jueves, 20 de febrero de 2014

Carlos Margiotta

Café de La Subasta Carlos Margiotta

Sobre la vereda, donde antiguamente había un jardín que en primavera estallaba en flores, habían construido un espacio de vidrio y madera con ventanas levadizas, como la de un vagón de tren, y un techo desmontable de fibra transparente cubría el cielo. Cuando atravesé el umbral del estrecho pasillo que conduce a la puerta de entrada de la vieja casa, un cartel fileteado en varios colores me decía: "Café de La Subasta. Bar".
 Hacía frío, anochecía, subí los cuatro escalones con miedo que me llevaban al lugar y entré. Una pareja de jóvenes me observó desde una de las mesas. Vi una negra salamandra llameando en una esquina y atravesé lo que fuera el gran ventanal de persianas de hierro, convertido ahora en  pórtico.
 En el interior del café, hacia la derecha, descansaba un piano de origen alemán, como el de mi madre. Recuerdo sus manos finas recorriendo el teclado, sus lecciones enseñando escalas y solfeos a los hijos malcriados del barrio que iban a aprender a tocar el instrumento sin ningún interés.
 Caminé hacia el final del mostrador de nogal lustrado, entre gente sentada que conversaba en voz baja, algunas parejas se mimaban con las manos entrelazadas, y los solitarios de siempre miraban detenidos en algún punto. Reconocí el patio trasero donde jugábamos con mis hermanos a la pelota; ahora estaba techado con ladrillos apoyados sobre vigas de madera y hierro. El ambiente era como un pequeño auditorio con mesas y sillas vacías, dispuesto para reuniones donde el micrófono reinaba en el improvisado escenario a nivel del piso, como esperando al animador y al público. Volví por el mismo camino y gire hacia la derecha, para sentarme a la mesa cercana al pie de la escalera que lleva al piso superior, donde estaban los dormitorios. Me vi deslizándome por el pasamano marrón como en el tobogán de la plaza.
 Después de tantos intentos, estaba ansioso y feliz de haberme animado a volver ese lugar sagrado, el lugar de la infancia. Llamé al mozo y pedí un café. El pasado se escurrió calentando mi memoria en cada sorbo, buscándome, asaltándome sin compasión.
 Tiraron abajo las dos paredes, pensé, la que separaba la sala de estar del comedor y las del pasillo donde estaba la puerta hacia la cocina, sólo las columnas quedaban erguidas a los costados evitando que todo se desmoronara.
 Marta volvía desde el ayer, entre neblinas y guardapolvos blancos, como todos aquellos martes, para tomar lecciones de piano, vestida con su pollera gris tableada y su suéter de lana azul que le abrigaba el pecho sobre la camisa celeste. Yo la miraba detrás de la cortina de hilo adornada con encajes que cubría los vidrios cuadriculados de la puerta de dos hojas. La  escuchaba desplegar sus partituras acariciando el teclado, aunque la verdadera música estaba en ella. Su cuello desnudo inclinado sobre el piano como el de un cisne excitaba mi infancia, pero entonces no sabía lo que era el deseo.
 Miré el reloj, todavía la noche era temprana y decidí subir por la escalera tantas veces transitada, creyendo que reconocería mis pasos en cada huella inscripta en los escalones vencidos. Al llegar a su desembocadura encontré dos mesas de pool en el lugar del dormitorio de los viejos; detrás estaba el balcón donde flameaba la bandera azul y blanca los días de fiestas patrias. Caminé por el corredor que separaba como un río a las orillas, las habitaciones de los varones de la de nuestras hermanas, hasta llegar al baño principal, la puerta tenía una foto de una mujer antigua diciendo: Damas. En el regreso me encontré con otra foto antigua, esta vez la de un hombre indicado el mismo destino.
 Aquí, también, las paredes fueron arrancadas dejando a sus ladrillos a la vista, como si en el revoque de arena y cal estuviera impresa la historia de aquellos tiempos, que era necesario olvidar. Sin embargo, esa rara mezcla entre lo nuevo y lo viejo vestían al café de un íntimo y secreto encanto, como la foto en blanco y negro que guardo en un álbum gastado de la pequeña Marta sonriendo en el jardín, y esa otra que vengo a buscar, como un arqueólogo, entre los restos de lo perdido.
 Las notas del piano vertical comenzaron a sonar y bajé rápidamente, retumbando mi andar en la caja hueca de la escalera y me senté en otro lugar más cerca de los recuerdos. "Esta me esta reservada para el Doctor", dijo el mozo, mientras preparaba una bandeja con dos balones de cerveza y una tabla de quesos. Me corrí unos metros más allá, me senté en el taburete alto del escaño y pedí un vino. El pianista, un hombre mayor que yo, tocaba su primer rutina compuesta por tangos y valsecitos criollos.  Entre tema y tema, el boliche se fue colmando de clientes, la mayoría parejas jóvenes y grupos de mujeres o muchachos que venían a compartir una copa y la soledad. La penumbra del salón acortaba la distancia entre el cielo raso y el piso con sus luces apantalladas y alguna que otra vela sobre las mesas encendían el fuego de las caricias entre ella y él.
 Así, suave, sin martillar, dejando que la mano lleve las notas a la yema de los dedos. "La música viene de las entrañas, el piano es sólo un instrumento que las hace resonar” decía mi madre. Así, sin grandes gestos, apenas un movimiento de la cabeza y los hombros acompañando como una orquesta, el pianista lograba el clima que yo necesitaba para encontrarme con mis fantasmas. Cuando terminó el último terma, aplaudí con ganas y muchos me siguieron. En la mesa reservada del Doctor había un hombre con traje y corbata. “¿Quién es?", pregunté. "Es el dueño" respondió el barman. Lo observé detenidamente hasta que él respondió con la mirada. Su rostro me resultaba familiar, quizás por esos bigotes negros que le juntaban las mejillas. El hombre se levantó, fue a la caja y se puso a revisar nos papeles. La noche, el alcohol y las voces de los parroquianos rodando por el Café, eran la envoltura perfecta que separaba al mundo real de ese instante mágico que la nostalgia me había provocado cuando decidí el regreso a la casa donde nací.
 Me sentía en paz, como si después de cuarenta años el destino hubiera pagado mis deudas. Sólo faltaba Marta caminado hacia mí, y tocándome el hombro por la espalda, me dijera: "Te estuve esperando".
 El Doctor se había sacado el saco y comía un bife con un panache de verduras, estaba acompañado por una mujer que me daba la espalda. Fue entonces cuando el hombre se levantó interrumpiendo su cena y acercándose me preguntó. Disculpe, ¿lo conozco de Tribunales?. No, contesté amablemente, aunque él se dio cuenta que le estaba mintiendo.
 Al rato, el pianista volvió para hacer su segunda entrada. Esta vez fueron temas melódicos, mi mano izquierda recorrió la música dibujando las notas sobre el mostrador, y tuve ganas de tocar. Pero yo necesitaba estirar las piernas, el alcohol me había mareado, quería salir a fumar un pucho y caminar por el barrio donde todo empezó. Llamé al mozo y pagué.
 El frío de la calle me despejó la conciencia. A esa hora, los únicos habitantes de la noche eran unos mendigos arrojados por la crisis que dormían juntos para darse calor en los umbrales de los comercios junto a bolsas de residuos. Di varias vueltas por las manzanas donde crecí. La casa de Jorge todavía estaba, el negocio de la Tana, también; la canchita de los picados ahora es una granja urbana, el almacén de don Pedro había desaparecido; el Club Italiano, adonde íbamos a bailar, había cambiado su frente por unos locales comerciales y el parque Rivadavia estaba enjaulado.
 Traté de juntar los fragmentos dispersos del pasado para ordenándolos antes hasta llegar a la esquina de Yerbal y Río de Janeiro. Allí Marta y yo nos dimos el primer beso adolescente. Más allá, las sombras vistiendo el puente sobre la vía del ferrocarril que terminada en el edificio del diario El Mundo. Tuve miedo, ese miedo ancestral que me asalta reiteradamente cada vez que escucho pasar al tren, y otra vez la vi arrojarse sobre las vías.
 Volví al café, como a un sueño, descendiendo por la calle. La Subasta se fue despoblando sin urgencias, mientras las luces, apagándose de a poco, estrechaban el círculo luminoso alrededor del piano en silencio. Dos mujeres de una mesa lejana se retiraron sonriéndome con malicia, y nos quedamos solos. El Doctor, en la mesa oscurecida, el barman, acomodando la vajilla que chorreaba en la estantería, y yo. Con un gesto pedí permiso para sentarme al piano, que el Doctor contestó asintiendo con la cabeza. Entonces baje de posición el banquito, haciéndolo girar, me senté y levanté la tapa que cubría el teclado.
 Cerré los ojos, Concierto para piano N° 26 en Re menor, de Mozat, me dije eligiendo la pieza, y toqué imaginando una función de gala del teatro Colón.
 Al finalizar escuché los aplausos, las ovaciones, los bravo, el público quería un bis…
 Entonces sentí los pasos de Marta con sus tacos altos y su perfume acercándose hacia mí por detrás, sentí posar su mano en mi hombro, diciéndome como ayer: "Te estuve esperando".    


