sábado, 30 de marzo de 2019

Alicia Chilifoni


    POR  ALGO SE EMPIEZA 
Alicia Chilifoni

Hace rato que vengo dando a entender que quiero un regalo muy particular. Cuando me lo propongo soy suficientemente reiterativa como para lograrlo. En esto fracasé. Por eso decidí agasajarme yo misma con “el” verdadero regalo.
Al promediar la infructuosa búsqueda, me di cuenta  de que una de las razones por las que no había sido complacida era la inexistencia del objeto en cuestión. Pero ¿por qué? Es tan indispensable que no sé cómo sobreviví hasta ahora sin su auxilio.
Perseverante recorrí, caminé, negándome a declararme vencida. Mis pies, adormecidos por el trajín, ya parecían colgar como marionetas, remontadas  por mi casi obsesión –si no lo consigo no vuelvo a casa –
Por fin se me hizo el milagro: en uno de los estantes más altos de un bazar chiquitito, para nada especial, resaltaba ella, reina del local, mi sueño tan acariciado. Una sopera blanca, de loza, panzona, con sus dos poderosas asas y su base contorneada.
Creo que recién entonces volví a respirar. Desde hacía un rato largo me deslizaba como una imagen flotante, inanimada. Volví a la vida.
Mientras el vendedor envolvía cuidadoso, comenté lo arduo de mi largo peregrinar por ella. – Es que la gente ya no come en familia – dijo resignado.
Tiene razón. Alguien se lleva una bandeja a la cama, y picotea mirando la tele. Otro tarasconea un sándwich sin mirarlo, los ojos fijos en el monitor. También está el que tiene el sueño cambiado, imposible despertarlo.
Mientras mi mente repasaba esas imágenes como diapositivas, me encontré contestando sin darme cuenta, como hablándome a mí misma – En familia o sola trataré a la sopa con el respeto que se merece. La llevaré a la mesa como es debido: en mi, su, nuestra merecida sopera.
Durante el viaje de vuelta, distendida, comprendí que este Día de la Madre, invento capitalista para sacarle a la gente el dinero que a veces no tiene, me había tomado revancha. Mi regalo vale infinitamente más que los billetitos que pagué. Esta sí fue una pichincha. Soy hoy la feliz poseedora de tal vez el último ejemplar de una especie extinguida, y que es todo un símbolo. Ícono de la familia reunida alrededor de la mesa.
Que un día vuelva a ser como era, como nunca debió dejar de ser. En eso estoy. Ya tengo la sopera. Por algo se empieza…

Teresinka Pereira



                                     POEMAS 
Teresinka Pereira

INDEPENDENCIA
La independencia es la libertad
y es mucho más que la imaginación
y hasta mismo que la poesía.
Los héroes que son los seres
más altos en la escala de la humanidad,
dan sus vidas por la independencia
suya y la de los demás.
Hasta hoy día, que yo sepa,
nadie ha dado su vida
por la imaginación
ni tampoco por la poesía...
La independencia es algo concreto,
así  como el rechazo de cadenas
que son algo material. Para ello
hay que pagar el precio,
por el derecho de ser libre,
de poder vivir la vida
sin deudas de amor o de honor.
Ser independiente tiene el valor
de algo muy caro y muy difícil
que conquistamos a fuerza de rebelión
de estar solo en la noche
viendo centellar las estrellas,
de gemir su dolor y disfrutarlo
solo al mismo tiempo,
de no tener que pedir perdón
a nadie por querer a todos
los amores libres del mundo.

POESÍA
La poesía tiene vida y futuro, es piel y alma. esperanza y nostalgia. 
Yo suspiro 
a cada instante mirando 
la inmensidad del cielo que nos cubre y me adueño de la noche

TU SILENCIO Triste es el silencio, enraizadas flechas que sangran en la garganta de quien lo lleva y de quien se queda para oir 
Este insecto que hiere como látigo y tan pequeño e invisible que promueve la vigilia de la noche, y posterga el día con sus sombras. Si de falta de amor me culpas asfixíame piadosamente y dame la muerte inmediata. No más utilices el laberinto del silencio para hacerme enloquecer sin ti.




Nuria Barbosa León



                            Relación de amor  
Nuria Barbosa León

Fue un día a pleno sol, en el verano cubano donde las nubes se esconden, el calor se multiplica, la tierra hierve y el polvo se expande.
Yunior, de cinco años, destellaba emoción, haría terapia con un  caballo. Su ceguera congénita lo privó de conocer los animales y las plantas pero tampoco distinguía los colores, las figuras, el brillo, la oscuridad, necesitaba entonces, palpar, oler o degustar.
Imaginó los caballos como héroes de guerra o compañeros de trabajo, según las historias narradas, pero también lo pensaba dócil, obediente, amigo en cualquier circunstancia, fiel y cariñoso.
Su maestra, los médicos y terapeutas, de la escuela especial Abel Santamaría de la capital cubana, explicaron en clase de los beneficios de la equinoterapia, todo consistía en algunas horas de ejercicios junto a un caballo.
Al llegar al lugar, su agitación creció porque sintió el trote y le presentaron el animal nombrado Nevado, de raza Appaloosa.
Fue suficiente que la mano infantil diera unas palmaditas en el lomo, acariciara el hocico y le dijera unas palabras cariñosas para que el caballo brindara amor.
El domador Luis Alfonso Cruz Rodríguez, en ese primer día le enseñó la monta, pero para Yunior no era bastante, necesitaba más y el caballo le brindó confianza y sin que nadie lo percibiera se puso de pie a todo trote, dejando confuso a los presentes.
Luego vinieron muchos días y largas sesiones, hubo una relación de afecto entre ambos. El niño jugaba y el caballo permitía todo tipo de acrobacia sobre su lomo.
No sería fácil explicar por la ciencia por qué, después de una estrecha relación que duró 11 años, el animal murió ciego y el niño se llenó de fortalezas

