jueves, 21 de noviembre de 2013

Negro Hernández


En una foto 



Recuerdo aquél momento, era un viernes por la noche, yo venía apurado de la redacción cuando la gente se desconcentraba de la Plaza de Mayo después del famoso discurso de “la casa está en orden”, y tuve que caminar varias cuadras para subir a un colectivo, dije; mientras la foto encerrada en un marco de madera temblaba en las manos del Gordo.
La encontré buscando unos papeles y me pareció piola ampliarla para colgarla junto a las otras fotos en la pared del café. El tano Gino me hizo la gentileza de ponerle un lindo marco sin cobrarme un mango ¿Qué te parece?. Fue como hace 30 años, te acordás. Se jugaba la final de truco y el boliche estaba repleto; agregó el Gordo.
Yo seguía mirando la foto. El Mirón estaba sentado en el medio de una cadena de mesas (parecía un tren) levantando con una mano la copa triunfadora y con la otra abrazaba a su compañero de partida el tordo Jorge, nuestro médico del barrio. Beto y Mariulo se habían ubicado en cada extremo mostrando la bronca que tenían por haber sido derrotados, dijeron que los ganadores, como eran fumadores en serie, se habían pasado las señas del juego mediante volutas de humo. Don Anselmo, de espalda, daba vuelta la cabeza saludando a la cámara y ocultando la pelada. Sandoval, el promotor del campeonato apoyaba el brazo derecho sobre el hombro de Oliverio que hacía puchero, tenía la boca llena de un trozo de longaniza calabresa, el Gordo agitaba la botella de champaña (es la única gaseosa que tomo, suele decir) saludando a Mimí, que no estaba en la foto, una morocha espectacular que en ese tiempo puso en peligro su matrimonio. Tito Sánchez, el cantor de boleros, abría la boca como entonando “Toda una vida”, y Norberto, el juez,  gritaba desaforado como si hubiera convertido un gol Atlanta, el equipo de sus amores. Y yo con los bigotes y la barba negra candado apenas me reconocí, pensé en el paso del tiempo, en aquél tiempo que era mas lento y el deseo menos urgente, todavía podíamos pensar, repasar lo vivido y mirar los sueños a través del ventanal sin shopping… y se me arrugó el corazón.
En un segundo plano el Gallego parecía maldecir atragantado por una empanada, Joaquín trataba de disimular el pedo que tenía huyendo de la foto. El flaco Páez, al que llamábamos Gardelito por su parecido con el maestro, se secaba los ojos emocionado con una servilleta, Abel lo consolaba haciéndole una caricia en el cuello, el ruso Boris, el más veterano de todos, permanecía sentado en una esquina y miraba sin entender nada, y casi en la oscuridad del retrato Julio Cesar Barton, el famoso relator de radioteatro, recibía el micrófono por sobre la cabeza de todos para decir algunas palabras. Los demás acompañaban el festejo para no quedar afuera.
A muchos no los recuerdo y de otros no vale la pena acordarse. Sin embargo estaban todos: los desertores, los tímidos, los pollerudos, los machos, los oportunistas, los emigrados, los golpeadores, los aristócratas, los modernos, los cornudos, los magueros, los progresistas, los traidores, los boludos, los ofendidos, los fachos, los sometidos, los malandras, los religiosos, los triunfadores, los idealistas, los caretas, los fundamentalistas, los débiles, los putañeros, los esotéricos, los inmundos, los amorosos, los cínicos, los tristes, los morochos, los abnegados, los cajetillas, los zurdos, los arrepentidos, los mentirosos, los solemnes, los intelectuales, los pusilánimes, los sensibles, los que nunca amaron y nunca serán amados, los que quisieron y no pudieron, los que todavía creen, los que bajaron la guardia y ya no esperan, y los que partieron para siempre ya no volverán.
Negro te parece colgarla en el salón de los billares junto a las de los célebres tangueros, ¿me dejará el Gallego?, dijo el Gordo levantándose del asiento para dirigirse a la barra.
Si, por supuesto, contesté sin ninguna convicción, abstraído en mis preguntas existenciales ¿cómo quiero que sean mis próximos años?
En este café de Barracas, el Tres Amigos, refugio de melancólicos, almacén de objetos perdidos, hogar de vulnerables, templo de filósofos, escuela de jugadores, pensión de olvidados, encuentro de amantes, academia de simuladores, he  aprendido a reconocer el alma de los hombres y la mía, basta una mirada arrojada hacia una foto para ser detenida eternamente en un clic.
 