Juana Rosa Schuster


POEMAS Juana Rosa Schuster

Desamor 
Que me vaya.
Que junte las cosas.
Armo la maleta y acomodo el desamor bajo la ropa.
El señorito se ha cansado de mí.
Dos copas vacías descansan sobre el mantel.
Vacías, las copas, entablan un diálogo.
Las caricias partidas caen y se pulverizan.
Polvo agonizante nacido en las voces de aquellos suspiros.
El sol de Granada ha perdido su brillo.
Moneda gastada, hace reproches.
Temores viscerales que no me dejan partir.
Abandonar la casa que huele a blanca leche tibia.
Tal vez, cuando no esté, me arme en la mente.
Dicen en los cortijos que todo lo que se va, permanece.
Que saque las fotos.
Que deje el canario.
Que cierre la puerta.
Que no diga nada…
Que me lleve al niño.

El Perdón

Le perdoné la vida.
Acá tengo el arma en la mano.
Me dio mucha pena todo lo que dijo.
Pulsó en mí los mecanismos de la memoria.
Recordé cuando jugaba con él, cíclope respetado por todos.
Tiene muchos años de vida.
Acumuló sufrimientos en el corral de los acontecimientos.
Calores infernales, tempestades, lluvias furiosas.
Reumatismo peculiar por el paso del tiempo.
Quebraduras en los brazos hechas con mala intención.
Es amigo de todos, vecinos, paseantes, novios, ancianos.
En épocas de sequía, nadie le alcanza agua.
Habla todos los idiomas del mundo.
Es tan sabio que sabe leer las mentes.
Conoce el nombre de todas las calles.
¿Para qué matarlo?
No está fornido como antes,
tampoco tan endeble.
Aquí le dejo el hacha.
Renuncio como leñador.


