Las tres piedras
Juan Pérez
Recuerdo
que estaba caminando hacia la parada de un colectivo para llegar a mi casa,
cuando, al doblar por una esquina, me encontré en la boca de una extraña
cortada; donde todo, incluso el cielo y las personas, se veía en blanco y
negro, como en una película antigua. Observé que a lo largo de la cortada se
desarrollaba lo que parecía ser una feria de artesanos. Sentí entonces
curiosidad y me dirigí hacia allí.
Mientras
recorría los puestos
-veintidós
en total-, uno de ellos me llamó la atención. Consistía en una pequeña mesa de
tres patas que, sorprendentemente, parecía mantenerse en perfecto equilibrio.
(No sé por qué, en aquel momento se me ocurrió pensar que la pata que le
faltaba era yo). Sobre la mesa, dispuestas en hilera, había tres pequeñas
piedras talladas en forma de reloj de arena. A diferencia de todo en aquel
lugar, se veían en color: la central era azul y las otras dos eran rojas. El
dueño del puesto era un hombre joven de rizados cabellos
rubios
que llevaba un extravagante sombrero. Al notar mi interés por las piedras,
señalándolas con la mirada, me dijo sonriendo:
-¿Son
lindas, no?
-Sí-
le contesté. Son muy llamativas, sobre todo en este lugar… -¿A qué clase
pertenecen?
-A
la que usted quiera- me respondió con tono despreocupado-. Por mi parte, las
llamo Ayer, Hoy y Mañana. Aunque ellas se conocen entre sí por otros nombres.
Yo
esperaba otro tipo de respuesta. Pero no tenía mucho tiempo, así que no insistí
sobre la cuestión de la clasificación de las piedras, y me apresuré a conocer
el precio que pedía por ellas.
-¿Cuánto
cuestan?- le pregunté tratando de no parecer demasiado interesado.
-
Tres pesos cada una- me respondió con voz amable pero sin mirarme a los ojos,
ya que parecía tener su mirada perdida en el suelo.
-¿Cuánto
me cobraría por las tres?- le dije con intenciones de regatear; aunque lo hice
solamente por costumbre, ya que en realidad me parecían baratas.
El
hombre pensó unos segundos y luego me contestó tranquilamente:
-Doce
pesos.
-¡Pero
si cada una vale tres pesos!- repliqué sorprendido, a pesar de que me seguía
pareciendo un buen precio-. A lo sumo, me debería cobrar nueve -continué-.
Aunque, si me llevo las tres, pienso que me podría hacer alguna pequeña rebaja.
-Pues
yo no lo veo así- me contestó el artesano-. Si en lugar de llevarse las tres
ahora, usted se lleva una o dos, deberá regresar otro día para comprar el
resto. Esto le ocasionará una pérdida de tiempo; y además, si este lugar no le
queda cerca, deberá gastar dinero para viajar hasta aquí. Por otro lado, son
muy bonitas y se encuentran muy baratas: si deja alguna, será difícil que la
encuentre otro día. Como puede ver, adquirir de una vez las tres piedras tiene
sus ventajas, y por eso le cobro tres pesos adicionales.
Me
pareció que su razonamiento encerraba alguna trampa. Sin embargo, no pude encontrar
un argumento sincero para replicarle. Saqué entonces de mi billetera un billete
de doce pesos, le pagué, tomé las piedras, las introduje en un bolsillo del
pantalón, y me encaminé hacia la parada del colectivo que me llevaba a mi casa.
Al
llegar, por la noche, hallé decenas de papelitos desparramados por todo mi
departamento -un reducto amenazador y peligroso donde vivo solo-. “¡Oh!, ¿de
dónde habrán salido estos nuevos fantasmas?”, me pregunté perplejo. Cuando los
examiné de cerca, me percaté de que eran pedazos de hojas de cuaderno. Estaban
escritos a mano, con una letra que me resultaba desconocida.
