LAS MADRES
"Misterioso delito". Bajo este
título, en un diario de Nápoles, apareció este suelto: "Una impresionante
tragedia hizo explosión ayer en un café próximo a la estación. El joven Luis
Guarino, de veintiséis años, acababa de entrar en el local y aún estaba
acercándose al mostrador, cuando se levantó de su mesa Casimiro Ardesi, comerciante,
de 52 años, quien sin decir palabra le abocó su revólver y lo ultimó de varios
disparos a quemarropa. Cumplido el delito, Ardesi se quitó también la
vida".
"Ha podido establecerse que Ardesi y
Guarino no se conocían. Una mujer que se hallaba sentada a la misma mesa que el
comerciante, Carmela Fiorentino, ama de casa, de sesenta años, declaró que
Ardesi le había dirigido varias veces la palabra, pero sin iniciar propiamente
una conversación. El hombre, a quien la Fiorentino veía por primera vez, parecía
presa de una agitación incontenible. Iniciada una minuciosa investigación, los
motivos de la tragedia siguen envueltos en el más denso misterio. Ardesi era
soltero y no tenía sino unos parientes lejanos. Guarino, que era un honesto y
laborioso comerciante, deja a su madre, Teresa Guarino, que no ha sabido
ofrecer el menor indicio a los funcionarios encargados de la
investigación".
Tres meses más tarde, la investigación
concluyó sin resultados apreciables. El hecho fue olvidado, y habían
trascurrido dos años cuando Carmela Fiorentino, ama de casa, llamó a la puerta
del ama de casa Teresa Guarino, dijo quién era y entró.
Tomaron asiento en el comedor diario, una
frente a la otra.
Ambas eran de corta estatura; sus miradas
ofuscadas parecían que se arrastrasen con muletas: se dirigían hacia las cosas,
hacia las personas, pero no llegaban. La visitante empezó a hablar con esa voz
indiferente de quien expresa cosas que muchas veces, y por demasiado tiempo, se
ha repetido a sí mismo; cosas cuya belleza o cuyo horror ha venido, poco a
poco, a serle familiar.
En suma, Carmela Fiorentino dijo:
-¿Cree usted en Dios? En su nombre le
suplico a usted que me escuche sin interrumpir. Luego decidirá según su
voluntad. Se trata de su hijo y del mío.
Teresa Guardino no respondió.
Sus manos, sobre la mesa, parecían
separadas de ella, asumían el aspecto de un deteriorado par de guantes. En su
rostro la visitante creyó descubrir una vaga invitación a seguir hablando.
Comprendía uno que el dolor había cumplido su obra entre aquellas paredes; en
los cajones, que se adivinaban vacíos, rodaban lágrimas solidificadas, como
unos corales. La santa imagen de San Gennaro, en un cuadrito, miraba con
indiferencia la lámpara apagada. Carmela Fiorentino continuó:
-Mi hijo. Perdió a su padre a los cinco
años. Pero quedaba yo, y ya sabe usted lo que eso significa. He tenido siempre
este hijo; nada recuerdo que no le concierna. Crecía, pronto se convirtió en un
hombre, y yo como si todavía lo amamantara. No puedo pronunciar su nombre (se
llama Andrés) sin sentir que lo tengo en mis brazos y que le doy de mamar. Le
diré a usted cómo hemos vivido: ante todo, teníamos la pensión de su padre, y
luego yo no soy tonta. Estudié obstetricia. Pongo inyecciones, y a veces velo a
los enfermos. Respondo a todos los anuncios que ofrecen trabajo a domicilio.
Bueno, la hemos pasado bastante bien. Andrés nunca tuvo necesidad de nada.
Quería hacer de él un ingeniero, pero es de salud delicada; hubo de interrumpir
sus estudios. Y además tiene vocación, es un artista. Quería dedicarse al
teatro. Pero, como tiene todas las aptitudes para convertirse en un gran actor,
le cerraban las puertas en las narices. Demasiada envidia hay en el mundo. De
modo que Andrés se contentó con intervenir a veces en algunos espectáculos, como
ilusionista; pero luego montó en cólera, y no quiso saber más. Decía: o el
teatro de veras, o nada. Algunos domingos se vestía de personaje de comedia
(tiene una valija entera de disfraces), y representaba para mí una escena o
dos. Era insuperable. Así que esperábamos siempre, pero los años pasaban sin
que hallase trabajo, y un hombre joven gasta. No hay dinero que alcance: cuando
uno es artista de alma, no puede sacrificar el bolsillo. Vinieron meses
difíciles. Andrés se puso intratable: pasaba las horas echado en el diván,
llegó a gritar que debía impedirse al sol que saliera. No son cosas que esté
permitido decir. Mi muchacho se amargaba, no puede usted imaginarse cómo se
amargaba. Le entregaba hasta mis últimas monedas, luego lo empujaba fuera de
casa, para que recuperase el gusto de vivir.
Y siguió:
-Una noche volvió trasformado, ¿qué digo?,
completamente feliz. No me explicó de qué se trataba, se limitó a mostrarme la
billetera hinchada. Nos echamos a reír sobre las camas. Desde entonces, por dos
años, Andrés no tuvo necesidad de mí. Hasta se compró un pequeño automóvil.
