miércoles, 23 de abril de 2014

Negro Hernández

Mi amigo Felipe Negro Hernández

Te lo cuento a vos porque me vas a entender y no te vas a cagar de risa ni pensar que soy un boludo y  a mi jermu menos, ni loco se lo puedo contar, va a decir que soy un romántico fuera de época, que debí haber nacido en siglo 19.  A parte me da vergüenza contarlo, tengo miedo que me vean aflojar, vos como yo nosotros nos criamos cuando los hombres no debían llorar. Te imaginás, yo que soy de familia vasca si me ven mis primos,  mis hermanos, mis viejos que están en el cielo, seguro que me destierran del clan.
El asunto es que una noche llego a mi casa después del trabajo y Felipe me estaba esperando detrás de la puerta como es su costumbre. Yo entré recaliente con él por lo que había sucedido a la mañana cuando salimos a pasear. Lo miré fijo, él sabía que lo iba a retar y casi se puso a llorar. Se me aflojaron las piernas, junté coraje y me lo lleve al cuarto donde tengo la computadora, los libros y los cuadros con las fotos de Racing,¿lo conocés?. No quería que me escuchara mi mujer.
Lo senté enfrente mío y lo miré fijo a los ojos, él se hacía el distraído como si nada hubiera pasado, como silbando para un costado, pero me mantuve firme y lo encaré. Mirá Felipe, lo que hiciste esta mañana no tiene perdón de Dios, me hiciste quedar mal con todo el vecindario. No, no me hagas así con la cabeza, ¡Escucháme!. Te dije veinte veces que no podes andar husmeando en el trasero de las hembras, no podes manosearlas por atrás y más aún cuando estoy hablando con la vecina del cuarto piso, esa a la que le hacés las gracias cuando viene a cobrar las expensas.
Todos los transeúntes se daban vuelta para mirarte. No, no me digas que andás alzado, que es el instinto, que son las hormonas de la adolescencia, ni que necesitas una descarga emocional, ya te escuché más de una vez. Si hasta el policía que cuida el banco de enfrente me hacía  señas para que te separe. Acordáte que un tachero detuvo el taxi y te aplaudía, el colectivero del 60 hizo sonar la bocina cagándose de risa, el repartidor del super te gritaba ¡ídolo! y hasta la monjita del Sagrado Corazón cruzó la calle para evitar la tentación. Y vos dale y dale saltando por atrás en dos patas. No, no me digas que a ella también le gustaba, no me digas que fue con su consentimiento, no justifiques tus acciones por la conducta de los otros.
Mientras lo iba retando Felipe fue bajando la cabeza hasta que escuché un gemido de dolor, esta acongojado y respiraba con dificultad. Me callé, levantó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas y se subió a mis rodillas pidiendo perdón. Yo le acaricié el lomo suavemente y nos quedamos así un buen rato.
Entonces mi jermu abrió la puerta y empezó a rezongarme por las cosas de siempre. Me levante del asiento y Felipe se puso al lado mío. Mientras escuchaba los reproches él me miraba piadosamente como diciendo las cosas que tenés que aguantar. Yo no atiné a contestarle nada porque ya había tenido muchas emociones ese día, entonces Felipe la miró con odio y se le puso a labrar. Te juro que nunca lo había visto así, estaba tan agresivo que tuve miedo que la atacara y le mordiera el cuello.
A vos te parece, resulta que unos minutos antes yo lo cago a pedos y ahora me sale a defender jugándose la vida. Eso es un amigo Negro, eso es ser fiel hasta la muerte. Ese es mi amigo Felipe.
La voz del Gordo se entrecortó y su cara se puso colorada como cuando toma vino con soda. Yo la anécdota ya la conocía, me la contó 20 veces pero cada vez le agregaba algo más que la hacía interesante. El  dolor del Gordo es tan grande que se conmueve como una criatura, y a mi también se me arruga el cuore cada vez que lo cuenta.
Perdonáme la escena Negro, hoy hace un año que Felipe se fue al cielo de los perros. Me acuerdo que esa noche subí al auto con Felipe envuelto en una manta y me fui con mi mujer al pueblo de Ranchos, donde están enterrados mis viejos. Lo velamos en la casa de mi prima toda la noche y al día siguiente lo llevamos al cementerio. Don Germán, el cuidador del lugar y amigo de la familia, me dejó enterrarlo debajo de un árbol junto al camino central, mañana voy a llevarle unas flores, ¿me acompañas?
En el café se produjo un silencio profundo que duró más de un minuto, como si los parroquianos hubieran escuchado el relato y le hicieran un homenaje a Felipe. Después todo fue volviendo al ritmo habitual.
Vos sabés Negro que más de una vez se me aparece de noche y se sube a mi cama para que lo acaricie, después se baja, mueve la cola y se acuesta sobre mis chinelas esperando el amanecer.
El Gallego trajo la picada y la cerveza que habíamos pedido minutos antes. Paga la casa, dijo.

Estela Smania


La araminta Estela Smania


                                                                                             Era la sed y el hambre,

                                                                                                      y tú fuiste la fruta.

                                                                                           Era el duelo y las ruinas,

                                                                                                  y tu fuiste el milagro

                                                                                                           Pablo Neruda.