Marta Becker


   La mudanza



Nací y crecí en la vieja casona del siglo XVIII que por generaciones perteneció a mi familia.
Estaba ubicada en el bosque, tenía dos torres y un mirador con amplios ventanales en forma de ojiva y numerosas ventanas con persianas que casi nunca se abrían. La rodeaba un frondoso jardín tan tupido que en algunas partes se veía mustio y en otras crecían los árboles abriéndose paso a través del sol que se filtraba intrépido.
Por fuera lucía tenebrosa. Por dentro era oscura, olía a humedad y los muebles crujían de viejos. Como en los cuentos macabros, la pared de la escalera principal estaba tapizada todo a lo largo con cuadros de los habitantes anteriores, con cara de pocos amigos y mirada triste o aburrida, no sabría distinguir entre una u otra.
Vivía yo con mis padres cuando ambos perecieron en un desafortunado accidente automovilístico, que los llevó al más allá sin previo aviso.
Terminados los trámites legales los cuerpos fueron incinerados y me encargué de depositar a los dos juntos –así lo habían dispuesto hacía muchos años cuando hablaban del futuro- en una urna de marfil tallada primorosamente. Siempre decían que se habían unido para siempre en la vida y debían estar también así en la otra dimensión.
Quién era yo para no cumplir con sus deseos.
Pero cuando el abogado de la familia leyó el testamento quedé muda. Establecía que yo debía vivir hasta mi último suspiro en la casa, para conservar el legado familiar.
Fue el momento en que tomé una drástica decisión. Tenía que salir de la casona, mudarme y comenzar una nueva vida. Aunque tarde pero no imposible era mi  oportunidad de huir de los mandatos, de transitar libre y sin presiones.
Malvendí la casona y me mudé a una coqueta casita  bien lejos, pero como no quise faltar tanto a los términos del legado llevé conmigo los cuadros y por supuesto la urna con las cenizas  de mis padres.
Obsesionada con los relatos de fantasmas, ánimas que reclaman, muertos que lloran el destierro y otros cuentos, todas las noches me tomaba dos poderosos calmantes para dormirme bien profundo y no ver ni oír nada. Menos todavía quería escuchar el reclamo de mis padres por no haber cumplido con sus deseos.
Transcurrieron los meses y cada noche necesitaba aumentar la dosis de medicación para poder dormir. Me levantaba cada vez más tarde, en un estado de sopor imposible de describir.
Ocurrió así que las noches estaban vacías, pero por las tardes veía a mis padres que salían de la urna y, abrazados, lloraban y me miraban con reproche. Tantas veces los vi que decidí eliminar la visión con más pastillas, de esa manera también estarían vacías las horas vespertinas.

Tanto tomé que todo se volvió calma.
 

Lulú Colombo



NOCHES     

Noche mórbida de sueños
hoy  cabalga sobre el monte
con su vientre alhajado de estrellas
Noche ingrata de romances truncos
languidecida  en grillos
de oscura voz insistente

Nocturnidad orfebre del recuerdo
Noche platera do mis penas se espejan
Tu atalaje estival fulgura ileso
Noche turgente de memoria y ausencias
¿Acaso eres la misma noche estival
encerrada en ese infinito beso furtivo
como una pregunta sin respuesta?
¿La misma que enrojeciera el monte
y el llano de balas y de espanto?