Pero no había medio de sacarle una palabra sobre el origen de ese dinero. A
cada pregunta respondía: "He debido resolverme a ser un hombre de
negocios, lo siento por el arte". Repito, por dos años hemos sido felices.
Pero vino aquella horrible mañana.
Andrés me explicó que necesitaba mi ayuda. Se trataba de concertar un
negocio con un tipo del que más valía desconfiar. La cita era para las cinco de
la tarde en un café próximo a la estación. Andrés dijo: "Figúrate que ese
hombre y yo ni siquiera nos conocemos; hemos tratado por teléfono. Pero yo no
quiero entregarle la mercadería si antes no ha dejado el dinero en buenas
manos. Fíjate, ya me he puesto de acuerdo con Ardesi. Llegas un cuarto de hora
antes y te sientas en la mesita del rincón, que está casi escondida tras una
columna. Ardesi tomará asiento a tu lado y te entregará un sobre que debe
contener un millón de liras. Procede de modo que nadie te observe, pero
asegúrate de que esté el dinero. A las cinco entro yo por la puerta giratoria y
miro a la sala. Si tienes el dinero, me haces una seña; luego me indicas a
Ardesi, que saldrá a mi encuentro. Nada más: mientras nosotros salgamos por la
puerta giratoria, te marcharás por la otra puerta, tomarás un taxi (los hay
estacionados a dos pasos de allí) y traerás el dinero a casa".
Carmela Fiorentino se interrumpió para
pasarse un pañuelo por los ojos. Pero sus pupilas estaban áridas: hacía tiempo
que la anciana no enjugaba sino recuerdos de lágrimas.
Teresa Guarino seguía impasible,
escuchando.
-Claro que hubiera debido entrar en
sospechas -continuó la visitante. -Pero Andrés me abrazó y reía: ¿se puede
pensar mal de un muchacho que la abraza a usted, y ríe? A las cinco menos
cuarto estaba en mi puesto, en el café. Ardesi se presentó en el acto y se
sentó a mi lado. Al ver su aspecto, me estremecí. Tenía los ojos de un demente.
Maquinalmente, tomé el dinero y lo conté. Temblaba de miedo: ya había
comprendido que se trataba de un asunto sucio. Ardesi, entre tanto, no podía
contenerse. Por sus frases entrecortadas, llenas de odio y de desprecio también
para conmigo, reconstruí los hechos. Andrés había conseguido, quién sabe cómo,
echar mano a unos documentos que probaban algo muy deshonesto de Ardesi, y
desde hacía dos años lo extorsionaba. Nunca se había mostrado en persona; lo
llamaba por teléfono, amenazaba con denunciarlo, y luego enviaba un mensajero a
retirar el dinero. Pero ahora Ardesi estaba decidido a terminar: se había
comprometido a entregar por última vez una gruesa suma, pero con la condición
de que Andrés le devolviera personalmente esos papeles comprometedores.
"Nos veremos finalmente las caras", declaraba, retorciéndose las
manos. "El trato es que usted me lo mostrará en cuanto aparezca",
dijo también. Entonces comprendí que una cuerda demasiado tensa se había roto
en ese hombre. No sufría por el dinero que se le había estafado, no quería
recobrar los documentos y la paz; quería ver a Andrés, sólo quería ver a
Andrés. Fue una cosa terrible. El café estaba casi desierto. A punto estaba yo
de echarme de rodillas ante Ardesi, y rogarle, con todas mis lágrimas, que
tuviera piedad de nosotros, cuando la puerta giratoria se movió. Dos personas
entraron, una tras otra. Mi hijo y su hijo de usted, señora. A unos pasos se
pararon, y miraban a la sala, hacia nosotros. Ardesi me había tomado por un
brazo y me lo estrujaba. "¿Cuál de los dos?", dijo. Vi que la otra
mano apretaba el revólver. No conseguía gritar, no conseguía moverme. Ardesi ya
se levantaba, y en el umbral estaban las dos criaturas de Dios; pero una era mi
hijo, era Andrés, y nunca como en aquel momento lo había tenido al cuello, para
amamantarlo. Entonces indiqué el otro y cerré los ojos.
Carmela Fiorentino calló un instante, luego
se levantó y, creyendo que gritaba, susurró:
-¡Lo sé, lo sé, ha sido una infamia! Pero
usted, que es la otra madre, dígame cómo habría obrado en mi lugar. Por
caridad, haga algo, mándenos a la cárcel, Andrés y yo no podemos más.
Silencio.
Pasó un vehículo por la calle, y aquellas
paredes entre las cuales el dolor había cumplido su obra, vibraron ligeramente,
haciendo rodar en los cajoncillos casi vacíos, como unos corales, las lágrimas
solidificadas. La visitante se inclinó sobre la anciana Guarino, y la sacudió,
para que hablase por fin.
La otra insinuó una tenue y lejana sonrisa.
Dijo:
-Tampoco yo me siento bien cuando amenaza
lluvia.
Así dijo: "Tampoco yo me siento bien
cuando amenaza lluvia". Y en ese mismo instante entró una mujercita muy
pálida; probablemente una vecina compasiva, o ávida. Explicó a la visitante que
desde hacía unos meses Teresa Guarino había perdido el oído y también, un poco,
el juicio.
Tanto valía que Carmela Fiorentino hubiese
hablado a una piedra. Ved cómo se envuelve en su chal y se marcha, y que todo
queda como han permitido, o querido, las estrellas.