Mensaje de texto Carlos Margiotta
Estoy esperando a Ceci. Te quiero, decía el mensaje de texto. Lo leyó lentamente detrás
de una mueca como una sonrisa mientras el subte se detenía en la estación
Florida de la línea B. Otra vez, pensó, cuando llega la fecha del cumpleaños de
su madre, Mariana empieza a ponerse tan demandante que no sé como hacer para
satisfacerla. Caminó las tres cuadras que lo separaban del banco donde
trabajaba y guardó su celular en el bolsillo interior del saco, un celular
viejo que sólo servía para enviar y recibir llamadas, pero que guardaba con
cariño porque ella se lo había regalado para el aniversario de casamiento.
El
otoño se estaba cerrando sobre el cielo de junio y la ciudad se ponía triste
como el brillo de sus ojos. Entró en su oficina y llamó a Patricia, su
secretaria, para conocer las novedades de su agenda. Hacía 25 años que
trabajaba en el banco y su carrera lo había llevado a la gerencia de créditos.
Tal vez si hubiera aceptado ir a la sucursal de la ciudad de Paraná, donde
había nacido, ahora no tendría que extrañar esos paisajes tan queridos donde
vivió los juegos de la infancia, la morosidad de sus días tibios junto al río y
las siestas de su adolescencia donde amó por primera vez.
Estoy tomando un té con mi amiga en La
Paz. Te amo, leyó nuevamente en la
pantalla del celular, pero no contestó el texto porque sabía que sería inútil.
Inútiles como las palabras que últimamente sonaban solitarias en la casita de
Parque Chas, esa que habían comprado con una hipoteca para criar a los hijos
que nunca tuvieron. Él sentía que sus palabras se perdían irremediablemente
detrás de los pasos de la mujer que amaba pero no que podía terminar de atrapar
en su corazón. La mujer que siempre se estaba yendo pero regresaba, esa mujer
tan desconocida como cotidiana que se hacía presente en cada pensamiento, en
cada mirada, en cada mensaje sin voz guardado en esa cajita negra como un
secreto.
Levantó
la vista sobre la pantalla de la computadora y miró a su secretaria acomodando
papeles en su escritorio, ella se dio cuenta y le arrojó una sonrisa con cierta
maldad. Hacía mucho tiempo que no le prestaba atención a una compañera de
trabajo y lo sorprendió su propia reacción al reconocer en ese otro rostro la
maldad escondida de Mariana. Patricia se levanto de su asiento y se le acercó
con unas carpetas para hacerle una consulta. Él la miró fijamente caminar y le
devolvió la misma sonrisa.
Amor, me voy para casa, tengo que
preparar el bolso para el viaje.
Giró el sillón en el que estaba sentado y miró a través del gran ventanal del
edificio torre la Plaza de Mayo. Allí la había conocido el día de la asunción
del presidente Alfonsín, los dos militaban en la juventud radical y estaban con
sus compañeros del colegio secundario. Recordó las banderas, la muchedumbre, el
renacer de los ideales que le había inculcado su padre y esos ojos, los ojos de
Mariana que a partir de ese momento no podría olvidar jamás.
Patricia
le mencionó que en pocos minutos tendría una reunión de gerentes en el último
piso, él asintió con la cabeza y se levantó de su asiento para descolgar el
saco del perchero que estaba a su derecha. Dejó el celular en el cajón del
escritorio y sólo llevó encima el provisto por la empresa. Mientras esperaba el
ascensor le pareció haber escuchado que su secretaria lo había llamado por su
nombre: Andrés.
La
reunión transcurrió con la misma tensión de siempre, la feroz competencia, a
veces desleal, que había entre los integrantes del grupo de gerentes no
permitía elaborar proyectos nuevos. Él se sintió ausente, ese día poco le
interesaban las cuestiones del banco y menos las peleas entre sus pares.
Pensaba en salir rápidamente de la oficina para ir a tomar un café a la galería
Güemes y de paso fumar un cigarrillo. A Mariana le gustaba esperarlo allí a la
salida del trabajo, mirar las vidrieras y hacer algunas compras. A veces iban a ver una película a los cines de la
calle Lavalle, a los dos le gustaban las italianas en especial las de Héctor
Scolla. Siempre que se encontraban ella le hacía pequeños regalos o le escribía
algún poema de amor en una servilleta de papel.
Cuando
volvió a su despacho encontró en el celular otro mensaje de texto: Corazón me voy rápido a la terminal de
Retiro, acordáte que es el cumple de mamá. Y sintió un ligero fastidio
hasta ahora desconocido, tuvo ganas de arrojarlo por la ventana pero se
contuvo, sabía que al finalizar el día todo volvería a empezar. El resto de la
jornada laboral lo tuvo ocupado tomando decisiones, delegando tareas,
atendiendo clientes y mirándola a Patricia con curiosidad. De regreso a su casa
decidió cambiar el camino habitual, por la avenida Corrientes para detenerse en
las librerías a hojear los libros de reciente aparición, mirar las marquesinas
de los teatros y tomar un buen escocés en la Premier. Necesitaba pensar en sí
mismo, cambiar su manera de vivir, hacer algo gratificante porque las horas del
día se estaban convirtiendo en tedio. Sin embargo hacía años que no se sentía
tan libre, tan liviano, como en ese atardecer. Sintió que empezaba a atravesar
la oscuridad encendiendo las brasas de su deseo.
Mientras
saboreaba el último trago sonó el nuevamente el celular: Te mando un versito para que me extrañes: "Te dejo mis labios con
dos besos, / el perfume arrugado entre las sábanas, / y el otoño colgado en la
ventana. / Te dejo suspiros vestidos de rojo, / mis palabras perdidas en un
rincón / y un ramillete de no me olvides”.
El
cielo de Buenos Aires comenzó llover, Andrés llamó al mozo, pagó la cuenta y
salió del local. Bajo las escaleras del subte apurado por llegar a su casa
antes de recibir el último mensaje de texto. Desde aquella tragedia en donde
Mariana perdió la vida, todos los 5 de junio su viejo celular se activaba
misteriosamente trayendo su recuerdo.
Querido, tengo miedo, esta lloviendo
intensamente sobre la ruta y el chofer maneja descontrolado. Es tiempo de
desactivar el celular.