Natalia Erroz



                              El cielo de Chajarí 
Natalia Erroz
                                     
Hacía un calor de años, de tiempos, de fuegos guardados. El estómago maullaba entre algunos retorcijones y puntadas. La pileta de lona del patio nos dejaba refrescar de a ratos, de a momentos que transcurrían entre limpiar las moras que caían dentro y el desastre que hacían los chicos cuando las pisaban. De afuera. Ya le había dicho a Roberto que no era buena idea armar una pileta debajo de una morera; pero el insistió con la frescura, la sombra y un par de besos que sirvieron de convencimiento o cariñoso pacto. 
El sabía que la ternura era una brutal máquina de dominación, dispuesta a sepultar cualquier enojo, cualquier arrebato. Y era también, la ternura,  parte de mi herencia familiar y todos había aprendido muy bien qué hacer con ella, como un dispositivo montado con una técnica, una táctica y una estrategia de control. Yo no supe.  Nunca aprendí. En el caso de mi madre, ella tenía una sádica ternura teñida de control y dependencia hacia mi padre.  El se dejaba, como esos perros falderos que nunca me gustaron, capaces de un solo dueño, con solo muestras de agradecimiento y debida obediencia.  El se dejaba y ella lamía hasta sus huesos, su boca era capaz de comerse sus intestinos de un bocado, romperlo a pedazos, mutilarlo.  Con nosotras también funcionaba de ese modo y el también la dejaba, aunque debo reconocer intentos, que de algún modo busco para cuidarnos.  Muy pocas veces lo lograba y otras, que eran la mayoría, su voracidad nos devoraba.  No se salía de allí sin costos, sin marcas, sin pasado repetido.  Sin la eterna necesidad de un beso.
Hacía calor, pero en algún momento tenía que decidir sacarlos del agua tibia de la pileta.  Todavía tenía que armar las valijas y había estado pensando en esa tarea toda la semana.
Francisco salió del agua ante mi primer pedido, se puso sus ojotas amarillas y atravesó la galería de baldosas rojas de moras hasta el cuarto, mientras daba saltitos con una pierna levantada  y yo lo seguía con la mirada en el intento de sostenerlo, como creando un puente imaginario que le permita seguir jugando, sin nada que lo lastime en el camino.  Camilita no quería salir, como el día que nació, se había entretenido en el agua tibia de la panza.  Tomé el tallón blanco, que es el mas suave y amplio de todos los que hay en casa, le sonreí y al ritmo de uno, dos, tres, la saque del agua envolviéndola contra mi cuerpo, con mi cuerpo y uno, dos, tres, la besé hasta lo incontable, ella reía a carcajadas, mordía mi pera, me besaba y me agarraba la cara, mientras yo despacito la llevaba entre mis brazos para sacarle todo el frio que pudiera tener.  Era la primera vez que estarían fuera de casa tanto tiempo.  Roberto me había dicho que sería bueno para todos, particularmente para mí que estoy definida como una madre sobreprotectora. Eso me dijo Roberto. Uno, dos, tres…
Llegué al cuarto atravesando también la galería de moras, con Camilita en mis brazos, chorreando agua , creando un rio que viajaba del patio al cuarto, del cuarto al patio, en infinitos trayectos, entre gritos del cuidado con las caídas y esas cosas de madre.  En el caso de considerar que haya cosas de madre. Que haya madre.
Roberto había llegado del trabajo y viendo el poco margen de tiempo que quedaba no había más opciones que armar las valijas. Mi estómago seguía revuelto, entre  nervios y un indefinido malestar. Sabía que tenía que calmarme para no transmitirles esa sensación de terror a los chicos.  Ese terror heredado. Mientras doblaba la ropa, recuerdo que los imagine corriendo en los campos de Chajarì, iluminados por el sol, debajo de un cielo celeste inmenso, riendo y atrapando mariposas, mientras las tías los llamaban para el almuerzo.   Como cuando éramos chicas y con mi hermana corríamos por esos mismos campos, debajo de esos mismos cielos esperando se hiciera eterno el llamado para sentarnos a comer. 
Nos fascinaba tanta tierra solo para nosotras, tanta libertad no nos quedaba grande por esos años. 
La necesitábamos imperiosamente.  Esos, los días con las tías de Chajari, eran para respirar profundo tomando todo el oxígeno que nos fuera posible para seguir viviendo, después.