Una silente gota de rocío cae en mí
El río, ese lupanar de luciérnagas,
murmura su urgencia sin descanso
Cuando tú, exquisita platera de estrellas,
amiga de los duendes y la luna
dibujabas juncos en el río, en mí
la esperanza azulaba los jazmines
y era impensable el dolor de la partida
Giraban dorados girasoles agitando
mi vestido verde entre alas tersas
como pétalos de rojas amapolas
Yo era entonces un ave, o una dríade
El mundo giraba conmigo como
un remolino de porvenir venturoso


Sin embargo hubo una larga noche,
dilatada noche de rojos barrotes,
de aceras rojas, de cerrojos, de trancas
y de voces apagadas cual rescoldo
El monte se contrajo rezumando rojo
la vida coaguló en su rudo pecho
Noche de estrellas opacas, de gallos
sin canto y de crespines llorando
Nadie pudo prohibir cantar a los grillos
ni acallar al coro de ranas en arroyos
y charcos, esos inocentes ojos de agua
La noche en el monte y en el llano
inmensa diosa negra de vientre
paridor  de estrellas y cometas
me acompaña incólume y magnífica
En los espíritus del monte
que la pueblan está mi tierra
Ellos han vuelto, y yo con ellos
Vuelvo hoy a preguntarme:
¿Serás la misma noche cuando
yo me pierda en el silencio
de la mía?


VIEJO AMAYA

                                                                  Cerro Colorado, 6 de junio de 2013


Amanece en el valle bermejo del Colorado

Los ladridos nocturnos han cesado ya

y  el templo, ese Cerro Colorado,

arropado en azules veladuras

relumbra enjoyado de trémulo rocío

El viejo Amaya surge entonces somnoliento

de su camastro de briznas y de cielo

atraviesa la casa del vecino, como un rey

Nadie ha visto ni sabe adónde duerme

Digna magrura encorvada, ropa ajada

y en la mano su cubo de agrio vino

Ha cantado la noche toda en los fogones

su alegría de zorzal esperando la mañana

La aurora lo cobija otra vez entre sus brazos

Él no necesita piedad, ni pan. Él lo tiene todo

Libre cantor, vendedor de ungüentos,

raicero absorto en el vino desde siempre

Acogido por la luna en tapera estrellada

una vez más, feliz de haber amanecido

bajo el templo del sol y el valle de la luna

(¡Pero, si ha bailado con ella hasta cansarse!)

Se mira en el espejo del venturoso río

Ha cantado dichoso hasta quedar mudo,

y  se ha quedado dormido entre los pastos

Nadie ha visto ni sabe adónde duerme

Él  es la felicidad lejana e imposible

asomando siempre fresca en la sonrisa

Cuando me dice: -Buen día, ¿cómo ha amanecido?

Todo su ser se despliega ante mis ojos

con esa mirada inaugural, con esos ojos suyos

que todo admiran, como si fuese siempre

la primera vez; y agrega: -¡Lindo día! ¿No?

Y es él mismo quien repone el milagro de la vida intacto,

la frescura de un río de montaña y todo el encanto

de los pájaros que se desperezan revoloteando en el aire

No es un desterrado, tampoco un extranjero

No es joven ni es errante. Parece que nunca será viejo,

a pesar de sus cabellos ralos y de su barba entrecana

¿Quién será? ¿De dónde vino? Dicen que de un pueblo

cercano. Tal vez lo trajo un amor y encalló en este valle

como un navío averiado

¿Será acaso el mismísimo Diógenes? ¿El desapego mismo?

¿El que nos lleva a la verdad que se oculta en todas las cosas?

¡Ah! La mañana intacta tiñe ya el caserío de rosado

y sólo alcanzo a oír mi voz tintineando entre las piedras.

- Buen día Amaya. Sí, tiene usted razón, es un bello día.