Ya llevaba algunos años amañada con el Jacinto y aún no le había sido concedida la gracia. La Araminta se sentía como tierra de secano, asolada por los vientos de la desesperación, cuarteada por los fríos de la soledad, hambreada por las ganas de una ternura que se le negaba. Cada día, apenas despuntaba el sol, salía a caminar por el monte largas horas hasta que los pies, amarillos de aromos, le echaban sangre. Perseguía las cabras para mirarlas amamantar a sus crías, buscaba un duraznero en flor, descubría el lugar donde los pájaros tejen sus nidos, donde empollan las gallinas, donde se requiebran el caballo y la yegua. Después, casi a la oración, regresaba al rancho. El marido la curaba, le humedecía la cabeza ardida por la resolana, le ataba una vincha de cuero de iguana y le medía la pena en la mirada.
 -El infierno está aquí, en la tierra – susurraba, mientras el Jacinto se preguntaba qué pecados tenían que purgar él y ella, mitad mujer y mitad niña.
 -El gallo cantó impar y fue a la noche – repetía buscando la oscura causa de sus males.
 Cuando la vida se le caía a pedazos por falta de apego, fue a ver a la vieja. Doña Sacramento la escuchó en silencio. Silencio por fuera y silencio por dentro, que es la mejor forma de escuchar. La Araminta quería un hijo. De su hombre o si no quedaba otro remedio, de algún ánima bondadosa, de las que todavía flotan sobre la tierra realizando buenas acciones que les permitan subir al cielo. La vieja no tuvo dudas sobres las ganas de la Araminta que se le aparecían en el rostro a través de unas ojeras profundas y violáceas. La Araminta quería reverdecer como los árboles en primavera y que los pechos se le llenaran de jugo tibio y dulzón como a las tunas del monte. Doña Sacramento le recetó unas infusiones de culantrillo cada mañana antes del primer mate, la frotó con leche de cabra recién ordeñada y rumió unas oraciones.
 La Araminta cumplió con la receta durante meses y cuando sintió en el vientre abultado, signos evidentes de vida, corrió a contarle a doña Sacramento que se había duplicado. Le agradeció la ayuda con un montón de palabras que ni ella misma sabía que tenía adentro y con un cuarto de cabrito bien adobado con ají picante. La vieja sin mostrar asombro por lo que la Araminta llamaba – el milagro- le ofreció, antes de que se marchara, una botella que sólo parecía contener agua y le recomendó que cada noche rociara las espaldas del niño, porque sin duda se trataba de un varón, para que las alas le fueran creciendo y no se le secaran como a la mayoría de la gente, y un día echara a volar, como estaba escrito.
 Cuando el niño nació a la vida como un fruto maduro, el rancho se llenó de canciones de cuna, de manos que aleteaban, de leche tibia y dulzona y de paños que se secaban al sol y flameaban como banderas.
 La Araminta, con la constancia que da el amor, ejecutaba el rito de humedecer las espaldas del hijo, que era la viva estampa del Jacinto, sabedora de que regaba su soledad de un día.


Marta Becker



La cocinera  Marta Becker 

La Jacinta era cocinera de la estancia Los Sauzales desde que tenía quince años. Ahora pasaba la cincuentena. Era una mujer robusta, hombros bien marcados, busto prominente, caderas anchas, que iba siempre con las mangas remangadas, listas manos y brazos para mezclar la harina y poner a levar el pan.
Era la reina de la cocina y la peonada le tenía respeto, al igual que los patrones, quienes la dejaban hacer a su antojo, confiados en su sabiduría culinaria. Además, era poco receptiva  y hacía oídos sordos a pedidos y consejos.
Desde la madrugada se hacía cargo de las comidas de toda la estancia, tanto de los que quedaban en la casa como de los que se iban al campo. Nadie osaba quejarse de la planificación de sus menúes.
Jacinta estaba emparejada con el Venancio, capataz de Los Sauzales, hombre bien plantado, alto, moreno de tantas horas al sol, brazos fuertes, mirada penetrante, acostumbrado a controlar desde lo lejos el campo sembrado y a los trabajadores cumpliendo las tareas.
Cuando entraba a la cocina a la Jacinta se le iluminaban los ojos. Enseguida le preparaba algo especial, lo atendía a cuerpo de rey y de esta forma primaria le demostraba su amor.
Pero la Jacinta tenía un problema nada minúsculo. Le gustaban los muchachos jóvenes y peón nuevo que caía en la estancia era presa de la cocinera, quien no tenía empacho en sacarse rápido el delantal y levantarse la pollera.
Esto no tenía nada que ver con el cariño que le tenía al capataz, que  era el principal acreedor de sus gentilezas. Ella le explicaba que era como un entretenimiento, que él era el único a quien quería y no se cansaba de repetirlo y demostrárselo, sobre todo después de cada encuentro fortuito.
Así pasaba la vida de Jacinta, armoniosamente, entre ollas, muchachos y el Venancio.
Pero las cosas no se presentan tan fáciles como uno quisiera.
Cayó en la estancia un peón joven, impetuoso como todos los jóvenes, prepotente y al mismo tiempo adulador, de sangre caliente y mente corta, rápido para los mandados y más rápido para la agresión.
Y ocurrió que se enamoró de la cocinera.
Y se puso celoso.
Apuró a la Jacinta para ser su único hombre, el único macho, le dijo, y no quería que anduviera con nadie más, ni siquiera reconoció la antigüedad del capataz. Ella trató de persuadirlo de que dejara las cosas como estaban, no pensaba abandonar a su hombre, el Venancio, a quien quería y mimaba y era el más importante y principal ocupante de su cama.
Todas las explicaciones fueron inútiles y ella le pidió al peón que no volviera por la cocina. Pero los celos son traicioneros y el muchacho  no lo aceptó.
Caía un aguacero mientras el capataz compartía mates y tortas fritas en el reino de Jacinta cuando entró el peoncito, cuchillo en mano, e increpó a los gritos a Venancio para que dejara a la cocinera, a lo que éste respondió con una sonora carcajada y también a los gritos le dijo –pendejo de mierda, te falta mucho para tener a semejante mujer-.
Jacinta no sabía qué hacer. Con angustia, asustada y con gestos nerviosos se secaba las manos en el delantal mientras le rogaba al joven que se fuera, al tiempo que insistía que el capataz era su amor, su único amor, lo demás era pura diversión.
El peón, enceguecido y rechazado, acomodó el cuchillo para lanzarlo hacia el hombre que seguía riendo y al advertir el gesto la mujer, rápida de reflejos, se puso delante del Venancio a modo de escudo.
 El arma penetró justo en la zona del corazón.

