Café de La Subasta Carlos Margiotta
Hacía
frío, anochecía, subí los cuatro escalones con miedo que me llevaban al lugar y
entré. Una pareja de jóvenes me observó desde una de las mesas. Vi una negra
salamandra llameando en una esquina y atravesé lo que fuera el gran ventanal de
persianas de hierro, convertido ahora en
pórtico.
En el
interior del café, hacia la derecha, descansaba un piano de origen alemán, como
el de mi madre. Recuerdo sus manos finas recorriendo el teclado, sus lecciones
enseñando escalas y solfeos a los hijos malcriados del barrio que iban a
aprender a tocar el instrumento sin ningún interés.
Caminé
hacia el final del mostrador de nogal lustrado, entre gente sentada que conversaba
en voz baja, algunas parejas se mimaban con las manos entrelazadas, y los
solitarios de siempre miraban detenidos en algún punto. Reconocí el patio
trasero donde jugábamos con mis hermanos a la pelota; ahora estaba techado con
ladrillos apoyados sobre vigas de madera y hierro. El ambiente era como un
pequeño auditorio con mesas y sillas vacías, dispuesto para reuniones donde el
micrófono reinaba en el improvisado escenario a nivel del piso, como esperando
al animador y al público. Volví por el mismo camino y gire hacia la derecha,
para sentarme a la mesa cercana al pie de la escalera que lleva al piso
superior, donde estaban los dormitorios. Me vi deslizándome por el pasamano marrón
como en el tobogán de la plaza.
Después
de tantos intentos, estaba ansioso y feliz de haberme animado a volver ese
lugar sagrado, el lugar de la infancia. Llamé al mozo y pedí un café. El pasado
se escurrió calentando mi memoria en cada sorbo, buscándome, asaltándome sin
compasión.
Tiraron
abajo las dos paredes, pensé, la que separaba la sala de estar del comedor y
las del pasillo donde estaba la puerta hacia la cocina, sólo las columnas
quedaban erguidas a los costados evitando que todo se desmoronara.
Marta
volvía desde el ayer, entre neblinas y guardapolvos blancos, como todos
aquellos martes, para tomar lecciones de piano, vestida con su pollera gris
tableada y su suéter de lana azul que le abrigaba el pecho sobre la camisa
celeste. Yo la miraba detrás de la cortina de hilo adornada con encajes que
cubría los vidrios cuadriculados de la puerta de dos hojas. La escuchaba desplegar sus partituras
acariciando el teclado, aunque la verdadera música estaba en ella. Su cuello
desnudo inclinado sobre el piano como el de un cisne excitaba mi infancia, pero
entonces no sabía lo que era el deseo.
Miré el
reloj, todavía la noche era temprana y decidí subir por la escalera tantas
veces transitada, creyendo que reconocería mis pasos en cada huella inscripta
en los escalones vencidos. Al llegar a su desembocadura encontré dos mesas de
pool en el lugar del dormitorio de los viejos; detrás estaba el balcón donde
flameaba la bandera azul y blanca los días de fiestas patrias. Caminé por el
corredor que separaba como un río a las orillas, las habitaciones de los
varones de la de nuestras hermanas, hasta llegar al baño principal, la puerta
tenía una foto de una mujer antigua diciendo: Damas. En el regreso me encontré
con otra foto antigua, esta vez la de un hombre indicado el mismo destino.
Aquí,
también, las paredes fueron arrancadas dejando a sus ladrillos a la vista, como
si en el revoque de arena y cal estuviera impresa la historia de aquellos
tiempos, que era necesario olvidar. Sin embargo, esa rara mezcla entre lo nuevo
y lo viejo vestían al café de un íntimo y secreto encanto, como la foto en
blanco y negro que guardo en un álbum gastado de la pequeña Marta sonriendo en
el jardín, y esa otra que vengo a buscar, como un arqueólogo, entre los restos
de lo perdido.
Las notas
del piano vertical comenzaron a sonar y bajé rápidamente, retumbando mi andar
en la caja hueca de la escalera y me senté en otro lugar más cerca de los
recuerdos. "Esta me esta reservada para el Doctor", dijo el mozo,
mientras preparaba una bandeja con dos balones de cerveza y una tabla de
quesos. Me corrí unos metros más allá, me senté en el taburete alto del escaño
y pedí un vino. El pianista, un hombre mayor que yo, tocaba su primer rutina
compuesta por tangos y valsecitos criollos.