La casa quedaba ordenada y limpia, la ropa planchada, los artefactos eléctricos desenchufados, las plantas regadas, las persianas bajas, la llave de gas cerrada, las camas hechas, el despertador desconectado de las 6 de la mañana de lunes a viernes, la basura anudada en el patio para sacarla junto con las valijas, no quedaba ropa tendida en la terraza y me aseguré con llave todas las puertas de la casa. La casa quedaba ordenada.
Mi estómago me dolía cada vez más, ya no era molestia, era una puntada en la boca.  Subimos al auto y Roberto lo puso en marcha. Los chicos estaban sentados atrás y Camilita me pidió que le explicara otra vez, cuantos días íbamos a estar nosotros y cuantos ellos solos con las tías.  Sabía que necesitaba escucharlo unas cuantas veces mas y que en mis palabras tenía que poder oír tranquilidad y seguridad, tenía que poder.  Una madre tiene que poder. Desabroche mi cinturón para girar en el asiento y asi hablarle mirándola a los ojos.  Siempre lo hacía. Francisco se reía mientras le aseguraba el cinturón a su hermana, le apretaba los cachetes y le daba un beso en la boca.  Mientras trataba de encontrar las palabras y las sonrisas que calmaran a Cami, Roberto, ya sentado en su lugar, atendía el teléfono mientras el motor del auto seguía calentándose.  Lo noté algo tenso y comenzó a mirar dentro del auto, como si hubiera perdido algo.  Pero todo esto fue visto y oído con una pequeña parte de mis sentidos.  Mi atención estaba puesta en ella, en mi estómago y en la complicidad de Fran que cosquilleaba sus piecitos mientras entre carcajadas y pucheros ella quería y no quería irse, y yo dejarla ir.
Roberto cortó el teléfono, se puso el cinturón, subió todas las ventanillas del auto, prendió el aire acondicionado y puso primera.  Después de unas cuadras y habiendo convencido a Cami, me incorporé en el asiento mientras intentaba desenganchar la tira del cinturón del vestido que había quedado atrapada en la puerta.  Seguí la tira hasta el borde.  Era un vestido que me había regalado Roberto. A Roberto siempre le gustó hacerme regalos. Amarillo, era amarillo, como el sol de Chajarì, con unas pequeñísimas flores rojas, marcaba la cintura y dejaba ver las piernas de la rodilla para abajo; tenía cuello redondo y mangas cortas con botones.  Amaba ese vestido… Hasta allí recuerdo todo nítidamente, hasta que llegue al borde de la puerta y antes de tirar de la cinta, una filosa lanza se clavo en mi estómago.  Abrí la puerta. Roberto frenó de golpe y un segundo antes del vómito de tantos fuegos guardados, una pulsera cae al asfalto, estaba también enganchada en el borde, llevaba una “R” de dije y en un instante fue escondida por aquel vómito color sangre, color fuego, color moras del patio que cubre la pileta que Roberto logró convencerme con su ternura.Rita. Vivía al lado de la casa de Rosa, mi mamá. Rita era más grande que yo, no tenía hijos y tenía unas enormes tetas. Mi mamá también.  Rita vivía con un montón de gatos y una sonrisa encantadora, como mi mamá. Rita siempre tenía sus uñas largas, pintadas de rojo, como su boca. Su boca roja, como la boca de mi estómago.  Recuerdo de niña, Rita tenía una hamaca en el fondo de su casa y cuando en mi casa ya no se podía respirar, ella me llamaba por el ligustro del fondo y yo pasaba por una grieta, una abertura   que habíamos hecho de cuerpos y almas que habíamos hecho de cuerpos y almas destrozadas pero con fuerza suficiente para romper ese muro de plantas… entonces me subía a la hamaca mientras ella sostenía su cigarrillo con la boca y me empezaba a hamacar y me contaba uno, dos, tres… con toda su ternura… y cada vez mas alto, entre el humo y el cielo. Uno, dos, tres, y la pulsera y el dije. Rita siempre intentó salvarme. Salvarse.
No recuerdo más de aquel viaje , ni siquiera puedo recordar el beso de despedida que le di a Francisco o a Camilita. Solo recuerdo el cielo de Chajarì, el cielo de regreso a la casa ordenada y limpia, la ropa planchada, los artefactos eléctricos enchufados, las plantas regadas, las persianas arriba, la llave de gas abierta, las camas desechas, el despertador conectado a las 6 de la mañana de lunes a viernes, la basura que nunca sacamos y las ojotitas de ella, tiradas en el patio, todavía mojadas, olvidadas. 



