ARTÍCULOS DE LIMPIEZA
Apenas las seis de la tarde, y el día oscuro, casi de noche. La gente deambulaba como sombras perdidas, apurando el paso por la tormenta anunciada. Alerta meteorológico, peligro de granizo, fuertes ráfagas de viento. ¿Cuántas veces habían fallado los pronósticos? Vivimos en un país donde nada es seguro, el blanco puede ser negro y las tormentas pleno sol. Comprendo ahora la serenidad que me llevó a sentarme, ajeno a todo, en aquella confitería de la calle Rivadavia. No les creí, nunca les he creído; sobre el final de mi vida puedo decir con orgullo que ninguno logró engañarme. Pedí un café en la vereda desierta, me atreví a desafiar al clima y al mozo que me atendió con fastidio. Extraña sensación vivir la noche en el día, algo melancólico se cuela en el alma, más allá de la voluntad. Preparado para resistir el ataque de los recuerdos, no noté que alguien estaba a mi lado. Apenas el susurro de una voz chiquita me reveló su presencia. Ofrecía esponjas, trapos de piso, jabones. Puso todo frente a mis ojos con el temor en las manos. Decir No Gracias ya era costumbre, pero algo esta vez me impidió hacerlo, y creo que fue su mirada, una mirada vieja en un cuerpo de niño. Los ojos marrones, comunes, parecían hundidos por la fuerza de ojeras prematuras, dibujadas con violencia vaya a saber por qué circunstancias. Esperó alguna palabra de mi parte; su mercadería había ocupado la mesa y el mozo se acercaba con el café. No me interesa, pero puedo darte una moneda, me oí decir, al tiempo que corría sus cosas para hacer espacio. Sin contestar, se quedó a mi lado.
Y fue entonces, que al bajar la mirada, descubrí que estaba descalzo. Gastados pantalones azules de gimnasia que le llegaban hasta los tobillos dejaban ver los pies desnudos. Pensé en el pronóstico: marcado descenso de temperatura. Él apenas si tendría diez años y ya era víctima de un marcado descenso de humanidad. De baja estatura, morochito, triste, el pequeño ser me enredó en su tragedia. No necesitó decirme nada, apenas se levantó la remera gastada para mostrarme su torso lastimado. Crueles líneas rojas marcaban su piel infantil con el estigma de la impotencia.
Mi pasado melancólico quedó atrás, la urgencia del presente me comprometía con ese necesitado visitante que caía en mi vida sin pedir permiso. Era un minúsculo grano de arena en la inmensidad de la pobreza, pero estaba frente a mis ojos, ¿podía ser indiferente?
Cayeron unas gotas sobre mi calvicie; corrí la mesa, apresurado, para protegerme bajo el techo. Acerqué una silla, y con un gesto, le indiqué que se sentara. Había guardado su mercadería en una bolsa negra de plástico; la puso sobre sus piernas y se quedó quieto, mirando al suelo.
¿Quién te lastimó? ¿Dónde vivís? ¿Y tus padres? ¿Vas al colegio? ¿Comiste? ¿Tenés hermanos?
¿Qué hacés con la plata? Catarata de preguntas que quedaron sin contestar, salvo una. Le pedí, entonces, una hamburguesa completa. Comió lentamente, ajeno al frío que ya nos incomodaba. Cada mordida dejaba al descubierto sus dientes abandonados, con espacios vacíos, perdidos en la lucha diaria de un adulto hecho niño. Busqué en su rostro el placer que dan los buenos sabores, pero comía con la mirada perdida, hincando las uñas sucias en la esponjosidad del pan. Cuando tragó el último pedazo, se levantó de repente, con una urgencia imprevista que me sorprendió. Gracias, señor, apenas dijo antes de irse a paso rápido. Quedé casi bajo la lluvia que ya arreciaba; lo seguí con la mirada. Caminaba con un buen par de zapatillas blancas.
Apenas las seis de la tarde, y el día oscuro, casi de noche. La gente deambulaba como sombras perdidas, apurando el paso por la tormenta anunciada. Alerta meteorológico, peligro de granizo, fuertes ráfagas de viento. ¿Cuántas veces habían fallado los pronósticos? Vivimos en un país donde nada es seguro, el blanco puede ser negro y las tormentas pleno sol. Comprendo ahora la serenidad que me llevó a sentarme, ajeno a todo, en aquella confitería de la calle Rivadavia. No les creí, nunca les he creído; sobre el final de mi vida puedo decir con orgullo que ninguno logró engañarme. Pedí un café en la vereda desierta, me atreví a desafiar al clima y al mozo que me atendió con fastidio. Extraña sensación vivir la noche en el día, algo melancólico se cuela en el alma, más allá de la voluntad. Preparado para resistir el ataque de los recuerdos, no noté que alguien estaba a mi lado. Apenas el susurro de una voz chiquita me reveló su presencia. Ofrecía esponjas, trapos de piso, jabones. Puso todo frente a mis ojos con el temor en las manos. Decir No Gracias ya era costumbre, pero algo esta vez me impidió hacerlo, y creo que fue su mirada, una mirada vieja en un cuerpo de niño. Los ojos marrones, comunes, parecían hundidos por la fuerza de ojeras prematuras, dibujadas con violencia vaya a saber por qué circunstancias. Esperó alguna palabra de mi parte; su mercadería había ocupado la mesa y el mozo se acercaba con el café. No me interesa, pero puedo darte una moneda, me oí decir, al tiempo que corría sus cosas para hacer espacio. Sin contestar, se quedó a mi lado.
Y fue entonces, que al bajar la mirada, descubrí que estaba descalzo. Gastados pantalones azules de gimnasia que le llegaban hasta los tobillos dejaban ver los pies desnudos. Pensé en el pronóstico: marcado descenso de temperatura. Él apenas si tendría diez años y ya era víctima de un marcado descenso de humanidad. De baja estatura, morochito, triste, el pequeño ser me enredó en su tragedia. No necesitó decirme nada, apenas se levantó la remera gastada para mostrarme su torso lastimado. Crueles líneas rojas marcaban su piel infantil con el estigma de la impotencia.
Mi pasado melancólico quedó atrás, la urgencia del presente me comprometía con ese necesitado visitante que caía en mi vida sin pedir permiso. Era un minúsculo grano de arena en la inmensidad de la pobreza, pero estaba frente a mis ojos, ¿podía ser indiferente?
Cayeron unas gotas sobre mi calvicie; corrí la mesa, apresurado, para protegerme bajo el techo. Acerqué una silla, y con un gesto, le indiqué que se sentara. Había guardado su mercadería en una bolsa negra de plástico; la puso sobre sus piernas y se quedó quieto, mirando al suelo.
¿Quién te lastimó? ¿Dónde vivís? ¿Y tus padres? ¿Vas al colegio? ¿Comiste? ¿Tenés hermanos?
¿Qué hacés con la plata? Catarata de preguntas que quedaron sin contestar, salvo una. Le pedí, entonces, una hamburguesa completa. Comió lentamente, ajeno al frío que ya nos incomodaba. Cada mordida dejaba al descubierto sus dientes abandonados, con espacios vacíos, perdidos en la lucha diaria de un adulto hecho niño. Busqué en su rostro el placer que dan los buenos sabores, pero comía con la mirada perdida, hincando las uñas sucias en la esponjosidad del pan. Cuando tragó el último pedazo, se levantó de repente, con una urgencia imprevista que me sorprendió. Gracias, señor, apenas dijo antes de irse a paso rápido. Quedé casi bajo la lluvia que ya arreciaba; lo seguí con la mirada. Caminaba con un buen par de zapatillas blancas.