Carlos Grimberg



Tiempo de Julieta  Carlos Grimberg



Julieta se acercó a la ventana y miró con emoción el cielo estrellado de su pueblo natal, pronto cumpliría cuarenta años y sintió necesidad de volver a la casa de sus padres, no sabía porqué, pero presintió que ese fin de semana sería vital para su vida.
 No se lo explicó a su marido ni a sus hijas, simplemente sacó boleto y se fue.
 No hubiera podido explicarlo…
 La casa le pareció inmensa, vacía, ahora que sus padres ya no estaban y su hermana menor residía en Buenos Aires.
 En su habitación, encontró el viejo espejo plateado y se miró largamente en él, en ese vidrio se habían reflejado mil julietas, siempre más jóvenes, mucho más potentes, eternamente invencibles. Ahora el espejo se alegraba de recibir nuevamente a su vieja amiga, inexorablemente más madura, mucho más débil.
 Por un instante no supo qué hacía allí, la brisa le traía olores conocidos que le perfumaban el alma. Era medianoche y las campanas de la iglesia comenzaron a repicar… 1, 2, 3… 10, 11, 12…13 !!!!
 Como un rayo, en una fracción de segundo, entendió todo. Sintió terror y curiosidad, giró sobre sus talones y su corazón pareció detenerse…
 La joven le sonreía desde la cabecera de su cama, estaba sentada con su cabello corto y la miraba. Julieta se acercó lentamente y se sentó a su costado.
 Había emoción en los dos rostros, iguales lágrimas y las mismas sonrisas, al unísono extendieron sus manos para tocarse pero no lo consiguieron, tal vez les falto sólo un átomo de distancia…
 Era una cita en el tiempo. Ella recordaba que hacía veinte años, la única vez en su vida que había oído repicar las campanas trece veces, había visto a una mujer en su cuarto, de larga cabellera, de espaldas, mirando por la ventana.
 Se observaron durante varios minutos, las lágrimas rodaban de ambos rostros con igual ritmo.
 Julieta habló.
 -No sabía que te esperaba, pero te esperaba, tengo muchos consejos e instrucciones para darte.
 -Yo estoy aquí para recordarte muchos ideales, sueños y proyectos -replicó la joven.
 Julieta sentía amor por esa jovencita, quería estrujarla en un abrazo, beberla, pero no podía moverse.
 Hablaron durante largo rato y comprendieron que había llegado el momento de separarse.
 Julieta le dio instrucciones precisas de cómo y dónde encontrar a su futuro marido, al fin y al cabo de ello dependía el nacimiento de sus dos hijas, le recomendó que se dejara crecer el cabello y que se comprara aquella blusa negra calada que tanta vergüenza le había dado.
 La joven le recordó, entre otras cosas, sus deseos de estudiar física en la universidad y rieron evocando aquella vieja utopía de fotografiar el tiempo…
 Se besaron con el alma.
 Julieta se sintió plena, un júbilo la invadía como sólo una vez en la vida había sentido.
 Se incorporó lentamente y se acercó a la ventana.
 Afuera, una mujer de pelo largo, de unos sesenta años, la miraba afectuosamente; estaba suspendida a cinco metros por encima de la calle, montada en un extraño aparato, mientras se calzaba su casco de astronauta y con una sonrisa y su mano extendida, le dijo: “Nos veremos”.



Fernanda López

Sola  Fernanda López
 
Se sabe sola, objetivamente sola. Sola de caricias. Sola de palabras. Desolada. Desconsolada.
Se siente sola, apesadumbradamente sola. Sola sin él. Sola de él. Acongojada. Desencajada.
Se encuentra sola, despiadadamente sola. Sola en la vida. Sola en la cama. Desorientada. Desesperada.
No puede estar sola. Sola sin otro. Sola con ella. Y la soledad se le presenta impoluta. Y ella tan desalineada, tan ensimismada.
No quiere estar sola. Sola de su ausencia. Sola de su compañía. Y la soledad le dispara a quemarropa. Y ella tan desarmada, tan entregada.
No acepta estar sola. Sola de sus besos. Sola de sus abrazos. Y la soledad la seduce para quedarse a solas con ella. Y ella tan cansada, tan desesperanzada.
Se niega a estar sola. Sola sin vos. Sola sin voz. Y la soledad busca subsumirla y acallarle sus deseos. Y ella tan decidida, tan fortalecida le abre la puerta y la invita a salir.