Emilse Zorzut


La pecera 



Los ojos oblicuos destilaban recelo, la recién llegada no era bien recibida, ella pensó que venía a alterar la paz, su paz. El desparpajo con que se movía era augurio de problemas.
La miraba desde su rincón, estática, sin mover un solo músculo, como un púgil antes de iniciar la pelea del siglo. El gran trofeo era él que estaba con candidez flotando sobre una nube de fantasías.
Hasta ese momento la vida había sido tranquila, habían convivido mansamente compartiendo el pan diario, los requiebros, los coqueteos. También ella sabía mover su cuerpo audazmente y seducirlo, entonces los ojos de él se agrandaban para mirarla, para decirle cuánto la deseaba. ¡Y cómo gozaban los acercamientos y esos contactos piel a piel mientras se dejaban estar disfrutando su intimidad!
Ella no necesitaba más para ser feliz.
Pero ahora llegaba “esa”, entraba por la puerta grande, desplegaba sus encantos en ese contorneo rítmico; sus ojos se convertían en dardos dirigidos hacia él y su boca se entreabría sensualmente y se volvía a cerrar ofreciendo un largo beso apasionado.
Él parecía no darse cuenta, estaba quieto pero blando; ella quiso creer que miraba sin ver pero no podía evitar estar a la espera de un signo, una señal que le indicara que ella seguía siendo la preferida. Pero esa señal no llegaba y sus dudas crecían como plantas en tierras recién abonadas.
Esperó el tiempo que su inquietud juzgó indispensable, luego, lentamente se fue colocando entre la recién llegada y él; sin darse cuenta sus movimientos eran sinuosos, sensuales. Estaba compitiendo, quería ensombrecer los encantos de la rival.
De pronto, a través del cristal, se insinuaron dos grandes ojos azules trasparentes de inocencia. Luego surgió una sombra larga y delgada que descendió amenazante y cinco diminutos dedos asieron con firmeza el pequeño cuerpo de él sacándolo de su elemento. Entrecortados resoplidos indicaron su agonía. Ella paralizada sólo atinó a mirar a la recién llegada, sus ojos la acusaron de todo lo que ocurría; sólo ella podía tener la culpa. La otra siguió nadando sensualmente en la pecera, no había perdido nada.  


 

Ana María Manceda


Derrumbe

Este cuento obtuvo el 1º Premio Internacional en narrativa por edit. Artes y Letras 2008


-Tome un mate y coma una torta frita, por ahí se le va esa cara tan seria, usté es muy  preocupada.  
  -¿Te parece? - Y ella se rió.

Al devolverle el mate la miro, Blanca tiene la risa más  cristalina y sonora que he conocido. Es como el sonido de las aguas  del bosque que caen en cascada. Es el paisaje de la infancia de Blanca ¿Tendrá que ver?¿Será mi desarraigo, esos pedazos de pieles arrancados a la vida , la nube que produce mi expresión preocupada?

-Tenés  razón Blanca, las tortas están exquisitas, en mi tierra  son distintas,  flaquitas, no usamos levadura, éstas son más ricas. ¿Así que lo de la casa va viento en popa?

-¡Ajá! Va bueno doña Eugenia, quería invitarla para el Domingo ¿Podrá ir?

-Sí por qué no, iré por la mañana debo regresar temprano, luego me encierro a corregir los trabajos de mis alumnos, el lunes los tengo que entregar.

Cuando terminó su rutina se despide. La veo salir por el sendero hacia la calle. Contradicción. Me siento feliz de quedar sola con Yuko, mi perro labrador, por otra parte siento su ausencia.  Podíamos estar largos ratos  sin hablar, cada una en sus quehaceres,  por ahí yo emito alguna frase para provocar su opinión y ella carga con esa lógica aplastante que no la da ningún libro. Estoy bien, mañana arribará de nuevo, debe atender a sus hijos.

El espejo me devuelve la cara de una mujer cuarentona y melancólica. Me excuso. Dejé todo. Familia, paisaje, olores, historias. Todo quedó a dos mil kilómetros de distancia y a dos mil años de ausencias. Llegué al sur, a la Patagonia,  tratando de empezar una nueva vida, pero uno viaja con su mochila. Siempre. Del Atlántico al Pacífico, tan solo me separa de sus playas la Cordillera de los Andes, solo eso. De todas maneras siento sus vientos en este pueblo de bosques, lagos y montañas. Y también las lluvias y la nieve.

Hora de clases. -Profe, Profe ¿ Cómo saco en el mapa los kilómetros de distancia con la regla?  Me perdí.

-¡Mm! Prestá atención, fijate en la escala, si te indica milímetros los pasamos a centímetros y más menos colocamos la regla sobre los puntos que queremos investigar.

Según los centímetros sabremos la cantidad de kilómetros ¿Estamos?

