UN PASAPORTE A LA FAMA
Yo la vi. Iba barriendo con un escobillón gigantesco que le habían comprado para barrer el largo corredor de la facultad. Cumplía su tarea con mansedumbre, los ojos bajos y el oído atento. Quería entender y aprender, pero no siempre las palabras le eran comprensibles. Había nacido a la orilla del Salado y tuvo la suerte de conseguir ese trabajo por medio de un pariente. Flora, nombre de diosa, limpiaba el corredor cerca de la sala de actos cuando escuchó unas palabras que la dejaron tan intrigada que intento memorizarlas: "Sí (como el griego afirma en el Cratilo) / El nombre es arquetipo de la cosa, / En las letras de rosa está la rosa, / Y todo el Nilo en la palabra Nilo".
Dejó el escobillón y asomó su cabeza oscura por el vano de la puerta. La sala estaba llena, pero pudo ver de dónde venía aquello que no comprendía. Era el mismísimo profesor Vallejos, a quien sus colegas llamaban por el nombre, Adalberto. Vallejos miró al público con sus ojos redondos como dos dibujos en la luna de su cara redonda de asombro. Cerró la carpeta y carraspeó. Sentada a su derecha, una mujer muy flaca -según Flora-, con unos cabellos blancos y negros que a ella le recordaban las crines de un pony que tenía su tío, allá a la orilla del Salado donde naciera treinta años atrás. Observó que la mujer tenía unos ojitos oscuros y estirados y una boca fina con un rictus de desprecio que le llamaron la atención. La mujer miró al profesor Vallejos y con una breve mueca pareció aprobar lo que decía. Del lado izquierdo del profesor, una mujer rellena, de mediana edad, se retorcía las manos de dedos largos y uñas curvas pintadas de rojo. Parecía nerviosa, pero no se atrevía a interrumpir ese instante de complicidad entre el conferencista y la mujer delgada. El público aplaudió y el profesor siguió mirándolos como si los estuviera viendo por primera vez; no sabía si los aplausos eran legítimamente para él o para Borges, o para la mujer, que no dudó en levantarse y darle la mano fría y blanda como un cadáver fresco. El fotógrafo se acercó para sacar las fotos que inmortalizarían el homenaje y Flora hizo un esfuerzo para entrar a la sala, aunque apretada en el medio del público y en puntas de pie porque quería ver quiénes se sacaban la foto y qué homenaje era ése. Las palabras que había escuchado se grabaron en su memoria porque ella amaba las rosas y trataba de entender qué quería decir eso de que "en las letras de rosa está la rosa".
El profesor Vallejos, Adalberto, para sus colegas, se paró a la izquierda de la mujer flaca que tenía un traje de invierno blanco y se estaba acomodando el cabello tobiano, y a la derecha, la profesora Pastrana. Hoy fue a la peluquería,- pensó Flora -, está con el pelo hermoso.
Los tres estaban parados sobre la tarima del salón de actos y a su alrededor se acomodaron una treintena de personas. Flora reconoció a algunos profesores y alumnos que se apiñaban para entrar en la foto. Intrigada por el revuelo que causaba la mujer de blanco con los ojos estirados, se quedó mirándola y preguntándose quién sería para que se armase tanta agitación. Flora recordó su única experiencia con fotos en la puerta del canal de televisión. Cuando apareció su actor favorito todos pujaban por tocarlo, y ella no había logrado fotografiarse con su galán soñado. Pero la foto del profesor era más ordenada, nadie tocaba a la mujer de blanco y parecía que las personas se ponían unas al lado de las otras en un cierto orden aunque discretamente se empujaban -observó la muchacha. Finalmente, cansada de mirar aquella escena en la que todos demoraban en ponerse para la foto, tomó el escobillón y siguió barriendo.
Y los días pasaron sin que en la facultad hubiera grandes novedades, salvo un indigente que habían encontrado medio muerto en el baño de las mujeres.
Cierto día, Flora pasaba prolijamente el escobillón, cuando el profesor Vallejos se le aproximó y le dijo con voz melosa: -Flora, necesito un favor, tengo que sacar unos mapas de la sala de la profesora Pastrana y me olvidé la llave.