Entre tema y tema, el boliche se fue colmando de clientes, la mayoría
parejas jóvenes y grupos de mujeres o muchachos que venían a compartir una copa
y la soledad. La penumbra del salón acortaba la distancia entre el cielo raso y
el piso con sus luces apantalladas y alguna que otra vela sobre las mesas
encendían el fuego de las caricias entre ella y él.
Así,
suave, sin martillar, dejando que la mano lleve las notas a la yema de los
dedos. "La música viene de las entrañas, el piano es sólo un instrumento
que las hace resonar” decía mi madre. Así, sin grandes gestos, apenas un
movimiento de la cabeza y los hombros acompañando como una orquesta, el
pianista lograba el clima que yo necesitaba para encontrarme con mis fantasmas.
Cuando terminó el último terma, aplaudí con ganas y muchos me siguieron. En la
mesa reservada del Doctor había un hombre con traje y corbata. “¿Quién
es?", pregunté. "Es el dueño" respondió el barman. Lo observé detenidamente
hasta que él respondió con la mirada. Su rostro me resultaba familiar, quizás
por esos bigotes negros que le juntaban las mejillas. El hombre se levantó, fue
a la caja y se puso a revisar nos papeles. La noche, el alcohol y las voces de
los parroquianos rodando por el Café, eran la envoltura perfecta que separaba
al mundo real de ese instante mágico que la nostalgia me había provocado cuando
decidí el regreso a la casa donde nací.
Me sentía
en paz, como si después de cuarenta años el destino hubiera pagado mis deudas.
Sólo faltaba Marta caminado hacia mí, y tocándome el hombro por la espalda, me
dijera: "Te estuve esperando".
El Doctor
se había sacado el saco y comía un bife con un panache de verduras, estaba
acompañado por una mujer que me daba la espalda. Fue entonces cuando el hombre
se levantó interrumpiendo su cena y acercándose me preguntó. Disculpe, ¿lo
conozco de Tribunales?. No, contesté amablemente, aunque él se dio cuenta que
le estaba mintiendo.
Al rato,
el pianista volvió para hacer su segunda entrada. Esta vez fueron temas melódicos,
mi mano izquierda recorrió la música dibujando las notas sobre el mostrador, y
tuve ganas de tocar. Pero yo necesitaba estirar las piernas, el alcohol me
había mareado, quería salir a fumar un pucho y caminar por el barrio donde todo
empezó. Llamé al mozo y pagué.
El frío
de la calle me despejó la conciencia. A esa hora, los únicos habitantes de la
noche eran unos mendigos arrojados por la crisis que dormían juntos para darse
calor en los umbrales de los comercios junto a bolsas de residuos. Di varias
vueltas por las manzanas donde crecí. La casa de Jorge todavía estaba, el
negocio de la Tana, también; la canchita de los picados ahora es una granja
urbana, el almacén de don Pedro había desaparecido; el Club Italiano, adonde
íbamos a bailar, había cambiado su frente por unos locales comerciales y el
parque Rivadavia estaba enjaulado.
Traté de
juntar los fragmentos dispersos del pasado para ordenándolos antes hasta llegar
a la esquina de Yerbal y Río de Janeiro. Allí Marta y yo nos dimos el primer
beso adolescente. Más allá, las sombras vistiendo el puente sobre la vía del
ferrocarril que terminada en el edificio del diario El Mundo. Tuve miedo, ese
miedo ancestral que me asalta reiteradamente cada vez que escucho pasar al
tren, y otra vez la vi arrojarse sobre las vías.
Volví al
café, como a un sueño, descendiendo por la calle. La Subasta se fue despoblando
sin urgencias, mientras las luces, apagándose de a poco, estrechaban el círculo
luminoso alrededor del piano en silencio. Dos mujeres de una mesa lejana se
retiraron sonriéndome con malicia, y nos quedamos solos. El Doctor, en la mesa
oscurecida, el barman, acomodando la vajilla que chorreaba en la estantería, y
yo. Con un gesto pedí permiso para sentarme al piano, que el Doctor contestó
asintiendo con la cabeza. Entonces baje de posición el banquito, haciéndolo
girar, me senté y levanté la tapa que cubría el teclado.
Cerré los
ojos, Concierto para piano N° 26 en Re menor, de Mozat, me dije eligiendo la
pieza, y toqué imaginando una función de gala del teatro Colón.
Al
finalizar escuché los aplausos, las ovaciones, los bravo, el público quería un
bis…
Entonces
sentí los pasos de Marta con sus tacos altos y su perfume acercándose hacia mí
por detrás, sentí posar su mano en mi hombro, diciéndome como ayer: "Te
estuve esperando".