Analía Temin




El precio de la seguridad 
Analía Temin

Entraste en crisis de a poco, en realidad, primero te saturaste de que Tito te presione con los celos, te sublevaba que te cuestionara que querías estudiar y claro, vos no le dabas bola, hacías bien, y te anotaste igual en el curso, ahí en el Club Larrazabal, y por supuesto te seguías viendo con tus amigas, era lo justo. Lo único que faltaba era que dejes todas tus cosas, tu vida, lo que cualquier persona normal tiene que hacer porque un día, cansada de luchar con un nene a cuestas, una infancia tortuosa y un conflicto político que te hizo primero desaparecer y después exiliarte, lo conociste a él, te gustó, se hizo cargo de vos y tu hijo, como una promesa tácita de resolver tu vida y vos dijiste “Sí, con este tipo me caso”.
Claro que pasado el tiempo, convengamos que, no te portaste muy legal que digamos, sobre todo porque Tito no te dejaba ni respirar sola, siempre atrás tuyo, llevándote y trayéndote de acá para allá, vos sabías que era para controlarte, muy mal, no correspondía pero como te decía, vos no fuiste muy legal y terminaste provocando situaciones límites. Primero te enamoraste perdidamente de Rafael, eso fue indisimulable, Tito se daba cuenta nena, nosotras no sabíamos cómo pilotearla, nos hiciste cómplices a todas, ok, todo bien, amigas son las amigas y te cubrimos y te cuidamos los pibes para que vos vivieras tu gran amor con el Rafa, qué desastre, el tema es que no te la jugaste, lo largaste al Rafa para quedarte en la seguridad de la vida con Tito, la vivienda, la tranquilidad económica y todo lo demás y nosotras quedamos como el reverendo orto con Tito que nos hizo la cruz y pasamos a ser todas las más trolas del condado y vos te hiciste soberanamente la boluda.
Tuviste suerte, seguimos siendo amigas, pasada la tormenta todo se acomodó por un tiempo. Tito se tranquilizó. Hasta que aburrida de todo o como vos decías siempre, tu naturaleza infiel, volvió a jugarte una pasada. Cuando volviste esa tarde a buscar al nene  me contaste que en el curso el profe te invitó un café y te regaló el poema de Benedetti “Mujer de Lot” , yo te dije bien clarito “Fijate lo que querés hacer, no arriesgues todo lo que tenés por una ilusión que te va a durar lo que un pedo en el viento”, ¿te acordás? Y vos qué me dijiste : “Sí, ya se, pero no puedo evitarlo, siempre fui infiel y me mata la rutina, necesito algo diferente, una cuota de poesía”…etc, etc, etc…me dijiste. “Bueno dale -te dije- hacé la tuya, yo soy tu amiga , no de Tito pero cuidate, no te expongás…”.
Esta vez, Tito ni sospechó, por suerte, pero en poco tiempo la historia con el profe no era lo que vos esperabas y para rematarla y  complicar las cosas volvió al ataque el Rafa con lo cual tu cabeza estalló.
El profe te entendió, se corrió de la historia y vos te empezaste a ver nuevamente con el Rafa. Fue un kilombo porque enseguida se te empezó a notar que en algo andabas, Tito agudizó sus persecuciones, claro todas sus sospechas eran fundamentadas, vos te rajabas, nadie sabía dónde estabas, volvías y se notaba que tu mente estaba en otro lugar, en una nube multicolores, de tus ojos brotaban mariposas aleteando entre campanitas, arpas y trompetitas, una pequeña orquesta de cupidos. ¡Hay nena, la que se te armó!
Los dos empezaron a presionarte, Rafa quería que largues todo y te vayas a vivir con él y tus hijos, estaba dispuesto a todo y realmente tenía con qué sostener lo que te ofrecía y los dos estaban muy enamorados. Tito no estaba dispuesto a perderte ni a dejarte ir aún a costa de saber que no lo amabas como él deseaba y se merecía, estaba dispuesto a bancarte este berrinche tuyo hasta que se te pase, se atenúen tus emociones y te acomodes nuevamente a la vida con él. Tanto era así que un día me dijiste: “Siento que nunca voy a poder separarme de Tito y que Dios me perdone pero es como que solo voy a librarme de él si quedo viuda”. Él accedió a irse un tiempo a la casa de sus padres para que todo se calme y darte un poco de oxígeno, una buena estrategia de su parte. Con un poco de distancia podía manejar, mejor, inclusive, tus apegos con él. Tu gran intríngulis era la casa, no querías rodar más por la vida, ahora con dos hijos, quién sabe por cuántos domicilios más, hogares más, viviendas más.
A la presión de ellos se sumó la tuya propia. Estabas en un duelo feroz, entre, un gran amor correspondido con promesa de una vida feliz que incluía todo lo que vos deseabas vivir para vos, junto a tus hijos, o la seguridad ya instituida de un matrimonio legal, casa propia, obra social, ingresos garantizados y en el peor de los casos, incluso, quedabas asegurada con una pensión, más el amor incondicional de Tito, padre de uno de tus hijos.
Fue demasiado, no pudiste soportar el tironeo y un buen día decidiste no de los dos. Te tomaste varias cajas de pastillas para dormir. Esa mañana, tu hermana, que pasaba unos días con vos, no te pudo despertar, claro estabas desmayada, me vino a buscar, nos pareció mejor llamar a Rafa y pedirle ayuda, ya que con Tito teníamos cero onda. Te llevamos al hospital, nos indicaron que te dejáramos dormir todo lo que necesitaras y que en la semana te viera un psiquiatra. Esa tarde, te despertaste, te pregunté por qué habías decidido esto, me dijiste que no era tu intención matarte pero que necesitabas dormir profundamente y dejar de pensar. Los chicos le avisaron a Tito lo que pasaba y vino inmediatamente a la casa. Vos manifestaste sentirte segura si él estaba cerca, así que yo dejé todo en sus manos y me retiré. En la semana, supe por tu hermana que te habían internado en una clínica psiquiátrica.
A los pocos días, me sorprendió Tito que me llamó para hablar conmigo, por supuesto, lo atendí. Me planteó que a la única persona a la que querías ver era a mí, así que al día siguiente fui a la clínica.
Fue durísimo verte así, dopada, ida, despojada y vulnerable a todo. En medio de tu mambo, entre balbuceos, me pediste que me ocupara de tus hijos, que no los dejara, que viera por ellos, que te los cuide mientras vos te reponías. Te juré por mi vida que los iba a cuidar como si fueran míos, nos abrazamos y lloramos juntas. ¡ La puta madre…esto sí que dolió… carajo!!
Afortunadamente, te fuiste reponiendo, Tito volvió a la casa para encargarse de todo y como era tu voluntad que yo me ocupara de los chicos, él aceptó mi ayuda que además en ese momento la necesitaba. Fuimos amables y diplomáticos uno con el otro, lo importante era sacarte adelante y que te pongas bien. Al mes volviste a tu casa, repuesta, a comenzar una nueva vida con Tito.
La vida no te eximió de elegir, la seguridad que tanto necesitaste forjar, se imponía en tu vida a cambio de no pocos sacrificios. En el camino fuimos quedando, el Rafa, el curso, el profe, las amigas, entre las cuales me incluyo, el amor, los sueños…
Con los años supe que Tito se enfermó, que lo cuidaste hasta que falleció, que perdiste la casa en una maniobra de venta, de la misma, donde te estafaron, que tu nuera no te deja ver a tus nietos, que tu hijo menor se fue a vivir solo con la novia y que decidiste volver a tu pueblo natal, Carmelo, en Uruguay, donde te espera un antiguo amor, Eloy, aquel muchacho africano del que me hablaste alguna vez.