Flora largó el escobillón y mirándolo con extrañeza sacó sin decir palabra la llave de la sala del bolsillo de su guardapolvo. El profesor la tomó y se marchó con paso rápido.
Pasaron los meses y el profesor Vallejos fue invitado a dar una conferencia en un pueblo perdido en la pampa santafecina. Nada menos que el intendente había mandado un auto a buscarlo para llevarlo junto a la viuda de Borges que venía de la capital. Se sentaron en el asiento trasero de un sedán azul y partieron. El profesor Vallejos no sabía cómo entrar en tema por lo que carraspeó varias veces. Finalmente se animó y dijo:
-Yo había pensado comenzar con algunas milongas de Borges para recrear ese mundo de malevos y cuchillos, luego hablar sobre el corpus y terminar con los dos poemas a Buenos Aires, si le parece bien.
-Si me permite, antes quisiera ver los poemas que va a leer, porque ya ha pasado en otros homenajes en los que he tenido que interrumpir el acto para alertar que no se trataba de un poema de mi marido. Sin ir muy lejos, esto pasó en Santa María del Río Seco hace poco, imagínese.
-No se preocupe, los he sacado de la primera edición de las obras completas de 1974- respondió el profesor Vallejos un poco avergonzado por ese examen pueril. No obstante, le extendió los papeles aunque con cierta cortedad.
La viuda se puso a leer detenidamente el trabajo; movía la cabeza en un además que Vallejos, afligido, no se atrevía a interpretar. Finalmente, le extendió los papeles sin hacer el menor comentario y esto dejó más nervioso a Vallejos, que enmudeció.
El coche recorría la ruta plana y por las ventanillas todo era un rico y monótono verdor.
Por fin llegaron al pueblo y posaron para la foto. Luego fueron a la intendencia donde se desarrolló el acto en un salón preparado para la ocasión. Todo transcurrió como había sido planeado y la viuda, complacida, volvió en el coche con el profesor hasta Rosario donde tomaría un vuelo a la capital.
La vuelta se hizo en silencio, pero el profesor no ocultaba su orgullo, había salido en dos fotos con la viuda y eso nadie podría negárselo. Lo mostraría a todos para que supieran quién era él y las influencias que tenía.
Cuando llegó a la facultad, pocos días después, con aire triunfal, se encontró con la profesora Pastrana que lo espetó:
-Adalberto, alguien robó la foto de María Kodama.
-¿Y quién habrá sido?
-Lo ignoro, pero sospecho de Flora. Ya se lo he preguntado y la muy zafada me dice que ella no tocó nada. No le creo, si ella es la que limpia, ella se la llevó.
-Y, Mabel, qué quiere que le diga, yo en su lugar también sospecharía de ella. ¿Se ha fijado si no faltan los equipos de vídeo, algún televisor, en fin, los equipos de audio?
-No, ¡para qué los querría donde vive ella!
-Bueno, un televisor no estaría mal -respondió Vallejos irónico.
-Yo creo que es alguien que quiere perjudicarme, pero esto no quedará aquí. Porque como mi estudio cuenta con subsidios del Consulado, tendremos hasta un problema internacional si no aparece la foto.
Vallejos la miró con sorna y decidió cortar por lo sano la conversación, por lo que dijo:
-Seguro que el que se la llevó sabía que era una foto importante, de modo que Flora no puede haber sido.
-Sí, seguro fue ella. Yo la vi espiando en el salón de actos el día de la foto.
Vallejos escondió una sonrisa y con voz suave agregó:
-Yo la interrogaría.
-Eso es lo que pensaba hacer -respondió la profesora alejándose por el pasillo.
Vallejos, por esos días, armó una reunión en su casa con poetas y funcionarios amigos y puso las dos fotos de Kodama, esperaba conseguir un subsidio para escribir un libro y las fotos eran para él un cheque en blanco. También quería el puesto de la profesora Pastrana y en una velada amable, lo consiguió gracias a la foto de Kodama. En cuanto a Flora, yo la vi, tiempo después en la facultad, perpleja y achicada como para hacerse invisible. Había tenido un sumario administrativo por la desaparición de la foto. Fue suspendida. Traté de explicarle que la foto era de una mujer muy importante, pero ella me retrucó que importante era el Papa, o Maradona, o el Gauchito Gil y que ella no conocía a nadie que conociera a esa mujer a no ser ellos en la facultad. Y, resignada, siguió barriendo.