Olaya Mac-Clure


El acertijo   Olaya Mac-Clure   

En Santiago de Chile,  a la edad  de la Primavera con los árboles en flor, acusé recibo del primer llamado telepático de Saint Exupery en respuesta a mi llamada idem pues, tenía cortado el teléfono por obra y gracia de un destino curioso. Quedamos de acuerdo después de largas horas de conversación que, Saint Exupery contactaría a los personajes y autores de diversos libros para que me ayudaran a investigar un hecho casi inédito en la literatura planetaria: un dilema muy complejo que resolver. Así que tomé mi pluma haciendo un taco entre mis hojas y, me dirigí personalmente pedaleando con mi bicicleta a la “Rinconada El Salto Parcela 6”.
La Señora Luisa (la cuidadora) me saludó muy contenta de verme nuevamente y abrió el portón. Le avisé que tendría varias visitas aunque calculé que no necesitarían puerta.
Exactamente lo que pensé, la visita me tomó por sorpresa.
-Mogwli ¿qué estás haciendo aquí?
-Te vine  a ayudar, escuché tus gritos de auxilio. Antoine me avisó que viniera lo más pronto posible.
-Pero, si  no he gritado.
-Eso te parece a ti pero, a mí me tenías con las dos manos apretadas en las orejas.
-¿Qué puedes hacer tú después de tanto tiempo?
-Escuchar los sonidos de la casa: el aire, las hojas de los árboles, los muros, las puertas.
Un momento, silencio… (Me hizo callar de frentón colocando su manito en mi boca). Ahí estás tú.
-¿Dónde?- pregunté escéptica sin ver nada.
-Frente a la puerta de entrada.
-¿Qué estoy haciendo?
-Piensas y transmites tu filosofía al veterano
-¿Qué sucede Mogwli?
-El toma nota de todo lo que tú le dices hasta los enigmas más ocultos que coleccionas en tu corazón.
-Mogwli, ¡estás exagerando!
-Te equivocas, a ti tu padre te fue a tirar en una bolsa negra de basura a Conchalí junto a tu hijo  de apenas un año pues, no tenía la más mínima comprensión hacia tu talento. Pero, este veterano te supo aprovechar. Se encerraba luego, en su escritorio y escribía como malo de la cabeza. Terminando, te iba a mostrar el poema para que tú se lo corrigieras y, más tarde no te regalaba sus libros para que no te dieras cuenta de todo lo que tú le habías ayudado. Además, te hizo hincapié que si llegabas a divulgar este asunto, nadie te iba a creer porque tú sólo eras una autodidacta en cambio él, un reconocido Académico de la Lengua.
-Por supuesto, yo se los corregía y si estaba malo lo volvía a hacer todo de nuevo hasta que yo le informara que estaba correcto.
Gruesas gotas de lágrimas resbalaron por mis mejillas como caída de agua hacia los pétalos de flores esparcidas por la tierra de Conchalí al recordar, los detalles de los sucesos en forma tan cruda.
-El no daba puntá sin hilo  mi querida amiga, amante de los animales.
-Mogwli ¡cuidado! Baghérha se va a tirar a la noria.
-Sí, tenemos sed. Voy para allá. – y, se tiraron ambos al pozo lleno de agua cristalina y fresca. Tomaron todo el agua que quisieron.
A mí me habría dado un poquito de asco tomar agua después de ahí pero, qué le   iba a decir a un niño tan tierno como Mogwli.
Mogwli, ¿te tiro la cuerda para que salgan?
-No. Vamos a nadar un rato. Al segundo comenzó a patalear y a hacer piruetas junto a baghérha y a mover sus brazos como remolino.
De repente sentí que alguien me abrazaba con fuerza por la espalda. Era Fiammetta, dulce, atractiva, sexy, elegante, una diva sin lugar a dudas que habría causado más de algún dolor de cabeza. Nos besamos con efusión contentas de volvernos a encontrar (ella se había presentado a trabajar a varios de mis anteriores cuentos. De repente, se había colocado bastante catete y estuve a punto de enviársela de vuelta a Boccaccio pero, me arrepentí: por lo extraordinariamente bella y bien vestida que se presentaba en cada ocasión lo que seguramente, haría que mis lectores engancharan mejor con el texto.
-Fiammetta, agradezco tu presencia pero, ¿qué va a decir Boccaccio cuando no te encuentre en el “Decamerón” donde tú tienes un papel importante de participación?
-No te preocupes, ya le avisé a través de un circuito de ultrasonido que maneja en el bolsillo de su pantalón. Vine a acompañarte para ayudar a revelar lo que sucedió aquí hace tantos años. Así que ahora quédate quieta.
-¿Qué  haces?
-Huelo
-¿Qué hueles?
-Olor a sexo. A esta casa llegaron muchas mujeres de diferentes edades. Algunas de ellas saben tu secreto pero, lo ocultan. ¡Esto más parece lupanar que casa solariega y blasonada!-terminó diciendo Fiammetta. Después de haber olido minuciosamente continuó-posiblemente, llegaban muchas mujeres a visitarlo y él se encerraba en su casa. Y, ¿tú no hacías nada?
-¿Qué iba a hacer?  Era su vida. Además, él no me permitía la entrada.
Tocaron la campana.
Fui a ver el portón y era nada menos que Brian Weiss. Lo saludé muy contenta. Ray Bradbury lo acompañaba desde las soledades inconmensurables de los desiertos, en las órbitas Plutonianas de las “Crónicas Marcianas”.
Entonces, me dijeron: sabemos que eres una mujer muy creyente y, que no puedes resistir la idea que alguien se despida de este mundo a hurtadillas callando un misterio que no ha dicho y que se sabe a mil voces ¡sí! porque tú te has encargado de pregonarlo a los cuatro vientos  a por lo menos 1000 seres humanos (aunque hoy, hay que multiplicarlos por tres.)
Brian Weiss prosiguió: - los enredos, se tenga la edad que se tenga hay que aclararlos pues, he constatado personalmente a lo largo de mis años que, tienen un comienzo pero nunca  tienen final.