Celia Elena Martínez









Noche  plateada Celia Elena Martínez

Estábamos reunidos en casa de Laura y Felipe, con Juan. Habíamos bebido demasiado. Nos reímos mucho esa noche, en la que Felipe y yo nos sentimos atraídos y en medio de la borrachera subimos al piso de arriba. Del otro lado de la pared desnuda oíamos las risas y grititos de Laura.
Lo nuestro era solo una cuestión de piel, una piel gelatinosa, llena de sudores resbalosos por la agitación de nuestros cuerpos entrelazados, temblorosos. En un momento nos fuimos al parque oscuro. Sin ellos. Dejamos la casa, hacia el campo tempestuoso por la tormenta que se avecinaba, el brillo de la noche plateada nos abrazaba, tirados en el pasto rodábamos, yo dentro de él, éramos uno solo. Cuando comenzó a llover mojamos nuestros cuerpos con la sensación del agua intrépida que nos golpeaba con fuerza, era un diluvio que nos hacía arder más todavía, cuando por fin llegó el éxtasis estábamos tendidos, mojados en la tierra que ya era barro, nos revolcamos en él riendo. De pronto escuchamos las voces que nos llamaban de Laura y Juan, nos  escondimos mientras nos dejamos bañar por la precipitación, les dijimos que habíamos salido a caminar y nos había agarrado el aguacero. Nuestra amistad forzada siguió, nuestra pasión encendida también.

Marcos Rodrigo Ramos



La mujer que está sola y espera 
Marcos Rodrigo Ramos
El cuento es parte del libro “La novia de los minotauros” de reciente aparición.