El trabajo nos había llevado dos semanas. Era una investigación de las posibles consecuencias ambientales que en  nuestra región  ocasionarían los ensayos nucleares en una de las islas del Pacífico.

Teniendo en cuenta que ésta zona es sísmica y volcánica, cualquier presión de esa envergadura sobre las placas tectónicas del continente que se expanden debajo del océano podría producir deslizamientos y consecuencias graves.  Las conclusiones de la investigación irían adjuntas a una petición de suspender los ensayos nucleares al Gobierno y a la embajada del  país que produciría las explosiones atómicas. Este tipo de trabajos les apasionaba a mis alumnos, se sentían protagonistas y  a mí me permitía dictar la materia  Geografía de una manera dinámica a la vez de crear conciencia ecológica. ¿Nos responderían?  Dictar clases en una escuela secundaria estatal en estos pueblos alejados de la Capital era un placer. Arquitectura adaptada al rigor climático, calefacción en todas las aulas. Concurren alumnos de clase media, baja y media alta. Hace poco abrió un colegio privado, bueno, semi-privado, ya que tienen subsidio del Estado. Hacia allí emigró una pequeña población de alumnos de clase media alta y de los que quieren ser. Cuotas caras y estima social. Así es. Pero se perdieron de realizar el trabajo ecológico, hasta el momento solo lo hacemos en la escuela estatal. ¿Qué le importa a los privados que la Placa de Nazca se deslice debajo de la Sudamericana y provoque terremotos? ¿Lo sabrán?

Domingo. Salgo a las once de la mañana, es otoño y la temperatura está bajo cero. Me dejo llevar por Yuko, tira fuerte de la correa. El paisaje es una ceremonia de colores, el crujido de las hojas, repito en mi mente, solo es una muerte transitoria, mi melancolía es una muerte transitoria, debo vivir, vivir. A medida que voy subiendo las laderas veo el pueblo, mezcla de edificios modernos y casas antiguas ¿Cómo las percibo? Sus chimeneas emiten el humo de las costumbres heredadas de los viejos hogares. Lo moderno es tener calefacción a gas, pero el olor a  Ñire quemado  invade una historia cálida de colonos; boers, franceses, alemanes, ingleses, argentinos de provincias norteñas  e indígenas, originarios dueños de estas tierras. Olores, siempre olores atados a losrecuerdos. Aquí no están los míos. Abajo, no tan lejos, el lago, azul, verde, y el sol jugando a las escondidas en  los bosques. Hay troncos caídos, admiro los líquenes que se adhieren como un tapiz a su corteza.  Sé de la importancia de estos seres como índices biológicos de la pureza del aire. Aire oxigenado. En las grandes ciudades ya no se ven, excepto en las ramas muy altas de los árboles. A veces.

Estoy llegando, las casas del plan social se ven casi terminadas, hay  más, muchos más troncos caídos, han desmontado la ladera para poder edificar. Los terrenos son fiscales, la discusión está a que jurisdicción pertenecen, si a la provincia o a Parques Nacionales. La gente necesita las viviendas pero es indudable que los políticos necesitan los votos y no se detienen ante nada. Este desmonte va a traer graves consecuencias.

Me recibe la algarabía de los chicos. Risas, gritos, la oscuridad del lugar, el suelo helado y la pobreza se desdibujan ante las caras coloradas.

-Señora Eugenia ¿Se queda a comer?¿ Se queda hasta la tarde? Me pregunta Pedro, el mayor de los hijos de Blanca. Lo acaricio, le doy la bolsa con los regalos. Se acercan sus hermanos y otros chicos vecinos.

Dentro de la casa, al lado de la cocina a leña charlamos con Blanca. Pedro y sus hermanos entran y salen, desesperados por comer las golosinas antes del almuerzo. Se escucha el ruido d las sierras eléctricas.

-¿ Siguen desmontando Blanca?

-Y sí, necesitamos espacio,  además para tener un poco de sol, esto es muy oscuro.

-No deja de ser peligroso, los árboles fijan el suelo y equilibran el ciclo del agua. En la época de lluvias se va a lavar ese suelo, pueden ocurrir desmoronamientos.

-¡Qué va! A nosotros no nos dijeron  nada.

