo que también era mentira. Nuestra madre podía preocuparse si no estábamos cuando llegaba a nuestro padre).  –Bueno, vayan nomás, ya dentro de un rato viene Don Félix, tenemos muchas cosas de las que hablar.
Ya en la calle, suspiramos con alivio.- ¿Realmente está loca? Preguntó mi hermana. –No sé, creo que sí, pero es muy buena y el licor estaba riquísimo.


Eduardo Alberto Planas

ROJO   Eduardo Alberto Planas

Cuando en aquella tarde lluviosa, Guillermo llegó a la subasta del Paseo de las Artes,  sonrió.  Allí estaba el violín que tanto anhelaba, envuelto en su caja  de color marrón en cuero gastado. Lo quería, no importaba el precio que tuviera que pagar. 
Empezaron las ofertas. 1.200, 1.300, 1.400, 1.500 pesos. Una mujer –que llevaba el  detalle de una  boina negra que se destacaba sobre su roja cabellera, parecía decidida a quedarse con el instrumento.  Las ofertas se convirtieron en un duelo entre ambos. Ninguno daba el brazo a torcer.  La mujer hizo otra señal con su mano 10.400 pesos. El  levantó la suya  y el violín quedó en 10.500 pesos. No hubo contraoferta.
En cuanto finalizó de la subasta, satisfecho, se dirigió a cumplimentar los trámites para el cierre de la operación. En eso se encontraba cuando observó a la dama de la boina, llorando.  Se acercó a ella. Conversaron. A la mujer no sólo le atraía el instrumento por la tonalidad rojiza de su madera como le sucedía a él. Para ella significaba mucho más, amaba la música y  tenía previsto viajar en un mes a Alemania para perfeccionarse. El modo apasionado con que ella se expresaba, conmovió a Guillermo.
Invitó a Rachéele –tal era su nombre– a tomar un café.  Toda la conversación giró en torno al violín, supo por ella que era muy antiguo, de origen alemán  y que venía con cuerdas de acero de repuesto, cosa que no era habitual.
Guillermo percibía sentimientos encontrados, había esperado tanto el momento de la subasta y de pronto, la cosa cambiaba, la historia de Rachéele había tocado su  corazón. Entonces se decidió, le dijo que si era importante para ella, él se lo regalaba.
Rachéele se negó y sólo después de insistirle largo rato, aceptó que Guillermo le prestara el violín unos días, hasta tanto llegara el momento del viaje. Así lo convinieron. 
La fecha de partida llegó. Rachéele lo llamó para avisarle y le dio la dirección y el teléfono.
Guillermo ingresó al pequeño departamento, ubicado en un barrio residencial de la ciudad. La caja del violín se encontraba abierta sobre  el sofá del living. 
Lo tengo en el dormitorio – dijo ella, sintiéndose  interrogada por la mirada de él. Conversaron amenamente.
Desde donde estaba  Guillermo pudo observar  el violín sobre la cama.  En un impulso,  se dirigió al dormitorio y tomó el instrumento en sus manos. El no sabía tocar el instrumento, sin embargo, cada movimiento de sus manos sobre el violín era un interrogante. Nadie como tu conoce tanto de Rachéele, sus secretos, dijo en voz alta sin darse cuenta que ella estaba presente.
De pronto algo lo hizo volverse.  La escuchó sollozar. La luz que entraba por la ventana daba de pleno en el cabello de la mujer, destacando aún más su color rojizo, similar a la madera del violín. Se sintió cautivado. Se acercó a ella y la tomó de los hombros. Rachéele dio vuelta el rostro y el la  besó en los  labios. Surgió  natural, deseado, necesario. El romance fue fugaz pero apasionado.
Ella igualmente viajó llevándose el violín, como algo que los unía y sostenía hasta un nuevo encuentro. Guillermo continuó con sus actividades habituales. Pasó el tiempo y a los dos años de aquello, él debió viajar a Paris, a especializarse en Filosofía. Lucía, una vieja amiga radicada allí hizo de anfitriona.
Tenía el teléfono de Rachéele. Se habían escrito algunos mails, unas breves llamadas telefónicas para saber para saber cómo estaba el otro. Nada más, ninguno quería insinuarse, inmiscuirse en la vida que cada uno había decidido.
La llamó. Al otro día marchó hacia Alemania. Se dirigió al atelier que ella tenía instalado en Berlín. El abrazo fue efusivo, prolongado.  Guillermo no tenía demasiado tiempo, debía dar una conferencia en Viena.
Hicieron el amor. Y el silencio sentenciaba un presagio, una despedida. Rachéele  se levantó envuelta en la sábana, cubierto el cuerpo a medias, abrió el placar y retiró el violín. Mirando a Guillermo profundamente, le dijo: Con este violín  he tocado mi primer concierto. Nunca podré  agradecerte lo que hiciste por mí. Y se lo entregó, con una mirada lluviosa que lo decía todo.
Cuando Guillermo regresó del viaje, llevaba el violín como equipaje de mano. Ricardo, su sobrino, lo esperaba en el aeropuerto. Como  impaciente joven de 20 años que era, quería que le contara todo en un instante. Pero en especial lo intrigaba el violín: ¿de dónde lo sacaste? ¡Qué extraño color de madera! Repetía sin dejar de tocarlo. Ya en el automóvil, Ricardo le comentó que estaba estudiando música y que el violín lo apasionaba.
Es tuyo entonces –dijo Guillermo.
En su algarabía Ricardo no se dio cuenta que la mirada de su tío se perdía en una imagen que llevaría adentro por siempre.


Adela Distéffano

Mi cobardía  Adela Distéffano

El rosal completo llamo a la tentación, al desorden y al castigo, mis manos sin dudarlo la tomaron del tallo y en un quiebre pudiente  la arrancaron.
La venganza del rosal fue repentina incrustando una espina sobre mi dedo índice.
Ligeramente un color púrpura se desprendía de un dolor inaguantable, la vulgaridad del corte era la existencia de la vida ya perdida. Las venas y arterias comenzaron su drenaje liberando en ello mis locuras, hoy vagarán por las calles libremente en gotas de sangre sobre el césped.
Apoyo mi dedo sobre los labios y una ligera gustación salada empaña mi vista con agravios. Tal vez rompa la angustia estremecida muriendo la quietud sobre el regazo.
Un conjuro de sangre y sentimientos se mezclan entre glóbulos, plaquetas,  alegrías y tristezas. Subsiste el daño que yo hice, y es la amnesia quien recorre la pequeñez de esta herida abierta.
La epidermis cansada de tantos apretones suaviza los sabores del pasado, los pétalos rojos desprenden de mi mano sentires encontrados.
Espinas que desangran por la llaga, lágrimas brotando por el suceso cobarde de esta niña. Me creí dueña de esta maravilla, por mi acto, una rosa se halla ahora agonizando con mi sangre vertida.
Soy un alma luchando por su espacio entre el cielo y la tierra, corpúsculos en suspensión, plaquetas y leucocitos fertilizaban la tierra, donde permanecíamos formando un espejo de fronteras alambradas.
La piel, reflujo de la ira y de las reglas, ceguera en las sombras que reclaman, desesperanzas y aventuras nuevas son el sosiego en la intriga que complace.


La coagulación culmina en este instante su cometido, espíritu de lucha inalcanzable. Un dedo sellado de nostalgia. Es un río de sangre espesa comenzando a  secarse.