Dejó el escobillón y asomó su cabeza oscura por el vano de la puerta. La sala estaba llena, pero pudo ver de dónde venía aquello que no comprendía. Era el mismísimo profesor Vallejos, a quien sus colegas llamaban por el nombre, Adalberto. Vallejos miró al público con sus ojos redondos como dos dibujos en la luna de su cara redonda de asombro. Cerró la carpeta y carraspeó. Sentada a su derecha, una mujer muy flaca -según Flora-, con unos cabellos blancos y negros que a ella le recordaban las crines de un pony que tenía su tío, allá a la orilla del Salado donde naciera treinta años atrás. Observó que la mujer tenía unos ojitos oscuros y estirados y una boca fina con un rictus de desprecio que le llamaron la atención. La mujer miró al profesor Vallejos y con una breve mueca pareció aprobar lo que decía. Del lado izquierdo del profesor, una mujer rellena, de mediana edad, se retorcía las manos de dedos largos y uñas curvas pintadas de rojo. Parecía nerviosa, pero no se atrevía a interrumpir ese instante de complicidad entre el conferencista y la mujer delgada. El público aplaudió y el profesor siguió mirándolos como si los estuviera viendo por primera vez; no sabía si los aplausos eran legítimamente para él o para Borges, o para la mujer, que no dudó en levantarse y darle la mano fría y blanda como un cadáver fresco. El fotógrafo se acercó para sacar las fotos que inmortalizarían el homenaje y Flora hizo un esfuerzo para entrar a la sala, aunque apretada en el medio del público y en puntas de pie porque quería ver quiénes se sacaban la foto y qué homenaje era ése. Las palabras que había escuchado se grabaron en su memoria porque ella amaba las rosas y trataba de entender qué quería decir eso de que "en las letras de rosa está la rosa".
El profesor Vallejos, Adalberto, para sus colegas, se paró a la izquierda de la mujer flaca que tenía un traje de invierno blanco y se estaba acomodando el cabello tobiano, y a la derecha, la profesora Pastrana. Hoy fue a la peluquería,- pensó Flora -, está con el pelo hermoso.
Los tres estaban parados sobre la tarima del salón de actos y a su alrededor se acomodaron una treintena de personas. Flora reconoció a algunos profesores y alumnos que se apiñaban para entrar en la foto. Intrigada por el revuelo que causaba la mujer de blanco con los ojos estirados, se quedó mirándola y preguntándose quién sería para que se armase tanta agitación. Flora recordó su única experiencia con fotos en la puerta del canal de televisión. Cuando apareció su actor favorito todos pujaban por tocarlo, y ella no había logrado fotografiarse con su galán soñado. Pero la foto del profesor era más ordenada, nadie tocaba a la mujer de blanco y parecía que las personas se ponían unas al lado de las otras en un cierto orden aunque discretamente se empujaban -observó la muchacha. Finalmente, cansada de mirar aquella escena en la que todos demoraban en ponerse para la foto, tomó el escobillón y siguió barriendo.
Y los días pasaron sin que en la facultad hubiera grandes novedades, salvo un indigente que habían encontrado medio muerto en el baño de las mujeres.
Cierto día, Flora pasaba prolijamente el escobillón, cuando el profesor Vallejos se le aproximó y le dijo con voz melosa: -Flora, necesito un favor, tengo que sacar unos mapas de la sala de la profesora Pastrana y me olvidé la llave.
Flora largó el escobillón y mirándolo con extrañeza sacó sin decir palabra la llave de la sala del bolsillo de su guardapolvo. El profesor la tomó y se marchó con paso rápido.