El tren llegó puntual como nunca. Amalia miró su rostro en el reflejo de la ventanilla antes de descender y por un momento le costó reconocerse. Siempre le ocurría lo mismo cuando de un día para otro cambiaba su peinado. Es sólo cuestión de acostumbrarme, ¿un nuevo color, otra forma, alcanzan para ser otra? Era ingenuo creerlo pero cada cuarenta y cinco días exactos lo volvía a intentar.
 El cielo estaba a tono con su mirada, caían algunas gotas sobre el asfalto y ella sin paraguas. Logró subir al ómnibus antes que la lluvia cayera con todo su poder sobre la ciudad. Lloró por un momento breve sin entender muy bien porqué. Bien abrigada, su problema era el calzado; otro día trabajando con los pies mojados y a la noche resfrío seguro.
 Entró a la oficina, todavía no había llegado nadie. Dejó el sobretodo y se secó un poco en el baño, volvió a no reconocerse frente al espejo, le habían cortado demasiado el pelo. Sin embargo  se notó un aire distinguido, como de artista de película en blanco y negro. Imaginó a su jefe, el señor Ramírez, invitándola a cenar a un lugar fino, diciéndole: Mejor no nos quedemos acá, mejor fugarnos, ¿por qué no a la costa? Nunca pasó nada, sólo aquella tarde que… Es un hombre casado, felizmente casado.
 -Hola Amalia.
 -Buenos días, señor.
 -Se mojó mucho. Va a resfriarse.
 - Y sí. ¿Por qué no me dejas ir a casa así no me enfermo? No hay problema.
 Aparece frente a ella la montaña de papeles para pasar a la computadora, el reloj lento va comiendo los segundos, deglutiéndolos sin apuro, y ella espera sin esperar la hora de salida.
 Ya a las seis diluviaba, siempre fue la última en irse. El señor Ramírez o alguno de sus compañeros con auto podrían haberla acercado a la estación, o llevarla Gómez, si vivía apenas a dos cuadras de su departamento.
 -Disculpame. Mi señora es muy celosa.
 -No hay problema. ¿Qué te hacés el santo si todos sabemos, todos menos tu señora, lo mujeriego que sos?
 En el vagón, empapada y con las botas húmedas, se permitió otro par de lágrimas sin sentido. Llorar en el tren se había vuelto un mal hábito.
 En el departamento encontró mezclado junto a boletas e impuestos un sobre blanco, era carta de Juan Carlos, su antiguo novio, hace seis años la había dejado por otra luego de diez de convivencia. “Tengo que hablar con vos. Paso el miércoles a las ocho.”
 ¡Hoy a las ocho! ¿Qué te pasó? ¿Tu esposa ya no te atiende y querés venir conmigo? Son las siete. ¿Qué hago?
 Se sacó la ropa y se dio una ducha rápida. Eligió ponerse una remera negra y un pantalón de jogging, omitió el corpiño. Lavó algunas tazas y, ya para las ocho, todo estaba perfecto, incluso ella. Tres años sin sexo es mucho para cualquiera. Se miró en el espejo, esta vez le gustó no reconocerse. La verdad que estás linda Amalia. ¡Qué una potra! Le dieron gracia sus propias palabras, parezco un camionero hablando así.
 El timbre sonó y no necesito ver por la mirilla para saber quién era. Lo saludó con un beso y le ofreció un café. Miserable, podrías haber traído aunque sea torta o facturas.
 -¿Tenés galletitas?
 -Sí, tomá.
 -Gracias. Estoy con un poco de hambre.
 Lo que falta. ¿Me vas a pedir cocinar?
 -No tengo nada en la heladera. ¿Querés ir a buscar un pollo a la roticería de la esquina?
 -No, está bien. Con el café y las galletitas me arreglo.
 ¿Y si quiero comer yo? Siempre pensando sólo en vos.
 -Seguís igual.
 -No creas, la panza creció y el pelo está teñido. ¿Se nota?
  Por supuesto, estás hecho bolsa.
 -No, para nada.
 -Las calles de Villa Verde siguen igual de rotas, o un poco más.
 -Sí. ¿Y vos? ¿Qué necesitás?
 -No sé, quise hablar. Me nació la necesidad y vine. De repente me sentí solo. Es así, como decías siempre, podés vivir con veinte personas y estar en la más absoluta soledad. ¿Te pasa también, no?
 -¿A quién no? ¿Todo bien con tu familia?
 -Sí, los chicos están bárbaro.
 -¿Y con tu señora? ¿Cómo está la bruja?
 -Sin conflictos. ¿No te pasó nunca sentirte mal y no saber por qué?
 Entonces la tomó de la mano,  la abrazó por la cintura tocándole la cola y apoyó su cabeza entre sus pechos. Cuando las manos entraron en la remera y fueron subiendo, ella lo detuvo. Él la miró a los ojos y la descubrió llorando.
 -Me haría mal.
 -Perdoname. No quise lastimarte.
 -Bueno.
 -No tendría que haber venido. Mejor me voy.
 -Volvé cuando quieras.
 -Nos vemos.
 La besó y se fue. Amalia pensó en el rostro del hombre. No se había ido enojado, sí se fue triste, así también vino. Abrió la ventana y por ella entró el gato en dirección a su plato de comida. A lo lejos, se sentía el ruido del tren, quizás Juan Carlos ya estaría en el vagón, sentado, pensando en ella, o quizás estaría pensando en su familia, en sus hijos, o en su mujer con la que haría el amor y luego dormiría abrazado. Una suave brisa le acarició la cara. Respiró hondo al ver el reflejo de su rostro en el vidrio.

Lulú Colombo



Agria Mensura (a 522 años) Lulú Colombo

El 23 de abril de 2013 llega a Cerro Colorado, Provincia de Córdoba,  el Ing. Agrimensor Antonio  R.; lo acompañan  Jorge M., joven agrimensor auxiliar, y un lugareño: Jorge M.; se desconocen sus propósitos. Poco tiempo después, se anuncia la expropiación de 520 ha de antiguos  propietarios.

Sube Antonio, con su GPS y su designio
Hábil eslabón en esa vieja trama de
las “debidas obediencias” concebidas
Trae la llave de las puertas al despojo
Abre el sendero de la profanación
Imaginando  pavorosos abismos
medirá dioses y hechiceros,
llamas y ciervos, sierpes y cóndores
¡Nada escapará a su ojo experto!
Sonrisa tranquila, aire campechano
¡Si hasta te abrimos las puertas, Antonio R.,
como si fueras hermano!
En un “como para adentro”, todo lo registra.
Trepa por los cerros, mensura las chacras
Y nos preguntamos: ¿qué lo lleva a
Antonio a trepar por los cerros?
Esa baba agria de mastín cansado
va marcando aleros en ocultos valles,
la casa del indio, la del hechicero.
Al llegar la noche, cena satisfecho.
Matos y algarrobos, cocos y espinillos
Tuscas y jilgueros, talas y zorzales
Todo lo mensura, puntilloso y calmo
A cada visita, allá en La Quebrada,
más ciñe el cerrojo sobre las vertientes
y los arroyuelos que han visto su rostro
Vuelve varias veces, como de paseo,
(Nadie aquí en los cerros, nadie entre las chacras,
las vertientes solas son ninfas de plata
-  señal que no hay dueño -  se dice, contento)
En esos campos, como un imán de ausencias,
en urpilas o en pumas , en cóndores o en zorros
atraerá  el progreso que acabará con ellos.
Se limpia el sudor. Su labor ha terminado.
¿Adónde irás ahora, Antonio R., con tu GPS,
 ese ojo tan occidental y cristiano?
Soldado de la mercancía; solo, como el viento,
cumpliendo tu destino de obediente legionario
del lucro ¿Adónde irás ahora, dime, Antonio R.,
con tu agrimensura? ¿Esa agria-mensura:
Tu mensura? ¿Adónde? ¿Vos  y estos nuevos
Encomenderos, tus patrones?
Y nunca olvidemos  que ruin es aquel
que trajo al ladrón.