El Principito fue muy educado pues, podría haber atravesado el portón con su transparencia en un vuelo cósmico sin embargo, esperó que la Señora Luisa le abriera la puerta de entrada. Se aproximó hacia nosotros y, se incorporó en el lote de sabios literatos como si los conociera toda la vida. Quiso acompañarme viajando velozmente desde un lejano planeta del satélite, para descubrir cualquier clave que se hubiera enterrado en la arena espacial semejante a la lunar. Llevó su sombrero para lograr el objetivo que nos propusiéramos.
A mi regreso, que fue por un lapso de breves segundos, vino la Señora Luisa a avisarme que me buscaba otro señor. Fue tan grande mi sorpresa, que corrí a abrazarlo: Jorge Luis Borges se acercó a mí (sin sus lentes de ciego pues, su vista ahora se encontraba perfecta). Me saludó también con un gran abrazo. Le comenté que estaba muy triste porque nadie recibía mis trabajos literarios.
-Es que son todos unos idiotas –me respondió
-No los descalifique, por favor Jorge Luis.
-No te preocupes aquí nadie nos escucha. Solo estamos tú y yo –a continuación me preguntó: -¿Te los han pedido?
-No, nunca.
-Tienen miedo…son unos cobardes. Anticuados, les escandaliza sobre todo  tu  “Poesía de Punta”.
-¿Mi poesía hija de mis entrañas?
-¡Así es!
De inmediato tironee la manga de Jorge Luis y le dije: -Por favor no diga más que aquí las murallas escuchan más de la cuenta.
-No te preocupes hija mía, la honestidad de tus escritos tarde o temprano se van a imponer contra viento y marea.
Después, le conté lo que estábamos haciendo entre todos: desenmarañando la madeja porfiada  para que nos diera la respuesta que necesitábamos.
Entonces él me dijo: yo lo sé desde hace mucho tiempo, desde que las Nieves Eternas del Kilimanyaro no quisieron derretirse nunca jamás. Antes, cuando él aún estaba en esta tierra, notó el cambio de escritura del veterano, indudablemente más rejuvenecida así que, no necesitaba darle mayores descripciones.
¡Claro! ¿Cómo no me lo pude imaginar ante el hombre más sagaz del planeta? Me propuso que invitara a ese hombre tan avaro  y codicioso al: “Jardín de los Senderos que se Bifurcan” .-Estoy seguro que no sospecha que yo poseo el “secreto”-me afirmó.
-Mi voz humana es muy débil – le respondí – no sé como hacerla llegar al oído de los Jefes. Así que usted Borges es mi tabla de salvación. Y, terminé diciéndole: yo tengo sangre escocesa ¿le servirá para su plan?
-¡Por supuesto! – me respondió con emoción.
Le tiré mis últimas monedas que encontré en el bolsillo a un niño que nos indicó el camino frente al portón de la Rinconada El Salto. Ahí recordé que se me había olvidado avisar al dueño de casa. Borges me convidó algunas de sus monedas y atravesé al frente por un camino de tierra pedregoso. Las coloqué en la ranura del teléfono pero, no logré el objetivo, me quedé profundamente dormida con el auricular en la mano. Cuando desperté pensé: ¿llegaremos al laberinto con Jorge Luis?  Pero, ya no me importaba pues, ese laberinto era infinito y solo besando el anillo en el dedo meñique de la mano derecha de Borges una podía encontrar infinitos laberintos más. Así que con eso me conformé.
Fiammetta entonces, se acercó y me preguntó:-¿toda esa poesía es tuya?- refiriéndose a mi “Poesía de Punta”.
-Si Fiammetta, es toda propia y de mi natural imaginación y si existe algún poema que se asemeje a los poemas de otro poeta, ese poeta ha rescatado el  lenguaje en mi persona sin consultármelo antes. Lo digo porque esta es mi forma natural y espontánea de expresarme. Mi obra completa, de principio a fin, está formada casi toda de humor. No necesito ideas ajenas para escribir como escribo.
Apenas terminé de decir la última palabra, escuchamos el Volswagen azul  del dueño de casa. En cuanto entró me acerqué y le dije: - “Los personajes y autores de diferentes libros quieren  conversar con usted en el  jardín.
-Dígales que, no tengo ningún interés en conversar con ellos menos aún en los patios de mi mansión. Además, ¿no le he dicho en repetidas oportunidades que no invite a nadie a
la Parcela? ¡Hasta cuando me desobedece!
Fue el momento preciso que Mogwli y Bahérha treparon por la orilla del muro de la noria y salieron a la superficie y, él los vio. Comencé a tiritar…
-¡¿Qué hace ese cabro chico y el animal en el pozo?! Saque de inmediato a toda esta gente de mi casa. No los quiero ver cuando despierte. Yo me tengo que ir a dormir siesta y, partió sin saludar a nadie.
Nos reunimos todos y se nos ocurrió ir en el Volswagen. A pasarlo chancho pues, nadie andaba en vehículo. Echamos a andar el motor conectando un par de alambritos. Algunos personajes, se fueron navegando a través del viento sujetos  al techo y a los parachoques para que cupiéramos todos. Nos fuimos a un café  a celebrar todo lo que habíamos descubierto. Más tarde, le hicimos una llave y lo regalamos a un orfanato de niños huérfanos.
Por el camino, Fiammetta obsesiva, me siguió interrogando: -¿A quién está dirigida “Poesía de Punta”?
-Está dirigida a los Gobernantes, para que en sus mandatos gobiernen en forma más humanitaria a su pueblo y, para que los políticos no se ufanen tanto de sus logros exitistas.
-¿Dónde se encuentra tu poesía?
-Guardada bajo siete llaves en los bolsillos de los políticos.
-¿Por qué?
-Porque es esencialmente “una ventana que se abre a Dios”. Un niño que maneja un Rayo de Luz que, se posa con destreza en las infinitas miserias del poder, sin rencor ni resentimiento sino mas bien, con humor y sabiduría.¿¡¡Cómo no se van a escandalizar frente a un niño Fiammetta, que les rompe todos sus esquemas poco humanitarios!!?
-¡Yo se los voy a ir a sacar de sus bolsillos ¡ y, partió tan rauda que, ni siquiera le pude agarrar el vestido que llevaba puesto para detenerla. ¿Lo logrará? entonces, suspiré y me dije a mi misma: Si hubieran más Fiammettas en este mundo tan decididas y valientes como ella, viviríamos mucho más felices y contentas. Chao Fiammetta.