Francisco Garzón Céspedes



El narrador oral 
condenado a muerte
                          Francisco Garzón Céspedes

El narrador oral había sido condenado a muerte. La ejecución lo aguardaba. Faltaban veinticuatro horas cuando los jueces y asesores entraron en su celda. El narrador era un hombre venerado por el pueblo y era imposible no concederle una última voluntad. La condena obedecía a que sus cuentos sobre la justicia, en un territorio de injusticias, propiciaron una rebelión cada vez más inacallable. Habiendo sido capturado, cárcel, juicio y culpabilidad resultaron cuestión de horas. La rebelión, ah, la rebelión debía ser ahorcada, quemada, gaseada, electrocutada, empalada, decapitada, borrada. El narrador dijo: “Una única voluntad. Antes de morir, deseo ver, a cielo abierto, la noche. Y en la noche narrar un cuento”. Los jueces y asesores se miraron entre sí estupefactos. Pensaron que el narrador hubiera podido pedir hacer el amor una vez más o que su cadáver no fuera enterrado en una fosa común. Pero era su última voluntad. Podía ser respetada. Resultaba permisible. Llegó la noche y los soldados, en presencia de los jueces y asesores, condujeron al condenado a muerte hasta el patio de la prisión. El narrador contempló intensamente el cielo, alzó un brazo hacia aquel poblado vacío y con voz potente habló: “Había una vez un narrador oral condenado a muerte. A petición suya, para cumplir con la costumbre de una última voluntad, lo condujeron hasta el patio de la prisión. Y cuando alzó brazo y voz, y pronunció las palabras que únicamente son mágicas en los labios de los narradores, una estrella fugaz cayó, cayó, y a punto de tocar el suelo, cual una alfombra prodigiosa, se detuvo para que el narrador subiera y lo condujo fuera de los muros de la cárcel”. Y mientras el narrador contaba, y se alejaba libre sobre la punta de la estrella, todos comprobaron que “la imaginación es tan poderosa” que predice el futuro y, si es necesario, lo moldea.
Tomado de Colección Gaviotas de azogue Nº 34, Madrid, España
 


Silvia Bonnum


                                       Todavía escribimos (5) 

Silvia Bonnum


El tiempo en que me contaste esa historia de cuando te recibiste. ¿Y qué pasó después?. Fuiste a esa casa en La Plata y no había nadie. ¿Nadie encontraste? ¡Ah, si! si a la vecina de enfrente mirando desde su ventana, vio que se iban todos. Y que en la puerta de entrada había tirado una carta. ¿Y donde fueron, mamá? ¿Qué decía la carta? Volvieron a su casa de la infancia en la capital con sus padres. Toda la familia. Alicia su marido y la nena que en la salida apresurada de esa casa de La Plata, perdió su muñeca de trapo, esa con la que dormía todas las noches. Así se salvaron ellos que venían pisándoles los talones. Años después me volví a encontrar con Alicia y conversando de mil cosas me dijo: “viste todavía escribimos”, todavía la podemos contar. Le ganamos a la muerte con cicatrices y daños de aquel entonces, como el hecho que a él lo tuve que internar y al poco tiempo falleció. Nada es gratis, todo tiene consecuencias pero también estamos acá.