Carmen Passano








El Señor Peret Carmen Passano

Era casi al atardecer…
 Venia caminando calle arriba, despacio, con su bastón colgando del brazo.
 Alto,  desgarbado, feo.
 La cita era casi siempre a las cinco de la tarde, y se me fue haciendo una costumbre el Señor Peret.
 Era un viejo amigo de tanto tiempo, que ya ni recordaba de donde lo había conocido; sus visitas tanto como su conversación se me hacían imprescindibles.
 Su cultura y su señorío me traían reminiscencias de las tertulias habituales en los cafés de Buenos Aires, nuestras charlas sobre distintos temas, era como vagar por el mundo de conocimientos, ensueños y fantasías.
 Cansada de los distintos temas que se podían tocar con los conocidos en este exilio al que el destino nos había llevado, y unidos por el solo hecho de hablar español, nos reuníamos para intercambiar distintas experiencias de inmigrantes, muchas veces graciosas, otras dramáticas.
 Cuando lo conocí, no dude en adoptarlo como a un amigo muy especial, y lo invite a tomar el te.  El pobre Señor Peret de origen francés, había vivido varios años en Argentina, y quiso el destino que viniera a esta pequeña ciudad de la Florida, en Estados Unidos, con sus días brillantes, días de sol, cielos azules, su mar con aguas transparentes, sus huracanes y su intenso calor.
 ¿Otra tostada?-  Sin esperar respuesta, untaba  un poco de mermelada casera en la crujiente rebanada de pan, que el comía con delicado placer, después de beber un sorbo de te.
 -Mirando a lo lejos, vaya saber que cosas en sus recuerdos, comenzaba a hablar lentamente con su voz tranquila y modulada.
 -Mala cosa es no llorar señora Malena -  (Mientras tanto, pendiente de sus palabras yo bebía mi te).
 -Si señora… mala cosa es no llorar, y créalo que aun siendo hombre lo hubiera hecho de buena gana.  – Pero no pude -  se quedo pensando, bebía su te.
 -Lucia era mi mujer, nos queríamos mucho, como usted sabe yo soy dentista, aunque prefiero decir que lo fui.  Decidimos venir a este país, primero fuimos a Chicago, y como tenia que dar equivalencias y estudiar toda la carrera de nuevo, aprender el idioma. (entre nosotros,, nunca pude asimilarlo del todo, no se me cansa, me aburre.
 Ella no se adapto, extrañaba demasiado, su país, su familia, se enfermo y quiso volver a Buenos Aires,  Yo no.
 Era terco, lo sigo siendo y pensé que bien o mal debía seguir con mis planes.
 -¡No lo puedo entender! -  No puedo entender a su mujer, si lo quería… le dije apesadumbrada.
 -Cuantas veces yo  hubiera pegado la vuelta de buena gana, pero no se podía, no podíamos.  Nos compramos la casa, mi marido murió y los hijos se fueron.
 -Y, aquí estoy sola, ahora este es mi país, aquí están mis hijos y nietos, y ya en Argentina no tengo a nadie –
 La tarde se vestía de colores como una joven coqueta, antes del anochecer, mi apreciado amigo se despidió y se fue lentamente calle abajo, después de agradecerme y elogiar mi te, mi mesa tan bien puesta, con flores y mis tazas de porcelana.
 El aire comenzaba a refrescar, y las estrellas ya brillaban como luces lejanas de lugares distantes que se habían perdido en el tiempo.
 Mientras doblaba el mantel, no podía dejar de recordar mis experiencias en este pais, cuanto extrañaba al principio a mis padres, hermanos, amigos.  ¡Cuanta soledad!
 A veces tanta lucha, tanto desarraigo, perder la identidad, sentirse discriminada, y no ser ya ni una cosa ni la otra.  ¿Valió la pena?  Quien lo sabe.
 En otro día, en otro atardecer, quise que mi  mesa resplandeciera, había preparado una rica torta con la que sorprendí a mi distinguido invitado.  El llego como siempre a las cinco.
 Una musiquita dulzona y machacadora, venia de una cajita de música que puso en mis manos.  –Es un recuerdo de mi esposa-. Cosas de mujeres, creo que a usted le va a gustar…-Sonreí y le agradecí el presente. Tomamos el te.
 La torta estaba exquisita, fue un pequeño homenaje en honor de nuestra amistad.
 Me contó de un gato que no lo había dejado dormir,  -Es la primavera Malena, florece el amor-  De pronto callo, se puso triste,  - Lucia se quiso ir, yo pensaba en ir a buscarla, pero un día me llegaron los papeles del divorcio- Se quería casar...
 Cosas del exilio -le dije-  Sucede muchísimo entre las parejas, que a veces une  y otras separa.
 Veo que se acabo el azúcar – le dije mirando la azucarera vacía.
 -No se moleste señora, ya me iba, se acabo mi tiempo –
 Siguió hablando mientras acomodaba su bastón, entrecerró los ojos.
 La vida se compone de flores y de guerras, la mía fue así, como la de todos.
 ¡Lastima! Tendría que  haberse vuelto a casa usted también - le dije moviendo la cabeza –Es que uno va guardando rencores, sin darse cuenta, y un día al final  el tiempo paso, y ya es demasiado tarde.
 Como siempre, se quedo pensativo mirando a lo lejos, se veía más cansado, más viejo.
 -Cuando uno se jubila en este país, lejos de todo lo de uno, la soledad atrapa, se extrana esa vida de tanta lucha, entonces hay que imitar a las golondrinas, que emigran hacia la primavera. Y vuelven a morir al lugar donde nacieron.
 Nunca mas volvió el Señor Peret, trate de averiguar, temiendo que algo malo le hubiera sucedido, pero no, me dijeron que se fue de  viaje, y no había querido despedirse de nadie.
 Quizás se fue a su Francia natal, a lo mejor se fue a Argentina a buscar a Lucia…
 Volvían los pájaros a sus nidos, estaba anocheciendo, y en la mesa, en mi taza de porcelana se enfriaba el te.   