Orlando Mazeyra Guillén

La hora alucinada Orlando Mazeyra Guillén

Me ocurre a diario (a menos que a esa hora me encuentre en plena siesta, lo cual es muy raro) y dura apenas un minuto, raras veces dos. Mi ojo izquierdo se trastorna justo a las 3.15 de la tarde. Ya me harté de hacer consultas al respecto con un sinfín de oculistas, pues ellos siempre, dibujando sonrisas escépticas o musitando ñoñerías, han dudado de la veracidad de mi problema. Los más benévolos suelen tildarme de hipocondríaco; otros -los más indeseables- me recomiendan sin el menor empacho a curanderas, chamanes o loqueros y asocian lo mío a paranoias y delirios pasajeros. ¡Ya estoy harto de los incrédulos de bata blanca!
 En cierta ocasión, tomé una previsible decisión: asistir a una nueva consulta médica exactamente a las tres de la tarde. De esta manera, un experto en la materia estaría a mi lado en la hora crucial: “Ahora veo distinto, doctor”, le informé señalándole mi ojo izquierdo. El consultorio era el más escueto de todos los que había pisado: apenas había un minúsculo reloj de pared escoltado por un par de diplomas del colegio médico. Eran, pues, las tres y quince.
 -¿Cómo dice? -me preguntó acercando el oftalmoscopio… ya me sabía de memoria el nombre de ese aparatito que no servía para nada que no fuera perder el tiempo.
 -Con el izquierdo, doctor, el problema es con el ojo izquierdo. De mi ojo derecho no tengo quejas.
 -¿Ve o no ve con el ojo izquierdo?
 -Veo, pero veo cosas que no quisiera ver, ése es el inconveniente. Veo cosas que, ¡créamelo!, preferiría no ver.
 -¿Pero qué es lo que ve en este momento?
 Acababa de conocer al doctor Camargo. Apenas quince minutos atrás le había estrechado la mano por primera vez en toda mi vida -me lo recomendó mi primo Nemesio, decía que era de los mejores oftalmólogos de la ciudad-; pero con el ojo izquierdo veía muchas cosas ocultas, íntimas: la noche anterior, saliendo casi a escondidas de un conocido prostíbulo… corriendo hacia su auto… ¡Está muy asustado! El pobre no lo puede ocultar: tiene miedo de que alguien lo reconozca. Sube a un vehículo plomizo y, nervioso, se seca el sudor de la frente con su corbata cuadriculada. Mira hacia todos los lados y recién enciende el motor…
 -Veo su canita al aire de anoche, doctor —le dije con la mayor naturalidad del mundo-. Eso es lo que veo: ayer usted se fue de putas.
 Se sonrojó y negó con la cabeza. Luego empezó a sudar, pero esta vez no se secó la frente con la corbata (era la cuadriculada, la misma de ayer), sino con un pañuelo que sacó de uno de los cajones de su escritorio.
 -No sé de lo que me habla… -me dijo agachando la cabeza y regresando el pañuelo al cajón.
 -¿Quiere que siga? -le pregunté.
 Bastaba mirarlo para saber lo que el infeliz quería: que desapareciera cuanto antes de su consultorio. Las imágenes, una tras otra, seguían desfilando por mi ojo izquierdo: tres jóvenes, seguramente sus hijos, todos lejos, muy lejos… una mujer con la cabeza rapada, el rostro desencajado y un cuerpo depauperado que reposa en una cama de sábanas rosadas: ¡era su esposa y estaba muy enferma!
 -Los tres se fueron para siempre -le dije con mucha pena.
 -¿Quiénes? -me preguntó pasmado.
 -Sus hijos, doctor. No los volverá a ver.
 -¡Qué sabe usted de mis hijos! -exclamó dibujando un mohín de desprecio-. ¡Loco! Está usted medio loco… y si no medio, entonces completamente. Yo no soy psiquiatra, ¡retírese de mi vista!
 Lo miré estudiando todos sus movimientos y quise decirle que el único loco era su hermano mayor (estaba atado a una camisa de fuerza en la habitación de un hospital que yo no alcanzaba a reconocer)… pero eso no venía al caso, además había cosas más importantes que decirle:
 -Vaya a verla pronto, no pierda más el tiempo conmigo.
 Me miró, pero esta vez ya no pasmado, ahora estaba totalmente aterrado. Se soltó la corbata y me preguntó:
 -¿Qué carajos le pasa a usted?
 -A mí, nada, pero a su mujer, en cambio, le está pasando de todo: va a morir esta noche. Ella ya lo presiente, por eso quiere verlo, quiere ver a sus hijos… Oiga, disculpe que me entrometa, pero me parece inaceptable: ¡su mujer está en las últimas y usted que se va de putas! Vaya, doctor, ¡vaya a verla ahora mismo! Despídase y dígale que ellos no volverán… No sea cobarde, ¡dígale la verdad!
 -¿De qué verdad me habla, loco de mierda?
 -De la verdad, la verdad más oculta… la verdad que su mujer se iba a llevar a la tumba: ella se acostaba con ese tipo alto, bigotón, el de la casa de rejas y el jardín de magnolias, creo que es su vecino.
 Se paró de su asiento como empujado por un resorte y me lanzó un bofetón tan fuerte que casi me tira al suelo.
 -Creo que es su vecino, doctor… -fue lo último que le repetí.
 -…También mi mejor amigo- me dijo transido de angustia y, como un poseso, salió corriendo del consultorio. ¿Hacia dónde? Eso sólo Dios lo sabe.
 A los dos días pasé deliberadamente por el cementerio. Estaban enterrando a la esposa del oculista. Había muy poca gente, apenas un racimo de veinte personas. No estaban ni el doctor Camargo ni sus hijos… tampoco su vecino (el sujeto del mostacho, de las rejas y las magnolias). Mientras me preguntaba qué habría sido de ellos, me acerqué al cortejo fúnebre percatándome de que todos me miraban extrañados. Al poco rato, me di cuenta de que estaban esperando al cura del cementerio para rezar el responso. El Padre Jeremías era célebre por su impuntualidad.
 -¡Qué barbaridad, no llega el Padre! -exclamó una mujer que estaba casi a mi costado. Me miró, se abanicó el rostro y lo pensó bastante antes de preguntarme-: ¿Qué hora tiene, por favor?
 -Las tres y doce- le dije y salí casi corriendo del cementerio.
 Hubiera sido un desatino el estar allí a las tres y cuarto.