Orlando Mazeyra Guillén



Mutilaciones  
Orlando Mazeyra Guillén

 A Carlos Bellatín, el Chino; y Juan Carlos Gómez Boza, el Búho, con afecto, cervezas y amistad.
Cuando empecé a crecer y a tomar conciencia de sus actos, papá me había dicho, con bastantes resquemores, que el tío Julio estaba «enfermo de la mente». Sería por eso que conversaba con los focos del comedor o, por las noches, bajaba la palanca de la electricidad dejándonos a oscuras y averiando, en más de una oportunidad, el viejo refrigerador de la abuela.
En sus momentos más complicados, se transformaba en un personaje inefable e intratable. Por suerte, estos episodios eran bastante infrecuentes. Y, a su vez, el tío Julio nos resultaba perspicaz y bromista en sus instantes de lucidez extrema.
En año nuevo salía, ocultando un vaso en los bolsillos, a tomar sus buenas cervezas con los vecinos de al frente de la casa, y por las mañanas encendía el televisor a todo volumen en el canal en donde transmitían un programa de ejercicios aeróbicos:
–Tío Julio, baja un poco el volumen –le reclamábamos, bostezando.
– Ellas me lo piden, las chicas lo piden –reponía él señalando a las esculturales mujeres de la pantalla chica–. Siempre me dicen: Julio, ¡te estamos siguiendo!
Cuando la abuela nos dejó yo lo vi llorar como un niño. Mas, al poco rato se repuso. Parecía otra persona, mudó su comportamiento como aquellos eximios actores de cine, y hasta encontró un buen pretexto para fumigar las penas:
– La mamá María está de viaje –nos informó a todos con aquel convencimiento con el que se deberían de decir las grandes verdades. Era (lo sigue siendo hasta el día de hoy) la mejor forma de soportar su desaparición. Y a todos nos gustó hacernos a la idea de que la abuela no estaba muerta. Después de todo, estar «enfermo de la mente» no era del todo malo, ¿verdad?                                                                             *
Alguna vez, aburrido de sus ataques de esquizofrenia, llegué a espetarle una propuesta que me hacía recordar a la abuela:
– ¿Y tú nunca piensas  en irte de viaje, tío?
– Bien podría hacerlo: ya he cumplido, me he roto el lomo por la familia. Tengo millones en el banco y ustedes disponen de mi dinero como les da la gana.
–Bueno fuera, tío, bueno fuera…
– ¿Sabes un gran secreto, Vicente? –me dijo una tarde en la huerta.
– Dímelo, tío.
– En esta casa, ¡nuestra casa!, he aprendido cómo es el mundo.
– ¿Y cómo es el mundo? –indagué con afanoso interés.
– Es un poco más o menos así –me dijo y se agachó para arrancar una margarita–. Así empezamos: nos arrancan de buenas a primeras… y, poco a poco, nos vamos deteriorando… Al final quedamos de esta manera: una mutilación, una maldita mutilación, ¿comprendes?
Y me entregó la margarita sin pétalos. No sé por qué todavía la tengo guardada. La encontré reseca entre mis cosas, justo ahora que él decidió irse de viaje.
Dicen que salió de casa hace seis tardes, aunque podría jurar que no lo veo hace sólo cinco días. Vestía un pantalón café, sus raídos mocasines y la camisa de franela que le gustaba ponerse cuando lo llevaban al peluquero del centro de la ciudad.
Quisiera pensar que anda vagando por ahí. Que no se ha cruzado con ningún malhechor, ni mucho menos que haya retado a algún veloz microbús en las grandes avenidas.
– ¿Qué será del loquito? –le escuché murmurar a mi vecina con cierta malicia cuando entraba a la bodega del barrio a comprar pan.
– ¡A usted que mierda le importa! – le dije furioso y me quedé sin panes para el desayuno.
Yo sé que está loco, o  «enfermo de la mente», como dice mi papá con cierto decoro.
Yo sé que está loco, o  «enfermo de la mente», como dice mi papá con cierto decoro. Pero cómo odio que los chismosos se llenen la boca comentando sobre su enfermedad, o fabricando motivos que supuestamente lo llevaron al desvarío: el sexo, las drogas, la brujería… 
Ahora que camino por las calles de la ciudad pegando su foto en las esquinas concurridas y en los paraderos de autobuses, me doy cuenta de que, gracias a él y a su mutilada margarita, aprendí en casa cómo es el mundo. 
Aguardo por las noches, mirando de reojo por la ventana que da a la avenida y sueño con ver asomar su silueta. Sé que se aparecerá de pronto y me dirá que el mundo no era así: – Es peor, Vicente, es peor –concluirá con sabiduría. – Sí –asentiré–. Pero yo no estoy loco, tío. A mí nunca me han hecho convulsionar a punta de electroshocks, ni tengo un par de hijos ingratos que nunca me visitan. Tampoco tengo esposa, cosa que agradezco pues, ¿quién dice que no me hubiera dejado por acostarse con un psiquiatra como te pasó a ti? La vida es una mentira, tío Julio, y me gustaría estar loco para no saberlo. – A mí también. –Y se irá a conversar con algún foco o a dejarnos sin luz para echar a perder los artefactos de su madre, mi abuela viajera.



TERESA GODOY



                         Todavía escribimos (4) 
Teresa Godoy

Compartimos distintas situaciones en la calle, en un bar, caminando, esperando el tren, y junto a nuestra pareja.
Escuchamos el silencio en el cementerio, poniendo flores en la tumba de una madre por esa maldita enfermedad y en la del hijo que murió en una guerra “sin ton ni son”.
Esperamos impacientes, aguantando la angustia, delante de un quirófano, el diagnostico del doctor.
Pensamos qué hacer por aquella familia tanto tiempo sin techo. Pensamos si alguien se acercará y pensamos en el qué dirán.
 Miramos los rostros: de aquel niño que pide, del que canta en un subte, del que pierde el colectivo.
Descubrimos las expresiones  de cansancio, de asombro, de alegría también.
Compartimos, escuchamos, esperamos, pensamos, miramos, descubrimos.
No hablamos, lloramos, tenemos miedo, nos equivocamos y nos duelen cosas: duele creer que no hay Justicia, pero sí, la hay, como existe el Respeto y la Responsabilidad. Lo que realmente duele es que estos Valores y otros más, no estén internalizados, involucrados en los corazones de muchos seres humanos… ¡Duele!
Pero, todo no duele, a todo no le tenemos miedo y lo decimos, porque igual, ¡TODAVIA ESCRIBIMOS!