Humberto Costantini









Rabia  Humberto Costantini

La culpa fue del calor. Del calor o del tipo que dijo eso. Pero a lo mejor la culpa no fue del calor ni del tipo. La culpa fue mía. O de la mujer esa que pasó. O de los setecientos pesos de la quincena. Qué sé yo.
Porque la rabia uno no sabe de dónde le viene. La rabia es una cosa que se le mete a uno en la boca y uno la va apretando, apretando en las carretillas como si no quisiera dejarla escapar. Eso es la rabia. Y además un frío que se siente aquí, en la boca del estómago.
Y a mí esa noche la rabia me había agarrado y yo le sentía hasta el olor empapándome la ropa.
Hacía mucho calor, mucho calor. A las once y media, cuando salí de casa, me recibió la calle con una bocanada de aire caliente. ¡Un calor tremendo esa noche! ¿Oyó ese ruido que hacen las gomas de los autos sobre el asfalto casi líquido? Chrchr-chrchr... ¿Y esa luz rara, esa luz como de brillazón que toman las calles entonces? Bueno, todo eso, el ruido, esa luz rara, todo eso me parecía que se dirigía directamente a mí para cargarme. "Sos un infeliz, Ernesto", me parecía que me decían. "Sos un inútil Ernesto. Linda noche elegiste para trabajar."
El chistido del asfalto me lo decía.
Y la luz de los faroles sobre la calle viscosa, la brillazón, era como una carcajada que se me iba poniendo adelante.
No, a veces los motivos, los hechos aislados, digamos, no justifican que uno ande así. Pero son todas las cosas, las que uno lleva arrastrando desde hace años y las que se le van apareciendo en el camino todos los días. Todas esas cosas que de pronto se juntan una noche con el calor, con la carcajada de la calle, con el tipo que dijo eso, con la mujer y se le tiran encima para enloquecerlo.
Y antes no era así. Las cosas, mirándolas desde afuera eran las mismas. Trabajaba en la fábrica igual que ahora. Ganaba mil cuatrocientos igual que ahora. Mi mujer y los cuatro pibes igual que ahora. Y sin embargo era distinto.
En el fondo de casa hay un pedacito de tierra. Allí yo tenía la quinta. Media docena de canteros, unos surcos para los tomates y nada más. Todo en ese pañuelito de cuatro por cuatro. Por la noche, al volver de la fábrica me entretenía en ese pedacito de tierra, Punteaba, sacaba los yuyos o regaba. Mate va, mate viene y yo metido en la quinta.
Pero ahora no. Ahora no hago nada en la quinta. Casi ni me acerco por el fondo para no verlo cómo está. Hecho una mugre.
¿Y eso es tan importante?, me podrán preguntar. No, eso solo no es, claro. Pero eso es una parte. Están los encendedores. Ahora vendo encendedores automáticos. Por la noche, en vez de carpir la quinta, salgo por ahí, por los cafés y vendo encendedores. Y eso es otra parte.
Yo no sirvo para vender nada. Siempre me dieron un poco de lástima esos tipos que andan de noche vendiendo lapiceras, relojes de contrabando o libros pornográficos. Yo hubiera preferido otra cosa. Una changa, un trabajo de cuatro horas para hacerlo entre las nueve y la una, por ejemplo.
Pero las cosas vinieron mal y tuve que hacerlo.
Un día viene Juan y me explica el asunto de los encendedores. Hay un ruso que se los da a cuarenta pesos.
- Los podés vender a sesenta, cincuenta, según-. Yo no quería agarrar. Pero en ese momento era lo único que tenía y no podía andar eligiendo. Mi mujer me dice:
- Mirá Ernesto, mientras no consigas otra cosa yo creo que podrías salir, ¿no es cierto?
Tenía razón la pobre.
¿Usted sabe lo que es trabajar como un burro. Siempre. Y ver que la plata de la quincena se le escapa como arena fina entre los dedos, que en menos de lo que canta un gallo ya no le queda nada y tener que vivir de fiado hasta cobrar la otra?
Claro, eso contado así no dice nada. Pero una rabia sorda, un malestar se va desparramando por la casa. Se lo siente flotar como un humo. Se lo ve sentarse a la mesa y montarse en el aliento de todos.
Los diarios le llaman inflación. Que se vayan a la puta que los parió. Lo único que hay es eso. Una telaraña de rabia sorda que se va tejiendo día a día sobre su cabeza.
Por eso acepté.
Los primeros días me daba vergüenza. No me animaba a apalabrarla a la gente. A veces llegaba a un café, miraba desde la puerta y me iba sin entrar.
El encendedor tiene la forma de una pistola. Uno aprieta el gatillo y tac, salta la llamita. Yo semblanteaba las mesas, elegía un candidato y me le acercaba. Cuando llegaba frente a él ponía cara de pavo, le apuntaba con el encendedor y tac, la llamita saltándole delante de la nariz.
A algunos le daba risa y se ponían a mirar. Y así, unos veinte o treinta pesos me los sacaba si la noche venía bien.
Pero un gusto amargo se me iba juntando en la boca. Me sentía un infeliz. Pensaba en el trabajo de la fábrica, en la quincena que se iba achicando cada vez más, en el madrugón del otro día, en la quinta, ¡en tantas cosas...!
Y la rabia se me iba metiendo en el alma noche a noche. El frío ese que se siente aquí, en la boca del estómago.