             


Alicia Chillifoni


Sinceridad del maíz  Alicia Chillifoni


Las mazorcas se presentan de colores distintos. Depende de la región. Aquí son comúnmente amarillo claro, o blanco, a veces dorado, hasta que estalla el rojo, una vez maduros.
 Como sea, siempre nos revelan sus nutrientes con sólo mirarlos. El maíz de la Quebrada de Humahuaca, por ejemplo, tiene el color del vino morado. En él leo que viene de una tierra que abunda en hierro. Sus espigas me sonríen desde el cacharro que las contiene. Me sonríen y entre sus pardos dientes me hablan del descubrimiento y la conquista. Porque son como nuestros hermanos los indios, que llevan el color de su tierra, son su prolongación, son tierra que camina, y se les nota.
 En cambio nosotros los huincas, cóctel de razas, no.  Habemos gentes opacas, grises, oscuras, a veces siniestras. También podemos ser transparentes, claros, blancos, o muy coloridos, y hasta brillantes. Hay seres luminosos. En verdad los hay, aunque su centro no se distinga a simple vista como en el caso del maíz, tan sincero él. Nosotros estamos disfrazados.
 Podemos dar una determinada imagen y sin embargo el trato depara sorpresas. Debajo de un color aparente, encontramos otro diferente. El verdadero tono de la gente está muy adentro, escondido. Conocerlo lleva tiempo,  con los cinco sentidos abocados a la exploración. Se requiere concentración. Algo así como si nos propusiéramos atravesar un espejo sin dañarlo, para ver del otro lado.
 No es sencillo lograrlo. Ni siquiera es común que lo intentemos, ya que ello supone el olvido de uno mismo, aunque más no sea durante un puñado de minutos. Y no todos estamos capacitados ni dispuestos al acto de generosidad que implica tal apertura. Hay desconocimiento acerca de que resulta siempre una experiencia provechosa para ambas partes.
 Nunca se sabe cuánto puede enseñarnos el que parece no saber nada, ni cuán ignorantes somos si creemos que podemos considerarnos vivos pensando  sólo en nosotros mismos, como granos sueltos. Somos y estamos de verdad vivos, juntos, en la mazorca que sonríe y habla del alma y sus nutrientes compartidas, de que todo es uno y uno es en tanto se sepa parte del todo.
 Sueltos, aislados, pasamos sin dejar huella en los demás, y volvemos a la Pacha, que nos recicla para darnos otra chance, y lo bien que hace, porque solemos ser bien duros de entendederas.


Paula Meldi



LAS OCAS  Paula Meldi

Durante la segunda guerra mundial, mis padres me enviaron a la casa paterna de mi madre, en un pueblito que no presentaba intereses bélicos. Pensaban, de esta manera, sustraerme al stress que los frecuentes bombardeos producían, y que ellos,  por cuestiones del diario vivir, debían soportar de todas formas. 
  La espaciosa granja estaba situada en un entorno de colinas cultivadas con viñedos. En el valle que se formaba, abajo, yacía el clásico pueblo: plaza, iglesia, municipio, colegio, pequeño centro comercial.