Emilse Zorzut


La pecera 
Emilse Zorzut

Los ojos oblicuos destilaban recelo, la recién llegada no era bien recibida, ella pensó que venía a alterar la paz, su paz. El desparpajo con que se movía era augurio de problemas.
La miraba desde su rincón, estática, sin mover un solo músculo, como un púgil antes de iniciar la pelea del siglo. El gran trofeo era él que estaba con candidez flotando sobre una nube de fantasías.
Hasta ese momento la vida había sido tranquila, habían convivido mansamente compartiendo el pan diario, los requiebros, los coqueteos. También ella sabía mover su cuerpo audazmente y seducirlo, entonces los ojos de él se agrandaban para mirarla, para decirle cuánto la deseaba. ¡Y cómo gozaban los acercamientos y esos contactos piel a piel mientras se dejaban estar disfrutando su intimidad!
Ella no necesitaba más para ser feliz.
Pero ahora llegaba “esa”, entraba por la puerta grande, desplegaba sus encantos en ese contorneo rítmico; sus ojos se convertían en dardos dirigidos hacia él y su boca se entreabría sensualmente y se volvía a cerrar ofreciendo un largo beso apasionado.
Él parecía no darse cuenta, estaba quieto pero blando; ella quiso creer que miraba sin ver pero no podía evitar estar a la espera de un signo, una señal que le indicara que ella seguía siendo la preferida. Pero esa señal no llegaba y sus dudas crecían como plantas en tierras recién abonadas.
Esperó el tiempo que su inquietud juzgó indispensable, luego, lentamente se fue colocando entre la recién llegada y él; sin darse cuenta sus movimientos eran sinuosos, sensuales. Estaba compitiendo, quería ensombrecer los encantos de la rival.
De pronto, a través del cristal, se insinuaron dos grandes ojos azules trasparentes de inocencia. Luego surgió una sombra larga y delgada que descendió amenazante y cinco diminutos dedos asieron con firmeza el pequeño cuerpo de él sacándolo de su elemento. Entrecortados resoplidos indicaron su agonía. Ella paralizada sólo atinó a mirar a la recién llegada, sus ojos la acusaron de todo lo que ocurría; sólo ella podía tener la culpa. La otra siguió nadando sensualmente en la pecera, no había perdido nada.  

Susana Kleiban



                                         Todavía escribimos (3)  
Susana Kleiban

Todo de a dos, hacíamos todo juntos. Manuel barría el patio de la casa, mientras yo colgaba la ropa. Él tocaba la guitarra y yo cantaba con él, las canciones de Paco Ibañez, de Violeta Parra, de Víctor Jara.
Me ponía a los pies de la cama y él en la cabecera y estirábamos las sábanas para dejarla tendida, aunque sabíamos que la tarea terminaría con el colchón desnudo como nuestros cuerpo jadeantes.
Todo de a dos, las compras, Yo el relleno y él los repulgues de las empanadas.
También los dos nos emborrachábamos al saber que estaba embarazada. Él conmigo en el parto. Yo con él cuando se operó de la vesícula.
Ambos trabajábamos en la salita de primeros auxilios de la Isla Maciel.
Ambos fuimos secuestrados y torturados en automóviles Orleti.
También juntos fuimos a despedir a nuestro hijo cuando sin rencor, a sus 16 años, nos dijo que nuestra forma de querer lo excluía y que viviría en Barcelona con su abuela paterna.
De a dos, ahora jubilados masticamos la bronca de ver que tanta lucha por un mundo mas justo es bastardeado por seres de mediatizadas conciencias.
No hacemos mucho, tomamos mates, subrayamos el diario y analizamos las noticias con las tendenciosas de algunas reflexiones de pseudoperiodistas.
Hacemos la comida. Nos abrazamos al hacer la siesta y nos metemos en Factbook en una página de Lucha de ideales  que se llama Utopías.
Siempre los dos todavía escribimos

Noemí Cuevas



Equelize 
Noemí Cuevas

a mi nieto Ezequiel
- Abuela, un día me hacés un juguito de “Arcoiris”…
La Abuela salió al jardín y llenó diez jarras de luces de colores, se las llevó al nieto y abrazándolo le dijo que afuera estaba tan lleno de arco iris, que el cielo parecía una fiesta.
Equelize tenía tres años. Era mucho más hermoso que cualquier arcoiris, en realidad, los arcoiris estaban adentro suyo. Sus ojos eran mucho más dulces que su mirada, la que indagadora, atravesaba cuanto observaba.
Salió al jardín luego de haberse bebido las diez jarras de colores, comenzó a juntar en una bolsita todo el aire que podía contener. Le pesaba tanto aquella bolsa, que al llegar al cuarto la abrió y dejó que aquel bullicio de color se extendiera por todas partes. 
- Abuela, cuando mi papá y mi mamá eran bebés, ¿quiénes eran mi papá y mi mamá?; la Abuela salió al jardín y le pidió a todos los árboles que le dieran una respuesta para aquella pregunta porque evidentemente el niño sabía que siempre había vivido.
- Cuando ellos eran bebés, vos no necesitabas papá y mamá, porque eras el aire, el sol, las estrellas, todos los caminos y todas las flores, todos los pájaros y todos los mares. Estabas muy cerca de ellos, y ni ellos ni vos lo notaban, como seguramente en el aire, en el sol, en la hierba, en todo lo que vive y es bueno están los que van a ser tus hijos.
Equelize abrazó a la Abuela. La miró, y en sus ojos una larga sonrisa que la envolvió para siempre. 
Salió al jardín. Comenzó a correr, a saltar, a estirar los brazos, a reír, a dar vueltas carnero en el césped, y a hacer equilibrio sobre un banco hecho con el tronco de un árbol.
Se aquietó de pronto. Acurrucado y suave, abrazó a ese banco-árbol y le murmuró con su boca pegada a la corteza:
- Árbol, un día te moriste y entonces te acostaron, y entonces los nidos se volaron con los pájaros, y las ramas te quedaron chiquitas. Ahora sos un banco que vive en el jardín. Yo te camino. La Abuela por las tardes se apoya en vos y te lee libros.
- Árbol, cuando eras una semillita, ¿tenías una Abuela que te contaba que siempre estuviste en la vida porque estabas en el aire, en el sol, en la hierba, y que todos los bosques que todavía no crecieron, también están allí esperando que les toque el momento de nacer?
- Árbol, cuando eras una semillita, ¿tenías una Abuela que te hacía juguito de arcoiris?
El buen árbol-banco silencioso lo contuvo. Lo dejó hacer con él lo que quisiera, le permitió que lo montara, que hiciera equilibrio, que se echara, o que el tiempo se le hace demasiado extendido. Tal vez, piensa la Abuela, sigue buscando los colores que de tan chiquito se quería beber. Tal vez sigue tratando a soñar.
Equelize creció, ahora es un adolescente, y se bebe la vida montado en una bicicleta; la Abuela lo mira, lo ve partir, Equelize siempre se va.
A veces parece que le quisiera ganar a las horas. A veces viendo qué le y su mamá cuando su papá y su mamá eran bebés.
Tal vez, el hermoso Equelize trata de comprender, sin poderlo todavía, cómo es posible que exista el gris, si nada es tan prodigioso como una jarra llena de juguito de arcoiris.