No opiné más. No tenía derecho. Estaba tan ilusionada con su casa. Miré por la ventana, el cerro estaba ahí nomás, era un paredón de rocas amenazantes, debían hacerles una contención. ¡Basta de preocupación! A disfrutar con esta querida familia. Luego del guiso exquisito, el postre, la caminata por la zona y la felicidad de los chicos, regresé a mi casa con un Yuko agotado, igual que  yo, nos acompañó una caída violenta del sol tras los cerros y el frío que se adhiere insobornable, imagino el horizonte y el dulce atardecer de la llanura, rojo recuerdo. Llegamos, los hijos de Blanca son una cálida esperanza.  Fue un día pleno.

Y la época de lluvias comenzó, alternadas con fuertes nevadas. Reino de los turistas esquiadores. Pueblo de postal, hacia el este, cerros boscosos con pistas de esquí. Hacia el oeste cerros boscosos, oscuros, con humildes casas, en el centro el valle y la ciudad. Paisaje bello, incoherencia social. Todo sucede bajo las mismas estrellas.

Comienzo de Primavera, se advierte la nueva estación por los brotes de las plantas, aún sigue nevando. En esos días sopló la felicidad en la casa, Pedro venía de forma asidua a hacer las tareas mientras su madre terminaba la rutina diaria. Se entusiasmaba con mis libros, de manera especial con los libros del cosmos. Le daba algunas explicaciones sencillas del origen y evolución del universo. Blanca se ponía contenta, decía que iba a sacar un científico del chico.

-Usté es tan cariñosa con los niños Doña, debería tener su hombre, no es bueno que la mujer esté sola.

¡Hay Blanca! Ella sí estaba sola, con tres niños que mantener. Quizás la equivocada era yo, ella había logrado la eternidad, a pesar del abandono de la familia por parte de su hombre.

 A mediados de Octubre se armó  revuelo en el colegio, nos habían llegado respuestas del Congreso de la  Nación y del país involucrado en les ensayos nucleares. Por distintas leyes se había realizado el “TRATADO DE PROHIBICIÓN COMPLETA DE LOS ENSAYOS NUCLEARES en el CONGRESO DE COLOMBIA 2001”. Nos enviaron el tratado y agradecimiento por nuestra participación. Por supuesto nuestro pedido no fue  determinante ya que hace años venían tratando el tema en las Naciones Unidas  con resoluciones previas, pero para nosotros fue motivo de orgullo  saber que estábamos en la buena senda de estudio de la compleja temática ecológica.

Era una tarde agradable, el sol comenzaba a entibiar la atmósfera y algunos pájaros se animaban a trinar recibiendo la luz de primavera. Pedro tomando la merienda, su madre vendría a buscarlo más tarde, debió quedarse en su casa pues los albañiles tenían que terminar la habitación de los chicos. Una herida rompió el equilibrio, las sirenas de los bomberos comenzaron a sonar alertando un incendio o un accidente. Intuición. Llamé a la radio, pregunte qué sucedía. La primera reacción es la parálisis del cuerpo y la mente. Derrumbe. Había ocurrido en el nuevo barrio de las casas sociales, en las laderas de los cerros que dan al Oeste. Cuando reaccioné tomé a Pedro, mi cartera y pedí un taxi. El chófer no sabía más que lo comentado por la radio ¿Habría heridos? Nos dejó en la zona baja. Ya estaban las ambulancias cargando gente en camillas. Todo era un pandemónium. Tomados de las manos con Pedro subimos la cuesta, de mi boca salían palabras estúpidas, para brindarle calma pero el chico lloraba. Al llegar a la casa de Blanca vimos que estaba intacta pero las casas vecinas tenían destruidas algunas partes. Había heridos, algunos muy graves. Entre la multitud vimos a Blanca, comenzamos a gritar, nos vio y vino hacia nosotros corriendo, a su lado los hermanos de Pedro, llorando. Nos abrazamos, temblaba. Por seguridad no podíamos entrar, era posible que las rocas caídas del paredón sin contención  hayan debilitado alguna estructura  de la construcción. A la hora del crepúsculo nos fuimos hacia mi casa. Hasta que no estén seguros que no correrían peligro y hecha la contención de las rocas, vivirían conmigo.  
En ese tiempo descubrí que a pesar de mi mochila y mis dos mil años de ausencias había encontrado una familia. El Doña Eugenia de los chicos lo sentía cien veces por día, sonaba a música.  Para fin de año, al momento de brindar tuve una luz en mi terco cerebro. No era bueno que una mujer esté sola. Suspiré feliz, Yuko, recostado, miraba alerta a los chicos, como esperando un ataque. Blanca se ríe de sus pícaras ocurrencias y el hecho de estar compartiendo la fiesta con sus hijos. Y yo,  quizás aprenda a aceptar esta nueva vida, aunque el parásito de la nostalgia esté muy cómodo viviendo en mis entrañas.