Pasaron los meses y el profesor Vallejos fue invitado a dar una conferencia en un pueblo perdido en la pampa santafecina. Nada menos que el intendente había mandado un auto a buscarlo para llevarlo junto a la viuda de Borges que venía de la capital. Se sentaron en el asiento trasero de un sedán azul y partieron. El profesor Vallejos no sabía cómo entrar en tema por lo que carraspeó varias veces. Finalmente se animó y dijo:
-Yo había pensado comenzar con algunas milongas de Borges para recrear ese mundo de malevos y cuchillos, luego hablar sobre el corpus y terminar con los dos poemas a Buenos Aires, si le parece bien.
-Si me permite, antes quisiera ver los poemas que va a leer, porque ya ha pasado en otros homenajes en los que he tenido que interrumpir el acto para alertar que no se trataba de un poema de mi marido. Sin ir muy lejos, esto pasó en Santa María del Río Seco hace poco, imagínese.
-No se preocupe, los he sacado de la primera edición de las obras completas de 1974- respondió el profesor Vallejos un poco avergonzado por ese examen pueril. No obstante, le extendió los papeles aunque con cierta cortedad.
La viuda se puso a leer detenidamente el trabajo; movía la cabeza en un además que Vallejos, afligido, no se atrevía a interpretar. Finalmente, le extendió los papeles sin hacer el menor comentario y esto dejó más nervioso a Vallejos, que enmudeció.
El coche recorría la ruta plana y por las ventanillas todo era un rico y monótono verdor.
Por fin llegaron al pueblo y posaron para la foto. Luego fueron a la intendencia donde se desarrolló el acto en un salón preparado para la ocasión. Todo transcurrió como había sido planeado y la viuda, complacida, volvió en el coche con el profesor hasta Rosario donde tomaría un vuelo a la capital.
La vuelta se hizo en silencio, pero el profesor no ocultaba su orgullo, había salido en dos fotos con la viuda y eso nadie podría negárselo. Lo mostraría a todos para que supieran quién era él y las influencias que tenía.
Cuando llegó a la facultad, pocos días después, con aire triunfal, se encontró con la profesora Pastrana que lo espetó:
-Adalberto, alguien robó la foto de María Kodama.
-¿Y quién habrá sido?
-Lo ignoro, pero sospecho de Flora. Ya se lo he preguntado y la muy zafada me dice que ella no tocó nada. No le creo, si ella es la que limpia, ella se la llevó.
-Y, Mabel, qué quiere que le diga, yo en su lugar también sospecharía de ella. ¿Se ha fijado si no faltan los equipos de vídeo, algún televisor, en fin, los equipos de audio?
-No, ¡para qué los querría donde vive ella!
-Bueno, un televisor no estaría mal -respondió Vallejos irónico.
-Yo creo que es alguien que quiere perjudicarme, pero esto no quedará aquí. Porque como mi estudio cuenta con subsidios del Consulado, tendremos hasta un problema internacional si no aparece la foto.
Vallejos la miró con sorna y decidió cortar por lo sano la conversación, por lo que dijo:
-Seguro que el que se la llevó sabía que era una foto importante, de modo que Flora no puede haber sido.
-Sí, seguro fue ella. Yo la vi espiando en el salón de actos el día de la foto.
Vallejos escondió una sonrisa y con voz suave agregó:
-Yo la interrogaría.
-Eso es lo que pensaba hacer -respondió la profesora alejándose por el pasillo.
Vallejos, por esos días, armó una reunión en su casa con poetas y funcionarios amigos y puso las dos fotos de Kodama, esperaba conseguir un subsidio para escribir un libro y las fotos eran para él un cheque en blanco. También quería el puesto de la profesora Pastrana y en una velada amable, lo consiguió gracias a la foto de Kodama. En cuanto a Flora, yo la vi, tiempo después en la facultad, perpleja y achicada como para hacerse invisible. Había tenido un sumario administrativo por la desaparición de la foto. Fue suspendida. Traté de explicarle que la foto era de una mujer muy importante, pero ella me retrucó que importante era el Papa, o Maradona, o el Gauchito Gil y que ella no conocía a nadie que conociera a esa mujer a no ser ellos en la facultad. Y, resignada, siguió barriendo.