NEGRO HERNANDEZ


Todavía escribimos (2)  

Negro Hernández


Cuando volvía del café vi las luces que iluminaban mi balcón. ¿Quién será? pensé. Acostumbrado a darle una copia de mis llaves a mis hijos, amigos y a alguna de mis ex parejas que nunca me la devolvieron. No tenía porque temer pero despertó mi curiosidad y me puse ansioso. Subí al ascensor y cuando llegué al quinto piso toque el timbre para evitar sorpresas. Marta abrió la puerta con precaución. Tenía puesta mi robe azul entreabierta y el pelo mojado. Se acaba de bañar, pensé. ¿Hola, mi amor? dijo. Y se colgó de mi cuello como siempre. Mientras nos besábamos largamente acaricié su cuerpo para reconocerlo después de tres meses sin vernos. Y terminamos en la cama como entonces. Después de un rato no quise preguntarle porque no había avisado de su regreso, ni donde estuvo, ni detalles de su viaje. Tampoco quería que ella me preguntara que había sido de mi vida durante su ausencia. Ambos sabíamos que todavía seguíamos amándonos, a pesar de nuestra edad y nuestras neurosis. Éramos dos personas adultas, libres, sin reclamos que pretendíamos disfrutar juntos del resto de nuestras vidas. Al rato la invité a comer a un viejo bodegón de Barracas donde nunca la había llevado. Hacen unos spaghetti a le bongoli para chuparse los dedos, dije. Nos vestimos y salimos a caminar hacia el lugar. La noche estaba tibia como nosotros, una ligera brisa que venía desde el río nos acompañaba y la tome de la cintura. Al llegar elegimos una mesa solitaria para charlar tranquilos. ¿Me extrañastes?.  Si, mucho, y sin noticias tuyas. Estuve en Roma acompañando a mi hija en el parto, ahora estás con una abuela. Me vine antes de lo previsto porque quería estar con vos. Le tome la mano y la felicite con un beso en los labios. Después le conté las novedades políticas del país y de mala la situación económica para la mayoría de los argentinos. Hablamos de los proyectos personales y de los comunes.  Tengo ganas de volver a dedicarme a contar cuentos en algún centro cultural o en algún boliche, dijo. Bárbaro, ¿Te acordas que así empezó nuestra relación cuando me pediste permiso para contar uno de mis cuentos, agregué en aquel café de Palermo Viejo. 
Supongo que tendrás muchos relatos nuevos para contar, preguntó. Si, estoy por publicar un nuevo libro de cuentos que se va  a llamar “Todavía escribimos”. Que bueno, me gusta el título. A pesar de todo escribimos, como amamos, como luchamos, como aprendemos. como enfrentamos la vida todos los días. Si amor, todavía escribimos porque estamos hechos de palabras. Y la volví a besar.


María Fabiana Calderari


Circo inverso  
María Fabiana Calderari

El famoso circo Comédie aterrizó en la ciudad a mediados de enero, instalándose en un baldío de la zona sur. Aquel armatoste policromo reunió a todos los personajes del lugar. Los payasos llegaron entusiastas, con sus trajes calandrados y las graciosas narices. Se ubicaron en los asientos de las primeras filas. Cargando famélicos animales domesticados, arribaron los domadores. Sus torsos desnudos ensombrecían la figura esmirriada de los trapecistas. Ocuparon, unos y otros, las gradas más altas ubicadas en la carpa.
Algunos enanos escabullidos por debajo de los toldos, se distraían enmelándose con copos de azúcar.
El anfitrión del espectáculo, un mago lenguaraz, inauguró la ceremonia. Lentamente el jolgorio expandía un contagioso embobamiento. Los aplausos estruendosos resonaban como viento, instando el comienzo del entretenimiento.
En medio del escenario, sumido en la más profunda soledad, el público. Monótono. Sin destrezas. Encarcelado en sus máscaras. Esbozando insulsas sonrisas.
Las ovaciones se convirtieron en chiflidos inarmónicos. Los espectadores se retiraron desconcertados, ante el fracaso de la función.
-Esta gente ha perdido la magia de mostrarse tal cual es -observó un conejo saltando de su galera. Una contorsionista anciana, conocida por sus facultades intuitivas, exclamó frunciendo el ceño: -¡Públicos, eran los de antes!