 

Analía Temin


La mujer, las intrusas y la venganza de todas



En el pueblo todos conocían a Capuano, más que por tratarlo personalmente, por lo huraño y solitario. Le decían el “raro” de la casa amarilla descascarada. Con jardín al frente, algunas plantas guachas y pasto crecido. El dormitorio, de ventana muy alta con celosía, daba al jardín, en su interior una cama de bronce con flejes, dos mesas de luz altas, de madera, con tapa de mármol negro. Todo olía a humedad terrosa y a musgo combinado con naftalina.
A continuación del dormitorio, la cocina grande con muebles antiguos pero bien conservados, la mesa de campo cubierta con mantel de hule y en el centro una frutera de cristal con pie, en cuyo interior reposaba, como olvidado, un pequeño artefacto de hierro.
A la izquierda una puerta lateral comunicaba con el patio desde donde un pasillo conducía al jardín y a la entrada de la casa. El baño, separado de la vivienda, en el patio, contaba con una tina bastante oxidada y el excusado que no era más que una letrina antigua y hedionda.
A la derecha otra puerta comunicaba con una galería rectangular donde estaban colgadas las fotos tomadas a los muertos de la familia de Capuano.
 Hace treinta años que Capuano no está. Nunca se aclaró la causa de su muerte. Pudo haber sido suicidio pero también homicidio. Nadie lo investigó. Quizás, muerte por causas naturales o enfermedad. Alguien dijo que por una infección no curada a tiempo. Otros opinaron que fue un accidente, tal vez, una espina de hueso de pollo clavada en la garganta.
En la casa vivía una mujer, se decía de ella que era su ama de llaves, que limpiaba y cocinaba para el dueño de casa. Circulaban varias versiones sobre ellos. Que eran amantes, que ella pagaba, con favores de todo tipo, una deuda cuantiosa que su padre habría contraído con Capuano mucho tiempo atrás. Otros afirmaban con seguridad morbosa, que la había comprado a su abuelo en el monte, pagando por ella un caballo y dos vacas, o que, de no ser así, la habría secuestrado siendo ya un hombre maduro que rondaba los cincuenta años y ella una chiquilla. No faltó quien dijera que era su hija bastarda con la cual sostuvo una relación incestuosa.
Lo cierto es que cuando Capuano murió ella se encargó de su entierro, velorio no hubo pero, vino el fotógrafo  a tomar la foto del muerto para la galería de los retratos de los difuntos de la familia.
Capuano era el último pariente y con su muerte se terminaron el apellido y los herederos. Así fue que ella, cualquiera haya sido su relación con el viejo, pasó a quedarse con todas sus pertenencias y con la casa.
Solitaria, nunca se la vio circular por el pueblo durante el día, en cambio, sí salía de noche, a caminar siempre con su tapado largo, blanco, con una capucha que le cubría la cabeza.
Muy a menudo la frecuentaban en la casa diferentes amantes, vecinos del pueblo, solteros, casados y viudos. Dicen que también tuvo amantes mujeres y que hasta el cura la visitó una vez.
Lo misterioso y macabro fue que todos sus amantes morían trágicamente al poco tiempo de conocerla y todos aparecían con una pequeña letra C marcada a fuego en la frente. Así, el pueblo se fue quedando prácticamente sin hombres, proliferando las viudas y las huérfanas que temiendo por  la integridad de los pocos varones que quedaban vivos, decidieron unirse y tomar la casa para linchar a la mujer a quien acusaban de hacer brujerías y prostituirse con sus maridos y padres.
Una noche esperaron el momento más oscuro para ingresar, silenciosamente, por el pasillo que conducía al patio desde donde se podía acceder a la cocina. Revisaron toda la casa y comprobaron que estaba deshabitada. Con espanto, en la galería de los cuadros de los difuntos, descubrieron un retrato de la mujer que buscaban, colgado a continuación de la foto de Capuano.
Aterrorizadas, entraron en pánico y atropellándose unas con otras en medio de gritos desesperados, imploraciones e injurias, sucumbieron en un gran caos rompiendo todo y huyendo luego de provocar un incendio en la casa.
Se produjo un gran silencio y una vez afuera, las intrusas, se mantuvieron a una distancia prudente de la casa observando cómo el fuego se expandía ganando altura y destruyendo todo.
Por el pasillo lateral que conducía al jardín vieron salir una mujer, con tapado blanco, largo hasta los pies, la cual caminó por la vereda despreocupadamente hasta dar vuelta en la esquina. Las intrusas, estremecidas, no tuvieron el coraje de seguirla.
Cerca del alba, el fuego, que había devorado todo a su paso, se fue extinguiendo. Temerosas, las intrusas se acercaron para observar el siniestro, atraídas por el brillo cristalino de lo que comprobaron era la frutera de cristal, que misteriosamente intacta, contenía en su interior un hierro, candente aún, con la pequeña letra C.