El rey Víctor Emanuel III, había firmado la rendición de Italia a los aliados en 1943; el ejército italiano había quedado disuelto. Los numerosos jóvenes que lo formaban, se habían visto en la necesidad de volver a sus hogares como podían, la mayoría de las veces, caminando. Italia había quedado dividida: en el norte, ocupada por ocho divisiones de alemanes, Mussolini había declarado la República de Saló y en el sur, los aliados habían avanzado hasta aproximadamente la mitad (línea Pisa, Florencia, Rímini)  donde los alemanes resistieron tenazmente (1944).

Se había organizado la Resistencia en contra de los fascistas y alemanes, y muchos de los ex soldados se unían a ella voluntariamente. Por ello en las campiñas los alemanes organizaban pesquisas, buscando a los ex soldados para enrolarlos, por la fuerza, en tácticas o tareas militares cuyo destino era desconocido. Se supo después de la guerra que muchos habían sido enviados a Alemania a campos de concentración, y puestos a trabajar en fábricas de armamentos.
 Se encontraban  en la granja dos primos míos ex combatientes, que luego de la experiencia vivida, deseaban sólo paz.
 Efectuaban trabajos en los viñedos, lo que les permitía mantenerse semiocultos.
 Entre los numerosos animales de la granja, había una bandada de ocas, cinco o seis, que vagaban libremente por el patio de maniobras. Yo les tenía un poco de temor, pues, por resultarles desconocida, cuando me veían, rompían a graznar y si me acercaba mucho, echaban a correr tratando de picotearme. Este mismo proceder se repetía cada vez que, por la ruta que ascendía la colina y desembocaba directamente en el patio de maniobras delantero de la granja, divisaban a lo lejos algún vecino que se acercaba. Siempre eran ellas las que daban el aviso para que los perros familiares salieran a la carrera. Estaban perfectamente sincronizados: ellas graznaban y ellos salían corriendo.
 Mis primos, para evitar ser individualizados por los alemanes, no se alejaban de la granja. Un día, cerca del atardecer, escuchamos unos estrepitosos graznidos, quizás hasta más intensos que de costumbre. Miramos hacia la ruta y allá, aún lejos, divisamos un vehículo que no podía ser otro que militar, pues en esa época eran los únicos que tenían nafta para circular. No había dudas: ¡eran alemanes!
 Mis dos primos corrieron a esconderse en el altillo donde se guardaba el heno para los animales. Había unas parvas muy grandes que llegaban casi hasta el techo. Se ocultaron debajo del heno, a una cierta distancia uno del otro.  
 El oficial alemán preguntó, evidentemente informado del paradero de mis primos, con bruscos y amenazantes gestos, dirigiéndose a mi tío. Mi tío contestó que sí, que los dos habían vuelto unas semanas atrás, pero no se habían quedado, se habían dirigido hacia las montañas cercanas. Mientras tanto, las ocas no cesaban de graznar. Los militares, evidentemente enfurecidos, pesquisaron toda la casa: habitaciones, sótano, granero, establos, los atados de paja bajo el tinglado que desplazaron uno por uno. Por último se dirigieron hacia el altillo. Mi tía se puso pálida; hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste. Pero se contuvo.
 Los dos soldados calzaron las bayonetas en los fusiles y subieron por la escalerilla. Pisaban el heno mientras hundían las bayonetas bien profundo hacia el piso. Si los golpes propinados por las bayonetas hubiesen encontrado y herido alguna parte vital del cuerpo de los que buscaban, el resultado podría haber sido mortal.
 Finalmente, los alemanes bajaron y volvieron al patio; las ocas seguían graznando alrededor del vehículo. Uno de los militares aprovechó la bayoneta desenvainada para atravesar a la oca más cercana y se la llevó alzándola cual trofeo. Subieron al vehículo y se fueron sin una palabra más.
 En cuanto vimos que se habían alejado, todos muy asustados e inquietos, nos dirigimos al altillo. Mis dos primos ya habían salido de la parva de heno, pero uno de ellos se sostenía una mano que sangraba copiosamente. Había sido atravesada por la bayoneta. No sabía cómo había logrado no proferir el grito de dolor que hubiese revelado su presencia. El otro, muy asustado y temblando, estaba indemne.
 Y así la bandada de ocas se hizo famosa en el pueblo: ¡habían salvado la vida de dos jóvenes!
 Tiempo después, en la secundaria, en el estudio de historia romana, nos topamos con el capítulo de las “Ocas capitolinas”. No pude menos que entusiasmarme con la historia, al aprender que en el año 369 A.C., las ocas que estaban consagradas a Juno, en el templo de la colina del Capitolio de Roma, salvaron a los romanos de las tropas galas, que habían atacado amparándose en la noche. Graznaron tan estrepitosamente que despertaron a los defensores. “In memoriam”, todos los años se efectuaba una procesión al templo de Juno, con una oca acicalada y consagrada.
 En una reflexión relámpago, más actual, me pregunté:¿ no será que a partir de entonces los “galos” le tienen tanta inquina a las ocas, que han ideado utilizar su hígado para hacer el “paté de foie gras”?