Ana María Mopty

Historias 

Ana María Mopty


Esto de vagar entre hierbas altas, cartón y latas junto al dique, siempre trae algunas consecuencias, por ejemplo, los zapatos. Me refiero al calzado que encontramos sin su dueño. De la ropa que dejan no nos ocupamos porque llega con manchas o quemada. Pero los zapatos se aprovechan pronto y hasta podemos ser generosos cuando algún familiar del propietario solicita para datos o recuerdos. Allí acompañamos en sentimiento, eso tampoco nos cuesta. A las historias no queremos escucharlas. Son demasiadas; siempre iguales y nosotros, en ese caso, perdiendo los zapatos. Tal vez hoy pase el camión. Desde lejos distinguimos su enorme cuerpo verde en el polvo de la siesta. No le guardamos rencor, sería como castigar a los que sin querer nos benefician.



Luis Alberto Taborda

La existencia de Dios 

Luis Alberto Taborda


Mi amigo Lalo me encontró en la calle y me preguntó sin mediar preámbulo: Profesor, ¿usted juega a la Lotería? Nunca en mi vida, le respondí, ¿por qué debería hacerlo? Por algo muy sencillo, me dijo Lalo: usted es un buen tipo y diosito desea que los buenos tipos jueguen para que Él tenga ocasión de hacerlos ganar...

El razonamiento de Lalo me dejó pensando, así que cuando tuve tiempo para ordenar mis ideas, lápiz en mano, lo repasé y quedó como sigue: Si Dios existe, entonces Dios, que es bueno, desea estimular a las buenas personas haciendo que ganen la Lotería, de modo de premiarlas y de paso, en conclusión, demostrar Su propia existencia.

En este mismo instante, llevando en uno de mis bolsillos un billete de Lotería, recorro trémulo las calles de mi barrio, aguardando el momento del sorteo.

 


CARLOS MARGIOTTA


Este mes cumplimos 24 AÑOS 
y
TODAVIA ESCRIBIMOS

Todavía escribimos (1) 
Carlos Margiotta

Repasando la historia de mi familia me doy cuenta de porque estoy aquí escribiendo frente a la pantalla de la computadora.
Tengo copias de los escritos de mis bisabuelos que heredé de generación en generación. Uno había venido al Río de la Plata con Garibaldi, su misión era escribir las crónicas de aquel viaje. Se había casado con una joven polaca que militaba en el socialismo con Rosa Luxemburgo. El otro había combatido en la Primera Guerra Mundial y me dejó las cartas de amor que intercambiaban con mi bisabuela. Ella tejía abrigos en la aldea en la que vivía con los nombres propios escritos en lana para cada clientes. 
La historia de mis abuelos la recuerdo más. Uno de ellos era cocinero de la familia de Victoria Ocampo y dicen las malas lenguas que la escritora se había inspirado en algunos de sus relatos para escribir sus cuentos. Su mujer, mi abuela, tenía una hermosa caligrafía y fue empleada de un estudio jurídico como amanuense. El otro abuelo no sabía leer ni escribir cuando vino de Italia pero de enamoró de una maestra criolla que le enseño las primeras letras, entonces se puso a escribir canciones recordando su pueblo natal y las cantaba por las noches en el puerto de Necohea.
Tengo un cuaderno de poemas escrito por mi padre en Caleta Olivia cuando trabajó de para YPF. Antes de morir me lo regaló diciendo: “No lo leas hasta que me haya ido”. Después comprendí que eran los mi madre recitaba con pasión en las fiestas familiares. Te pareces a la Tita, le decían mis tías.
Mi hermano tiene muchos tratados de Sociología que son textos de la carrera, y su mujer es funcionaria de contenidos del Ministerio de Educación. Mi esposa es Licenciada en Letras y la contratan las editoriales como Jurado en varios Concurso Literarios. Es una gran escritora, creo.
Mi hijo mayor es guionista de cine y televisión y mi nuera, admiradora de Borges, es traductora de ingles. El menor de mis hijos es Antropólogo y escribe ensayos sobre los pueblos originarios de Sudamérica. Su novia cuenta cuentos a los chicos internados del Garraham. Mi hija en cambio vive en París, baila y canta tango, la conocen como La Morocha. Su marido es director de una importante editorial francesa de libros de ficción.
Flor, mi nieta mayor es actriz y escribe obras de teatro para adolescentes. En cambio Catalina, la menor, estudia en el Lenguitas porque quiere escribir en varios idiomas. Mathias, el francesito, gano el concurso Saint Exupery de literatura infantil en Francia, y el más chico, Simón, me contó al oído el otro día, que cuando sea grande quiere jugar en la primera de Independiente y ser escritor: como vos Abu.
Yo dirijo Redes de Papel hace 24 años. Todavía escribimos porque todavía aprendemos. Escribir sana, cura y nos cuida. Escribir crea y recrea, nos relaciona con el otro y nos vincula en lo más íntimo. Escribimos para ser leídos.