Parque Lezama Carlos Margiotta
El
rumor se extendió rápidamente como el agua del mar desparramándose sobre una playa
desierta. Dicen que empezó a correr en la cocina y terminó en el puesto de
guardia más lejano del cuartel, mientras estaba nevando. El coronel Arévalo
había dispuesto una licencia de 48 horas para la tropa, después de la
celebración del 9 de Julio, cuando el regimiento debería desfilar en la plaza
de la pequeña ciudad encalvada en la cordillera.
El
ánimo de los soldados volvió a encenderse como el 20 de junio. ¡Sí, Juro!
habían gritado al unísono en el patio del cuartel frente a la bandera, haciendo
estremecer las cumbres nevadas para convertir a los reclutas en verdaderos
soldados.
Hacía
seis meses que estaban allí, tan cerca Dios y tan lejos del mundo. Apenas
algunas salidas al pueblo, en las tardes del fin de semana, donde los esperaban
el bar con el billar y el metegol, y en el recodo del camino de ripio, el
prostíbulo de Anita. "Para hacer una visita higiénica", decía el
sargento Jiménez, mientras les repartía un forro a cada uno en el portón de la
cuadra. Seis meses de orden cerrado, ¡carrera mar... cuerpo a tierra... alto...
firmes... descanso... salto de rana... parecen vacas cansadas! Prácticas de
tiro, instrucción militar, cortar el pasto, limpiar los caballos... el soldado
es mudo, sordo y ciego... el soldado no piensa, obedece... el soldado no
siente, cumple órdenes. Sin embargo, y a pesar de todo, para muchos el cuartel
era su mejor hogar. Estaban bajo techo protegidos de las inclemencias, aprendían
a leer y a escribir con el maestro Cosentino, comían tres veces por día
sentados a la mesa con cuchillo y tenedor, se bañaban todos los días en la
ducha, dormían en una cama, y tenían un padre, el ejército, que velaba por
ellos. Para otros, en cambio, era someterse a un verdadero destierro lleno de
privaciones sólo para cumplir con la ley del servicio militar obligatorio.
Al
soldado clase 56 Zabala José, la noticia le iluminó la cara. Hacía rato que
extrañaba las comodidades de su habitación en la casita de Monte Grande con sus
discos y afiches colgados en la pared sin pintura, a su madre ocupada con los
mellizos, a sus amigos, y a Marta, sobre todo a Marta y sus besos. La piba que
había conocido en la cancha de patín del club Defensores cuando ambos tenían 17
años. Todas las semanas le escribía en secreto cartas de amor sabiendo que
algunas no llegarían a destino, porque siempre hay otras prioridades para el
correo que las de un simple soldado. Tiempo atrás el teniente Garay había
interceptado una de ellas en el momento que Zabala escribía en el puesto de
centinela. "¡Déjese de escribir pelotudeces, soldado. Y vigile, que para
eso está.!" Dicen que el teniente evitó de mandarlo al calabozo conmovido
por la calidad poética del texto.
Esa
misma noche el rumor fue confirmado después de la cena por el sargento Jiménez
y las expectativas con sus comentarios recorrieron la cuadra. Zabala calculó
las horas que le llevaría viajar en tren a Constitución, encontrarse con Marta
y volver al cuartel en el plazo previsto. Ocho horas tengo, y sonrió.
El
9 de Julio desfilaron con el uniforme de combate delante de un pueblo
agradecido que los saludaron con los pañuelos al viento (días antes un
episodio, sin consecuencias, en la frontera con una patrulla chilena, había
alertado a la población). Las familias colmaron la plaza, a pesar del frío, y
los chicos de las escuelas agitaban banderitas argentinas mientras la banda
frente al palco de autoridades, ejecutaba su repertorio de marchas militares.
Después, en el cuartel, se cambiaron de uniforme y se formaron en el patio
esperado las instrucciones que el teniente Garay iba a ordenar para la
licencia. “¡Soldados, en el día de nuestra independencia, tienen el privilegio
que pocas veces la patria les otorga de tomarse un descanso para encontrarse
con sus seres queridos...!”
Zabala
se imaginó subiéndose al camión que lo llevaría a la estación de trenes de la
ciudad, y allí ascendiendo en el vagón de segunda clase con asientos de madera
donde los conscriptos no pagaban boleto. Vio a la máquina de vapor exhalar el
humo blanco y caminar por las vías sinuosas de la montaña. Vio subir y bajar
gente humilde con sus rostros curtidos por el viento cargando bolsos, vio llevar
algún animal pequeño, vio comer pan con queso de cabra, embutidos y pastelitos.
Vio a otros soldados que viajaban a Buenos Aires, vio el paisaje vacío de verdes
y los ojos verdes de Marta.
¡...
Han llegado aquí como nenes de mamá y hoy vuelven como hombres. Sepan apreciar
la tarea que el ejército hace por ustedes y espero que algún día puedan
reconocerlo...!”
“Cuando
llegó a Constitución se puso el capote y se despidió de sus compañeros. Buscó
un teléfono para llamarla. Se encontrarían en el Parque Lezama, ella vendría
con el jean ajustado y el gamulane tostado. Se darían un enorme beso en la
elevación de Martín García y ella le haría cosquillas en el pecho haciéndolo
reír. Después irían al hotelucho de la calle Brasil para acariciarse toda la
tarde, beso tras beso.
"¡...
Pasado mañana los quiero ver a todos a las 12 del mediodía, la única razón por
la cual justificaré su ausencia es que estén muertos! ¡Me entendieron!"
“¡Sí
mi teniente!”, contestaron.
Tomarían
un café con leche y media lunas en el bar de la estación y Marta lo acompañaría
por el anden hasta el vagón de segunda clase para despedirlo. Antes de partir
le haría otra vez cosquillas en el pecho que lo hacían reír inconteniblemente.
“¡...
Y usted soldado, de qué se ríe…!”
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“¡Soldado,
me escucha carajo...!”
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Cuando
volvió de su ensoñación, el soldado Zabala, vio partir a sus compañeros desde
la celda del cuartel.