Es una cosa rara eso. Es un vértigo que se le sube a los ojos y le hace odiar hasta las baldosas que pisa.
Yo miraba la gente. Despreocupada, feliz, me imaginaba. y sentía lo mismo que cuando de muchacho trabajaba en una obra de la calle Godoy Cruz y veía entrar los taxímetros al amueblado. Un compañero me guiñaba el ojo y se reía. Yo no me podía reír. Sentía ese vértigo aquí, en la boca del estómago y me ponía pálido.
Vaya a saber por qué me acuerdo de eso ahora.
Esa noche el calor casi me ahogaba. Brotaba de las paredes el calor. Chorreaba y se amontonaba en las calles. Y a mí me envolvía, me estrangulaba.
Y el calor y el chistido del asfalto y el lomo viscoso de la calle se iban metiendo en la rabia uno por uno.
Cuando paré a comprar cigarrillos, el gallego del quiosco empezó a hablarme como otras veces. Y a mí me dieron unas ganas bárbaras de agarrarlo por el pescuezo y gritarle: "Callate la boca pajarón, a mí qué me importan todas las pavadas que me estás diciendo, gallego boludo."
Y eso que el gallego es un buen hombre y que nunca me hizo nada. Pero la rabia es así. La rabia se le mete por la sangre, por los ojos y entonces todas las cosas, el gallego y el calor, son como latigazos que le pegaran a uno en la cara.
Y después la mujer. Había caminado unas cinco cuadras cuando al llegar a la esquina la veo, esperando un taxi.
Una rubia bárbara. Iba para la milonga, seguro. Linda deveras, ¿sabe? Unos ojos como de tormenta y un vestido de esos brillantes enguantándole las caderas. Allí plantada en la esquina parecía como venida de otro mundo.
Yo paso y la miro. Después me paro y la sigo mirando. Sabía que no era para mí, ¡pero qué se yo!, a lo mejor por eso la seguí mirando. De rabia.
Ella pesca al vuelo la situación. Se da vuelta despacio, me mide de arriba a abajo como al desgano, me tira con esa mirada canchera y sigue esperando el taxi.
Y yo sigo caminando. Pero esa mirada. Yo sabía lo que me quería decir con esa mirada. ¡Puf! Como si lo estuviera oyendo: - Mandate a mudar, infeliz-. Eso me quería decir.
Y la rabia subiéndome como un mareo. Apretándoseme en la frente y en el pescuezo como un retobo.
Y la brillazón ahí adelante. El lomo viscoso de la calle riéndose de mí, provocándome con su carcajada.
Caminaba y el ruido de cada paso era una sílaba que salía rebotando por la vereda: man-da-te-a-mu-dar-in-fe-liz.
Y la telaraña y los setecientos pesos de la quincena y la quinta y todo, todo se apiñaba en esa frase que yo oía cada vez más claro: "Mandate a mudar infeliz, mandate a mudar infeliz".
Y ya no estaba seguro si la mujer lo había dicho o no. O si era la noche, o la gente que pasaba o la vida que me seguía, golpeándome chirlo a chirlo con esa frasecita: mandate a mudar infeliz.
Así entré al café. Así, con esa frase zumbándome en los oídos. Y con esa cosa rara que se siente aquí, en la boca del estómago.
Tomo una copa para serenarme y empiezo a recorrer las mesas.
Tac, la llamita del encendedor saltando como una estrella amaestrada.
Tac. una vez, dos veces.
-¿Le parece muy caro, señor? ¿Cuánto me quiere dar, vamos a ver?
Tac, la llamita del encendedor jugando frente a los dados curiosos.
Tac, tac.
- Ni por cien pesos lo consigue. Contrabando sueco. Mírelo bien, señor.
Tac, la llamita coqueteando de rostro en rostro.
Tac, tac, una y otra vez.
-Apretá el gatillo y enciende. No falla nunca. ¿Ve señor?
Tac, tac.
Y de pronto, allá, el tipo gordo que está jugando a las cartas. Allá, al lado del espejo, separado de mí por varias mesas. Los porotos me dicen que está ganando y en seguida pienso: candidato.
Entonces, sin apuro, empiezo a caminar hacia él.
El mozo pasa al lado mío gritando algo.
Desde el billar me llega el chac-chac de una carambola.
Y yo camino hasta donde está el tipo gordo y le voy apuntando con el encendedor
Me le arrimo, sonrío, le acerco el encendedor a la cara y tac, la llamita esperando su mirada de sorpresa.
¿Pero por qué no hubo mirada de sorpresa? ¿Por qué ese gruñido que largó mientras siguió orejeando las cartas y después esa frase que refunfuñó entre dientes: -mandate a mudar, infeliz.
El me lo dijo. El tipo gordo me lo dijo. No la noche, no. Ni la mujer, ni la vida, no no. Es el tipo que está allí, a un paso mío, repatingado en su silla y jugando a las cartas.
El, que me conoce todas las cosas y por eso me desnuda de golpe y me dice: - Mandate a mudar, infeliz.
Y entonces viene el ruido de las sillas al correrse y de la gente que grita. La gente grita y muchos brazos me agarran de todos lados. Y el tipo gordo está allí, debajo mío. Y los brazos me sujetan y me golpean. Pero ya es tarde. Porque yo le rompí la botella en la nuca.
Y al pedazo que me queda en la mano se lo aprieto fuerte en la garganta. Cuando los brazos me sujetan y me golpean, lo aprieto fuerte, fuerte todavía, como si allí, en ese pedazo de vidrio oscuro que me lastima la mano, se hubiera amontonado de golpe toda la noche.