Sentí
curiosidad por conocer su contenido, así que busqué la cinta adhesiva y me
dispuse a unir los pedazos. A continuación transcribo lo que obtuve:
“Al
subir al colectivo, me llamó la atención una mujer anciana de pelo muy blanco
que se encontraba sentada en la última fila de asientos. Llevaba una túnica
azul y leía un libro bastante grueso de cubiertas amarillas. A ambos lados de
la mujer, vestidos enteramente de rojo, se sentaban dos niños que le llegaban
hasta los hombros. De repente, mientras los observaba, pude ver como los tres
—la mujer y los niños— se fundían en un triángulo perfecto y blanco, que
parecía dibujado en el cristal del enorme ventanal trasero del colectivo. Sin
poder apartar la vista, advertí que en el triángulo comenzaban a surgir
imágenes. Al principio no podía entender de qué se trataba; pero luego me di
cuenta de que, como si fuera en una pantalla de cine, se iban proyectando escenas
de mi vida. También reparé en que todo sucedía en orden cronológico inverso. Es
decir, a medida que transcurría el viaje, iba observando situaciones de mi
pasado cada vez más remotas. Cuando llegué, por fin, a visualizar el momento de
mi nacimiento, el triángulo se volvió otra vez de color blanco, y al instante
desapareció. Me sentí entonces como si me hubiese despertado de un sueño. La
mujer y los niños ya no estaban; excepto por el conductor y por mí, el
colectivo se encontraba vacío. Pronto me percaté de que me había pasado de la
parada donde debía bajarme. Así, me dirigí hacia la puerta y oprimí
nerviosamente el botón del timbre para descender lo antes posible, hasta que
por fin el conductor me abrió. (Quisiera destacar que, a pesar de mi insistencia,
el conductor sólo abrió la puerta del vehículo cuando llegamos a una parada, y
no antes).
”Ya
en la calle, en una esquina, esperando para cruzar, me encontré con un problema
imprevisto: el hombrecito del semáforo no se hallaba en ninguna de sus posiciones
habituales, sino que estaba de cabeza. Además, no presentaba un color uniforme:
sus piernas eran rojas, mientras que el resto del cuerpo era azul. Otro aspecto
curioso era exhibía una larga y desordenada cabellera. Presa del desconcierto,
quise saber cómo se las arreglaban los demás transeúntes; pero no vi a nadie a
mi alrededor: la calle estaba desierta, ni siquiera pasaban autos. En signo de
imploración, junté ambas manos y alcé la vista buscando el cielo; pero
inesperadamente mi mirada se encontró con las baldosas de la vereda. Me di
cuenta entonces de que me hallaba de cabeza, suspendido en el aire… Así
permanecí por un rato, pensando en cómo podría salir de aquella incómoda
situación. Hasta que, repentinamente, la calle se volvió a poblar de personas y
de coches apurados. Fue algo espontáneo, como por arte de magia. Todos
aparecieron de una vez, sin que los viese llegar de ninguna parte. Entonces, mi
vista se comenzó a nublar y finalmente me desmayé.
”Como
tantas otras veces, desperté en el medio de la calle. Sin atreverme a subir a
un colectivo, regresé a mi casa caminando. Llegué por la noche, bastante tarde.
Como no sentía hambre ni sueño, me dispuse a redactar —en mi cuaderno de tapas
amarillas— una breve descripción de mi aventura. Pero antes quise escribir lo
que todavía recordaba de un sueño que había tenido la noche anterior. Un sueño
acerca de unas extrañas piedras y de un artesano de sombrero extravagante,
quien me hablaba con la mirada perdida en el cielo, mientras un perro —al que
le faltaba una pata— permanecía a su lado. Pero cuando concluí mi redacción,
noté que la letra me había salido horrible. Pensé entonces que si llegaba a las
manos de mi anciana y canosa maestra, la muy bruja encontraría un nuevo
argumento para hacerme repetir el grado. Así que arranqué las hojas del
cuaderno que contenían el texto que acababa de escribir, y las destruí en
pedazos; las deshice: estoy seguro (¿”?).