 

Alicia Chilifoni


Por algo se empieza 


Hace rato que vengo dando a entender que quiero un regalo muy particular. Cuando me lo propongo soy suficientemente reiterativa como para lograrlo. En esto fracasé. Por eso decidí agasajarme yo misma con “el” verdadero regalo.  
Al promediar la infructuosa búsqueda, me di cuenta  de que una de las razones por las que no había sido complacida era la inexistencia del objeto en cuestión. Pero ¿por qué? Es tan indispensable que no sé cómo sobreviví hasta ahora sin su auxilio.    Perseverante recorrí, caminé, negándome a declararme vencida. Mis pies, adormecidos por el trajín, ya parecían colgar como marionetas, remontadas  por mi casi obsesión – si no lo consigo no vuelvo a casa –   
Por fin se me hizo el milagro: en uno de los estantes más altos de un bazar chiquitito, para nada especial, resaltaba ella, reina del local, mi sueño tan acariciado. Una sopera blanca, de loza, panzona, con sus dos poderosas asas y su base contorneada.    
Creo que recién entonces volví a respirar. Desde hacía un rato largo me deslizaba como una imagen flotante, inanimada. Volví a la vida.  
Mientras el vendedor envolvía cuidadoso, comenté lo arduo de mi largo peregrinar por ella. – Es que la gente ya no come en familia – dijo resignado.   
 Tiene razón. Alguien se lleva una bandeja a la cama, y picotea mirando la tele. Otro tarasconea un sándwich sin mirarlo, los ojos fijos en el monitor. También está el que tiene el sueño cambiado, imposible despertarlo.   
Mientras mi mente repasaba esas imágenes como diapositivas, me encontré contestando sin darme cuenta, como hablándome a mí misma – En familia o sola trataré a la sopa con el respeto que se merece. La llevaré a la mesa como es debido: en mi, su, nuestra merecida sopera.  
Durante el viaje de vuelta, distendida, comprendí que este Día de la Madre, invento capitalista para sacarle a la gente el dinero que a veces no tiene, me había tomado revancha. Mi regalo vale infinitamente más que los billetitos que pagué. Esta sí fue una revancha. Mi regalo vale infinitamente más que los billetitos que pagué. Esta sí fue una pichincha. Soy hoy la feliz poseedora de tal vez el último ejemplar de una especie extinguida, y que es todo un símbolo. Ícono de la familia reunida alrededor de la mesa. 
Que un día vuelva a ser como era, como nunca debió dejar de ser. En eso estoy. Ya tengo la sopera. Por algo se empieza…